4. UNA EXTRAÑA INTERRUPCIÓN

(Jueves 11 de octubre, a las 10 de la mañana)

Vance fue el único a quien no sorprendió aquella declaración. Heath se quedó mirando al cadáver como si temiera que fuese a levantarse. Markham se quitó el cigarro de la boca y movió la cabeza, mirando alternativamente a Vance y a Doremus. En cuanto a mí, puedo decir que un escalofrío recorrió mi espinazo. La vista de un hombre sentado con el revólver en la mano y en la sien una bala disparada después de muerto, me impresionó como hubiera podido hacerlo, en efecto, la brujería africana; su inverosimilitud despertó en mí esos vagos miedos primordiales que duermen ocultos en lo más hondo de nuestro organismo. Se limitó a un movimiento de aprobación y a encender otro cigarrillo con mano segura.

—Un caso interesante —murmuró—, ¿no te parece, Markham? No hay hombre que se mate después de muerto… Habrás de renunciar a tu idea de suicidio.

La expresión de Markham era una borrasca de perplejidad.

—Pero esa puerta cerrada…

—Los muertos no suelen cerrar la puerta —replicó Vance.

Markham se volvió, confuso, a Doremus para decirle:

—¿Puede determinar la causa de su muerte?

—Si me da tiempo —contestó Doremus, visiblemente contrariado por el giro que tomaba el asunto.

—Dígame, doctor —preguntó Vance—: ¿En qué estado de rigor mortis se halla la víctima?

—Está muy avanzado —contestó Doremus, y como para comprobar su aserto, volvió a inclinarse sobre el cadáver, y después de tratar de mover la cabeza, cogió el brazo que colgaba y luego probó las piernas—. Sí, muy avanzado; han transcurrido de ocho a doce horas desde la muerte.

—¿No puede ser más preciso? —preguntó Heath, ceñudo.

—Ya veremos —replicó el forense con enojo—. Voy a examinarlo detenidamente antes de marcharme… Ayúdeme, sargento, y lo pondremos en la cama…

—Un momento, doctor —dijo Vance con voz autoritaria—. Examine antes la mano apoyada en la mesa. ¿Agarra el arma con fuerza?

Doremus le lanzó una mirada de odio, vaciló un momento, e inclinándose sobre la mano de Coe, estuvo manipulando con los dedos del cadáver.

—La tiene bien agarrada.

Con gran trabajo pudo desprender el revólver, procurando no dejar impresas sus huellas digitales. Heath se acercó a inspeccionar el arma con gran cautela; luego la envolvió en un pañuelo limpio de bolsillo y la dejó sobre la carpeta.

—Y dígame, doctor —prosiguió preguntando Vance—: ¿El dedo de Coe oprimía el gatillo?

—Sí —contestó Doremus secamente.

—Entonces podemos deducir que pusieron el revólver en la mano de Coe antes de producirse el rigor mortis, ¿verdad?

—¡Deduzca lo que quiera!

La diplomacia de Markham salió por sus fueros.

—Nada podemos deducir sin su ayuda, doctor. La pregunta de mister Vance es de gran importancia. Nos gustaría saber su opinión.

Doremus se doblegó a medias.

—Le diré a usted… Bien podía tenerlo en la mano cuando murió. Yo no estaba presente, ¿comprende? Y si ya tenía el arma en la mano, nadie se la puso después.

—En tal caso, ¿cómo pudo dispararse?

—De ningún modo. Pero ¿quién le dice que fue disparada? No hay manera de saber, hasta que se le haga la autopsia, si la bala que tiene en la cabeza salió de esta arma.

—¿Corresponde el calibre del revólver a la herida?

—Sí. El arma es del treinta y ocho, y la herida es de la misma dimensión.

—Y una cámara del arma está disparada —intervino Heath.

Markham movió la cabeza y miró al forense.

—Si pudiera probarse, doctor, que el revólver que Coe tenía en la mano es el que se disparó contra su cabeza, ¿podríamos suponer, verdad, como mister Vance sugiere, que el revólver fue colocado en la mano del muerto antes del rigor mortis?

—Seguramente —dijo Doremus, modificando el tono—. Nadie sería capaz de ponerle el arma en la mano, de modo que pareciese cosa natural, una vez comenzado el rigor mortis.

Aunque Vance andaba distraído por la habitación, prestaba oído a lo que estaban hablando.

—Aún queda —dijo en voz baja— otra posibilidad, muy traída por los cabellos, pero admisible… Ha habido hombres que han hecho cosas muy raras después de muertos.

Todos nos volvimos a mirarle con sorpresa.

—No nos vengas con cosas de espiritistas, Vance —saltó Markham—; pero ¿qué quieres decir con eso?

