5. EL PERRO HERIDO

(Jueves 11 de octubre, a las 10:30 de la mañana)

La actitud del mayordomo, más de asombro que de miedo, sólo nos inspiró recelo.

—Bueno, ¿qué hay en el vestíbulo? —le gritó Markham, nervioso por la recapitulación de Vance.

—¡Un perro, señor! —anunció Gamble.

—¿Y qué? —profirió Markham, en un movimiento de exasperación.

—Un perro herido, señor —explicó el mayordomo.

Antes que Markham pudiera contestar, ya Vance estaba en pie.

—¡Eso es lo que me faltaba! —exclamó con acento conmovido—. ¡Un perro herido! ¡Dios mío!… Vamos, Gamble —llamó, atravesando la puerta y precipitándose por la escalera.

Todos le seguimos, interesados. La aparición de este nuevo elemento colmaba el misterio de un caso hasta entonces ya harto excitante.

—¿Dónde está? —preguntó Vance al llegar al pie de la escalera.

Gamble se acercó a los pesados cortinajes que estaban a mano derecha de la puerta de entrada, y levantó el extremo de uno, mientras explicaba:

—He oído hace un momento un ruido extraño, como un gemido, que me dio un gran susto, y al mirar detrás del cortinaje he visto al perro.

—¿Es de la casa? —preguntó Markham.

—No, señor. Por eso me asusté, porque nunca he visto perros en la casa desde que estoy, y ya llevo diez años.

Al apartar el cortinaje pudimos ver tendido en el suelo con las cuatro patas estiradas hacia delante un hermoso terrier escocés ligeramente salpicado de lunares. Sobre el ojo izquierdo tenía una herida contusa y bajo la cabeza había una gran mancha negra de sangre coagulada. El ojo vecino a la herida estaba cerrado por la hinchazón, pero el otro nos miraba con una expresión suplicante, mas ya Vance estaba arrodillado a su lado.

—¡No será nada, pobrecillo; no será nada! —murmuraba, mientras lo tomaba con ternura en sus brazos.

—¿Qué calle es esta? —preguntó, sin dirigirse a nadie—. ¿La Setenta y Cinco? ¡Bueno!… Abra la puerta, Gamble.

El mayordomo, tan sorprendido como todos, se apresuró a obedecer. Vance cruzó el vestíbulo con el perro en brazos, diciendo:

—Voy a ver al doctor Blamey, que vive en esta misma calle. En seguida vuelvo.

Bajó la escalinata y se perdió en la calle.

Nos quedamos más interesados que antes. Su reacción al oír la noticia del perro y las extrañas palabras que pronunció al precipitarse por la escalera en busca del animal, añadían un elemento misterioso que hacía más enigmática una situación ya con exceso complicada.

Al salir Vance de casa con el perro en brazos, Heath, en un mar de perplejidad, se volvió a Markham con las manos metidas en los bolsillos para lamentarse:

—Este caso me está sacando de tino, señor. ¿Qué significa ahora ese perro, para que mister Vance se excite de tal modo? ¿Qué tendrá que ver un perro con una puñalada?

Markham no contestó ni apartó la vista que tenía fija en la puerta por donde viera desaparecer a Vance, mientras daba vueltas a su cigarrillo en los labios, con evidente nerviosidad. De pronto fijó en Gamble una mirada de enojo.

—¿Nunca había visto ese perro?

—No, señor —dijo el mayordomo, ya recobrada la calma—, jamás. En esta casa nunca hubo perros…

—¿Nadie quería perros?

—Nadie, señor… Es muy extraño. No puedo imaginarme cómo entraría.

Wrede y Grassi se asomaban curiosamente al vestíbulo, desde la puerta del salón. Al verlos, Markham se dirigió a Wrede:

—¿Sabe usted, mister Wrede, algo de un perro lanudo que pueda haber entrado aquí?

Wrede se quedó perplejo y, tras un momento de indecisión, contestó:

—No, no. Aquí nadie quería perros. Me consta que tanto Archer como Brisbane los detestaban.

—¿Y miss Lake?

