(Jueves 11 de octubre a las 12:45 de la tarde)
Liang fue despedido con orden de permanecer en la casa hasta nuevo aviso. Mientras esperábamos al forense, se entabló una discusión sobre la sangre que manchaba el fragmento de porcelana y la posible relación de Liang con los sucesos que precedieron al doble asesinato; pero Vance estaba tan a oscuras como nosotros y nada podía hacerse hasta que llegase el doctor Doremus.
Heath le había tomado a Liang una violenta ojeriza y propuso a Vance, en caso de que viera una probabilidad de haber estado el chino en casa a primeras horas de la noche, llevárselo a la Jefatura para que los guardias le hicieran cantar.
Vance rechazó la proposición.
—Sería perder el tiempo, sargento. No sacaría nada por la aplicación de métodos crueles. Los chinos no son como los occidentales: cuando se empeñan en guardar silencio, no hay tortura que los haga hablar. Se han impregnado durante siglos de su estoicismo budista, y Liang resistiría con indiferencia sus más violentos métodos del «tercer grado». Vamos a examinar este problema desde En punto de vista diferente.
—A pesar de todo, usted cree que el chino estuvo aquí temprano y que sabe algo de lo que pasó.
—Indudablemente.
—Tal vez fue él quien puso la bata al individuo de arriba.
—Es una de las posibilidades que tengo presentes.
En aquel punto, Burke se asomó a la puerta e hizo una seña a Heath.
—Oiga, sargento —le dijo, moviendo la extremidad de los labios—: Ese chino ha ido arriba. ¿Le va bien?
Heath se enfurruñó y lanzó a Vance una mirada adusta.
—¿Qué significa eso? —masculló.
Vance se dirigió a Gamble, que en aquel momento entraba por la puerta del comedor.
—¿Qué hace arriba Liang?
El mayordomo se quedó algo turbado antes de contestar en tono de excusa:
—Le dije que fuese a buscar la bandeja de miss Lake y arreglara su habitación… ¿Hice mal, señor? Me dijo usted que siguiera en mis ocupaciones…
—Cuando vuelva, reténgalo aquí abajo, y usted mismo es mejor que no se mueva de este piso.
Gamble se inclinó y desapareció por la puerta del comedor. Un momento después llegó el doctor Doremus de un humor de perros, y después de saludar con una brusca inclinación, se plantó ante Heath, indignado.
—Primero me estropea usted el desayuno y ahora me interrumpe en la comida. ¿Nunca come usted?
Heath hizo una mueca. Conocía demasiado al médico forense para tomar en serio sus baladronadas.
—Estoy a dieta —contestó—. ¿Quiere ver el cadáver?
—¿Para qué se figura que he venido?
—Pues sígame.
Heath salió de la sala y se encaminó al fondo del pasillo.
Estábamos detrás de él cuando abrió la puerta del cuarto oscuro. Doremus adoptó un aire profesional, se arrodilló y tocó el cuerpo de Brisbane.
—Muerto —sentenció—. Pero eso lo podía ver hasta un miembro de la Brigada Criminal.
Heath fingió quedarse; atónito.
—¿Está muerto de veras? ¡Y yo que creí que se trataba de una farsa!
Doremus lanzó un gruñido.
—Cójalo de los hombros.
Entre él y el sargento trasladaron el cadáver a la biblioteca y lo colocaron sobre el diván. Por segunda vez aquel día vi a Doremus aplicado a su tarea y admiré su competencia profesional.
—¿Puede decirnos, doctor, cuál de las dos víctimas murió primero?
Doremus, que estaba comprobando la flexibilidad de los miembros extremos del muerto, consultó su reloj.
—Es fácil —dijo—. El de arriba. El estado de rigor mortis es prácticamente el mismo en los dos cadáveres. El de este lleva un poco más de tiempo; pero ya hace cuatro horas que he visto al otro; por tanto, puedo decir que este murió dos o tres horas después.
—¿Podemos poner las nueve de la noche?
