7. EL HOMBRE PERDIDO

\(Jueves 11 de octubre, a las 11:45 de la mañana)

Hubo un momento de intenso silencio. La afirmación de Vance con todas las posibilidades que sugería produjo en nosotros una impresión de vago terror. Miré a Gamble y de nuevo le vi las pupilas dilatadas. Se levantó lentamente y, apoyando una mano en el respaldo de la silla, se quedó mirando a Vance como quien ve un fantasma.

—¿Está usted seguro de haber visto el bastón, señor? —balbució con el rostro desencajado—. Yo no lo he visto. Y mister Brisbane nunca cuelga su bastón de una silla, sino que lo pone en la bastonera. Tal vez algún otro…

—Tranquilícese, Gamble —atajó Vance secamente—. ¿Quién sino mister Brisbane volvería con ese precioso bastón a casa y lo colgaría en una silla del vestíbulo?

—Pero, mister Vance, señor —porfió el criado en el mismo tono de espanto— una vez me riñó porque lo dejé en una silla, diciendo que podía caer y romperse. ¿Cómo es posible que lo dejase él en la silla?

—Tal vez para hacer menos ruido que dejándolo en una bastonera.

Markham, que, inclinado sobre la mesa, miraba fijamente a Vance, preguntó:

—¿Qué quieres decir con eso?

Vance levantó los ojos perezosamente y los descansó en el fiscal del distrito, al contestar con toda calma.

—Quiero decir, mi querido Markham, que el hermano Brisbane deseaba que nadie le oyera cuando volvió aquí ayer por la noche.

—¿Y en qué fundas esa opinión? —preguntó Markham con un acento de contrariedad, que rayaba en cólera.

—Podía haber en perspectiva asuntos siniestros —replicó Vance evasivamente—; y Brisbane salió para Chicago la noche en que sabía que Archer se quedaba solo. Perdió el tren, valga el eufemismo, y volvió a casa con el bastón. Y aquí está el bastón, colgado en una silla del vestíbulo…, pero no Brisbane. Y Archer, el único ocupante de esta casa, anoche se ha ido al otro mundo de la manera más misteriosa.

—¡Por Dios, Vance! —exclamó Markham, hundiéndose en el sillón—. No vas a suponer que Brisbane…

—¡Alto! ¡Alto! No te precipites en sacar conclusiones… —Vance hablaba con cierta despreocupación, pero no podía ocultar que la situación le interesaba hondamente, según se puso a andar de un lado a otro con las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Me explico la presencia de Brisbane aquí, ayer por la noche, pero no me explico la presencia de ese bastón aquí esta mañana. Es muy curioso…, no encaja en el cuadro. Aunque no hubiese tomado el Lake Shore Limited de Chicago, salen otros trenes más tarde. El Iroqués sale a medianoche, y hay otro tren menos rápido a las doce y media…

Heath se quitó el cigarro de la boca.

—¿Cómo sabe que el pájaro no voló en uno de esos trenes, suponiendo que perdiese el Lake Shore Limited?

—Por el bastón del vestíbulo, sargento.

—¿No puede un hombre olvidar su bastón?

—No Brisbane Coe, y menos en las circunstancias…

—¿Qué circunstancias? —atajó Markham.

—Es lo que no sé precisamente —dijo Vance con amargura—. Pero empiezo a descubrir un método en todo este galimatías, y ese bastón se presenta como un error terriblemente acusador…

Se calló de pronto y, dando media vuelta, se dirigió a la puerta.

—Vuelvo en seguida. Podría ser…

—¿Qué piensa ese hombre? —preguntó Heath a Markham con cara de enojo.

—No sé qué decirle, sargento —contestó Markham, que estaba tan extrañado como Heath.

A veces Vance tiene sus corazonadas.

—Si quiere que le diga lo que pienso, señor, creo que mister Vance da demasiada importancia a este bastón. Sólo tenemos la palabra de este individuo —dijo, indicando con el pulgar a Gamble— de que se lo llevó al salir, y mientras no sepamos con toda seguridad que no se marchó a Chicago, nos molestamos inútilmente.

Tengo para mí que Markham era de la misma opinión, pero se abstuvo de hacer comentarios.

Vance volvió a entrar fumando pensativamente y cabizbajo.

—No está —notificó—. Pensé que Brisbane podía estar en su habitación. Pero las cortinas están descorridas y el lecho intacto, y las luces apagadas —se sentó cansadamente—. La habitación está vacía.

