Capítulo diecisiete

Tenía bastante tiempo que matar y, en vez de irme a la oficina, volví a mi alojamiento. Los visillos de la ventana se movieron cuando abrí la cancela y crucé el sendero, pero Fiona no salió a la puerta y yo subí directamente a mis habitaciones.

En mi dormitorio, abrí el cajón superior de la cómoda y guardé la Webley. Metí el brazo bajo la cama, retiré la tabla suelta y saqué una caja de balas para el arma y un pequeño estuche de cuero. Desplegué el estuche y saqué un cuchillo de caza, todavía en su funda, y un puño americano. Lo metí todo en el cajón con la pistola y las balas. Luego fui a buscar mis dos porras y las puse junto a las demás armas. Ahí se quedarían hasta la noche. Me quité la camisa y examiné el vendaje que tenía en el brazo. Estaba limpio, pero le añadiría una segunda venda por la noche, para asegurarlo bien.

Volví a la sala de estar, me senté ante mi escritorio y escribí tres cartas. Una era para Jock Ferguson, explicándole con todo detalle lo ocurrido las últimas dos semanas y contándole algunos aspectos secretos de mi variopinta carrera; otra, para Archie, dándole instrucciones para asumir mi agencia de investigador privado; la tercera era una breve nota para Fiona White. El dinero que me había dado Fraser lo metí en el sobre dirigido a Archie. En el de Fiona, puse la llave de mi caja de seguridad y una carta para MacGregor, el director administrativo del banco, donde le decía que la señora White estaba al corriente de todos los datos relativos a mis investigaciones (todos, subrayado), y que debía facilitarle el acceso a la caja de seguridad sin poner la menor traba.

Una vez cerrados los sobres, los metí en uno grande de color marrón, donde había escrito: ABRIR EN CASO DE MUERTE.

Había llevado a cabo tareas más alegres, la verdad.

Cerré el escritorio con el sobre dentro, pero no puse la llave. Luego volví al dormitorio y, tendido en la cama, me puse a fumar. Quizá fuese para tratar de distraerme con cualquier cosa y olvidarme de la noche que me esperaba, pero el caso es que me dediqué a pensar en mi país. Yo más bien evitaba hacerlo, pero ahora me permití esa licencia. Pensé en el «chico de Kennebecasis», como llamaba siempre para mis adentros al muchacho que había sido antes de la guerra: joven, idealista, dichosamente ignorante de toda la mierda que la vida puede arrojarte encima. Estúpido, seguramente. Pensé en las muertes que había causado, en las matanzas que había presenciado a lo largo de la guerra, y en cómo esa experiencia me había transformado en otra persona que no me gustaba.

En conjunto, no me sentía muy orgulloso precisamente de ese «otro» en que me había convertido durante la guerra. Tampoco me sentía demasiado orgulloso de lo que había venido haciendo desde entonces. No es que me avergonzara de mí mismo como me habría avergonzado si me hubiera convertido en un tratante de blancas que entrega a chicas vírgenes a la prostitución, o si me hubiera dedicado a vender drogas a colegiales (o a jugar al hockey con los Canadienses de Montreal). Pero sí había ido amontonando un pecado tras otro, ya lo creo.

De cualquier forma, aun con todos mis extravíos, mis pecados, mis fornicaciones, mis borracheras, mis peleas y mi manía de arrojar por la ventana a antiguos comandos, yo no pasaba de ser un bebé de pecho comparado con Joe Gentleman Strachan. Y aunque me considerase dotado de una inteligencia sobrada, incluso suficiente para dos personas, tampoco en ese terreno le llegaba a Strachan a la suela del zapato. Él había construido toda su carrera engañando, traicionando, seduciendo y embaucando a los demás con una destreza impresionante. Esa era una cosa que yo había aprendido sobre la vida, sobre la gente: que no todos somos iguales. Siempre estaban los manipuladores y los manipulados, los únicos y los del montón.

Incluso me pregunté si sería cierto, al fin y al cabo, que Sneddon era hijo ilegítimo de Strachan; si no sería más bien que Joe Gentleman lo había manipulado y lo había inducido a creer tal cosa.

