8. EL JARRÓN DE TING YAO

(Jueves 11 de octubre, a las 12:15 de la tarde)

Aunque el espectáculo no era del todo inesperado, dado el extraño proceder de Vance y sus más extraños comentarios, me llevé una horrible impresión al ver aquello. Un gran charco de sangre de forma irregular y de casi un pie de diámetro se extendía en el suelo de madera detrás de la espalda de Coe; estaba coagulada y parecía siniestramente negruzca a la luz de la lámpara de Heath.

Aun para un hombre tan poco entendido como yo, era evidente que Coe estaba muerto.

La posición de grotesca rigidez de aquel cuerpo y su mirada horriblemente fija, con la blancura exangüe de sus labios y la palidez de cera de su tez, denunciaban una muerte violenta e inesperada. Nunca había visto un cadáver tan muerto como el de Coe, tan fuera de toda posibilidad de esperanza. Y mientras lo contemplaba, petrificado de horror ante el nuevo crimen, no pude menos que compararlo con el de Archer. Los dos eran altos y flacos, y aunque los dos hermanos se llevaban cinco años, había una semejanza entre las facciones de ambos; pero mientras Archer murió con una expresión de tranquilidad en su cara y en una posición natural y cómoda, Brisbane presentaba una expresión de terrible pánico, como si lo hubiera sentido momentos antes de su muerte.

Aquel descubrimiento nos dejó a todos muy impresionados. Heath permanecía como abatido; había perdido el color y parecía hipnotizado; Markham, con los labios oprimidos y los ojos entornados, como dos líneas, respiraba con trabajo, vuelto a Vance, que, al lado del sargento, miraba fijamente al cadáver, y sólo pudo exclamar, por todo comentario:

—¡Dios del cielo!

Vance habló, y su voz, tan apacible de ordinario, tenía un acento forzado y cavernoso.

—Es peor de lo que esperaba… Pensaba encontrarlo vivo…, secuestrado en todo caso. No me esperaba esto.

El foco de luz se desvió al retroceder Heath, y Vance cerró la puerta y se volvió.

—Es muy extraño —murmuró, dirigiéndose a Markham, que le precedía—. Está sin sombrero y sin abrigo, y con todo, su bastón está en el vestíbulo. Y él, muerto en el ropero ¿Por qué no en su habitación…, o en la biblioteca…, o en cualquier parte menos allí? No hay nada natural, Markham. Todo el cuadro ha sido pintado por un loco.

Markham se le plantó delante, para decirle con voz de aturdimiento.

—No entiendo nada en absoluto. ¿Por qué volvió aquí Brisbane ayer noche? ¿Y quién sabía que iba a volver?

—¡Si pudiera contestar a esas preguntas!

Burke y Gamble estaban sentados en un banco junto a la puerta del salón. La cara del mayordomo estaba blanca y desencajada. No había visto el cadáver del cuarto oscuro porque nosotros se lo habíamos ocultado poniéndonos delante; pero era evidente que sospechaba la verdad. Vance se le acercó.

—¿Qué sombrero y qué abrigo llevaba ayer mister Brisbane cuando fue a la estación?

El mayordomo hizo un esfuerzo desesperado para dominarse.

—Un…, un sobretodo de lana —contestó roncamente— blanco y negro. Y un sombrero flexible gris.

Vance se dirigió al cuarto oscuro y volvió con un sombrero y un abrigo.

—¿Son estos?

Gamble tragó saliva y movió la cabeza.

—Sí, señor —dijo, mirando como un idiota las dos prendas.

Vance volvió a su puesto la ropa y luego comentó con Markham:

—Y allí están colgados tan guapamente.

—¿No es posible —preguntó Markham— que lo matasen mientras los colgaba, después que volvió?

—Es posible, sí; pero eso no nos explicaría todo lo que sucedió aquí anoche. Creo que es más razonable suponer que Brisbane fue asesinado cuando se preparaba a salir de casa. Pero aún tropezamos con el factor tiempo…

Heath ya estaba junto al teléfono del vestíbulo.

