Prólogo

Joe Gentleman Strachan llevaba, al parecer, mucho tiempo sumido en un oscuro y profundo sueño.

Joe Gentleman había dormido ese oscuro y profundo sueño mientras yo estaba hundido hasta las corvas en el sangriento lodazal de Italia; mientras los aviones de la Luftwaffe pasaban rugiendo en lo alto para remodelar el plan urbanístico de Clydebank; mientras Stalin, Roosevelt y Churchill se repartían Europa entre los tres, dando de paso una idea a los señores del crimen de Glasgow, los Tres Reyes, para hacer un reparto similar de la segunda ciudad del Imperio británico. Los fuegos artificiales de Dresde, Hiroshima y Nagasaki no sirvieron tampoco para alterar el plácido sopor de Joe.

Ni siquiera el constante ir y venir que se desarrollaba justo por encima de él (el batir de las hélices de los remolcadores y de los enormes buques construidos en los astilleros del Clyde) había logrado que se agitara en su lecho, puesto que el profundo, el oscuro sueño que Joe Gentleman dormía era el inalterable reposo que únicamente puedes hallar en el fondo del Clyde cuando te han arrullado para tu definitivo descanso con un contundente solo para instrumento de percusión, cuando te han arropado cómodamente con unas cadenas del puerto y te han deslizado por la borda de un bote nocturno en medio del profundo canal del río.

Pero, ya digo, yo me pasé —como todo el mundo— los años de la guerra sin saber nada del reposo de Joe. Ojalá hubiera seguido así.