—Hay casos de suicidas que después de pegarse un tiro han arrojado el arma a gran distancia. El doctor Hans Gross en su Handbuch für Untersuchungarichter[3]

—Bueno; pero eso no tiene aplicación aquí…

—No, realmente; ha sido una ocurrencia mía.

Markham se le quedó mirando un momento, y luego preguntó a Doremus:

—¿Murió Coe de ese golpe en la cabeza?

El médico forense se irguió, haciendo una mueca extraña, y sin decir palabra volvió a examinar la cabeza de Coe. Luego se volvió y miró fijamente a los ojos de Markham.

—Hay algo sumamente curioso. Se ha producido una hemorragia interna, la que puede esperarse de un serio golpe en la cabeza; sangre en la boca y todo lo demás… Pero, mister Markham, el golpe recibido en el parietal izquierdo no es suficiente para causar la muerte; una ligera fractura, pero nada serio…, más que para dejarlo sin sentido… No, señor; no murió del golpe o de la fractura del cráneo.

—Y no murió de un tiro de revólver —añadió Vance—. ¡Es algo asombroso!

Doremus se volvió precipitadamente a Heath.

—Vamos, sargento.

Entre los dos levantaron el cadáver y lo colocaron sobre la cama, le quitaron la ropa, que dejaron sobre una silla, y Doremus empezó su examen. Fue inspeccionando todo el cuerpo, desde la cabeza a los pies, en busca de alguna herida o erosión, y tentando todos los huesos, buscando una fractura. El cadáver estaba puesto boca arriba, y el doctor le oprimía el costado derecho cuando vimos que se detenía y acercaba la vista a un punto.

—La quinta costilla está rota —anunció—, y la magulladura está bien clara.

—¿Es una lesión grave? —se aventuró a preguntar Markham.

—¡Oh! Nada de eso. Puede no haber notado más que un ligero dolor.

—¿Producida antes o después de muerto?

—Antes. De lo contrario, no habría ninguna mancha epidérmica.

—Y el golpe de la cabeza también lo recibiría antes de morir.

—Sin duda. Lo dejó atontado, pero no murió del golpe.

—Tal vez —aventuró Vance— haya alguna relación entre el golpe de la cabeza y la rotura de la costilla. Debió de perder el sentido, y al caer daría con la costilla en alguna parte.

—Es posible —dijo Doremus, que examinaba entonces las palmas de las manos.

—¿Fue bastante fuerte el golpe de la cabeza para dejarlo sin sentido? —preguntó Vance, mientras examinaba los muebles de la habitación.

—Es lo más probable —contestó Doremus.

Vance detuvo la vista en una pesada arca de teca que había junto a la ventana de la parte oriental. Levantó la tapa y miró dentro. Inmediatamente la volvió a bajar.

—¿Qué le parece, doctor? —prosiguió, acercándose al médico forense—. ¿Tardaría mucho en recobrar el conocimiento, después de recibido el golpe en la cabeza?

—Es problemático —contestó Doremus, irguiéndose en honda perplejidad—. Pudo estar sin conocimiento doce horas, como pudo estarlo sólo minutos. Eso depende… Pero no es eso lo que me preocupa. Hay dos rozaduras en la parte interior de los dedos de la mano derecha y un ligero corte en el artejo…, todo reciente. Diría que opuso alguna resistencia contra el que le aplicó el golpe en la cabeza. Y, no obstante, sus ropas estaban en orden, sin la menor señal de riña, y sus cabellos, peinados y alisados hacia atrás.

—Sí, señor; y empuñaba un arma y estaba sentado como si durmiera —añadió Heath, contrariado por no entender nada—. Alguien lo peinó como un niño después de la refriega. La cosa se complica.

—Pero no le cambiaron el calzado —advirtió Markham, seguro.

—Lo que explica que aún llevase las botas con el albornoz —observó Heath, dirigiéndose a Vance.

—¿A quién se le ocurriría cambiar de ropa a una persona que ha dejado sin sentido y luego peinarla? Es una idea que hace honor a la bondad de su corazón, sargento; pero no es el procedimiento usual… Creo que hemos de buscar por otros caminos la explicación del peinado y del aseo personal de Coe.

—¿Quiere decir que él mismo se cambió y se peinó después de recibir el golpe?

—No es imposible.

—Entonces —intervino Markham—, ¿por qué no se quitó las botas?

—Algo se lo estorbó.

Entre tanto, Doremus había vuelto el cadáver boca abajo. Yo, que no apartaba la vista de él, vi cómo se inclinaba.

—¡Ah! ¡Ya lo tengo!

A esta exclamación, todos nos acercamos.

—¡Una puñalada, caramba! —anunció con voz excitada.