—Pronto le daré el factor tiempo —gruñó.

Un momento después estaba hablando con el doctor Doremus en su despacho del Ayuntamiento.

—Entre tanto, Markham —sugirió Vance—, creo que podríamos hablar con el cocinero chino… ¿Quiere ir a buscarlo, Gamble?

El mayordomo desapareció por el comedor y Vance se encaminó a la biblioteca, adonde le seguimos.

Era la biblioteca una sala espaciosa del lado norte del frente de la casa, a la parte opuesta del salón. Aunque contenía quizá mil volúmenes en una serie de estanterías que ocupaban casi todo el testero sur, apenas tenía apariencia de biblioteca, y más parecía una tienda de antigüedades. Abundaban las vitrinas en que se guardaban joyas raras, objetos de arte de estilo y hechura oriental, y en repisas de rica madera tallada descansaban preciosos ejemplares de cerámica, de bronces artísticos, de figuras de marfil y de laca primorosa. Muchos muebles eran de madera de teca y de alcanforero, y donde quedaba un espacio libre colgaban ricas estofas de brocado. En el centro de la pared de Poniente había una chimenea barroca Luis XV, que desentonaba horrorosamente, y aquí y allí se veían algunos muebles de construcción moderna, entre otros, un diván chillón y un archivador de metal que daban al conjunto una nota violenta de anacronismo.

Apenas habíamos tomado asiento, cuando apareció por la puerta que daba acceso al comedor un chino alto, delgado, como de unos cuarenta años, que representaba el tipo del intelectual oriental. Vestía impecablemente de blanco y llevaba un par de chinelas negras. Se detuvo ante la puerta en una inmovilidad de abandono y, después de pasar una mirada rápida por cada uno de nosotros, levantó la vista por encima de nuestra cabeza. Aunque no miraba a ningún punto fijo, noté que lo veía todo.

Vance le dirigió una mirada de curiosidad, y al cabo de un rato, le preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Liang —contestó con voz apenas perceptible.

—Todo el nombre, haga el favor.

Hubo una pausa durante la cual lanzó el criado a Vance una mirada de relámpago.

—Liang Taung Wei.

—¡Ah!… Dicen que es usted el cocinero de Coe. El otro se inclinó rápido.

—Mí, cocinero.

Vance suspiró y asomó una sonrisa a sus labios.

—Tenga la bondad de abandonar ese inglés postizo, mister Liang. Estorbaría enormemente nuestra conversación.

Encendió cachazudamente un cigarrillo.

—Y haga el favor de tomar asiento.

El chino, con un vago fulgor en los ojos, movió la vista hasta descansarla en el rostro de Vance. Luego hizo una reverencia y se sentó en un sillón, entre la puerta y las estanterías.

—Gracias —dijo con voz de fina modulación—. Supongo que desea usted preguntarme sobre la tragedia de anoche. Siento mucho no poder arrojar la menor luz acerca del particular.

—¿Cómo sabe que se ha desarrollado una tragedia? —preguntó Vance, mirando la ceniza de su cigarrillo.

—Estaba preparando el desayuno y oí el informe que dio el mayordomo por teléfono.

—¡Ah! Sí, claro… ¿Lleva usted mucho tiempo en este país, mister Liang?

—Sólo dos años.

—¿Le interesa el arte culinario de América?

—No mucho…, aunque estoy aprendiendo las costumbres occidentales. La civilización del Oeste es de gran interés para muchos de mis paisanos.

—Como también, según me imagino —añadió Vance—, los raros objetos de arte chino hurtados en templos y cementerios.

—Claro que sentimos perderlos —contestó el criado suavemente.

Vance hizo un gesto de comprensión y guardó silencio un momento.

—¿Dónde se educó usted, mister Liang? —preguntó luego.

—En la Universidad Imperial de Tientsin y en Oxford.

—¿Es usted acaso miembro del Kuomintang?

