—Tenías razón cuando decías que nos reunimos todos en el tren-avión de Bennie —dijo Sneddon—. Y que todo el mundo estaba muy crispado a causa del policía muerto. Se suponía que no podíamos hablar entre nosotros, ni vernos unos a otros hasta el día de la reunión. Pero los otros se habían juntado y habían planeado su pequeña jugarreta. Me imagino que a Joe y a mí nos iban a liquidar allí mismo, pero resultó que la estación Maryhill estaba atestada de policías, y yo tuve que dar un largo rodeo, con lo cual llegué con retraso.
»Debían de tener encañonado a Joe en el hangar, porque cuando ya me acercaba, oí gritos y varios disparos. Uno de aquellos cabrones me había estado esperando fuera. Yo iba a llevarme dos cartuchos en la cara, pero todavía estaba demasiado lejos. Ya que no iba armado, eché a correr. Me dispararon un par de veces, pero no se atrevieron a más. Había policías rastreando toda el área de Glasgow, y cabía la posibilidad de que un guardabosque creyera que había cazadores furtivos rondando. Me fui a casa, me armé y recluté a Billy Dunbar para que regresara allí conmigo. Cuando llegamos, ya se habían ido.
—¿Y quién estaba muerto si no era Strachan? ¿Mike Murphy?
—Verás, esa es la cuestión… Yo esperaba encontrarme el cadáver de Joe. Pero allí no estaba. Ni él ni Mike Murphy. Nadie. Aunque sí había sangre. Mucha. Alguien había dejado de respirar, de eso no cabía duda.
—Entonces, ¿usted no se llevó el dinero, después de todo?
—Sí, ya lo creo. Joe se olería que los demás iban a volverse contra nosotros. Ellos no sacaron nada de nada. Pero yo recibí una postal a través del puto servicio de correos, lo creas o no. Joe tenía pelotas. La habría enviado de camino al robo. Ya debía de saberlo entonces. La postal procedía de Glasgow, pero era una vista de Largs, ¿sabes?, allá en la costa.
Procuré reprimir un escalofrío al oír el nombre del lugar donde había dejado escondido a Paul Downey.
—La postal representaba el Lapicero —prosiguió Sneddon—. Ya lo conoces, el monumento a la batalla de Largs, para recordar la expulsión de los vikingos o algo parecido. No había nada escrito al dorso, pero yo sabía que Joe tenía un barco allí, en el puerto que hay junto al Lapicero. Lo tenía bajo un nombre supuesto para que la policía no lo descubriera ni pudiera registrarlo. Yo era la única persona, aparte de él, que conocía la existencia de ese barco y el nombre falso que había utilizado.
—Henry Williamson —aventuré.
Sneddon me miró asombrado.
—Tengo mis momentos de inspiración —expliqué.
—Bueno —prosiguió Sneddon—. Fui al barco y, en efecto, debajo de un banco de la cabina, había dos maletas repletas de dinero. Tanto dinero que me senté allí temblando. Temblando como una hoja, joder.
—¿Estaba todo?
—La mitad. Pero no la mitad del botín de la Exposición Imperio, no: la mitad de los robos de la Triple Corona. Me quedé allí sentado y lo conté todo. Me pareció que era el lugar más seguro para hacerlo.
—Un montón de dinero.
—Como tú has dicho antes, lo suficiente para cambiarte la puta vida para siempre. ¿Sabes, Lennox?, nadie ha sabido nunca lo de ese dinero. Y ahora lo sabes tú, y no sé muy bien qué he de hacer al respecto.
—Ha tenido la oportunidad hace un momento.
—Aún podría silenciarte para siempre. —Suspiró—. Pero tú no hablarás. Sabes que acabaría resultando fatal para ti. Además, todavía te consideras una especie de oficial y caballero colonial. Tú te has revolcado en la mierda igual que todos los demás, pero es como si a ti no se te pegara. Y no lo contarás porque va contra tu código ético.
—No sabía que tuviera uno —murmuré—. ¿Qué cree que ocurrió con la otra mitad?