Tal vez sería yo quien se metiera esta noche a ciegas en una trampa urdida por el mismo Strachan.

Sonó un golpe en la puerta.

Puesto que no había oído pasos en la escalera, saqué la Webley del cajón y la envolví con una toalla pequeña para disimularla. Abrí. Fiona White estaba en el umbral, callada e incómoda.

—Fiona…, pase, pase —dije—. Disculpe un momento. —Entré en el dormitorio, volví a meter la pistola en la cómoda y me puse otra vez la camisa. Cuando regresé, ella se encontraba en medio de la sala de estar, tan incómoda como antes.

—¿Sucede algo, Fiona? —pregunté.

—Las niñas están en el colegio… —musitó, como si yo tuviera que entender lo que aquello significaba.

Y lo entendí.

Pasamos juntos todo el día, sobre todo en la cama, hasta la hora de la vuelta de las niñas. Hacia el mediodía, preparé café y ella bajó a su piso a buscar unos fiambres para almorzar. Se reía y bromeaba de un modo que nunca le había visto, y la sensación de intimidad que ello me proporcionaba era incluso mayor que mientras habíamos practicado el sexo.

Y por una razón que no podía comprender (o quizá sí) aquello me entristeció. Tal vez fuese porque, a decir verdad, yo no esperaba ver la luz del día siguiente, o porque sabía que incluso si llegaba a verla, y más allá de lo que sintiéramos el uno por el otro, nuestros caminos seguían direcciones distintas. Pero me reí y bromeé con ella igualmente, y me lo guardé todo para mí: la tristeza, el temor, las esperanzas…

Me besó al marcharse, un beso largo, prolongado, y me sonrió de un modo que me mostraba la muchacha que había sido.

Cené más tarde con ella y las niñas: todo muy formal, como siempre, salvo alguna que otra mirada más profunda que intercambiamos cuando las niñas no se daban cuenta.

Fiona frunció el entrecejo cuando me excusé a las ocho y media.

—Un asunto del que debo ocuparme —expliqué—. Tengo que atar algunos cabos sueltos.

Recogí mis cosas en la habitación. Me sujeté el cuchillo de caza en el tobillo con una correa, me metí la Webley en el cinturón; deslicé la porra plana en el bolsillo interior de mi chaqueta; la otra, más pesada, en un bolsillo lateral, y el puño americano en el otro bolsillo.

Era lo que pasaba si llevabas una vida violenta: que te acababas destrozando todos los trajes.

Aparqué el Atlantic en el centro de la ciudad y bajé caminando al muelle. Confiaba en que, si me tropezaba con un poli, no encontrara sospechoso que llevara encima una pistola, un cuchillo, un puño americano y dos porras.

Ya empezaba a oscurecer cuando llegué al muelle Queen’s. Había un vigilante nocturno que comenzaba su turno en la entrada principal, y yo pasé por el otro lado de la calle adoquinada, evitando los charcos de luz de las farolas. Había un muelle al fondo con varias pilas de cajas donde ponerse a cubierto. Llegaba con más de una hora de antelación, pero suponía que Strachan se presentaría antes de hora a su cita con Fraser para explorar el lugar. Yo estaba aplicando la misma lógica que Provan y sus compinches habían usado hacía dieciocho años. Procuré no pensar en cómo había acabado la cosa para ellos.

Strachan apareció con un Triumph Mayflower reluciente. Solamente se presentaba con diez minutos de anticipación, y me sorprendió de verdad comprobar que venía solo.

Me tenía impresionado. Ahí estaba Joe Strachan: un tipo nacido y criado en Gorbals, pero que no podía parecer más fuera de lugar en aquel muelle sombrío. No había en él nada que hablara de Glasgow. Era tan alto como yo y, cuando se bajó del coche sin abrigo, vi que iba impecablemente vestido como un hacendado. Su traje no tenía ese aspecto recio, informe y algo insípido de la típica ropa de campo británica; supuse que la chaqueta deportiva y los pantalones de franela que llevaba serían italianos o franceses, lo cual contribuía a darle ese aire de aristócrata extranjero que había percibido en la foto. Y no me cabía la menor duda de que él era el hombre de la fotografía.

