(Jueves 11 de octubre, a las 9:15 de la mañana)
La habitación, situada en la parte trasera de la casa, era larga y estrecha, con ventanas en dos lados. En el fondo opuesto a la puerta había una ventana saliente, y a la izquierda, una doble ventana orientada al Este. Las cortinas verdes estaban echadas y no dejaban pasar la luz del día; pero la habitación quedaba intensamente iluminada con la luz de una araña que colgaba en el centro del techo.
Al fondo de la estancia había una cama endoselada, donde pude advertir que no se había dormido aquella noche, aunque el cobertor estaba cuidadosamente doblado. El dormitorio, como el salón, contenía profusión de muebles. A un lado, una gran librería de nogal llena de volúmenes en cuarto y en octavo; frente a la puerta, una gran mesa escritorio de rica madera tallada, casi totalmente cubierta de libros, fascículos y papeles, indicaba que su dueño dedicaba horas a las tareas literarias. A mano izquierda de la mesa, una suntuosa chimenea con repisa de bronce estilo Imperio soportada por dos feas cariátides. Colgadas de las paredes, una docena de pinturas de autores chinos. Sin la cama y el tocador, se hubiera tomado aquella habitación por el museo de un coleccionista.
Pero todos estos fueron detalles en que nos fijamos después, ya que nuestra atención se concentró en principio en el cuerpo inerte de Archer Coe, con su sereno rostro de cera y la mancha negra en su frente, abatido en una butaca tapizada de terciopelo, junto a la mesa. Tenía la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo, como si la fuerza del proyectil la hubiera obligado a una posición violenta. En la cara aguileña había una expresión de tranquilidad, y, con los ojos cerrados, parecía dormir en paz. Su mano derecha descansaba en el borde de la mesa, agarrando todavía un revólver con culata de marfil, de regular calibre, y su izquierda colgaba entre los flecos del brazo de la butaca.
Detrás de la mesa había un sillón liso de Windsor, que me hizo pensar qué motivos habría tenido Coe para preferir matarse en la butaca de cara a la puerta. ¿La habría creído más cómoda para descansar en su último sueño? No obtuve respuesta a mi pregunta hasta mucho después, y cuando la conseguí, como resultado de las deducciones de Vance, constituyó uno de los cabos principales por donde se sacó el ovillo de aquel caso desconcertante.
Llevaba el muerto una bata de seda verde que le llegaba hasta los tobillos; pero los pies, que tenía alargados hacia delante, calzaban borceguíes muy bien atados y anudados, que también me hicieron pensar cómo no llevaba con la bata las correspondientes pantuflas. Y la explicación que luego vino también resultó un punto vital para la solución del trágico problema.
Vance se acercó inmediatamente al cadáver, le tocó la mano y examinó la herida de la frente. Luego fue a la puerta, cuya cerradura colgaba desenclavada, y después de contemplarla y de observar un momento el batiente, volvió a entrar con ceño de perplejidad. Lentamente sacó otro cigarrillo del bolsillo y, después de encenderlo, se apartó a la pared del lado de poniente y se quedó contemplando un cuadro chino con la imagen de Occhushama[1].
Nosotros, entre tanto, formábamos grupos en torno del cadáver y le contemplábamos en silencio. Wrede y Grassi no podían disimular su espanto, y el primero observó, dirigiéndose a Markham:
—Hice bien en aconsejar a Gamble que avisara a usted antes de forzar la puerta. Ahora comprendo que si le hubiera quedado una chispa de vida…
—Hace horas que ha muerto —interrumpió Vance sin volver la cabeza—. Su decisión no pudo ser más oportuna.
—¿Qué quiere decir, Vance? —preguntó Markham.
—Simplemente que si hubieran derribado la puerta, se hubiese llenado la habitación de amigos celosos, que hubieran zarandeado el cadáver en busca de alguna señal de vida, y desaparecidas las pruebas que nos da la puerta cerrada, nos hubiéramos visto negros para llegar a una solución aproximada de lo que ocurrió aquí anoche.
—Para mí no puede estar más claro lo que aquí ocurrió —profirió el impulsivo Heath en tono de pelea—. Este sujeto se encerró y se saltó la tapa de los sesos. Ya puede usted darle vueltas, mister Vance, que no descubrirá nada más.
Vance se volvió, moviendo la cabeza.
—¡Bah, bah, sargento! —dijo, conciliador—. No seré yo quien le saque de su error.
—¿No? —replicó Heath sin ceder en su tono de pelea—. ¿Pues quién?
—El cadáver —contestó, tranquilamente, Vance.
Sin dar tiempo a que Heath porfiase, Markham, que no había apartado los ojos de Vance, se volvió rápido a Wrede y a Grassi.
—Señores, hagan el favor de esperar abajo… Hennessey, vete al salón con ellos y no permitas que salgan sin mi permiso… Ya comprenderán ustedes que habrán de contestar a unas preguntas cuando haya dictaminado sobre este caso el médico forense.