—Entonces no tenía ni idea. Pensé que tal vez Joe lo había guardado en otro sito para reducir el riesgo, y que los otros le habían sacado el secreto torturándolo. Aunque más bien lo dudaba. Él les habría escupido en la cara y habría preferido que le pegaran un tiro. Acabé dando por supuesto que lo había guardado en un buen escondite, y que los muy cabrones no lo encontraron. Pero con el paso del tiempo, pensé que Joe podía haber sobrevivido al tiroteo del hangar: ¿no se habría llevado la otra mitad y seguiría oculto en alguna parte?
—Pero usted mató a los otros tres, ¿no? A Bentley, McCoy y Provan; a este volándolo por los aires hoy mismo.
—La verdad es que no. Me importa una mierda si me crees, pero no fui yo. Aunque quería hacerlo. Quería localizarlos uno a uno y matarlos lentamente. Pero has de recordar que nadie conocía mi identidad. Yo tenía en mis manos todo aquel dinero y empecé a levantar mi pequeño imperio. La venganza quedó en segundo plano. Nadie debía relacionarme con un robo en el que un policía había resultado muerto. No podía arriesgarme.
—Entonces, ¿fue Strachan?
—Cuando me enteré de la primera muerte y luego de la segunda, fui atando cabos. Entonces Billy Dunbar me contó que había visto a Joe durante la guerra. Y no solo entonces. Billy no te lo explicó, pero él lo vio otras dos veces después de la contienda. Ambas en la hacienda, codeándose con el duque de Strathlorne. Llegué a la conclusión de que Strachan había estado viviendo con la mitad del botín de los robos y se había creado una nueva identidad. O la había robado, podría decirse también. Cada vez que el duque tiene invitados especiales, organiza una partida de caza, y Billy sabe de antemano cuándo van a presentarse. Lo único que tuve que hacer fue avisar a Downey.
—Señor Sneddon —dije vacilando—, ¿sabe lo de Dunbar?
—¿El qué?
Le conté la segunda visita que había hecho a la hacienda para ver a Billy: cómo los había encontrado a él y a su esposa, cómo me habían perseguido por el bosque y cómo había reconocido al hombre mayor de la fotografía: Joe Strachan.
Me pareció que Sneddon se quedaba atónito ante la noticia.
—Billy era un buen tipo. Un buen amigo.
—Fue su padre quien lo mató. Su padre ha matado a mucha gente; algunos, simples inocentes que pasaban por allí.
—Escucha, Lennox. Joe Strachan es exactamente como te lo he descrito. Todo lo que te he dicho es verdad. Yo lo vi en acción, muy de cerca. Si hubiera seguido con él, habría acabado igual, o acaso peor. He hecho muchas cosas de las que no me enorgullezco; liquidar a aquel guardabosque fue una de ellas. Pero ahora estoy tratando de dejar todo eso atrás. Joe Strachan no fue un padre para mí. Me utilizó como utilizaba a todo el mundo. Como utilizó a mi madre. Por su culpa acabé en aquel puto orfanato y me pasó todo lo que me pasó allí. Si decidió dejarme ese dinero fue solo porque no quería matarme, al menos si podía evitarlo. Pero si lo hubiera creído necesario, me habría metido una bala en la cabeza como a cualquier otro. Si crees que yo pretendía encontrar a mi viejo y querido padre por sentimentalismo, te equivocas. Necesitaba averiguar si aún andaba por ahí o no, para poder dejar de mirar a mi espalda.
Asentí. Sneddon había usado la misma expresión que Provan. Justo antes de acabar flambeado en su Morris Minor.
—Entonces, ¿qué pretende decirme? —pregunté.
—Si dices o haces cualquier cosa que me relacione con el robo de la Exposición Imperio, me ocuparé de que acabes muerto ese mismo día. Aparte de eso, me importa una mierda lo que hagas. Si liquidas a Joe Strachan y puedes hacerlo sin implicarme, tienes todas mis bendiciones.
Perdí la cuenta de las veces que Deditos me pidió disculpas durante el trayecto de vuelta al aparcamiento del hospital.