Frisaría los sesenta, pero tenía el físico de un hombre veinte años más joven. No era ningún viejo.

Se había detenido al final del espigón y contemplaba cómo se deslizaba el Clyde, negro y lustroso, en la oscuridad. Mientras lo observaba, me pregunté si no estaría pensando ahora en cómo habría sido dormir realmente un sueño oscuro y profundo en el fondo del río.

Llegó un segundo coche, y tuve que agacharme detrás de las cajas para que no me iluminaran los faros. El coche aparcó en el principio del espigón, y Fraser se apeó. Pasó caminando por delante de mi escondite y, mientras iba al encuentro de Strachan, observé que lanzaba miradas nerviosas alrededor.

Desde mi rincón sumido en las sombras y el silencio, rogué para que dejara de mirar a todos lados. Le estaba mandando a su colega una señal casi tan clara como si se hubiera puesto a gritar: «¡Lennox! ¡Lennox! ¡Salga de donde esté metido!».

Llegó junto a Strachan y se estrecharon la mano: Fraser todavía actuaba rígidamente, tieso como un palo. No oía lo que decían, pero confié en que se atuviera al guion que habíamos acordado por la mañana, cuando abandonamos el ferri Finnieston. Le había indicado que dijera que yo había ido a verlo y que quería hacer un trato: estaba dispuesto a abandonar el caso, pero necesitaba garantías de que me dejarían en paz. También le había dicho que dijera que yo tenía en mi poder un dossier completo sobre Strachan, incluyendo entre otras cosas su nueva identidad y la fotografía que le había sacado Paul Downey, pero que si me ocurría cualquier cosa, dicho dossier llegaría automáticamente a manos de la policía, etcétera. Asimismo le indiqué que dejara caer por añadidura que yo disponía de un testigo ocular a buen recaudo: el testigo al que habían intentado liquidar.

Era todo un gran farol (dejando aparte que tenía a Paul Downey escondido en el campamento de caravanas de Largs), y Strachan sin duda lo notaría, pero se trataba simplemente de que Fraser tuviese algo que decir hasta que yo encontrara la ocasión de lanzarme sobre él. Sin sus matones, la jugada iba a ser mucho más fácil, aunque no carecía de peligro.

Mientras hablaban, Joe Gentleman miraba al suelo, concentrado, y asentía una y otra vez, como si estuviera asimilando cada palabra de Fraser. De improviso, alzó una mano para interrumpirlo. Fue al Mayflower, abrió el maletero, sacó a un hombre menudo de pelo oscuro y lo ayudó a ponerse de pie.

Paul Downey.

Estuve a punto de incorporarme, pero me contuve.

—Buenas noches, señor Lennox —gritó Strachan hacia la oscuridad, aunque no en mi dirección—. Como ve, tengo aquí a su testigo ocular. —El acento, como la ropa, no presentaba el menor vestigio de Glasgow. Clara y modulada, igual que el amigo aquel que había salido por la ventana—. Cuando le dijo al señor Fraser, aquí presente, que ordenara a mis hombres que dejaran de buscar a Downey, lo único que tuvimos que hacer fue seguirlo a usted. La verdad, señor Lennox, es que no es tan bueno como se cree. Y ahora, por favor, no se ponga pesado y salga de su escondite. Sé que está aquí.

Fue entonces cuando oí a los otros dos. Me giré y vi que uno de ellos registraba el espigón, empezando por el otro extremo y avanzando hacia el agua. Oí también a su compinche, que estaba próximo a mí aunque más atrás, cerca de donde Fraser había aparcado, moviéndose entre los montones de toneles y cajones.

Me mantuve inmóvil, pero me sentía repentinamente cabreado. Me cabreaba que me tuvieran acorralado otra vez aquellos hijos de puta. Notaba que la furia iba creciendo en mi pecho. Si tenía que morir aquí, no iba a ser el único.