Wrede mostróse resentido del tono perentorio de Markham; pero Grassi se limitó a inclinarse con una cortés sonrisa, y ambos, acompañados por Hennessey, salieron del dormitorio y desaparecieron por la escalera.
—Y usted —dijo Markham a Gamble— vaya a la puerta y acompañe al doctor así que llegue.
Gamble lanzó una mirada de soslayo al muerto y salió. Markham cerró la puerta y se volvió a Vance, que, apoyado en la mesa, estaba examinando atentamente la mano que empuñaba el revólver.
—¿A qué vienen todas esas indirectas? —preguntó en voz seca.
—No son indirectas —contestó Vance sin apartar la vista de la mano del cadáver—. Meras conjeturas. Me están interesando enormemente ciertos aspectos de este crimen.
—¿Un crimen? —dijo Markham, sonriendo sin ganas—. Muy bien que estableciésemos antes toda clase de conjeturas, y yo mismo me inclinaba a creer, como tú que el suicidio era incompatible con el carácter de Coe; pero los hechos son la única base razonable para llegar a una conclusión, y los hechos no pueden hablar más claro: la única puerta estaba cerrada con cerrojo por dentro, no hay otro medio de acceso a la habitación, y aquí tenemos a Coe sentado con el arma mortífera…
—Llámala revólver a secáis —interrumpió Vance—. Es retórica huera eso de arma mortífera.
—Bueno —dijo Markham, dando un bufido—; con el revólver en la mano y un agujero en la sien derecha. No hay señales de lucha; las ventanas están cerradas, con las cortinas caídas, y la luz eléctrica… Pero ¡Dios me valga! ¿Qué puede ser esto más que un suicidio?
—Te aseguro que no lo sé —dijo Vance, encogiéndose de hombros—. Si no se trata de un suicidio…, no sé de qué se trata —se le nubló la frente, y añadió—: Aquí está lo peliagudo del caso. Ya veo que parece un suicidio, Markham; pero no lo es. Nos hallamos ante un caso diabólico y de circunstancias sarcásticas. Sarcásticas y divertidas en cierto sentido. Hay en todo esto algo mal calculado…; el asesino se ha puesto a jugar con malas cartas… ¡De veras sorprendente!
—Pero ¿y los hechos? —protestó Markham.
—Los hechos, perfectamente correctos. Como diría un abogado, son indiscutibles. Pero habrás de examinar los hechos adicionales.
—¿Por ejemplo?
—Mira esas zapatillas —dijo Vance, indicando un par de zapatillas encarnadas muy bien colocadas al pie de la cama—. Y mira las pesadas botas que lleva el cadáver. Además, está en bata y sentado en un cómodo sillón. ¿No te parece muy incongruente que Coe, con su vida comodona y sibarítica, no se quitase las botas para sentirse más cómodo en el último momento de su existencia? Y fíjate que no dejó de hacerlo porque tuviera prisa. La bata, de un color detestable, dicho entre paréntesis, está cuidadosamente abrochada, y el cinturón atado con una lazada perfecta. No vamos a suponer que, de súbito, a medio cambiarse la ropa de calle, se le ocurriera matarse. Y, en cambio, Markham, algo le detuvo, algo debió de inducirle a sentarse, a estirar las piernas y a cerrar los ojos antes de acabar de ponerse a su gusto.
—Tus razonamientos no acaban de convencerme —opuso Markham—. Cualquiera puede llevar botas pesadas con una bata cómoda.
—Es posible. No me obstinaré en este punto de vista. Pero suponiendo que Coe fuese un suicida, ¿por qué había de elegir esta butaca de cara a la puerta? Cualquiera que quisiese pegarse un tiro se sentaría en una posición recta, donde pudiera apoyar el brazo y mantener firme la mano; en caso de querer estar junto a la mesa, hubiera elegido el sillón, donde podía apoyar los dos codos y obtener así una estabilidad y una puntería segura.
—Ya tiene el brazo en la mesa —observó Markham.
—Sí, y en una posición extraña. ¿No lo ves? Con lo baja que es la butaca, Coe no podía tener el codo en la mesa cuando apretó el gatillo sin que el tiro hubiera pasado por encima de su cabeza. El brazo estaba por debajo de la altura de la mesa al disparar, si disparó. No obstante, podemos suponer que, después de pegarse el tiro, levantó el brazo hasta la mesa y lo dejó en la posición que presenta.
—Tal vez sí, o tal vez no —gruñó Heath, tras una pausa, durante la cual observó el cadáver y levantó su propia mano hasta la frente. Y añadió, agresivo—: Pero nunca podrá explicar lo de la puerta cerrada.
Vance lanzó un suspiro.
—¡Qué más quisiera que explicármelo! Eso es lo que me atormenta horriblemente. Sin el hecho de que la puerta estaba cerrada por dentro, me sentiría más inclinado a admitir la idea del suicidio.