El sargento se le plantó delante.

—Oiga, mister Vance: aunque perdiera el Lake Shore Limited, probablemente está en camino de Chicago. Cualquiera puede olvidar el bastón. Aquí no está su maleta…

Vance se puso en pie de un brinco.

—¡La maleta…, eso es! ¿Qué habría hecho con la maleta en caso de perder el primer tren y pensar tomar otro para Chicago?…

—La hubiese consignado en la estación, ¿verdad? —preguntó Heath con desprecio.

—¡Exacto! —dijo Vance, volviéndose a Gamble—. Describa esa maleta.

—Era una maleta ordinaria, señor —contestó Gamble un poco aturdido—. Piel negra, con rebordes de latón y ángulos redondos, y las iniciales «B. C.», en letras doradas, al extremo.

Vance se volvió a Heath.

—¿No podría retirarla del depósito de la estación, sargento? Es muy importante.

Heath dirigió una mirada de consulta a Markham, de quien recibió un signo afirmativo.

—Sin duda puedo hacerlo —dijo, y llamó con un ademán a Snitkin—. ¿Has traído el coche?

El subordinado hizo un signo afirmativo.

—Pues ve a buscarla, y telefonéame pronto… Vuela.

Snitkin desapareció con una listeza que parecía incompatible con su peso.

Markham tamborileó nerviosamente en la mesa y fijó una mirada sombría e inquisidora en Vance, que en aquel momento estaba junto a una ventana de la puerta oriental tomando pensativamente el sol de octubre.

—¿De dónde sacas que Brisbane está metido en este asunto? —preguntó.

—No lo sé…, no estoy seguro —contestó Vance sin volverse—. Pero aquí ocurrieron anoche demasiadas cosas extrañas. Los planes se modificaron. Los hechos se atropellaron. Nada sucedió según lo previsto. Mientras no conozcamos las premisas estaremos a oscuras respecto a las consecuencias.

—Pero Brisbane Coe…

—Siempre hubo diferencias entre los dos hermanos, no sé por qué. No eran precisamente el antagonismo de dos caracteres parecidos; era algo más hondo… Pero tal vez pudiera explicárnoslo miss Lake mientras esperamos la llamada de Snitkin… Oiga, Gamble: diga a la señorita si tiene la bondad de bajar.

Salió el mayordomo y, al cabo de cinco minutos, entraba Hilda Lake, vestida con traje de deporte.

—Siento haberles hecho esperar —dijo, sentándose y cruzando las piernas—, pero estaba preparando mis trebejos de golf cuando vino a buscarme ese esperpento. Estoy indignada con ustedes. ¿Por qué se me priva de las pastas y el té?

—Hemos tenido a Gamble muy ocupado —se excusó Vance.

—Está al corriente de todos los escándalos de familia. Suerte que nunca le pasó por la cabeza hacer de chantajista. Nos hubiera arruinado… ¿Le han arrancado muchas cosas picantes?

—¡No, por cierto! —suspiró Vance, afectando el mayor desencanto—. El caso es que Gamble ha sostenido muy alto el honor de los Coe.

Hilda Lake miró a Gamble con cómica sorpresa.

—Me deja patitiesa, Gamble. Hablaré hoy a tío Brisbane para que le aumente el salario.

—A propósito —dijo Vance—: estoy seguro de que está usted hambrienta… Gamble, suba el té y las pastas a la habitación de la señorita —el criado, que estaba junto a la puerta, se inclinó y salió. Vance se volvió complacido a miss Lake—. Cuando su desayuno esté listo, volverá usted a su habitación. Entre tanto, nos gustaría que contestase a ciertas preguntas que tenemos que hacerle.

Ella le lanzó una mirada de frialdad y esperó con imperturbable calma.

—¿A qué obedecía la animosidad entre Archer y Brisbane Coe?

—¡Toma! —exclamó ella con cínica sonrisa—. Cuestión de dinero y naca más. El viejo coronel Coe lo dejó todo a tío Archer. A la muerte de este entraría en posesión de la fortuna. Esta situación provocaba de cuando en cuando serias disputas que me divertían extraordinariamente, porque en el mismo caso me hallaba yo. La cuestión es que muchas veces estuve tentada de ponerme de acuerdo con tío Brisbane para matar a tío Archer. Los dos unidos hubiéramos podido salir con la nuestra, ¿no les parece?

—Estoy seguro de que usted sola se bastaba —dijo Vance sin darle importancia—. ¿Qué la detuvo?