—Señor Lennox…, por favor. —Suspiró y soltó a Downey, que permaneció con los hombros caídos, como suspendido por un cable invisible. Strachan se encontraba ahora entre Downey y Fraser—. ¿Conoce la Tabla de la Muerte de Fairbairn-Sykes, señor Lennox? —Hablaba en voz alta, pero sin gritar. Sabía que yo estaba en alguna parte del espigón—. Forma parte del adiestramiento de los comandos y de los agentes de las fuerzas especiales. —Metió la mano en la chaqueta y se sacó algo del cinturón. No era una pistola.

—Número uno… —Strachan puso su cuchillo Fairbairn-Sykes, el mismo modelo que había usado mi atacante, en la parte interna del brazo de Paul Downey—, la arteria braquial. Profundidad de corte: doce milímetros. Pérdida de conciencia, catorce segundos. Muerte, un minuto y medio.

Ahora oía cómo sollozaba Downey, veía cómo se estremecían sus hombros. Con velocidad de relámpago, Strachan desplazó el cuchillo hasta la muñeca del tipo.

—Número dos…, arteria radial. Profundidad de corte, solo seis milímetros. Efectos algo más lentos, no obstante, y blanco más reducido; yo nunca lo he utilizado. Pérdida de conciencia, treinta segundos. Muerte, dos minutos. —Hizo una pausa—. Y ahora, señor Lennox haga el favor de salir; si no, mi demostración podría volverse más explícita.

Aguanté en mi sitio. Si iba a matar a Downey, lo haría igualmente. Tenía que ingeniármelas para que saliéramos los tres vivos de allí. Oí ruido más cerca.

Joe Gentleman volvió a suspirar, y dijo:

—Muy bien, señor Lennox. ¿Sabe que he hecho demostraciones de estos golpes tantas veces que ni las recuerdo? Durante toda la guerra. Bueno, pasemos a las muertes rápidas de verdad. Número tres… —El cuchillo centelleó en el aire y se situó junto al cuello de Downey—. La carótida. Profundidad de corte, tres centímetros y medio. Pérdida de conciencia en solo cinco segundos. Muerte en doce segundos. ¿Señor Lennox?

El tipo de mi derecha estaba muy cerca. Me saqué la Webley del cinturón.

—Y esto nos lleva al que es mi golpe preferido… —Trazó un arco con el brazo, de nuevo tan rápidamente que Downey ni siquiera se estremeció, y la hoja del cuchillo de comando descendió para apoyarse justo detrás de su clavícula—. La subclavia. El golpe del gladiador. Profundidad del corte, seis centímetros. Pérdida de conciencia, dos segundos. Muerte, tres segundos y medio. Como digo, mi golpe favorito.

Su mano trazó otro arco y el cuchillo destelló en la oscuridad. Pero esta vez fue a parar lejos de Downey. A primera vista no parecía más que un golpecito en el hombro, pero yo vi que la hoja se había hundido en el cuerpo de Fraser y había salido en una fracción de segundo. El abogado cayó de rodillas sin emitir el menor sonido, mientras una mancha oscura empapaba su camisa blanca, y luego se desmoronó de bruces en el espigón.

—Bueno, señor Lennox. Voy a entregarle a este chico. Dejaré que salga de aquí esta noche, que siga huyendo y escondiéndose, viviendo en constante temor. Pero el precio, Lennox, ha de ser usted mismo.

Yo no le quitaba ojo al matón que registraba el otro extremo del espigón y, en ese momento, el segundo gorila emergió tras un montón de cajones justo a mi lado. Tenía la cabeza vendada y, por lo que entreví, no iba a poder hacer carrera como modelo de alta costura. Era el gorila al que le había arreglado la cara la noche de nuestra excursioncita por los bosques.

—Aquí estoy —dije en voz baja. Me levanté y le pegué un tiro entre los vendajes. Oí el chasquido de una bala que me pasaba muy cerca de la cabeza y le disparé al otro matón antes de que pudiera mejorar su puntería. La bala le dio en el vientre y el tipo se dobló sobre sí mismo, gritando y arrojando el arma.

Apunté a Strachan, pero él se puso a Downey delante, utilizándolo como escudo, y le colocó el cuchillo de comando en la garganta. Que sabía manejarlo, acababa de demostrarlo. No había temor ni pánico en sus movimientos; solo eficiencia.