—No te preocupes, Deditos. Como tú has dicho, era un asunto profesional. Nada personal —le aseguré mientras me preguntaba cómo podía entenderse que alguien te hundiera el puño en los riñones sin que la cosa adquiriese ribetes personales.
Me examiné la herida antes de abandonar el aparcamiento del hospital. Aunque los ejercicios gimnásticos en el almacén la habían hecho sangrar, los puntos parecían seguir intactos; me abstuve, pues, de volver al departamento de urgencias. No sé cómo me las habría arreglado para explicar que se me hubieran soltado otra vez en tan breve tiempo.
Regresé con el coche a mi alojamiento. El Jowett Javelin no estaba fuera, y Fiona White salió en cuanto me oyó en la puerta.
—¿Cómo está, señor Lennox? —dijo con rígida formalidad. Llevaba una blusa lila estampada, y yo percibía aquel aroma a lavanda que desprendía su cuello.
—Muy bien, señora White. ¿Y usted?
—Bien. He pensado… —Frunció el entrecejo—. Bueno, me ha parecido que debía informarle: hemos acordado que James vendrá una o dos veces por semana para sacar a las niñas de paseo. Hemos pensado que será bueno para ellas. Y con franqueza, a mí me permitirá disponer de un poco de tiempo. Al fin y al cabo, él es su tío.
—No tiene por qué justificarse ante mí, Fiona. Con tal de que usted y las niñas estén contentas. —Sonreí con cansancio. Estaba cansado de verdad. Y dolorido.
—Bien… Humm… Solo quería que supiera que eso es lo único que hay. Saqué la idea de que usted tal vez había creído que había algo más. Que había una especie de…, eh…
—Está bien, Fiona. Ya capto la idea. Gracias por tenerme en cuenta. Vale la pena que sepamos a qué atenernos. ¿Le importa si soy igualmente inequívoco?
—Por supuesto que no.
La empujé contra la pared más bruscamente de lo que pretendía. Ella se sobresaltó, o se asustó incluso, e hizo un tímido intento de apartarme cuando pegué mi boca a la suya y la besé tal como había deseado besarla desde hacía dos años. Sabía de maravilla. Ya lo creo. Y ella me devolvió el beso.
Cuando la solté, se quedó recostada contra la pared, mirándome. Pero no me abofeteó ni se puso a gritar, ni me dio aviso para que abandonara su casa.
—Como le he dicho, vale la pena que sepamos a qué atenernos, señora White. Y ahora, si me disculpa, he de subir a cambiarme. Ha sido un día muy duro y he de salir esta noche por un asunto de trabajo. Pero sepa que me encantará proseguir esta conversación tan pronto como usted lo desee.
Ella no dijo nada. La dejé allí de pie, apoyada contra la pared de la escalera, y subí a mis habitaciones a lavarme. Oí que una de las niñas la llamaba desde el interior; sonaron sus pasos y la puerta de su piso se cerró suavemente.
Me detuve en un café de camioneros en el trayecto a Largs y comí algo, que podía describirse como un bistec con la misma exactitud con la que se describía a veces a Hemingway como alta literatura. El té era tan fuerte que hubiera teñido el cuero, pero estaba caliente y me sirvió para reanimarme.
Pasé a ver a Paul Downey, que se llevó un susto de muerte cuando abrí la puerta de la caravana. Le había llevado comestibles y periódicos, y me senté y charlé un rato con él, tal como habla la gente que no tiene absolutamente nada en común.
Cuando me iba, la dueña del campamento de caravanas salió precipitadamente de la casa. Al trotar, los pechos se le bamboleaban sin trabas bajo la blusa, y yo me imaginé que se había quitado a toda prisa el sujetador y lo había escondido antes de salir detrás de un cojín.
—¡Ah, señor Watson! —dijo sin aliento—. ¿Ha venido a visitar a su amigo?
—Sí, señora Davidson. Y veo que está disfrutando mucho su estancia aquí.