—Mi execrable ejecución en el golf. Necesitaba todo mi tiempo y todas mis energías para perfeccionar mi juego.

—¡Qué pena! —suspiró Vance—. Y ahora alguien le ha brindado la muerte de su tío Archer.

—Estoy segura de que es un premio a mi virtud —dijo ella en tono seco y no exento de amarga pasión—. O tal vez —añadió— tío Brisbane haya obrado por su cuenta y riesgo.

—Habría que estudiar eso —sonrió Vance—. Según ha dicho Gamble, mister Brisbane salió para Chicago a las cinco y media de ayer tarde.

Los ojos de la mujer brillaron de un modo extraño. Apenas quedaba duda de que no esperaba la noticia de Vance; pero replicó al momento:

—Eso no quiere decir nada. Tío Brisbane está muy bien impuesto en materia de criminología para preparar una coartada, en caso de que planease un crimen.

Vance la miró afablemente antes de preguntar, con súbita seriedad:

—¿A qué obedecen esos viajes periódicos a Chicago?

Hilda Lake se encogió de hombros.

—Dios lo sabe. Nunca me habló del asunto ni se lo pregunté. ¡Tal vez haya por medio una mujer! Si se lo dijo a alguien, sería a tío Archer, y me parece que es demasiado tarde para que este nos informe.

—Sí, demasiado tarde —convino Vance, que se sentó en el extremo de la mesa con la rodilla entre las manos—. Pero supongamos que después que mister Brisbane anunció su intención de marchar a Chicago ayer tarde, se hubiera quedado en Nueva York toda la noche. ¿Qué diría usted a eso?

Hilda Lake dirigió a Vance una mirada penetrante y escrutadora antes de contestar formalmente:

—En tal caso había de eliminarse a tío Brisbane de la lista de sospechosos. Es demasiado listo, demasiado astuto, para dejar una brecha así tras él. Tiene una gran sagacidad y un gran talento, más del que se le conoce, y si él planeó un asesinato, estoy segura de que arregló las cosas para evitarse una detención… Pero ¿se quedó anoche en Nueva York tío Brisbane?

—Lo ignoro —contestó Vance con candidez—. Yo sólo hago suposiciones.

—¡Qué listo es usted! —comentó ella con una mirada de acero en sus ojos y un ligero frunce en las cejas.

En aquel momento Gamble pasó por delante de la puerta con una bandeja en la mano. Vance se puso en pie.

—¡Ah! Ya tiene usted ahí su desayuno, miss Lake. No quiero entretenerla.

—Muchas gracias —dijo ella, levantándose y saliendo apresuradamente.

Vance esperó en la puerta a que Gamble bajase y le ordenó que permaneciera en el vestíbulo inferior, Luego consultó su reloj y volvió a su puesto.

—Yo no continuaría el interrogatorio hasta saber algo de Snitkin. ¿Tienes inconveniente en esperar, Markham?

Este se levantó, fue hasta la cama y volvió diciendo:

—Como tú quieras, pero no veo la importancia de esa maleta. Me parece que hay poca probabilidad de hallarla en la estación, y si no está allí, no hemos adelantado nada.

—Por el contrario —replicó Vance—; si está en la estación, podemos sacar en conclusión que Brisbane no fue a Chicago.

—Y si no fue, ¿qué conclusión sacamos?

—Realmente… ¡Hombre, Markham, no soy el oráculo de Delfos! Pero ya hemos empezado esta pesquisa, como la llamarían los periódicos… Estoy seguro de que Brisbane tuvo intención de partir para Chicago a una u otra hora de la noche, y si no fue, algo inesperado lo retuvo.

—Pero su permanencia en Nueva York no sería motivo para relacionarlo con el asesinato de Archer.

—Claro que no… Pero ardo en deseos de orientarme —de pronto se puso en pie muy serio y añadió—: Markham, no me cabe duda de que existe alguna relación entre la súbita decisión tomada por Brisbane de salir de la ciudad y la muerte de Archer. O sabía o preveía algo. O tal vez… Pero de todos modos, se proponía ir a. Chicago anoche, y acaso fue… Quisiera estar seguro.

Se acercó paso a paso hasta la repisa de la chimenea y contempló detenidamente un magnífico cuenco de un verde delicado, sostenido por un trípode de teca tallada con montura de jade blanco.

