6. EL BASTÓN DE PUÑO MARFILEÑO

(Jueves 11 de octubre, a las 11 de la mañana)

Me pareció que los tres señores de paisano se marcharon contrariados, pero en los casos criminales de importancia que tomaba a su cargo la Jefatura Superior quedaban descartados ipso jacto los funcionarios de los retenes locales.

Apenas se habían marchado, cuando llegaron los peritos de la oficina dactiloscópica, capitán Dubois y agente Bellamy, con el oficial fotógrafo, Peter Quackenbush, quienes a las órdenes de Heath procedieron a su cometido.

—Lo que quiero, ante todo —les dijo el sargento— son las impresiones de las manos de las fallebas de las ventanas, del puño de la puerta y del botón del interruptor. Luego obtendremos las huellas digitales de la gente de esta casa para compararlas… Lo que quiero saber es quién cerró las ventanas y dio la luz y quién fue el último en salir de aquí.

Vance llamó a Heath a un lado.

—Yo puedo ayudarle en sus dudas, sargento. Fue Coe en persona quien cerró las ventanas, corrió las cortinas y encendió las luces. Pero confieso que estoy en el limbo respecto a la última persona que empuñó la cerradura, y temo que las impresiones digitales no nos den las huellas.

Heath se quedó parpadeando y estaba a punto de contestar, cuando optó por llamar a Dubois.

—Oiga, capitán: sáqueme las impresiones digitales del muerto y vea si confrontan con las de las fallebas y las del interruptor.

Dubois se volvió de una de las ventanas del lado oriental, la mano de cuya falleba estaba espolvoreando con polvo azafranado, y, cogiendo el estuche, se acercó a la cama. A los pocos minutos volvió con un cartón donde estaba impreso el dedo pulgar de Coe, lo acercó a la luz y lo examinó con una lente de relojero. Luego lo dejó sobre la mesa, fue a la ventana y examinó de cerca el pestillo. De pronto lanzó un gruñido.

—Está usted en lo cierto, sargento —dijo, quitándose la lente—. Parece que ese sujeto cerró la ventana.

Entonces procedió a examinar las otras.

—Lo mismo —dijo al terminar—. Hay dos pestillos algo borrosos, pero parece que confrontan.

El sargento lanzó a Vance una mirada de soslayo, pero este se había arrellenado en su asiento y fumaba con los ojos cerrados.

—Ahora, Cap —dijo Heath—, pruebe el interruptor.

Dubois espolvoreó el interruptor, sopló ligeramente y lo examinó con la lente.

—Aquí lo mismo, aunque no estoy bien seguro, mientras no saque las mismas…, un surco muy pronunciado con varias bifurcaciones que coinciden.

—No me interesan las ampliaciones. Pruebe el pomo del picaporte.

Después de las convenientes manipulaciones, Dubois se volvió, diciendo:

—Me parece que son de la misma mano, pero no está tan claro como sería de desear.

El sargento lanzó un gruñido.

—Es inútil examinar el de la parte de fuera. Lo han tocado demasiadas manos esta mañana.

Fumó un rato en silencio, y ordenó:

—Examine las de esa arma que está en la mesa, envuelta en mi pañuelo.

Dubois obedeció.

—No hay nada. El gatillo es muy delgado y no ha tomado las huellas, y el borrón que se ve en la parte izquierda de la culata, sobre el marfil, puede corresponder o no corresponder a la yema del pulgar del muerto.

—¿No hay más señales en el arma? —preguntó Heath con manifiesta decepción.

—No —Dubois se caló la lente y se inclinó sobre el revólver—. Parece que leí han limpiado antes que ese la empuñase.

—Claro —dijo Vance, como despertando de un letargo—. Es perder el tiempo examinar el arma. Si tiene alguna huella será de Coe.

El sargento se quedó mirando a Vance. Por fin se encogió de hombros y despidió a Dubois con un ademán.

—Gracias, Cap. Creo que ya basta.

—¿Quiere que saque fotografías para comprobar las huellas?

—Me parece, sargento —dijo Vance, que se había levantado para dejar la colilla en el cenicero—, que no será necesario.

—No se moleste —dijo Heath, tras un momento de vacilación.

Apenas se habían marchado Dubois y Bellamy con el fotógrafo, cuando llegó el comandante Moran, de la Brigada de Investigación, acompañado de los agentes Burke y Snitkin, de la Brigada Criminal. Moran nos saludó alegremente y dirigió a Markham varias preguntas sobre el caso, diciendo que le habían enterado de lo ocurrido desde el departamento telegráfica, después que Heath dio la noticia por teléfono.

Parecía aliviado de encentrar a Markham en escena y a Heath encargado del asunto por el fiscal del Distrito, e inmediatamente se despidió de nosotros con visible alegría.