—No le gustan los perros. Sólo quiere gatos. Tenía un perrito persa de pura casta y Archer la obligó a desprenderse de él. Ya hace tiempo de eso.

Markham frunció el ceño.

—Pues aquí, en el vestíbulo, se ha encontrado un perro… detrás del cortinaje.

—Es extraordinario —comentó Wrede, notablemente sorprendido—. No puedo imaginarme de dónde habrá salido. Seguiría a alguien sin ser visto.

Markham no replicó, pero Heath, sacándose el cigarro de la boca, avanzó agresivo, alargando la mandíbula.

—Pero ¿usted es o no amante de los perros? —le gritó de sopetón.

Wrede quedó sorprendido de la inesperada pregunta.

—Pues claro que me gustan. Siempre he tenido uno, hasta que me mudé a la casa de al lado…

—¿Qué clase de perro? —preguntó Heath, sin abandonar su tono agresivo.

—Un doberman pinscher —le dijo Wrede, y se volvió a Markham añadiendo—: No sé a qué vienen las preguntas de este hombre.

—Todos estamos algo nerviosos —dijo Markham en tono de excusa—. Anoche ocurrieron en esta casa las cosas más peregrinas. Coe no se suicidó. Ha muerto asesinado.

Wrede no manifestó sorpresa.

—¡Ah! —murmuró—. Me lo temía.

Grassi lanzó una exclamación gutural y salió al vestíbulo.

—¿Asesinado? —repetía—. ¿Mister Coe murió asesinado? Yo creí que se había matado con un revólver.

Su cara ofrecía una palidez anormal, y su vista, que mantenía fija en Markham, era la imagen del espanto.

—Le dieron una puñalada en la espalda —le informó Markham—. La bala no penetró en su cabeza hasta después de muerto.

El italiano lanzó otra exclamación gutural y fue a apoyarse en la jamba de la puerta del salón. Estaba tan blanco, que yo creí que de un momento a otro iba a desmayarse. Heath, que le miraba como un tigre en acecho, se le acercó lentamente hasta casi tocarle el rostro con la nariz, para espetarle:

—¡Herido con una daga! En la espalda. Buena faena. ¿Qué sabe usted de eso?

Con la misma rapidez que palideció, el italiano recobró el dominio de sí mismo y se irguió con gran dignidad, mirando a Heath fijamente en los ojos, mientras una sonrisa irónica doblaba sus gruesos labios.

—Yo no sé nada de eso, señor —dijo con serena calma—. No soy de la Policía. Tal vez usted sabrá muchas cosas sobre el particular.

Su tono, aunque cortés, encerraba un insulto que sacó a Heath de sus casillas.

—Sabemos muchas cosas —bramó, enfurecido—; y cuando empecemos no lo pasará usted tan bien.

Markham se acercó y puso una mano en el hombro de Heath.

—Esto puede esperar, sargento. Hemos de hacer muchas investigaciones antes de interrogar a mister Grassi.

Heath hizo una mueca de disgusto y se dirigió a la escalera, mientras Markham decía a Grassi y a Wrede:

—Ustedes, señores, tendrán que esperar un poco en el salón. Hagan el favor de tener la puerta cerrada hasta que los llamemos.

A estas palabras, el guardia Hennessey los empujó hacia dentro y cerró la puerta.

—Vamos, sargento —dijo Markham—. Echaremos una mirada a la habitación de Coe antes que lleguen los chicos.

Durante cinco minutos. Markham y el sargento estuvieron inspeccionando la habitación de Coe. Heath levantó las cortinas de todas las ventanas y se dirigió luego a Markham, que estaba examinando el interior del guardarropa.

—Es el caso más chusco, señor; todas las ventanas están cerradas. Pero no es sólo eso, sino que todas tienen la falleba echada. Y esta pieza está en el segundo piso, de modo que nadie puede entrar desde fuera. ¿Para qué tanta precaución?

—Archer Coe era un hombre especial, sargento. Siempre temía que entrasen ladrones y le robasen sus tesoros.

—¿Quién querría todos estos trastos viejos? —observó Heath, escéptico, acercándose a la mesa.