Como el gorila que estaba a mi espalda seguía gritando, me acerqué y le di una patada a su pistola para dejarla fuera de su alcance. Strachan no se movió mientras yo examinaba al primer matón. Tenía las vendas de la cara empapadas de sangre. Ya había consumido todo el oxígeno que iba a consumir jamás.

Caminé hacia donde Strachan sujetaba a Downey.

—¿Estás bien, Paul? —pregunté.

—Me he mojado los pantalones —dijo entre sollozos—. Por favor, no deje que me mate, señor Lennox. No le deje, por favor.

—¿Qué ocurre, Strachan? Ha dicho antes que soltaría al chico a cambio de mí.

—El trato ya no es el mismo, señor Lennox, considerando que tiene usted esa pistola.

—Es el único trato que va a sacar. Seamos realistas, si mata a Downey, yo lo mataré a usted. Deje que se vaya y podremos hablar.

—Por hablar…, ¿quiere decir negociar?

—Si algo debería haber descubierto sobre mí a estas alturas, señor Strachan… ¿le llamo señor Strachan o Joe? ¿O coronel Williamson?

—Como mejor le parezca.

—Bueno, si algo debería haber descubierto sobre mí es que soy un pragmático. —Miré a Downey—. A ver, Paul, escúchame con mucha atención. Si el señor Strachan te suelta, quiero que salgas corriendo y que no dejes de correr. Nada de policía. No le contarás a nadie lo ocurrido aquí. Jamás. ¿Entendido?

—Sí, señor Lennox.

—Si quieres vivir sin tener que mirar siempre a tu espalda, el señor Strachan ha de convencerse de que no representas una amenaza para él. Tú olvida cuanto ha sucedido, vete lo más lejos que puedas de Glasgow y no vuelvas. ¿Entendido?

—Sí. Lo juro. —Volvió la cabeza hacia Joe Gentleman en la medida de lo posible—. Lo prometo, señor. De veras.

—Bueno, Strachan. ¿Qué dice?

Este soltó a Downey, que se quedó inmóvil un momento, con aire aturdido y sin saber qué hacer.

—Vete, Paul —dije tratando de eliminar la ansiedad de mi voz—. Corre. Y recuerda lo que te he dicho: no cuentes nada a nadie de lo ocurrido aquí. Ni sobre Fraser, ni sobre Strachan, ni mucho menos sobre mí.

Él asintió repetidamente, dio unos pasos vacilantes, apartándose de su captor, y echó a correr.

—Sugiero que resolvamos esto deprisa —dije, una vez que nos quedamos solos. A mi espalda, el gorila con las tripas reventadas había dejado de gritar y emitía ahora los roncos estertores que preludian el final—. Me figuro que alguien, seguramente el vigilante nocturno, puede haber oído los disparos.

—¿De veras quiere negociar? —preguntó Strachan—. Creía que era solo una estratagema. Muy bien, negociemos. Y le diré una cosa: un hombre como usted podría serme muy útil.

—Mi cometido era averiguar qué había ocurrido con usted. Me contrataron sus hijas. Por lo que veo, mi trabajo para ellas ha concluido. Y entregarlo a la policía no es asunto mío. Aunque debo decirle que me ofrecieron una bonita recompensa.

—Estoy seguro de poder compensarle esa pérdida. Compensarla con creces.

—Ya contaba con ello. —Sonreí.

—¿No podríamos dejar de lado la artillería? —Strachan señaló la Webley con la cabeza.

—¡Ah, me temo que no! Al menos todavía. No soy tan inocente.

—Claro que no, señor Lennox, sin la menor duda. Pero como usted dice, el tiempo acucia. ¿Qué quiere?

—La verdad. Nada más. Creo que cualquier relación de negocios ha de basarse en la confianza. Bueno, quiero saber cómo se las arregló para armar toda la farsa del coronel Williamson.

—Nada de farsas, señor Lennox. Henry Williamson es el hombre que soy ahora. La persona en la que me convertí. He vivido así tanto tiempo que Joe Strachan, con sus vulgares e ínfimas artimañas, es un extraño para mí.

—¿Y el verdadero Williamson?