Burke y Snitkin acudían al llamamiento de Heath, y después de saludar al sargento, se colocaron junto a la chimenea, esperando órdenes.

Markham se sentó en el sillón de la mesa, y después de telefonear a su despacho que no le esperasen, encendió un nuevo cigarro e hizo a Heath una indicación perentoria.

—Veamos qué nos dicen los habitantes de esta casa, sargento —y añadió, dirigiéndose a Vance con deferencia—. ¿Qué te parece si empezamos por Gamble?

—Muy bien. Un poco de murmuración doméstica para empezar. Y no dejes de insistir sobre los movimientos del hermano Brisbane durante la pasada noche.

Aún hubo otra interrupción antes de comenzar el interrogatorio. Sonó el timbre de la puerta principal y Hennessey gritó, asomado a la escalera:

—¡Eh, sargento! Aquí está el coche de la Higiene Pública.

Heath gritó una orden y al poco tiempo entraban en el dormitorio dos mozos que conducían una canasta en forma de ataúd. Metieron en ella el cadáver y, sin decir una palabra, salieron con su pesada carga.

—Y ahora abramos las ventanas —ordenó Markham—. Y apaguen la luz eléctrica.

Snitkin y Burke corrieron a obedecerle y el aire fresco de octubre entró como un alivio en la habitación. Markham respiró a pleno pulmón y consultó el reloj.

—Que suba Gamble, sargento —dijo, recostándose en el respaldo.

Heath colocó a uno de los; funcionarios uniformados en la calle para evitar que se formasen grupos y retuvo al otro frente a la puerta del dormitorio. Ordenó a Burke que fuese al vestíbulo a cuidar de la puerta de entrada, y momentos después volvía con Gamble a remolque.

Markham hizo a Gamble señas de que se acercase a la mesa. El mayordomo se acercó exageradamente, pero a pesar de sus esfuerzos, no podía disimular su nerviosidad. Tenía la cara verde y sus ojos giraban constantemente.

—Deseamos que nos entere de las condiciones en que estaba la casa anoche —empezó Markham con aspereza—. Y no queremos más que la verdad…, ¿comprende?

—Sí, señor… Todo lo que sepa, señor.

Trató de sostener la mirada de Markham, pero casi inmediatamente desvió la vista.

—Ante todo mire ese revolver y diga si lo había visto.

—Sí, señor; lo había visto muchas veces. Era el revólver de mister Archer Coe.

—¿Dónde lo guardaba?

—En un cajón de la mesa de la biblioteca.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Ayer por la mañana, mientras arreglaba la biblioteca. Mister Coe se había dejado un libro registro sobre la mesa y, cuando lo puse en el cajón, vi el revólver.

Markham movió la cabeza con satisfacción.

—Ahora siéntese allí —dijo, indicándole una silla junto a la puerta, y cuando Gamble se hubo sentado continuó—: ¿Quién estaba en la casa ayer, después de cenar?

—Ayer era miércoles, señor —contestó el criado—. Los miércoles no se cena en casa. Es la noche que sale la servidumbre, y todos cenan fuera, menos mister Archer Cas, que a veces se queda en casa. De cuando en cuando le dejo preparada una cena fría antes de marcharme.

—¿Y anoche?

—Sí, señor; le preparé una ensalada y unos fiambres. El resto de la familia tenía compromisos fuera de casa.

—¿A qué hora salió usted?

—A las seis y media.

—¿Y a esa hora no quedaba en casa nadie más que mister Archer Coe?

—No, señor; nadie. Miss Lake telefoneó desde el Country Club a primera hora de la tarde diciendo que no volvería a casa hasta muy tarde, y mister Grassi, el huésped de mister Coe, salió poco después de las cuatro.

—¿Sabe usted adónde fue?

—Entendí que tenía una cita con el conservador del Museo Metropolitano de Antigüedades Orientales.

—Y de mister Brisbane Coe ya dijo usted por teléfono que estaba en Chicago —observó Markham, afirmando lo que implicaba una pregunta.

—No estaba en Chicago a tal hora —explicó Gamble— v sino en camino. Tomó el tren de las cinco y media en el Grand Central, ayer tarde.

Vance se incorporó en su asiento y alargó la cabeza.

—El Lake Shore Limited, ¿eh? —observó—. ¿Por qué ese tren lento? ¿Por qué no tomó el Siglo Veinte? Se hubiera ahorrado tres horas de viaje.

Mister Brisbane es muy conservador —explicó Gamble— y muy prudente. No le gustan los rápidos y siempre toma los otros.

—Bueno, bueno —dijo Vance, volviendo a su posición y dejando que Markham continuase el interrogatorio.

—¿Cómo sabe usted que mister Coe tomó el tren de las cinco y media?

Gamble se quedó perplejo y contestó después de pestañear un rato:

—Yo no le vi salir, pero telefoneé para que le reservasen una litera, le preparé la maleta y avisé un taxi.