—Tal vez —dijo Doremus, inclinándose de nuevo sobre el cadáver—. Pero yo diría que más tarde. Pongamos las ocho para el de arriba y alrededor de las diez para este… No es seguro, desde luego; pero esos son mis cálculos.
Siguió examinando el cadáver, y de pronto se envaró, volviéndose a Markham.
—¿Sabe usted de qué ha muerto este individuo?
—Aún no. ¿De qué?
—De una puñalada en la espalda… Lo mismo que el de arriba. Y casi en la misma parte.
—¿Y el arma?
—La misma. Un instrumento incisivo, delgado y de cuatro ángulos, sino que en este caso la hemorragia fue externa. Ha perdido mucha sangre.
—Muerte instantánea, supongo —observó Vance.
—Sí. Debe de haber quedado en el sitio.
Vance cogió la chaqueta y el chaleco del muerto y los examinó.
—La puñalada fue a través de la ropa que llevaba —comentó—. No tiene importancia, pero bueno es notarlo… Oiga, doctor: ¿no hay ningún indicio de lucha?
—Ninguno —dijo Doremus, poniéndose el sombrero caído—. Recibió el golpe cuando no lo esperaba. Probablemente se asustó durante un segundo. Fíjese en la expresión. En seguida se encogió y murió. Dudo que viera a su asesino. Un golpe magistral.
—Un golpe diabólico —corrigió Markham.
—¡Ah! Bien, yo no soy moralista, soy un médico. De todos modos hay demasiada gente en este mundo —y se puso a llenar un papel—. Aquí tiene la orden de levantamiento, sargento. Supongo que necesitarán un dictamen post mortem para hoy mismo… Bueno, llévenlo al depósito y tal vez tengan el informe hoy o tal vez no.
Se dirigió a la puerta, pero se volvió para fijar en Heath una mirada aviesa.
—Oiga. ¿No tienen más cadáveres en la casa? Si los tienen tráiganmelos ahora. No puedo estar todo el día arrastrado yendo y viniendo.
—¿Arrastrado —replicó el sargento en tono de sarcasmo festivo—, con esa estupenda limousine que la ciudad le regala?…
—Hasta la vista —dijo Doremus—. Tengo hambre.
Y salió, cerrando de golpe la puerta de la calle.
Heath fue al teléfono y encargó el furgón al Departamento de Higiene Pública. Luego volvió a la biblioteca.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó, tendiendo los brazos con desaliento.
—En medio del desierto de Gobi, diría yo, sargento —contestó Vance con una sonrisa de conmiseración.
—¿Y dónde está eso?
—El desierto de Gobi, o mejor dicho, Gobi es un territorio inexplorado de Mongolia, que se extiende desde el Pamir hasta las montañas de Khingtan y desde el Yablonovyi hasta los montes Astintagh y Nashan, que son las estribaciones norteñas de las montañas Kuenlun. Los chinos llaman al desierto de Gobi Hanhal y Sha-mo. Los mogoles lo llaman Samak…
—Basta, señor —interrumpió Heath—. Ya sé lo que quiere decir. También yo opino que el cocinero es el autor de todo esto. Si mister Markham me permitiera, ahora mismo lo detenía.
—¿Para qué tanta prisa, sargento? —suspiró Vance—. No tiene usted ni una chispa de prueba contra él, y él lo sabe. Por eso no confesará que estuvo aquí a primeras horas de la noche.
Heath iba a decir algo, pero Markham le impuso silencio con un ademán.
—Oye, Vance, ¿cómo sabes que Liang estuvo aquí antes de medianoche?