Todos fijamos la vista donde él nos indicó. Bajo el omóplato derecho y junto a la espina dorsal había una herida como de media pulgada de diámetro, sólo apreciable a primera vista por una manchita negra de sangre coagulada. Parecía no haberse producido hemorragia externa, lo que me chocó como algo inusitado, y creo que Markham tuvo la misma impresión, porque, tras breve silencio, llamó la atención del médico sobre el particular.

—No todas las heridas sangran exteriormente —explicó Doremus—. Esta es de una limpieza especial; la estocada rápida que penetra entre los tejidos sutiles hasta las vísceras, deja salir poca sangre o nada. Como en las contusiones, el derrame es interno… Esta estocada se cerró inmediatamente, y los labios de la herida se adhirieron. Muy sencillo… Ahora ya tenemos la explicación de todo.

Vance sonrió, irónico.

—¿De veras? Sólo tenemos explicada la causa de la muerte de Coe, y esta explicación lo complica todo horriblemente. Ahora nos hallamos ante un caso más intrincado.

—No sé por qué —replicó Markham, lanzándole una mirada penetrante—. Al menos, pone en claro un punto que estábamos discutiendo. Ya sabemos qué lo detuvo mientras cambiaba de ropa.

—Mucho lo dudo —dijo Vance, dejando el cigarrillo en un cenicero de la mesilla de noche y cogiendo la bata de seda que llevaba el muerto cuando lo encontraron. La levantó a la luz y la examinó minuciosamente, sin poder hallar el menor agujero. Todos le miramos, pasmados—. No, Markham —prosiguió Vance, dejando la bata a los pies de la cama—. Coe no llevaba la bata cuando le apuñalaron. El cambio de ropa se hizo después.

—De todos modos —arguyó Heath—, pudieron apuñalarle metiendo la mano por debajo de la ropa.

Vance movió la cabeza negando.

—Olvida usted, sargento, que la bata estaba perfectamente abrochada y ceñida y atada por la cintura… Veamos si podemos comprobarlo.

Se dirigió al guardarropa, cuya puerta se veía entornada en el testero de Poniente; la abrió del todo, desapareció dentro, y al poco rato salió con un cuelgacapas del que pendían una chaqueta y un chaleco de la misma clase de tela que los pantalones que llevaba Coe. Vance pasó los dedos por el lado correspondiente a la derecha de la espalda, y descubrió un corte que correspondía exactamente en dimensiones a la herida de la espalda de Coe, Y un corte igual había en el chaleco. Vance acercó a la luz las prendas y volvió a tocar los cortes con el dedo.

—Estos agujeros —dijo— están un poco atiesados en los bordes, como si se hubiera secado en ellos alguna sustancia. Supongo que será sangre… No hay duda de que Coe estaba vestido cuando le hirieron, y que la sangre que el puñal o el cuchillo dejó al salir ha endurecido los bordes de estos dos cortes.

Volvió a su puesto el cuelgacapas, y al cabo de un momento Markham expresó lo que estaba en el pensamiento de todos:

—En tal caso, Vance, el asesino debió de desnudar a Coe, colgó la ropa y le puso la bata.

—¿Por qué el asesino? —corrigió Vance—. Según todas las indicaciones, algún otro entró cuando Coe estaba muerto y le disparó un tiro en la cabeza. ¿No podía este otro hipotético haber cambiado de ropa al cadáver?

—¿De qué nos sirve esa conjetura? —observó Markham.

—De nada —convino Vance—, aunque fuese verdadera, lo que, desde luego, no sabemos. Ya sé que parece increíble, y únicamente la he formulado para indicar que, al punto a que han llegado las cosas, no hemos de precipitarnos en sacar conclusiones. Y cuanto más fácil sea la conclusión, más precavidos hemos de ser. No estamos ante un caso de fácil solución, mi querido Markham.

Doremus se aburría; la técnica criminologista no era su fuerte; a él nada más le interesaba el aspecto médico, y una vez descubierta la herida en la espalda de Coe, ya se sentía desligado de sus deberes. Bostezó horriblemente, se estiró y recogió el sombrero que había dejado en el suelo, junto a la cama.

—Bueno; ya estoy aquí de más. Supongo que querrán pronto la autopsia —añadió, mirando de reojo a Heath.

—Sí —dijo el sargento, cuya cabeza estaba envuelta en una nube de humo—. ¿Cuándo tendremos el dictamen?

—Esta noche, si lo necesitan —Doremus cubrió el cadáver con una sábana y escribió una orden de levantamiento—. Llévenle al depósito cuanto antes.

Estrechó cordialmente la mano a cada uno y se dirigió apresuradamente a la puerta.

—Una palabra, doctor: ¿no hay ni la más remota posibilidad de suicidio?

