3. UN DESCUBRIMIENTO SORPRENDENTE

(Jueves 11 de octubre, a las 9:30 de la mañana)

En aquel momento se abrió y se cerró de golpe la puerta de abajo, y llegó hasta nosotros una voz algo estridente de mujer que se dirigía al mayordomo.

—Buenos días, Gamble. Coge mis mazas y di a Liang que me suba el té con pastas.

Luego se oyeron los pasos que subían la escalera, y la voz de Gamble que decía:

—Pero, miss Lake, le ruego…, un momento, por favor.

—Té y pastas —le contestó la voz seca de miss Lake, que continuó subiendo.

Los tres nos dirigimos a la puerta, y al llegar ella a lo alto de la escalera y ver a Markham, apresuró la marcha y se le acercó con la mano tendida.

Miss Hilda Lake, mujer de treinta años, era baja, recia, ágil, atlética. Sus ojos azules, de mirada firme, me parecieron algo duros; su nariz era pequeña y demasiado aplastada para ser bonita, y sus labios, de una franca frialdad; sus cabellos, rubios, cortos y peinados lisamente hacia atrás, dejando al descubierto una frente estrecha. Llevaba un sombrerillo de fieltro aplastado bajo el brazo. Vestía un traje de lana de dos colores, y calzaba zapatos recios con suela de goma. Un corpiño blanco, con una corbata larga y verde, acababan de darle una apariencia hombruna.

—¡Hola! ¿Qué le trae por aquí tan temprano? Asuntos con mi tío, ¿eh? —y como en aquel momento se fijara en Heath y en mí, frunció el entrecejo, y añadió sin dar tiempo a que Markham contestase—: ¿Hay alguna novedad?

—Algo grave —contestó Markham, tratando de impedirle el paso—. Si tuviera la bondad de esperar…

Pero la joven, con un movimiento agresivo, se abrió pasó entre nosotros y entró en la habitación. Apenas vio a Archer Coe, corrió hacia él, se arrodilló a su lado y le echó un brazo por encima.

—¡Eh! ¡No le toque! —gritó Heath, que de un salto se puso a su lado, cogiéndola sin miramientos y obligándola a levantarse.

Ella se le encaró con los brazos en jarras y las piernas en ángulo. Markham intervino con diplomacia.

—No hay que tocar nada, miss Lake, hasta que venga el médico forense.

La joven miró a Markham, pensativa.

—¿También está prohibido decirme lo que aquí ha pasado?

—Apenas sabemos más que usted —contestó Markham con voz de lamento—. Acabamos de llegar, y hemos hallado a su tío exactamente como usted le ve.

Se volvió sin mover las manos de la cintura y contempló un momento el inerte cuerpo de la butaca.

—Bueno; ¿qué piensan ustedes que ha sucedido? —preguntó en tono natural, casi duro.

—Las apariencias son de suicidio…

—¿Suicidio? —repitió, volviéndose fríamente a Markham—. Nunca me lo harán creer.

—Ni a mí —dijo Vance, volviendo de junto a la cama, adonde se había acercado entre tanto.

—¡Ah! Buenos días, mister Vance. En la impresión del momento, no me había fijado en usted… Tiene razón…; esto no es suicidio —entornó los ojos—. Hace mucho tiempo que no se le ve a usted por aquí. Parece que en esta casa sólo le interesan las lozas y los cadáveres.

Me pareció percibir en su voz una nota de resentimiento. Vance hizo caso omiso de la adusta observación con esmerada cortesía.

—¿Qué razón tiene para descartar la idea del suicidio?

—Muy sencilla. Mi tío era demasiado egoísta para privar al mundo de su presencia.

—Pero el egoísmo —opuso Vance— es con frecuencia causa del suicidio. El aburrimiento, ya sabe usted…, la incapacidad de hacerse apreciar como uno cree que merece… El suicidio da al egoísta la suprema ocasión de triunfar.