—Porque Gamble lo oyó entrar a las doce. Gamble dice que se deslizó, pero te aseguro, Markham, que si Liang hubiera deseado entrar por detrás sin ser oído, lo hubiera hecho sin dificultad. Además, me figuro que siempre entra y sale en silencio, cosa característica en los chinos. Por regla general los chinos siempre evitan que los extranjeros se enteren de sus movimientos, por inocentes que estos sean. Pero anoche Liang se dejó oír por el mayordomo, aunque este se hallaba en el cuarto piso. ¿No es significativo? Probablemente, Liang vería luz en el cuarto de Gamble, y quiso llamar la atención de su regreso, después de una ausencia de toda la tarde y toda la noche. Hasta me imagino que Liang dejaría abiertas las puertas y las ventanas de la cocina mientras limpiaba los platos de la cena de mister Archer Coe y se preparaba un té… ¿Té a medianoche para un chino culto? ¡Vamos, Markham! Eso no se hace en los círculos orientales. Lo que quería es enterar a Gamble de su regreso a medianoche.
—Comprendo lo que quieres decir —observó Markham, aún en duda—. Pero después de todo, tu raciocinio no sale del campo de la conjetura.
—Desde luego —admitió Vance—. Pero es que todo el caso no es por ahora más que un campo de conjeturas… No obstante, tengo una prueba bastante definida de que Liang estuvo aquí a primeras horas de la noche, y se la presentaré más tarde… Y visto el presente estado de las cosas, ¿qué te parece si procediéramos a una cortés conversación con Wrede y mister Grassi?
Markham movió la cabeza, asintiendo.
—Y estaríamos mejor arriba —dijo Vance—. La presencia de Brisbane no es muy agradable.
Heath ordenó a Burke que se apostase en la puerta de la biblioteca y no dejase entrar a nadie. A Gamble le ordenaron que se quedase en el vestíbulo para abrir la puerta de la calle.
—¿A cuál de esos pájaros quieren hablar primero? —preguntó luego Heath.
—Al italiano —dijo Vance—. Está muerto de espanto y es un admirable estado de ánimo para un interrogatorio. Más tarde llamaremos a Wrede, que está lleno de posibilidades.
Heath se dirigió al salón, mientras Vance, Markham y yo subíamos al dormitorio de Archer Coe. Liang, que en aquel momento bajaba con la bandeja de miss Lake, se apartó deferente a un lado para dejarnos pasar al dormitorio. Un momento después se nos reunieron Grassi y el sargento.
—Mister Grassi —empezó Vance sin preámbulos—, deseamos saber exactamente su situación social y profesional en esta casa. Se han puesto las cosas tan serias que necesitamos todos los informes que podamos obtener, por insignificantes que parezcan. Tenemos entendido que lleva usted una semana como huésped de mister Coe.
El italiano se había tranquilizado. Se acercó a la butaca donde se halló el cadáver de Archer Coe y se acomodó en ella.
—Sí…, está bien —contestó, mirando a Vance con cierto desdén—. Ayer hizo una semana que vine invitado por mister Coe, con propósito de pasar quince días.
—¿Tenía usted algún asunto con mister Coe?
—Sí. Puede decirse que los negocios fueron la base de la invitación… Ostento la representación oficial de un museo de antigüedades de Milán, y esperaba comprar a mister Coe algunos ejemplares de cerámica china de su notable colección.
—¿Su jarrón Ting Yao, por ejemplo?
Los oscuros ojos de Grassi brillaron de sorpresa; pero en seguida se apagaron en una mirada cautelosa, y sonrió con fría cortesía.
—He de confesar que me interesa ese jarrón —dijo—. Esos ejemplares son muy raros. Acaso usted sepa que el auténtico Ting Yao de la dinastía Sung…, no el Tu Ting Yao con sus inevitables vetas…, es prácticamente inasequible hoy día.
—Sí, ya lo sé… ¿Y está usted seguro de que el jarrón de mister Coe no es un Shu Fu Yao?
—Segurísimo…, aunque no importa realmente que el jarrón sea imperial o no lo sea. Es un magnífico ejemplar en forma de ánfora. ¿Lo ha examinado ya usted?
—No —contestó Vance—. Nunca lo he visto, pero creo que he tenido un fragmento de él en la mano.
Grassi tuvo un sobresalto.
—¿Un fragmento?
—Sí, un trocito triangular. Mucho temo, mister Grassi, que el jarrón Ting Yao se haya roto.
El italiano se puso rígido y en sus ojos brilló una luz de colérica sospecha.