—Magnífico. Me alegro. —Se me acercó aún más y me llegó una vaharada de perfume barato y exagerado—. Ya que está aquí, ¿puedo ofrecerle una taza de té?
Eché un vistazo a la casa. Sabía que si entraba no sería para tomar el té. Era una mujer atractiva, su perfume barato empezaba a hacerme efecto, y yo todavía tenía el sabor de Fiona White en los labios, y estaba aturdido, confuso, magullado a causa de todo lo sucedido, de manera que pensé, qué demonios.
—Me encantaría, señora Davidson —dije, y permití que me enlazara el brazo con el suyo y me llevara a su casa.
—Por favor —dijo con coquetería—. Llámame Ethel…
«¿Debo hacerlo? —pensé—. ¿Realmente debo hacerlo?».
Costaba creerlo, pero el ferri vehicular Finnieston no había sido diseñado por el conocido dibujante de máquinas excéntricas y tiras cómicas, William Heath Robinson. Cuando lo vi por primera vez, me pareció el artefacto de ingeniería naval más estrafalario que había visto en mi vida: un armatoste a medio camino entre el esqueleto de un vapor del Misisipi y una gigantesca jaula flotante para hámsteres. Si tenía un aspecto tan insólito, era a causa de su ingenioso diseño. Funcionaba igualmente de día o de noche, con marea alta o con marea baja (y la marea subía en esa parte del Clyde), ya que tenía una cubierta levadiza a vapor que se ajustaba a la altura exacta del muelle en que atracaba, sin que influyera el nivel del agua en ese momento.
Cuando llegué al ferri a la mañana siguiente, no había niebla en la ciudad. Pero en el río se agazapaba una neblina densa, aunque desprovista de la fuerza necesaria para alzarse sobre los diques y colarse entre las calles de la urbe. Esa neblina le confería a la descabellada estructura del ferri un aire todavía más gótico y oscuro. El mío era el único coche en la primera travesía de la jornada, y únicamente había un puñado de pasajeros de a pie. Fraser embarcó en el último momento y caminó hacia donde yo me hallaba, observando los jirones blancos que ondeaban sobre la negra superficie del Clyde.
—Una travesía más bien lúgubre, ¿no cree, señor Lennox?
—Bueno, no sé. Es mejor que cruzar el río Estigio, me imagino. Claro que usted debe de saberlo mejor que yo, ¿verdad, señor Fraser? Porque parece que ha pagado al barquero para que se lleve a más de uno a navegar por ese río mítico.
—Mire, señor Lennox, usted lo ha malinterpretado todo. Esto ha sido un mal asunto de principio a fin, y las cosas han llegado demasiado lejos. Es un caso verdaderamente infortunado.
—¿Infortunado? Usted me paga una suma disparatada de dinero, y yo guío a sus matones hasta el escondrijo de Paul Downey. Pero sus muchachos no resultan ser tan buenos como usted pensaba y acaban matando al marica equivocado.
—Usted no lo comprende… —Por una vez, Fraser no parecía imbuido de engreída seguridad—. Las cosas se han desmandado. No sé… Crees conocer a la gente, crees que sabes el terreno que pisas con ellos, o que existe incluso cierto vínculo entre vosotros. Y entonces ocurre algo y todo queda patas arriba.
—¿Se refiere a Joe Strachan?
Fraser dejó de contemplar el agua y me miró.
—Ayúdeme, Lennox. Protéjame. Yo no sabía que iba a suceder nada parecido. Leonora Bryson me preguntó si conocía a alguien que pudiera investigar la pista Downey, y yo la puse en contacto con el coronel Williamson. El trato era que si usted encontraba a Downey, los hombres de Williamson se encargarían de comprobar que había conseguido todos los negativos. Y ellos tal vez serían un poco más «contundentes» que usted a la hora de dejar las cosas claras. Yo no tenía ni idea de que la señorita Bryson les había pedido que fueran más lejos.