—Tío Archer no necesitaba ocasiones supremas —replicó Hilda Lake con desprecio—. Las tenía siempre que adquiría un objeto de porcelana. Cualquier cacharro de porcelana sobre un pie de plata, que no sirve para nada, le daba más satisfacción que a mí ganarle una partida a Bobby Jones.

—¿Y para qué sirve eso? —preguntó Vance, sonriendo.

—Ya sé que es usted muy aficionado a los cacharros viejos —replicó ella de buen humor—. De todos modos, no trataba de ser erudita, sino de explicar con ejemplos por qué rio creo que mi tío se haya matado.

—Perdone usted —dijo Vance, inclinándose—. Está usted en lo cierto; pero ni mister Markham ni el sargento Heath comparten nuestra opinión. Están dispuestos a presentar el caso como suicidio.

La joven dirigió a los dos aludidos una fría sonrisa.

—¿Por qué no? —preguntó—. Es lo más sencillo…, y así se evitan molestias y escándalos.

La actitud de la mujer hirió el amor propio de Markham.

—¿Quién, miss Lake —preguntó—, podía desear la muerte de su tío?

—Yo misma —contestó ella sin titubeos y con la vista fija en la de su interlocutor—. Me molestaba de un modo indescriptible; se oponía a todos mis deseos; me amargaba la existencia porque tenía en su puño la bolsa. ¡Lucida me quedé el día que le nombraron mi tutor y empecé a depender de él! —había amargura en su voz, y una sombra de pena velaba sus ojos. Sus maxilares sobresalían, agresivos—. Durante los últimos diez años, en cualquier momento hubiera acogido como una bendición la noticia de su muerte. Ahora que le han quitado de en medio, cogeré mi patrimonio y podré hacer lo que quiera sin que nadie me estorbe.

Markham y Heath se la quedaron mirando con cara de sorpresa e indignación, sin explicarse el venenoso odio que ponía aquella mujer en sus palabras, pronunciadas con una frialdad que daba escalofríos. Vance rompió el prolongado silencio de estupor que siguió, diciendo con afectada indiferencia:

—Realmente, miss Lake, es usted de una franqueza desconcertante… ¿Hemos de aceptar sus comentarios como una confesión de asesinato?

—Todavía, no —replicó ella sin inmutarse—. Pero si las autoridades se empeñan en presentar el caso como suicidio, tal vez me decida a declararme autora de su muerte… para salvar el honor de la familia. Un asesinato en tan alto grado merecido es mucho más digno que un vil suicidio.

Markham sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Empezaba a disgustarle la afectada petulancia de aquella mujer.

—No es el momento más oportuno para bromas —reprendió.

—¡Oh!, por supuesto —contestó ella, dirigiéndole una mirada glacial—. La ocasión no puede ser más solemne, pero nunca me ha gustado imitar al buho… No obstante, haré cuanto pueda por amoldarme a las circunstancias.

Markham la miró con severidad, pero no logró que ella bajase la vista.

—¿Quién, a más de usted —preguntó, esforzándose en frenar sus impulsos—, puede haber tenido alguna razón para matar a su tío?

La joven miró al techo como quien medita alguna diablura y se sentó en el borde de la mesa.

—Son incontables —dijo con indiferencia—. De mortuis… Más vale dejar a los muertos en paz…; pero, después de todo, el hecho de que tío Archer esté muerto no le hace más simpático. Son muchos los que preferirían saberle muerto.

Heath, que había permanecido inmóvil como una estatua, chupando su tagarnina y con la vista fija en la mujer cual si quisiera fulminarla, no pudo contenerse más y profirió con aspereza:

—Si piensa que su tío era un ser despreciable y está tan contenta de que le hayan dado el pasaporte para el otro mundo, ¿por qué corrió a arrodillarse a su lado, haciendo alarde de pena?

—Mi querido señor policía —replicó ella, dirigiéndole una mirada burlona—, sólo quería asegurarme de que estaba muerto.

Markham se le acercó para espetarle entre dientes:

—Es usted una mujer desalmada, miss Lake.

Vance le presentó la pitillera, invitándola:

—¿Quiere un Regie?