Doremus giró sobre sus talones, sorprendido:

—¡Cómo! Ni por pienso. Imposible que él se haya dado una puñalada en la espalda. Ha muerto de hemorragia interna a causa de una herida por arma blanca, y tal vez más. La costilla rota y el golpe en la cabeza son cosas de poca importancia; no le hicieron mucho daño. La bala en la sien no significa nada; estaba muerto… ¿Suicidio? ¡Bah!

Y, apartando la idea con un ademán, se alejó.

Markham se quedó un momento con la vista fija en el suelo. Por fin se volvió a Heath con aire de mando:

—Avise a los chicos, sargento; que vengan los del fichero dactiloscópico y el fotógrafo. Vamos a ver qué sacamos en claro… Y usted va a encargarse, desde luego…

Aún no había acabado Markham de hablar, y ya Heath había cogido el teléfono que estaba en un taburete junto a la mesa. Momentos después hablaba con la central de la Jefatura de Policía, y después de ponerse al habla con varios departamentos, ordenaba a la Central que avisase a la Higiene Pública para que mandase un furgón a recoger el cadáver.

—Temo, señor —dijo en tono plañidero al dejar el teléfono—, que no va usted a dar un paso en firme. No me gusta cómo pintan las cosas en este asunto. Dios sabe lo que pasó aquí anoche.

Raramente había visto al sargento tan perturbado, y no hubiera podido afeárselo, porque cada fase de aquel crimen parecía completamente contradictoria e incomprensible.

—No, sargento —le tranquilizó Markham—; no cejaré, y haré cuanto pueda. Ha de haber alguna explicación sencilla, y estamos seguros de encontrarla a la corta o a la larga.

Vance se había sentado en una mecedora junto a las ventanas y fumaba tranquilamente mirando al techo.

—Sí, Markham —dijo perezosamente, pero midiendo las palabras—; hay alguna explicación, pero dudo que sea sencilla. Hay muchos elementos contrapuestos en este caso, que parecen eliminarse unos a otros…

Lanzó otra bocanada y prosiguió:

—Para poner las cosas en claro, vamos a resumirlas antes de proceder al interrogatorio de la familia y de los huéspedes… Ante todo, Coe recibió un golpe en la cabeza, que acaso le dejó sin sentido. Luego, probablemente, cayó sobre un objeto duro y se rompió una costilla. Todo esto fue precedido sin duda por algún contratiempo físico. Podemos suponer que Coe iba entonces en traje de calle. Más tarde, ignoramos al cabo de cuánto tiempo, con un instrumento delgado y afilado recibió una incisión en la espalda que le atravesó la chaqueta y el chaleco y le produjo una hemorragia interna. Poco después le quitaron el vestido, que colgaron cuidadosamente en el guardarropa; le pusieron la bata bien abrochada y le ataron el cinturón con una lazada. Además, le peinaron con esmero. Pero no le cambiaron las botas por las zapatillas. Por otra parte, le encontramos sentado en una butaca, en una actitud de comodidad y en una posición en que no podía estar cuando le hirieron. Y la costilla rota indica que, en un momento determinado, estaba caído sobre un objeto duro… Como si todo esto no fuese bastante incongruente aún, tenemos que, después de morir a consecuencia de la herida recibida en la espalda y antes que se produjese en él el rigor mortis, le descerrajaron un tiro en la sien y le colocaron el arma en la mano derecha tan firmemente, que al galeno le ha costado trabajo desprenderla. No hemos de olvidar la expresión del hombre que, en lucha con un adversario, recibe un golpe que le tira al suelo y le quita el sentido. Y esta circunstancia, Markham, es una de las más extrañas del caso. Coe se hallaba en un estado de ánimo pacífico, o al menos satisfactorio, cuando abandonó esta vida…

Vance volvió a fumar, y sus ojos adquirieron una expresión de ensueño.

—Esto en lo concerniente al cadáver de Coe y a los sucesos hipotéticos que le condujeron a la muerte. Pero hay otros elementos que hemos de tomar en consideración. Por ejemplo: encontramos la puerta cerrada con toda precaución por dentro y sin otro medio de entrada o de salida de la habitación. Todas las ventanas están cerradas, las cortinas echadas, la luz encendida y la casa intacta. Por consiguiente, lo ocurrido aquí anoche debió de ser antes de la hora en que Coe solía retirarse a descansar. Además, me inclino a creer que también hemos de tener en cuenta el hecho posible de que antes de morir estuvo leyendo unas páginas sobre loza china y empezó a escribir una carta o a redactar unas notas sobre algún asunto. Esa cuartilla con la fecha y la estilográfica caída bajo la mesa son términos del problema…

En aquel preciso instante oímos ruidos de pasos precipitados que subían, y un momento después apareció Gamble en la puerta con cara alterada.

Mister Markham —masculló—, perdone que los interrumpa, señor; pero…, pero hay algo muy raro…, muy raro, señor…, abajo en el vestíbulo.