—¿A qué hora salió de casa?

—Poco antes de las cinco, señor.

Vance pareció salir otra vez de su letargo, y preguntó sin abrir los ojos:

—Diga, Gamble: ¿cuándo decidió el prudente mister Brisbane su viaje a Chicago?

El mayordomo se volvió a mirar a Vance, un tanto sorprendido.

—No antes de las cuatro. Fue una decisión repentina, señor…, o así me lo pareció.

—¿Acostumbra tomar decisiones tan repentinas?

—Nunca, señor. Fue la primera vez. Y he de decir que me chocó como algo insólito; generalmente prepara sus viajes a Chicago un día antes.

—¡Ah! —exclamó, abriendo perezosamente los ojos—. ¿Hace muchos viajes a Chicago?… ¿Suele hacerlos periódicamente?

—Uno al mes, me atrevería a decir, señores.

—¿Y duran mucho esas visitas?

—Un día o dos.

—¿Sabe qué objeto tienen esos viajes?

—No a punto fijo, señor —Gamble empezaba a manifestar cierta inquietud; se oprimía las manos y miraba fijamente adelante—. Pero muchas veces le oí hablar de las reuniones que allí tenía con gente culta. Tengo la impresión de que va a Chicago para asistir a esas reuniones.

—Sí, muy probable… Es muy original Brisbane —dijo Vance en tono pensativo—. Se relaciona con toda clase de tipos de los más raros. Conque tomó la decisión de irse ayer después de las cuatro y se marchó antes de las cinco… Interesantísimo… Y a propósito, Gamble, ¿comunicó a alguien más su decisión?

—No lo creo, señor; excepto a mister Archer, por supuesto, Lo cierto es que no había nadie más en casa.

—¿No telefoneó a nadie desde las cuatro hasta que se marchó?

—A nadie, señor.

—¿Y no hubo visitas a quien pudiera haber declarado su intención?

—No, señor; no vino nadie.

—¡Magnífico! Y ahora, Gamble, piense bien lo que contesta. ¿Notó usted algo inusitado en el talante de mister Brisbane ayer tarde?

El mayordomo hizo un movimiento de sorpresa y noté que sus pupilas se dilataban; fijó su mirada en Vance y tragó saliva dos veces antes de contestar.

—Sí, señor, y que Dios me perdone. No era el mismo. Generalmente, es muy sereno y ecuánime, pero antes de salir de casa, parecía turbado e inquieto. Además, hizo algo muy raro antes de partir: estrechó la mano de mister Archer. Y le dijo: «Adiós, hermano». Eso es lo más raro, porque nunca oí que llamase a mister Archer más que por su nombre.

—¡Caramba! —exclamó Vance, observando atentamente al mayordomo—. ¿Y cómo se tomó mister Archer aquellas muestras de afecto fraternal?

—Dudo de que ni siquiera se fijase en ello. Estaba examinando una pieza de porcelana como una cáscara de huevo bajo una lamparilla y apenas contestó a mister Brisbane.

—Eso era propio de Archer —contestó Vance para Markham—. Cuando se absorbía en la contemplación de una porcelana artística, podía caerle el techo encima sin que se enterase. ¿Tienes inconveniente en que siga yo con Gamble?

Markham hizo un gesto de asentimiento y Vance se volvió al mayordomo.

—Según creo haber entendido, cuando se marchó mister Brisbane, usted y mister Archer se quedaron solos en casa.

—Sí, señor —dijo el mayordomo, respirando con trabajo y abandonando su actitud solícita—; pero me quedé el tiempo suficiente para preparar la cena de mister Archer…

—¿Y dejó solo a mister Archer?

—Sí. Estaba abajo, leyendo en la biblioteca.

—¿Dónde estuvo usted y en qué pasó el tiempo?

Gamble se puso muy serio.

—Cené en Childs y luego fui al cinema.

—No fue una noche muy agitada, ¿verdad, Gamble?… ¿Qué otros criados hay en la casa?

No sé por qué el mayordomo respiró con alivio.

—Sólo hay dos más, señor —contestó con voz más firme—. El cocinero chino…

—¡Ah! ¿Un cocinero chino? ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Pocos meses.

—Siga.

—Luego la doncella particular de miss Lake. Y ya están todos…, salvo una mujer que viene dos veces a la semana a limpiar la casa.

—¿Cuándo salieron ayer el cocinero y la doncella de miss Lake?

—Inmediatamente después de comer. Es la norma de costumbre todos los miércoles, señor.

—¿Y cuándo volvieron?

—Muy tarde. Yo mismo volví a las once, y ya eran las once y media cuando volvió Myrtle, la doncella. Cuando me retiraba, a eso de medianoche, oí deslizarse al cocinero.

Vance enarcó las cejas.