—¡Es imposible! Ayer tarde mismo lo estuve examinando. Estaba en el centro de la mesa redonda de la biblioteca.
—Allí sólo hay ahora un jarrón Tao Kuang —le informó Vance.
—¿Y dónde, si me es permitido preguntar, encontró usted ese fragmento de Ting Yao? —inquirió el italiano con seco acento de escepticismo.
—En la misma mesa. Debajo del Tao Kuang.
—¿De veras?
Vance simuló no enterarse del acento de ironía que había en la pregunta y, como si no valiera la pena seguir hablando de aquello, se acercó al italiano para decirle:
—Sabemos por Gamble que salió usted de casa ayer a eso de las cuatro.
—Es cierto. Tenía un compromiso para ir a cenar con alguien, al objeto de hablar de un negocio y para la noche.
—¿Con quién?
El italiano sonreía cortés, pero se le veía alerta.
—¿Es necesario que conteste?
—Desde luego —dijo Vance, correspondiendo a la sonrisa con una mirada perentoria.
Grassi se encogió de hombros con ostensible resignación.
—Bueno, pues… Con uno de los conservadores del Museo Metropolitano de Arte.
—¿Y a qué hora de la noche— prosiguió Vance en el mismo tono —se vio con miss Lake?
El italiano se levantó indignado, con los ojos encendidos.
—No admito esas preguntas, señor —replicó, con voz digna, pero insegura—. Aunque me hubiera visto con miss Lake no lo diría.
—Ni lo hubiera esperado de usted, mister Grassi. Su conducta no puede ser más correcta… Le suponía enterado de que miss Lake es la novia de mister Wrede.
Grassi se calmó al momento y volvió a sentarse.
—Sí, ya sé que hay algo entre ellos. Mister Archer me informó sobre el particular. Pero también me dijo…
—Sí, sí; también le dijo que se oponía a esas relaciones. Apreciaba a mister Wrede intelectualmente, pero no lo consideraba un buen partido para su pupila… ¿Qué opina usted, pues, de la situación, mister Grassi?
El italiano parecía sorprendido de la pregunta.
—Habrá usted de perdonarme —dijo tras una pausa— si apelo a mi incompetencia en este asunto. Puedo, no obstante, decirle que mister Brisbane Coe no estaba de acuerdo con su hermano. Era partidario de que se casaran y los defendía acaloradamente contra su hermano.
—Y ahora los dos han muerto —advirtió Vance.
Grassi cerró los ojos y volvió lentamente la cabeza para repetir, en voz baja:
—¿Los dos?
Aquella actitud calculada me inquietó enormemente.
—Mister Brisbane murió de una puñalada en la espalda, poco después que mister Archer —le informó Vance.
—¡Qué desgracia! —murmuró el italiano.
—¿Tiene usted alguna idea de quién podía desear deshacerse de esos dos señores?
Grassi se manifestó de pronto serio y evasivo.
—No tengo la menor idea; mister Archer Coe era de esos hombres que se acarrean la enemistad; mister Brisbane era lo contrario: simpático, alegre, afable.
—Pero tenía arranques de pasión y resentimiento —apuntó Vance.
—Bueno —convino el otro—. Y otras muchas rarezas, Pero era lo bastante listo para no chocar con la gente.
—Magnífico retrato —aprobó Vance—. ¿Y qué opinión le merece mister Wrede?… Le aseguro que lo que usted diga quedará entre nosotros.
Grassi no se sentía tranquilo. Antes de contestar estuvo mirando a la pared ele enfrente, y cuando habló parecía medir las palabras.
—No tengo una impresión especial de mister Wrede. Superficialmente es encantador. Posee modales agradables y es un excelente interlocutor. Sabe muchas cosas, pero me inclino a creer que de un modo superficial. Pero es esencialmente listo… en grado superlativo.
—La listeza es nuestra maldición nacional —advirtió Vance.
—He podido apreciarlo desde que llegué a este país. Los ingleses, en cambio, ni son listos ni profundos.