Markham, después de examinar el ropero, cruzó la sala en dirección al arca cuya tapa había levantado Vance para examinar su interior. Heath, que estaba en mitad de la habitación mirando a todos lados con disgusto, observó:

—Está visto que nadie ha podido entrar aquí más que por la puerta. Eso es lo que me subleva.

Lo cierto era que, aparte la que hallamos cerrada, no había otra puerta que la del ropero. No tenía la habitación cuarto de baño. La casa fue construida en una época en que un cuarto de baño común para todo el piso se tenía por el colmo del lujo. Luego supimos que miss Lake se hizo instalar un cuarto de baño en sus habitaciones del tercer piso. Los hermanos Coe usaban el mismo cuarto de baño que estaba entre sus habitaciones.

—No he visto ni rastro del arma con que mataron a Coe —observó Markham.

—No está aquí —afirmó Heath, dogmático—. Apostaría a que el pájaro la escondió donde nadie pueda encontrarla.

—Es posible —convino Markham—. De todos modos, mejor será que abra usted las ventanas. Está el aire viciado. Y apague la luz.

—Me guardaré de hacer nada de eso —dijo el sargento en tono de indignación, y se apresuró a dar explicaciones—: Piense, señor, que alguien hizo correr las fallebas de las ventanas y oprimió el botón del interruptor, y quiero saber quién fue. El capitán Dubois me dará las impresiones digitales.

Al poco rato volvió Vance. Entró con la cara demudada y los ojos encendidos de indignación.

—Es muy probable que viva —manifestó—, pero alguien le ha dado un golpe tremendo con un instrumento contundente. El doctor Blamey se ha hecho cargo del animalito y esta noche me comunicará su estado.

Nunca había visto a Vance tan irritado.

—¿Qué significa todo eso? —le preguntó Markham—. ¿De dónde ha salido ese perro?

—Aún no lo sé —dijo Vance, sentándose en una silla y sacando la pitillera—, pero tengo el presentimiento de que nos servirá de guía. Ese perrito es uno de los cabos de esta enredada trama, el único contacto con el mundo exterior. No es de la casa, y, no obstante, tiene algo que decirnos. Además, fue herido en la casa.

Los ojos de Markham se asombraron de pronto.

—Y la herida es semejante a la de Coe, y en el mismo sitio.

—Pero puede ser una mera coincidencia —replicó al cabo de un momento—. De todos modos, aquí no querían perros. Nunca los hubo, y con frecuencia oí hablar a Coe como a su hermano contra la raza canina. En una ocasión tuve que aguantar a Brisbane media hora de lectura de un libelo de Ambrose Bierce contra los perros. Ningún habitante de la casa introdujo ese perro, Markham; pero si el animal hubiese entrado por una equivocación, ningún miembro de la familia hubiera vacilado en arrojarlo.

—¿Piensas que lo trajo un forastero?

—No, tampoco eso es probable. La presencia del perro es una extraña circunstancia. Probablemente se debió a un terrible accidente, a un fatal error. Por eso me interesa tanto. Y hay un punto muy digno de tenerse en cuenta: la persona que encontró aquí al perro tuvo miedo de dejarlo salir. En cambio, para salvarse, trató de matarlo y lo escondió detrás del cortinaje. Y poco faltó para que lo matase.

—¿Ha podido el doctor señalar el tiempo en que fue herido?

No con exactitud, pero a juzgar por la hinchazón del ojo y por la sangre seca de la herida, calcula que hará unas doce horas.

—Coincide.

—Sí, por completo. El perro presenció el crimen o estaba en la casa poco después de perpetrado.

—Es un caso realmente curioso —murmuró Markham.

—Tan curioso como diabólico. Pero una vez descubramos al amo del perro, sabremos algo de suma importancia.

Markham expresó sus eludas, preguntando con desaliento:

—¿Cómo diablos vamos a dar con la pista de un perro? La ciudad está llena de ellos, y si pertenece a la persona que entró aquí anoche, el dueño no pondrá un anuncio ni contestará al anuncio de un perro hallado.