—Yo fui lo bastante contundente. Downey y Gibson no constituían una amenaza para usted, ni para Leonora Bryson o John Macready. La verdad es que Williamson, como usted lo llama, estaba encantado de complacer a Leonora porque él tenía sus propios motivos para querer ver muerto a Paul Downey. Quería asegurarse de que no existieran más copias de esta fotografía… —Saqué la foto que me había acompañado los últimos días—. Este es Williamson, ¿verdad?
—Cierto.
—Falso —dije—. Es Joe Gentleman Strachan: atracador, asesino y malvado hijo de puta de primera categoría.
—Lo sé —confesó Fraser—. El coronel Williamson me convenció para que yo lo instara a usted a dejar todos sus demás asuntos, y concentrarse en el caso Macready. No hacía falta ser un genio para deducir que lo que deseaba realmente era que dejara usted de buscar a Joe Strachan. Lo averigüé todo a partir de ahí. Al principio no podía creerlo… Conozco al coronel Williamson desde la guerra. Pero no acababa de entender cómo logró traspasar las barreras de seguridad, y hacer todo el trabajo que hizo durante la guerra, valiéndose de una falsa identidad.
—¿Y cómo resolvió el enigma?
—Si algo se me da bien, señor Lennox, es la investigación documental. Cada vida deja un rastro de documentos. Si se trata de seguir esa clase de pistas, soy como un rastreador nativo.
—A ver si lo adivino: Henry Williamson es una identidad falsa.
Fraser negó con la cabeza.
—No. Williamson era un sudafricano educado en un colegio de élite de Natal, cuyos padres habían muerto, y sin hermanos, ni ningún otro pariente lejano tanto en términos sanguíneos como geográficos. Sirvió como oficial en la Primera Guerra Mundial, y después no hay casi ningún dato durante veinte años; solamente figura como socio de varias empresas y como comprador de dos propiedades: una casa en Edimburgo y una gran hacienda rural en Borders. Luego, justo antes de romperse las hostilidades, entra de nuevo en el ejército, pero no en el mismo regimiento en el que había servido durante la Gran Guerra, sino en otro totalmente distinto.
—Déjeme que trate de adivinarlo otra vez —dije—. ¿Volvió a alistarse en 1938, más o menos en la época de los robos de la Triple Corona?
—Exactamente. Debe creerme, Lennox. Yo no tenía ni idea hasta entonces de que la persona que había conocido durante todos estos años fuese otra que el coronel Williamson.
—¿Cuándo lo conoció?
—En 1940. Primero fue destinado al castillo de Edimburgo, luego lo trasladaron al cuartel general de Craigiehall. En algún momento, entre su nuevo alistamiento y el año 1940, había sido ascendido a coronel. Lo pusieron al mando del programa de «adiestramiento especial» de las unidades escogidas de la Guardia Local. A mí me seleccionaron para dirigir una unidad, y él se convirtió en mi superior. Se lo aseguro, Lennox, no había nada en él que no pareciera auténtico. Algunos oficiales incluso recordaban haberlo visto en Francia durante la Primera Guerra Mundial. Cómo se las ingenió para que lo creyeran, no tengo ni idea. Es de las cosas que todavía no comprendo. No acierto a conciliar ese dato con su papel de impostor.
—No es tan complicado —afirmé—. Durante la Primera Guerra Mundial, Strachan desertó y se hizo pasar por oficial, igual que el famoso Percy Toplis. Según he sabido, era un tipo popular en las cantinas de oficiales. No es de extrañar que algunos lo recordaran, tanto si se hacía llamar Williamson como si no.
—Sí. Eso sí lo averigüé: entre 1918 y 1920, el auténtico Williamson debió de morir: probablemente, asesinado por su impostor, que ocupó su lugar sin solución de continuidad.
—También yo lo suponía. Después, supongo que Strachan se limitó a mantener esa identidad alternativa, sin hacerla muy visible. Aunque sus hijas me explicaron que desaparecía largos períodos. En fin, volviendo a la guerra…, ¿en qué estaban metidos exactamente usted y Strachan?