El chino inclinó la cabeza afirmativamente.

—Pero no ahora —explicó—. Cuando comprobé que las ideas rusas arraigaban en mis paisanos y los ideales del Tang y del Sung cedían más terreno cada día, me afilié al Ta Tao Huei[4]. Siendo un laoísta por temperamento entre mis correligionarios, que eran en su mayor parte confucionistas, vi que mi idealismo me separaba de ellos en siglos y siglos de prejuicios, y me aparté de toda intervención política. Pero aún tengo fe en los ideales de la vieja cultura de China y aguardo con paciencia el día en que la doctrina filosófica del Tao The King restablecerá el equilibrio moral e intelectual de mi país.

Vance no hizo comentario alguno y se limitó a preguntar:

—¿Cómo es que buscó colocación en casa de mister Coe?

—Sabía que poseía una colección de antigüedades chinas y muchos conocimientos de arte oriental y creí hallar un ambiente propicio.

—¿Y lo halló propicio?

—No del todo. Mister Coe era muy estrecho de miras y muy egoísta. Su interés por el arte era meramente personal. Deseaba tener sus tesoros ocultos para el mundo…, no compartir con la Humanidad el interés intrínseco que inspiran.

—Un coleccionista típico —observó Vance; se incorporó ligeramente en su asiento y bostezó—. Y a propósito, mister Liang: ¿cuándo salió de casa ayer?

—A las dos y media —contestó el chino en voz baja y con expresión inescrutable.

—¿Y a qué hora volvió?

—Poco antes de medianoche.

—¿No estuvo usted aquí entre tanto?

—No. Visité a unos amigos en Long Island.

—¿Amigos chinos?

—Sí. Tendrán mucho placer en probar lo que digo.

—No lo dudo —dijo Vance, sonriendo—. ¿Entró usted por la calle o por la puerta de atrás?

—Por la de atrás…, por la entrada de los proveedores y del patio.

—¿Dónde duerme usted?

—Mi habitación, llamémosla así, está contigua a la cocina.

—¿Se acostó inmediatamente después de llegar?

Hubo una vacilación momentánea por parte del criado.

—No inmediatamente. Limpié los platos de la cena de mister Coe y me preparé un poco de té.

—¿Vio usted por casualidad a mister Brisbane Coe después de su regreso?

—¿A mister Brisbane Coe? —repitió el chino, preguntando—. El mayordomo me dijo esta mañana que no le preparase el desayuno porque había ido a Chicago… ¿Estaba aquí anoche?

Vance preguntó como si no oyera:

—¿Oyó usted ruidos en la casa antes de retirarse a dormir?

—No, hasta que volvió miss Lake, que siempre entra haciendo ruido. Y un cuarto de hora después entró mister Grassi. Fuera de esto, no oí ningún ruido.

Durante este interrogatorio, Vance parecía indiferente y muy atento en sus modales; pero en seguida se produjo un cambio notable en su actitud; su vista adquirió cierta dureza, adelantó el tronco y preguntó, con voz seca y casi insolente:

Mister Liang, ¿a qué hora llegó ayer a casa la primera vez? ¿Temprano?

Pasó una sombra ligera por la desviada vista del chino, cuyos largos y finos dedos se movieron con suavidad de seda por los brazos del sillón.

—No volví temprano anoche —contestó, con voz cantarina—. Llegué a eso de las doce.

Vance mantuvo su firme mirada.

—Sí, llegó a medianoche; Gamble le oyó entrar. Pero yo pregunto por la primera vez que entró, a eso de las ocho, pongamos.

—Debe de estar usted confundido —replicó Liang, sin cambiar de tono ni de expresión.

Vance hizo caso omiso de la repulsa.

—¿Y qué vio usted en esta sala a eso de las ocho?

—¿Cómo pude ver nada si no estaba aquí?

—¿Vio a mister Archer Coe? —insistió Vance.

—Le aseguro…

—¿Y no estaba alguien con él?

—Yo no estaba aquí.