—Murió hace mucho. Voy a explicarle una cosa. En la Primera Guerra Mundial descubrí cuál es el mayor beneficio que proporcionan la clase social y el privilegio. El mayor beneficio es que siempre hay alguien que te lo hace todo: las clases bajas. Y en una situación como la Gran Guerra, son ellos los que mueren por ti. Ahí estaba el mayor beneficio: que te mantenía lejos del peligro. A mí no me había tocado ese papel, pero podía interpretarlo.

—¿Se refiere a sus correrías haciéndose pasar por oficial?

—Empecé suplantando a otros, pero después descubrí que yo encajaba de maravilla en esos papeles. Cuando me atraparon, me convertí en un problema embarazoso para el ejército. Mi interpretación había resultado tan convincente que la mantuve durante el consejo de guerra. Los dejé realmente desconcertados. A un cockney de Londres, a un scouser de Liverpool, a un tipo con marcado acento de Glasgow era fácil ponerlos ante un pelotón de fusilamiento. Pero si te expresabas como un oficial, llevarte al paredón resultaba un espectáculo poco edificante. Ellos sabían que yo estaba interpretando, pero no acababan de ver —o de oír— lo que había detrás. Por tanto, cuando me preguntaron si tenía algo que decir antes de dictarse la sentencia, dije que no quería hundir en la deshonra a mi familia por haber sido declarado un cobarde… Como si yo no le hubiese importado un bledo a mi familia. Les pedí que, en vez de ponerme ante un pelotón de fusilamiento, me encomendaran misiones peligrosas al otro lado de las líneas. Misiones en las que, inevitablemente, acabaría muriendo en acto de servicio.

—¿Y accedieron?

—Como digo, ellos no eran capaces de ver más allá de mi actitud y mi acento. Yo les dije que prefería morir luchando por mi patria que ser fusilado como un cobarde, cosa que no era. Les ofrecí la salida que estaban buscando y me destinaron al Cuerpo de Inteligencia Móvil. Básicamente, me ordenaban que me arrastrara hasta las trincheras enemigas y sacara toda la información posible sobre el despliegue de sus fuerzas. Y eso hice. Acabaron dándome una medalla.

—¿Cómo se las arregló para sobrevivir?

—Las primeras veces cumplí con mi deber y volví con informes fidedignos. Los usaban para dirigir nuestra artillería a los puntos más estratégicos de las líneas enemigas. Fue después del primer bombardeo, en el cual nuestra artillería no solo no castigó los puntos clave que yo había señalado, sino que ni rozó las trincheras enemigas, cuando decidí que no valía la pena arriesgar mi vida para nada. Me habían estado enviando a inspeccionar con otro exdesertor, pero él pisó una mina, y quedé yo solo para recoger la información.

»El mando parecía creer que un solo hombre tenía menos probabilidades de ser descubierto que si iba acompañado. Así pues, yo salía de la trinchera, me adentraba en la oscuridad, recorría la mitad de la tierra de nadie y, cuando encontraba un cráter de bomba lo bastante profundo, me tumbaba y dormía unas horas. Luego, a la vuelta, entregaba un informe inventado. Inventado, pero basado en lo que había visto realmente en mis primeras salidas. Simplemente, cambiaba las posiciones y los números, barajaba los regimientos, etcétera.

—¿Nadie sospechaba?

—No sucedió durante mucho tiempo. Hasta que un joven capitán del cuerpo de inteligencia se dedicó a interrogarme sobre mis informes. Decía que era imposible que yo hubiera visto los distintivos de regimiento de los que informaba. Los restantes mandos estaban convencidos, pero Williamson se empeñó en venir conmigo en la siguiente incursión. Cruzamos todo el trayecto hasta las líneas alemanas siguiendo la ruta que había recorrido las primeras veces. Lo guie de parapeto en parapeto, cosa que lo convenció de que hacía el camino todas las noches. El problema fue que entonces se emperró en acompañarme en otras salidas. El muy estúpido iba a conseguir que me mataran. Pero eso me ayudó a hacerme amigo suyo, o tan amigo al menos como lo permitía el abismo de clase y rango que nos separaba. Le pregunté de dónde procedía y me explicó que era sudafricano, pero que se había educado en lo que se consideraba un colegio exclusivo en su país. Le sonsaqué un poco más y me enteré de que no le quedaba ningún pariente cercano. Era de mi misma edad y estatura, e incluso se me parecía bastante; decidí matarlo en tierra de nadie y quedarme con sus documentos y sus galones de oficial.