—No, gracias —contestó ella, volviéndose a mirar el cadáver—. Fumo muy poco. Vicia el aire y altera los nervios… Sí —musitó, como si reanudase la conversación con Markham—, la muerte de mi tío me producirá mucho duelo.

Markham volvió a la carga:

—¿Quiere darnos el nombre de alguna persona determinada que se alegrara de la muerte de mister Coe?

—Eso no es tan fácil; pero puedo decirle que muchos señores chinos a quienes mi tío estafó y despojó de raros objetos de arte, estarán encantados al saber que ya llegó el fin del coleccionista. Ya debe de estar enterado, mister Markham, de los rumores desagradables que corrieron al volver mi tío de China el año pasado…, habladurías sobre violación de cementerios y robos de objetos funerarios. Recibió varias cartas con amenazas.

—Sí; recuerdo. Me enseñó alguna de esas cartas… Cree usted seriamente que le mató un oriental agraviado.

—No lo creo. Los chinos tienen demasiado sentido para matar a nadie por un cachivache.

Vance bostezó y fue a colocarse entre Hilda Lake y Markham, presentando de nuevo la pitillera.

—Vamos, fume usted un cigarrillo —le rogó—. A veces calman los nervios.

La joven levantó a él los ojos en una sonrisa de fina inquisición y, después de vacilar un momento, tomó un Regie, que él le encendió.

—¿Qué opina usted de este asunto, mister Vance? —le preguntó, indiferente.

—Estoy completamente a oscuras —contestó él con ligereza—. Lo que sugiere usted de un chino es algo interesantísimo. Me gustaría saber si han desaparecido de esta casa algunos objetos de arte.

—No me sorprendería —dijo ella, lanzando a lo alto una bocanada de humo—. Por mí, ya podrían llevárselos todos. Prefiero vajilla de Wedwood & Willow.

Markham volvió de nuevo al grano, diciendo:

—Me parece que nos vamos por las ramas… Si su tío no se suicidó, miss Lake, ¿cómo se explica que la puerta estuviese cerrada con cerrojo por dentro?

Hilda Lake se puso en pie con una expresión de perplejidad.

—¿Cerrada por dentro? —repitió, volviendo a la puerta y examinando la cerradura desclavada—. ¡Ah! Pero ¿han tenido que forzarla para entrar? Eso es otra cosa.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Vance.

—Que, después de todo, tal vez se trate de un suicidio.

Se oyó un timbre y el ruido de la puerta que Gamble abría; Markham se acercó a Hilda Lake y la cogió de un brazo.

—Probablemente llega el médico forense. ¿Tiene la bondad de ir a esperar en su habitación?

—Está bien —dijo ella, encaminándose a la puerta con las manos en los bolsillos, para volverse allí a decir—: Pero hágame el favor de mandar a Gamble con el té y las pastas, porque desfallezco de hambre.

Momentos después entraba el doctor Emmanuel Doremus, flaco, nervioso, descarnado, mordaz, de modales afectados. Llevaba una chaqueta abrochada por el cuello, un sombrero hongo, echado hacia atrás, y más parecía un marinero que un médico. Nos saludó levantando la mano y pasó una mirada por la habitación. Luego se acercó a Heath y le gritó, quejumbroso:

—¡Muy bonito! Me ha cogido su aviso entre la tortilla y las salchichas. Siempre ha de llamarme usted cuando estoy comiendo, sargento… Bueno; ¿para qué me quieren?

Heath, disgustado, hizo una mueca y apuntó el pulgar hacia el cadáver de Coe. Doremus se volvió y permaneció un momento con la vista fija en el muerto.

—La puerta estaba cerrada por dentro —advirtió Markham—. Hemos tenido que forzarla para entrar.

Doremus lanzó un suspiro y se revolvió contra Heath.

—¿Qué me dice usted de esto? ¿No podía dejarme desayunar en paz? Todo lo que necesitan es una orden de levantamiento —buscó en su bolsillo y sacó un manojo de cuartillas impresas—. Si hubiera hablado usted claro, hubiera mandado un ordenanza —acabó en tono impertinente.