—Verdeceledón Ming —dijo, pasando los dedos por el lustroso barniz—. De una perfecta textura y una forma rarísima. Una pieza extraordinaria. El verdeceledón, Markham, ha sido la pesadilla de los artífices occidentales; ni los chinos lo producen ya. Es muy antiguo… Algunos expertos hacen remontar su origen a la dinastía Sui de los siglos seis y siete, y atribuyen el invento a Ho Chou. Pero los más hermosos verdeceledones son, a mi gusto, los Ming, los salidos de manos de los expertos de Ching-te-chen. Me figuro que esa pieza es una de ellas —volvió a examinarlo con minuciosa atención—. Hay una gran semejanza entre los Kuanyao de la dinastía Sung y los verdeceledones imperiales de la provincia de Kiang-si; pero, por regla general, en los obradores de Lung-chuan usaban pasta bermeja, y esta pieza tiene una pasta blanca, característica de los verdeceledones de Ching-te-chen…

—¡Vance! —se volvió, irritado, Markham—. Estás acabando con mi paciencia.

—¡Caramba! —suspiró Vance, dejando el objeto de arte—. Yo que me proponía distraerte hasta que Snitkin telefonease…

Aún hablaba cuando sonó el teléfono. Heath se puso al habla, y después de escuchar unos minutos, colgó el auricular y dijo:

—La maleta estaba allí. Acaba de sacarla Snitkin y viene corriendo. El encargado de la consigna dice que la dejó un caballero de mediana edad y muy nervioso, a eso de las seis, diciendo que había perdido el tren, y temblaba tanto, que apenas pudo levantar la maleta para dejarla en el mostrador.

Vance movió la cabeza lentamente.

—Me lo temía, pero no me lo esperaba así —sacó un cigarrillo y lo encendió con deliberada y lenta precisión, lo que era una señal de su turbación intensa—. Markham, no me gusta esto, no me gusta nada. Algo imprevisto ha ocurrido; imprevisto y siniestro. Algo que no entra en el juego. Brisbane se proponía ir a Chicago anoche y no fue. Algo horrible se lo impidió… Y algo impidió a Archer Coe quitarse las botas… —se apoyó en la mesa y miró a Markham—. ¿No comprendes lo que quiero decir? Esas botas de Archer… y ese bastón de Brisbane… ¡Ese bastón! ¡Y en el vestíbulo! No está en su sitio… ¡Oh! ¡Válgame Dios!… —dejó el cigarrillo en un cenicero y se precipitó a la puerta, gritando—: Vamos, Markham… Vamos, sargento. Ocurre algo espantoso en esta casa… y no quiero ir solo.

Dijo esto bajando la escalera. Markham, Heath y yo le seguimos. Al llegar al vestíbulo apartó los cortinajes y abrió la biblioteca. Miró a todas partes y luego pasó al comedor. Al cabo de poco tiempo de inspección, volvió al vestíbulo.

—Tal vez la sala interior —dijo, y cruzando corriendo el salón, donde estaban Grassi y Wrede sentados junto a una ventana, entró en la salita de atrás; Pero en seguida retrocedió con una expresión de aturdimiento en los ojos, diciendo en tono alterado—: Nada, allí. Pero está en alguna parte…, en alguna parte…

Volvió al vestíbulo.

—Si no está en el segundo piso, menos estará en el tercero —murmuró como para sí mismo; y se quedó con la vista fija en el bastón de puño marfileño, que por primera vez veía yo en una silla, junto a la puerta de la biblioteca—. Ahí está su bastón —dijo—, pero su sombrero y su abrigo… ¡Oh! ¡Si seré tonto!…

Apartó a Gamble a un lado y se precipitó por el estrecho pasillo, a lo largo de la escalera, hasta llegar a la puerta del cuarto oscuro que se abría al fondo.

—Traiga su lámpara, sargento —gritó, volviendo la cabeza, con la mano puesta en el puño del picaporte.

Abrió la puerta y sólo apareció un rectángulo de negrura que casi al instante penetró el foco amarillo de la linterna de bolsillo que sostenía Heath. Markham y yo estábamos detrás, escrutando el interior del cuarto oscuro donde vimos varios sobretodos colgados de un perchero.

—¡Más abajo, sargento! —ordenó Vance con voz imperiosa—. ¡El suelo, el suelo!…

La luz descendió, y entonces vimos lo que Vance, por un proceso de intrincada lógica, estaba buscando.

Allí, en una posición siniestra, con los ojos vidriados levantados hacia nosotros, estaba el cadáver de Brisbane Coe.