»Para poder utilizar su identidad después de la guerra, yo necesitaba que todo el mundo creyera que Henry Williamson seguía vivo; para conseguirlo, planeé explicar a mis mandos que había sido capturado, y no abatido. Ya lo tenía todo organizado cuando salimos a la noche siguiente y nos internamos en tierra de nadie. A medio camino, sin embargo, los alemanes lanzaron una bengala justo encima de nosotros y nos vieron. Abrieron fuego, y Williamson fue alcanzado en las piernas.

—O sea que los alemanes hicieron el trabajo por usted…

—No. En absoluto. Como yo necesitaba vivo a Williamson, lo arrastré hasta nuestras trincheras. Y mira por dónde: de repente ya no era un desertor, sino un héroe. Y en lugar de acabar con el pecho acribillado por un pelotón de fusilamiento, me encontré con un montón de medallas prendidas en el pecho. Y Williamson… —Strachan meneó la cabeza con incredulidad—, Williamson se convirtió en mi amigo íntimo.

—¿Sobrevivió a la guerra?

—En efecto. Él quería que nos mantuviéramos en contacto, y yo lo animé a hacerlo. Y un día va y se presenta sin previo aviso en Glasgow, creyendo que va a darle una gran sorpresa a su viejo compañero de armas. Yo lo encuentro todo un poco extraño. Al fin y al cabo, Williamson es un oficial y un caballero. Entonces él descubre que soy un gánster temido y conocido en toda la ciudad; y yo me entero por mi parte de que él no tiene dónde caerse muerto ni ninguna perspectiva de trabajo. Me acaba pidiendo si puedo prestarle dinero y proporcionarle algún empleo. Y eso hice. Era perfecto para timos y estafas, porque nadie sospecha de un oficial y caballero. Al final resultó que el auténtico Henry Williamson estaba corrompido hasta la médula como yo; lo único es que él utilizaba los privilegios de su clase para ocultarlo.

—A ver si lo adivino… ¿Usted lo convenció para que le enseñara modales y pudieran actuar juntos?

—Estoy impresionado Lennox…, otra vez. Eso fue exactamente lo que hice. Y mientras, yo iba recopilando todos los detalles de su vida, siempre —eso sí— con la excusa de conocer el «historial típico de un gentleman». Averigüé dónde había estudiado, quiénes eran sus compañeros, quiénes sus profesores, ese tipo de cosas. Lo más maravilloso era que se trataba de un sudafricano educado en Michaelhouse, en Natal, lo más parecido que tenían allí a un colegio de élite. Cosa que me proporcionaba categoría social sin los riesgos de tropezarme con «antiguos compañeros» de un colegio británico.

—¿Y entonces lo liquidó?

—Sí, lamentablemente. Pero no como usted se imagina. Yo lo había planeado, claro, pero lo cierto es que lo sorprendí robándome. Pequeñas cantidades, para empezar; y algunos objetos personales, como mi pitillera de oro favorita.

—¡Ay, Dios…! —Lo comprendí todo: el recorrido hasta el fondo del Clyde—. ¿Eran sus restos los que dragaron?

—La policía se equivocó de medio a medio con las fechas. Yo le disparé en el cuello, lo cubrí de cadenas y lo arrojé en mitad del río. Pero eso sucedió en 1929, y no en 1938. Le aseguro que me sentí bastante mal, por lo cual permití que se quedara con la pitillera, como gesto de buena voluntad, por decirlo de algún modo. Encargué otra pitillera idéntica al mismo orfebre. A decir verdad, no creí que encontrarían al viejo Henry. Y menos después de tanto tiempo. Pero el hecho de que todos creyeran que era yo no dejaba de ser una ventaja adicional. Joe Strachan está muerto, señor Lennox. Y ahora, ¿podemos retirarnos ya de este triste escenario antes de que alguien nos descubra?