Mister Markham me ordenó llamarle personalmente —explicó Heath—. No se trata de mis funerales.

Doremus, con la estilográfica en la mano, miró a Markham y anunció con la mayor frescura:

—Caso patente de suicidio. No hay que tomarse la menor molestia. Puedo darle el tiempo aproximado de la muerte, si lo desea. Y el dictamen de la autopsia…

—Oiga usted, doctor —dijo Vance, que estaba encendiendo tranquilamente otro cigarrillo—: ¿sería antiprofesional si inspeccionase el cadáver?

Doremus se volvió, nervioso.

—Voy a examinar el cadáver, voy a disecarlo, voy a dar un post mortem. ¿Qué más quiere?

—Que me diga cómo ha llegado a la conclusión de que estamos ante un caso de suicidio.

Doremus suspiró, impaciente:

—El arma está en la mano; la herida de la bala, en su sitio, y yo conozco a un muerto a primera vista. Además, la puerta…

—Estaba cerrada por dentro, sí; pero ¿y el cadáver?

—¿El cadáver? —dijo el doctor, empezando a llenar el boletín—. Ahí lo tiene. Mírelo.

—Ya lo he mirado y no lo entiendo.

—Vera usted, doctor —medió Heath con una mueca de satisfacción—. Mister Vance y yo hemos hecho una apuesta. Yo, a que usted diría que es un suicidio, y él, a que usted diría que es un asesinato.

—Yo soy doctor y no detective —replicó Doremus con acritud. El sujeto está muerto, con una bala en la sien derecha, empuña un arma en su mano derecha. Es la clase de herida que puede haberse producido él mismo. La posición del cadáver es la natural, y la puerta estaba cerrada por dentro. Lo demás corre de cuenta de ustedes, que pertenecen a la Brigada Criminal. Si no murió de la herida de bala, la autopsia mañana nos lo dirá. Mañana les daré los datos y pueden sacar las conclusiones.

Vance se había sentado en una silla arrimada a la pared y fumaba tranquilamente.

—Doctor, ¿no podría molestarse en examinar de cerca esa herida de bala antes de volver a su tortilla y sus salchichas? Y podría usted mirar también la boca del muerto.

Doremus se quedó mirando un momento a Vance, luego se acercó al cadáver y se inclinó sobre él. Examinó la herida atentamente, y vi que se le enarcaban las cejas. Levantó los cabellos de la sien izquierda, y Doremus la tocó con dedos delicados, y por primera vez tuve una impresión clara de la competencia profesional de aquel hombre. Después levantó ligeramente el labio superior del muerto, que desde donde yo estaba se veía manchado de sangre. Luego de examinar detenidamente la boca, volvió a fijar su atención en la herida de la bala de la sien derecha. Por fin se levantó, se echó más atrás el hongo y fijó en Vance una mirada inquisitiva.

—¿Qué piensa usted? —preguntó con semblante feroz.

—Nada… Mi cabeza está vacía —dijo Vance, quitándose el cigarrillo de los labios para bostezar—. ¿Ha encontrado usted algo que arroje luz?

—¡Sí, mucho!

—¡Ah! ¿De veras? —y Vance insinuó una sonrisa—. ¿Y sigue creyendo que es un suicidio?

Doremus hundió las manos en sus bolsillos y adoptó una expresión agria.

—¡No, diablos!… Aquí ha pasado algo raro, muy raro… Tiene sangre en la boca y una ligera fractura del cráneo en el parietal izquierdo. Ha recibido un golpe mortal con un objeto duro… ¡La cosa más extraña!

Markham se acercó con los labios oprimidos.

—¿Y esa herida de bala en la sien derecha?

Doremus se le encaró, sacó una mano del bolsillo, y señalando la cabeza del muerto, emitió con precisa solemnidad:

Mister Markham, este muchacho había muerto horas antes que la bala le agujerease el cráneo.