—Lo que les da una gran ventaja… Pero perdone si le interrumpo. Estaba usted hablando de mister Wrede.
Grassi ordenó sus pensamientos.
—Mister Wrede, como he dicho, me impresionó por su extraordinaria listeza. Pero he descubierto en él otra cualidad. Diría que es capaz de cosas inesperadas. Me parece que no se detendría ante nada para lograr sus fines. Bajo su amabilidad superficial esconde una cierta dureza, una crueldad como de azteca…
—¡Gracias! —atajó Vance con mal disimulada aspereza; y añadió, miranda a Grassi con desprecio—: Me hago cargo de sus sentimientos. Y ahora nos gustaría saber qué hizo usted ayer entre las cuatro de la tarde y la una de la madrugada.
El italiano se esforzó en resistir la mirada severa de Vance y no dejarse afectar por el tono amenazador, y contestó:
—Ya he dicho cuanto tenía que decirles.
—En tal caso —replicó Vance fríamente—, me veré obligado a ordenar su detención como sospechoso de haber dado muerte a Archer y a Brisbane Coe.
Una expresión de pánico alteró el pálido semblante de Grassi, que empezó a balbucir:
—No…, no puede usted hacer eso…, no fui yo…, le aseguro que no fui yo. Le diré todo lo que quiera saber…, todo…
—Eso ya está mejor. Dígame dónde estuvo ayer.
Grassi alargó el cuello, agarrándose con fuerza a los brazos de la butaca.
—Fui a tomar el té con el doctor Montrose —empezó diciendo, con voz chillona y nerviosa—. Hablamos de cerámica y me quedé a cenar. A las ocho me despedí y fui a la estación a tomar el tren de Mount Vernon…, para el Crestview Country Club.
—¿A qué hora estaba citado con miss Lake?
—A las nueve —dijo el otro, mirando asustado a Vance—. Había un baile…, pero me equivoqué de tren…, no estaba bien enterado.
—Claro, claro —dijo Vance, alentador—. ¿Y a qué hora llegó usted al Club?
—Ya eran más de las once —dijo Grassi, hundiéndose en la butaca como agotado—. Tuve que hacer varios transbordos… Una calamidad…
—Realmente —se condolió Vance, frío como el hielo—. ¿Perdonó la dama su tardanza?
—Sí, miss Lake aceptó mis explicaciones —contestó el otro con una sombra de odio—. El caso es que ella llegó algunos minutos más tarde que yo. Había ido en coche con unos amigos a cenar a la Fonda Arrowhead, y al volver al Club tuvo una parada.
—¡Qué contratiempo! —murmuró Vance—. ¿Iban con ella los amigos cuando el accidente?
Grassi titubeó y se agitó inquieto.
—No creo que fuesen. Miss Lake me dijo que había vuelto sola en coche.
En aquel momento entró el agente Burke y dijo:
—Ese chino de abajo desea hablar con mister Vance. Está muy sofocado y nervioso.
—Mándenoslo, Burke —ordenó el sargento.
—Suba, Wun Liang —llamó el agente, agitando el aire de un manotazo.
Liang apareció en la puerta, donde esperó que Vance se le acercase, y le dijo en voz baja algo que no entendimos, dejándole en la mano un envoltorio de papel.
—Gracias, mister Liang —dijo Vance, y el chino hizo una reverencia y desapareció.
Vance dejó el paquete en la mesa y procedió a abrirlo.
—El cocinero —dijo, dirigiéndose al italiano— acaba de encontrar este paquete en el cubo de la basura, en el portal de atrás. Tal vez le interese, mister Grassi.
Desplegó el papel y entre el envoltorio aparecieron varios fragmentos de preciosa y delicada porcelana, de un lustre blanco inmaculado.
—Estos son —prosiguió, dirigiéndose aún al italiano— los restos del jarrón Ting Yao de mister Coe. Y si quiere usted fijarse, varios de estos pedazos de frágil porcelana de Sung están manchados de sangre.
Grassi se incorporó y fijó en los fragmentos una mirada atónita.