—No va usted a ninguna parte, Strachan. A pesar de su acento fingido y de ese simulacro de modales refinados, no es más que un vulgar matón de Glasgow. Por mucho que se esfuerce, nunca se quitará de encima el hedor de Gorbals. Tire el cuchillo, o le pego un tiro.

—Me decepciona, señor Lennox. —El cuchillo de comando tintineó por los adoquines del espigón—. No es tan inteligente como yo creía. Dígame, ¿qué piensa hacer exactamente? No puede entregarme a la policía. Para empezar, estoy muerto, ¿recuerda? Oficialmente, he pasado dieciocho años en el fondo del Clyde. Y en segundo lugar, ¿cómo piensa explicar su implicación en la muerte de Frank Gibson, de Billy Dunbar y de estos pobres infortunados que tenemos a nuestro alrededor? No, Lennox, no le quedan opciones. Hagamos un trato. Yo sé que usted no hablará y le pagaré por su silencio y por mi tranquilidad.

Suspiré, y me sorprendió lo cansado que sonaba mi suspiro. Ambos sabíamos a dónde iba a parar aquello: no nos fiábamos nada el uno del otro. La noche empezaba a refrescar. La estela de un buque que había pasado hacía rato rompió contra el espigón. Mantuve los ojos fijos en Strachan, porque era un hombre al que no podías perder de vista, pero vislumbré más allá de él las formas oscuras y las luces de los barcos y remolcadores que se deslizaban silenciosamente por las negras aguas del Clyde. Cada viaje llega a su fin, y este había sido más duro de la cuenta y me había traído hasta aquí: hasta el extremo de un espigón glasgowiano junto con los asesinos y los asesinados.

Observé al individuo que tenía delante: debía de estar al borde de los sesenta, pero sus sesenta no eran los de la gente de Glasgow. Aquí, a esa edad eras viejo; estabas destruido por el duro trabajo y por una vida todavía más dura. La relativa juventud de Joe Gentleman y su buena forma física hablaban de una vida muy alejada de Glasgow. Una vida a la que deseaba regresar con toda su alma: sin manchas aparentes, sin secuelas de todo lo ocurrido. Pensé en mi propia vida aquí, en esta ciudad, y en la vida que había dejado atrás en Canadá antes de la guerra. La injusticia que entrañaba todo ello me producía náuseas. Él había comprado su segunda oportunidad con el dolor y la sangre de los demás.

—¿De manera que usted acaba largándose y ya está? —le espeté por fin—. ¿Y qué me dice del reguero de muerte y desgracia que ha dejado? ¿Se supone que voy a pasarlo todo por alto? ¿Que voy a olvidarme de los inocentes que ha matado para preservar la ficción de su falsa existencia?

—Como le he dicho, Lennox, no le queda otro remedio. Déjelo correr. Déjeme marchar. Lo convertiré en un hombre rico. Lo arreglaré por medio de Willie Sneddon.

—Él no sabe con certeza que usted está vivo. Y creo que ni tan siquiera está seguro de ser su hijo.

—Entonces ya es hora de organizar una reunión entre padre e hijo para disipar sus dudas. Usted sabe que tengo razón, que todo lo que estoy diciendo es verdad.

—No lo niego —dije asintiendo con respeto—. Cuanto ha dicho es verdad. ¿Y sabe qué es lo más cierto de todo?

—¿Qué? —Ahora sonrió, consciente de que me había doblegado con su lógica.

—Lo más cierto de todo es que usted está muerto. Para todo el mundo, usted ha dormido en el fondo del río un sueño oscuro y profundo durante dieciocho años.

—¿Qué pretende decir? —preguntó, todavía con la sonrisa engreída en la cara.

—Que esto no es un asesinato.

Le disparé en la cara. Justo en mitad de su engreída sonrisa. La segunda y la tercera bala le dieron en mitad del pecho, y la vida ya lo había abandonado antes de que se derrumbase hacia atrás y de que cayera del espigón al río.

—Que duerma bien, Joe Gentleman —le deseé.

Limpié la Webley con el pañuelo y la arrojé lo más lejos que pude hacia las tinieblas.

Oí el chapoteo en algún punto de las negras aguas del Clyde.