—¡Vaya una salida! —exclamó Markham, mirando a Vance con sorpresa—. Lo que dices es un contrasentido.
—No —dijo Vance, moviendo ligeramente la cabeza—. Un hombre tan inteligente como Coe no atentaría contra su vida poniendo dificultades para que otros llegasen a su cadáver. ¿Qué sacaba con encerrarse de tal modo, que se hubiera de derribar la puerta para recoger el cadáver? Un disparo es cosa de un segundo, y no había de temer que nadie fuera a estorbárselo en su dormitorio. De haber querido matarse, hubiese deseado que Gamble u otro le hallasen en seguida. No hubiera puesto obstáculos en su camino.
—Pero —arguyó Markham— tu misma conjetura se contradice. ¿Quién, sino Coe, podía cerrar por dentro?
—Nadie, evidentemente —asintió Vance con un suspiro de desaliento—, y esto es lo que deja el caso tan tenebroso. Los términos del problema se presentan de este modo: Un hombre ha sido asesinado y, antes de morir, va a cerrar la puerta, una vez ha escapado el asesino, y vuelve a sentarse en una butaca para que su muerte parezca un suicidio.
—¡Vaya una reconstrucción! —gruñó Heath, contrariado—. Ya veremos si cuando venga el doctor Doremus sabemos algo más. Apuesto a que desvanecerá todas las dudas, declarando que es un suicidio.
—Apuesto por lo contrario, sargento —replicó Vance sin perder la calma—. Tengo un vehemente presentimiento de que el doctor Doremus va a decirnos que no hay tal suicidio.
—Bueno; ya lo veremos —masculló Heath con una mueca que se le quedó helada mucho tiempo.
Vance, que estaba pasando la vista por la mesa, no le hizo caso. A un lado de la carpeta había un volumen en cuarto de Li Tai Ming T’au Tou P’u, escrito por Haiang Yuan-p’ian[2], entre cuyas páginas había unas plegaderas de puño de oro, por donde lo abrió Vance, dejando al descubierto la lámina de un jarrón en forma de ánfora P’in Kuo Pung, de un barniz carmíneo ligeramente neutralizado y cruzado de listas de un verde oliva y manchas bermejas.
—Ya ves, Markham —dijo—; Coe estaba soñando en su última adquisición de porcelanas poco antes de despedirse de esta vida. No sé si es muy lógico que quien va a suicidarse se interese por sus adquisiciones hasta el punto de estudiar la historia de su vajilla momentos antes de meterse una bala en la sesera.
Markham permaneció callado.
—Y aquí tenemos algo muy significativo —siguió Vance, indicando unas cuartillas que estaban sobre la carpeta—. Este papel está ladeado en la posición en que lo colocaría quien se dispusiera a escribir, y fíjate que al comienzo de la primera cuartilla está la fecha de ayer: miércoles, diez de octubre…
—Es lo más natural —apuntó Heath—. Todos los suicidas escriben cartas antes de matarse.
—Pero, sargento —sonrió Vance—, la carta no está escrita. Coe no pasó de la fecha.
—¿Quién nos dice que el sujeto no cambiara de idea? —porfió Heath.
—Bueno… Pero en tal caso, la pluma estaría en su puesto; ya ve usted que la pluma no aparece en la mesa.
—Tal vez la tenga en el bolsillo.
—Es posible.
Vance retrocedió y pasó una mirada por el suelo. De pronto se arrodilló, alargó el brazo por debajo de la mesa, y debajo de los cajones de la derecha encontró la pluma estilográfica que buscaba, y que mostró al levantarse.
—Coe dejó caer la pluma, que rodó debajo de la mesa —dijo, colocándola junto a las cuartillas—. Es muy raro que un hombre al que se le cae la estilográfica a medio escribir no se agache a recogerla.
Heath frunció el ceño en silencio, mientras que Markham preguntaba:
—¿Crees que interrumpieron a Coe cuando escribía?
—¿Interrumpir…? Según cómo se entienda —dijo Vance, que también estaba perplejo—. No hay señales de lucha; él está reclinado en una butaca al lado de la mesa; y en sus facciones hay tranquilidad; por sus ojos, parece dormir. Además, la puerta estaba cerrada por dentro… Muy extraño, Markham.
Fue hasta la ventana que tenía echada la cortina y retrocedió, fumando tranquilamente. De pronto se detuvo y se quedó con los ojos fijos en Markham.
—Fue interrumpido, sí. ¡Eso es! Pero no por un agente exterior ni por un intruso. Fue interrumpido por algo más útil, más terrible. Se vio interrumpido mientras estaba solo. Algo sucedió, algo que se introdujo siniestramente; dejó de escribir, se le cayó la pluma, la olvidó, se levantó y se sentó en la butaca. En seguida vino el fin, rápido e inesperado…, antes que pudiera descalzarse… Esas botas son otra prueba de la terrible interrupción.
—¿Y el arma? —preguntó Heath con desdén.
—Dudo que Coe llegase a ver el arma, sargento.