—¿Deslizarse?

—Siempre se desliza, señor —dijo Gamble en tono de aversión—. Es muy astuto, muy ladino y avieso, señor…, no sé si me explico.

—Acaso sea la educación oriental —interpretó Vance, sonriendo—. ¿De modo que el cocinero entró, deslizándose, a medianoche?… Dígame: ¿suele la servidumbre volver muy tarde los miércoles?

—Sí, señor.

—Entonces cualquiera que conozca las costumbres de los criados sabrá que los miércoles por la noche no están en casa.

—Evidentemente, señor.

Vance fumó un momento.

—¿Sabe usted a qué hora volvieron miss Lake y mister Grassi?

—No puedo decirlo, señor; pero debía de ser muy tarde. No me acosté hasta la una y todavía no habían vuelto.

—¿Tiene mister Grassi una llave de la casa?

—Sí, señor. Yo encargué una para él por indicación de mister Coe.

—¿Cuánto tiempo hace que mister Grassi es huésped de mister Coe?

—Ayer hizo una semana.

Vance permaneció un momento en silencio y pude sorprender en su frente una sombra de preocupación.

Luego, sin cambiar de expresión, hizo una pregunta al parecer impertinente.

—¿Vio usted por casualidad a mister Archer Coe anoche, después de su regreso?

—No, no le vi, señor.

En la respuesta había cierta vacilación que llamó la atención de Vance.

—¡Vamos, vamos, Gamble —reprendió severamente—, diga lo que piensa!

—Le digo la verdad, señor; pero cuando subí a acostarme noté que las puertas de la biblioteca estaban abiertas y las luces encendidas. Pensé que mister Archer estaba aún en la biblioteca; pero como también vi luz en el dormitorio por el ojo de la cerradura, lo que es fácil de ver en un vestíbulo que está a oscuras cuando uno sube la escalera, di por supuesto que se había retirado, y entonces volví a bajar y apagué las luces de la biblioteca y cerré las puertas.

—¿Y no oyó usted ningún ruido aquí dentro?

—No, señor —dijo Gamble, alzando la cabeza y mirando a Vance con ojos muy abiertos—. ¿Piensa usted que ya estaba muerto entonces?

—Indudablemente. Si se hubiera usted tomado la molestia de mirar por la cerradura, lo hubiese visto como lo ha visto esta mañana.

Gamble parecía anonadado.

—¡Dios mío! ¡Y no sospeché nada! —exclamó en un ronco gemido.

Vance ahogó un bostezo.

—Tranquilícese, que no se lo tendremos en cuenta… Y a propósito, me olvidaba de preguntarle una cosa: ¿No llevaba mister Brisbane un bastón cuando salió para Chicago?

Gamble recapacitó un momento y movió la cabeza.

—Sí, señor. No sale nunca sin el bastón. Sufre de reuma…

—Eso me ha dicho muchas veces… ¿Y qué clase de bastón llevaba?

—Su bastón con puño de marfil, señor. Es el que prefiere.

—¡Ah! ¿Uno con puño curvado con entalladuras?

—Sí, señor. Es un bastón muy raro. Mister Brisbane lo compró en Borneo hace años.

—Conozco muy bien ese bastón, Gamble. Se lo he visto en las manos en muchas ocasiones… ¿Está completamente seguro de que fue ese bastón y no otro el que se llevó a Chicago?

—Segurísimo. Yo mismo se lo entregué cuando hubo subido al taxi.

Gamble estaba tan interesado como todos nosotros ante la insistencia de Vance.

—¿Lo juraría?

—¡Sí, señor! —contestó resueltamente.

Vance fijó la vista en el criado y se levantó. Se acercó lentamente a Gamble, que seguía sentado, y lo miró como si quisiera penetrarlo con los ojos.

—Gamble—-dijo pausadamente—, ¿vio usted a mister Brisbane Coe en esta casa después que usted volvió anoche?

El mayordomo se puso pálido y sus labios empezaron a temblar. La pregunta era tan inesperada, que a mí mismo me impresionó. Markham se incorporó en su asiento y Heath se quedó en una actitud de pasmo con el cigarro a medio camino de la boca. Gamble se debatió bajo la mirada de Vance.

—¡No, señor…, no, señor! —gritó—. ¡Juro por Dios que no! De haberlo visto se lo hubiera dicho a usted.

Vance se encogió de hombros y se volvió a su puesto.

—Y, no obstante, estuvo aquí anoche.

Markham descargó un puñetazo en la mesa.

—¿Qué significado tiene esa observación? —preguntó en tono imperioso—. ¿Cómo sabes que Brisbane Coe estuvo aquí anoche?

Vance se volvió con calma y dijo con la mayor naturalidad:

—Muy sencillo: su bastón con puño de marfil cuelga del respaldo de una silla en el vestíbulo.