—Acaso estuvo usted en el dormitorio de mister Coe —prosiguió Vance, aferrado a su insistencia—. Y entonces tal vez juzgó conveniente alejarse de la casa durante algunas horas, y salió para volver a las doce.

De nuevo se movieron las manos de Liang, como si acariciasen los brazos de la silla, mientras sus ojos se fijaban en Vance con cierto asomo de admiración.

—No estuve en esta casa —contestó pausadamente— entre las dos y media de la tarde y las doce de la noche.

Y en su tono y en su actitud había un punto final.

Vance lanzó un hondo suspiro y, volviéndose a la puerta del vestíbulo, llamó a Gamble.

—¿Dónde estaba sentado mister Archer Coe ayer noche, cuando usted salió? —preguntó al aparecer el mayordomo en la puerta.

—En el diván, señor —dijo Gamble—. En ese extremo, al pie de la lámpara. Era su asiento predilecto.

Vance hizo un signo de aprobación y se levantó.

—Nada más por ahora. Atienda a sus obligaciones hasta que le avisemos.

Gamble desapareció y Vance fue a examinar el diván. El asiento se componía de tres cojines rellenos y el más cercano a la lámpara estaba notablemente oprimido. Junto a la lámpara y frente al diván había un macizo taburete de teca, y en el suelo, cerca del fogón, una obra de Tchou To-y’s: Les Bronzes antiques de la Chine. Vance contempló un momento el taburete y el libro y dijo, sin volverse:

Mister Liang, ¿encontró usted este taburete caído cuando volvió temprano por vez primera a casa?

Por vez primera el chino pareció perder su imperturbable ecuanimidad y sus ojos se cerraron en un movimiento involuntario. Antes que contestase, añadió Vance:

—Quizá usted lo levantó, pero se olvidó del libro que cayó de él.

—Yo no estaba aquí —repitió Liang.

—Nada costaría —dijo Vance— buscar las huellas del taburete y compararlas con las suyas.

—No se moleste —replicó el otro tranquilamente—. Sin duda encontraría mis huellas digitales, porque con frecuencia toco los muebles de esta sala.

Vance sonrió ligeramente y creo que con admiración.

—Entonces no nos molestaremos.

Dio la vuelta por la lámpara y se detuvo detrás del diván ante una mesilla circular de madera de alcanforero que sostenía varias tallas de marfil y dos docenas al menos de redomillas de jade, ámbar, cuarzo, cristal y porcelana, y en el centro, sobre un gracioso pie de teca, se erguía un jarrón blanco del tipo de balaustra, de unas nueve pulgadas de alto.

Ya había notado que Vance se fijó en aquel jarrón apenas entramos en la biblioteca, pero en aquel momento lo examinaba como si algo le extrañase. Todos teníamos puesta en él nuestra atención, y no era Liang el que menos interés demostraba, según tenía la vista fija en la cara de Vance y la expresión de sorpresa que se pintaba en la suya.

—¡Extraordinario! —murmuró Vance al cabo de un rato de estar contemplando el jarrón. Luego levantó los ojos perezosamente—. Diga, mister Liang, ¿estaba este cacharro en la mesa ayer, a primeras horas de la noche?

—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó a su vez Liang en tono vago y maquinal.

Vance cogió el jarrón y lo examinó detenidamente.

—No es precisamente una pieza de museo, ¿verdad, mister Liang? Calidad inferior. Me sorprende que mister Coe le haya concedido los honores de su colección. En las tiendas de la Quinta Avenida se encuentran en serie a precios razonables… Diría que es una imitación Ting Yao, hecha bajo Tao Kuang —percutió la porcelana con el dedo corazón—. Mejor material que el usado por los ceramistas de Sung, pero más tosco. Inferior fabricación, y al barniz le falta el rico lustre de Ting Yao, especialmente Pai Ting. Esta pieza nunca hubiera engañado a un coleccionista tan perspicaz como Archer… ¿No le parece, mister Liang?