—Es verdad —asintió Vance—. Pero la cosa no es tan difícil como te imaginas. Ese terrier escocés no acaba de ser adquirido. Lejos de eso. Ha hecho sudar mucho en el canódromo a algunos de nuestros vencedores. Lo he examinado cuidadosamente mientras Blamey lo tenía en la mesa de operaciones. Tiene poco lomo, un costillar muy fino y una cola perfecta; es bajo de vientre, con las articulaciones de las patas traseras encorvadas, robustos cuartos traseros y una osamenta y una encarnadura admirables. Estoy algo enterado de los escoceses, Markham, y no creo equivocarme al pensar que ese animal lleva sangre del laurieston y del ornsay. Su robustez y su encarnadura, unidas a unos ojos audaces y ligeramente encendidos, indican la casta del laurieston, una gran casta, desde luego, pero no suficientemente sensible para mi gusto. Por otra parte, posee cualidades muy definidas, una cabeza inclinada y despejada y un hocico fino, orejas pequeñas y un colodrillo ligeramente prolongado, que son de puro ornsay.

—Todo eso está muy bien —dijo Markham, aburrido del tecnicismo de Vance— para un criador de perros; pero no veo que nos lleve a ninguna parte.

—¡Oh! ¡Ya lo creo! —replicó Vance, sonriendo—. Nos llevará muy lejos. El cruce de ciertas sangres es bien conocido en este país de todo aficionado a perros un poco serio. Y un perro como ese es el resultado de años de intensos cuidados. Hay genealogías y registros y tratantes de oficio y peritos licenciados, y no es imposible seguir el rastro de un perro de sangre azul cuando se tienen algunos datos de cruces y de sus principales linajes. Además, está ahora el nuestro en su más perfecto estado y es de suponer que un perro tan bueno ha asistido a alguna exposición canina. Y cuando un perro se ha exhibido, nos suministra una serie de hechos aprovechables.

Heath, que escuchaba a Vance con expresión de escéptico, aventuró una pregunta:

—¿Quiere usted decirme, mister Vance, que es capaz de encontrar al amo de cualquier perro que se le presente?

—Eso no, sargento. Sólo digo que, suponiendo que un perro haya sido objeto de comercio y se haya exhibido en una exposición, y suponiendo que uno tenga una idea definida de los progenitores del perro, tiene muchas probabilidades, si no le falta paciencia, de poder encontrar al amo.

—¡Bah! ¿Y de qué le serviría encontrar al amo de ese chucho? El amo le diría simplemente: «¡Ah, gracias!, es usted muy amable. El diablejo se me escapó el otro jueves».

Vance sonrió.

—Es posible, sargento. Pero los perros de casta no siguen a un desconocido a una casa que no conocen. Además, los perros tan buenos como el nuestro nunca salen a la calle solos —se recostó en la silla y entornó los ojos—. Hay algo particularmente extraño en la presencia del peno en esta casa la pasada noche. Si me la explicase sabría enormemente más acerca del asesinato.

—Tal vez el asesino sea alguien aficionado a los perros —masculló Heath, pensando sin duda en Wrede.

—Al contrario, sargento —rechazó Vance con una sonrisa burlona—. Mientras no se demuestra otra cosa, hemos de suponer que el asesino lastimó cruelmente al escocés…, probablemente para reducirlo al silencio…

Vance se interrumpió al oír pasos y voces en el vestíbulo inferior. Un momento después entraban en el dormitorio tres hombres de paisano y dos funcionarios de uniforme del próximo retén, que se quedaron perplejos al ver al fiscal del Distrito.

—Me han hecho cargo del caso —les dijo Markham—. Lo tramitaremos desde la Dirección General, pero necesitaremos dos hombres para que vigilen la casa.

—Perfectamente, señor —dijo uno de los paisanos, recio y de cabellos grises, saludando; y añadió, volviéndose a los funcionarios de uniforme—. Ustedes, Hanlon y Riordan, quédense aquí. Mister Markham les dará órdenes —luego se volvió al fiscal del distrito—: Si necesita algo más, estoy a sus órdenes, mi jefe. Soy el teniente Smith.

—Gracias, teniente.