Mister Coe entendía mucho de cerámica —contestó el chino, evasivamente, sin apartar los ojos de Vance.

—Tao Kuang, Markham —explicó Vance—, era el más formidable imitador de toda la vajilla de las pasadas dinastías en la historia de China, y firmaba sus imitaciones a fuer de hombre veraz, aunque los genuinos Pui Ting Yao y Nan Ting Yao nunca llevaron firma —volvió el jarrón boca abajo—. ¡Ah! La firma de Wan Li —movió la cabeza con pena—. No, Archer nunca se hubiera dejado engañar por este ejemplar… Es mucha confusión.

Iba a dejar el objeto en su puesto, pero de pronto se contuvo y lo apartó a un lado. Inclinóse, apartó el pedestal de teca y cogió un pedacito triangular de delgada porcelana blanca, cosa de una pulgada de ancha, que estaba oculta debajo. Se puso el monóculo y, cogiendo el fragmento entre el pulgar y el índice, lo examinó a la luz.

—Esto ya es muy distinto. Evidentemente, un trozo auténtico Sung Ting Yao. No llega a Nan Ting: no tiene el color de la flor de arroz, pero su blancura es sorprendente. Una pasta suave, como vitela…, muy delgada y frágil…, y opaco a pesar de su finura…, y aun puede ser Yuan Shu Fu Yao, o bien Yuang Lo… Pero realmente no importa, no lo sé. Un jarrón de esta porcelana honraría cualquier colección.

Se guardó el fragmento en el bolsillo con mucho cuidado y se dirigió al chino, que había permanecido inmóvil y sin pestañear mientras duraron los comentarios de Vance.

—¿No tenía mister Coe un Sung Ting Yao, mister Liang, del tamaño de esta execrable Tao Kuang?

—Creo que sí —contestó Liang con voz reprimida y seca—. Aunque, según usted ha indicado, podía ser un Shu Fu Yao de la dinastía Yuan. Existe entre ellos, como usted sabe, una diferencia muy poco apreciable.

—¿Y cuándo vio usted por última vez el jarrón Ting Yao?

—No me acuerdo.

Vance fijó en él su mirada.

—¿Cuándo vio usted, mister Liang, por última vez esta imitación del siglo diecinueve? —preguntó, indicando el jarrón.

Liang no contestó en seguida. Contempló el jarrón pensativamente durante medio minuto y, volviendo los ojos a Vance, dijo por fin:

—Nunca lo había visto hasta ahora.

—¡Qué te parece! —exclamó Vance, metiendo el monóculo en el bolsillo—. Y aquí lo tenemos en un puesto de honor, gritando su origen espurio a todos los que entren en la sala… ¡Interesantísimo!

Markham, que estaba como sobre ascuas durante la disquisición, al parecer sin importancia, de Vance, se decidió por fin a hablar.

—Estas discusiones de arte serán muy interesantes para ti, Vance; pero a mí no me interesan. ¿Qué tendrá que ver un jarrón con la muerte de Archer y Brisbane Coe?

—Eso es lo que trato de descubrir. Mira, Markham: Archer Coe no puede haber incluido este jarrón Tao Kuan en su colección. ¿Por qué está aquí? Yo no tengo la menor idea. Por otra parte, este fragmento de porcelana Suang es de una calidad preciosa. Yo me imagino a Coe extasiado ante un jarrón así.

—¿Y qué más? —replicó Markham, agotada la paciencia—. Aún no veo la significación…

—Yo tampoco —dijo Vance, poniéndose serio—. Pero tiene una significación, y trascendental. Es otro de los factores misteriosos de este caso tan inextricable.

—¿Por qué dices eso?

—Porque este pedacito de porcelana Ting Yao estaba en la mesa, precisamente detrás de donde Archer Coe se sentaba ayer noche, y estaba debajo de un jarrón que Archer no hubiera tolerado a su lado en la misma sala…

Se detuvo y se puso sombrío.

—Además, Markham, este fragmento de porcelana tiene manchas de sangre.