—Oficialmente, las únicas unidades de scallywags estaban apostadas a lo largo de la costa sur de Inglaterra, por donde todo el mundo creía que se produciría la invasión alemana. Pero se descubrió que los alemanes también podían lanzar grandes destacamentos de paracaidistas o desembarcar tropas anfibias en las partes más remotas de los Highlands y de la costa escocesa. Por esa razón, pusieron al duque de Strathlorne al mando de las unidades de operaciones especiales de la Guardia Local desplegadas en Escocia.
—Y después de la guerra, usted, Strachan y el duque siguieron manteniendo una estrecha relación en su pequeño club de las fuerzas especiales.
—Algo así. Yo me sentía muy orgulloso de lo que había hecho, Lennox. No tiene ni idea de las cosas para las que nos adiestraron. Si se hubiera producido la invasión, debíamos llevar a cabo sabotajes y asesinatos. Cualquier funcionario público de alto rango que colaborase con los ocupantes tenía que ser eliminado: políticos, alcaldes, incluso jefes de policía… Poseíamos depósitos ocultos de armas por toda Escocia y raciones suficientes para aguantar siete semanas.
—¿Y qué harían pasadas esas siete semanas?
Fraser se rio amargamente y me explicó:
—Era el mismo sistema que se aplicaba en las unidades de scallywags de la costa sur de Inglaterra… Nos daban raciones para siete semanas porque habían calculado que estaríamos todos muertos antes de terminar ese período.
—¿Y los depósitos de armas han sido desmantelados?
—No, todos no. Nadie, salvo los miembros de la propia unidad, sabe dónde se encuentran. Ha ocurrido lo mismo en toda Europa. El duque está en contacto con otras organizaciones, incluida Gladio[6].
—Ya, ya… —Ahora sí empezaba a comprender.
—El peligro sigue existiendo, Lennox. Pero en la actualidad ya no son los nazis, sino los soviéticos. Y si aquellos hicieron polvo la maquinaria bélica nazi, ¿cuánto tiempo cree que les costaría barrer toda Europa? La única defensa que tenemos es la bomba.
—Y las fuerzas secretas de retaguardia… Claro, todo se reduce a eso: usted y sus compinches de la Guardia Local siguen jugando a los soldaditos. No es solo que Strachan se esté protegiendo a sí mismo; se trata, además, de proteger al duque. Lo cual incluía ampararlo del tipo de escándalo que su hijo era capaz de provocar.
—Así es, más o menos —asintió Fraser.
—Y Strachan, o el coronel Williamson, está a cargo de la seguridad, ¿no?
—Algo parecido. Recluta a gente del ejército: comandos, paracaidistas, ese tipo de elementos. Sangre nueva.
—Ya lo creo —dije pensando en la sangre derramada por toda mi oficina y sobre el taxi estacionado abajo.
—Pero, naturalmente —continuó Fraser—, su lealtad al duque es fingida… Él todo lo hace siguiendo sus propios objetivos.
El negro y mugriento flanco del muelle y la amenazadora mole de cincuenta toneladas de la grúa Stobcross asomaron entre la neblina. El ferri estaba a punto de atracar.
Fraser se metió una mano en el abrigo. Yo hice lo mismo.
—Tranquilo, Lennox, es esto… —dijo tendiéndome un abultado sobre—. Hay mil libras en billetes de cincuenta. Quiero que se lo quede.
—¿Por qué se empeña todo el mundo en endilgarme grandes sumas de dinero? ¿Cuál es el trato? ¿Qué quiere de mí?
—Como he dicho, necesito que me proteja y deje mi nombre al margen de todo este asunto. No soy tan ingenuo como para no saber que ahora soy un hombre marcado; por ello, voy a desaparecer una temporada. Me llevo a mi familia conmigo. Nos iremos a algún lugar fuera del país. Pero quiero regresar más adelante. Y quiero poder hacerlo con total seguridad.
—No puedo garantizárselo —repliqué, aunque me metí el sobre en el bolsillo. Eso, al menos, me lo debía el tipo—. Pero voy a intentar acabar con Strachan de un modo u otro.
El ferri atracó.
—Suba a mi coche —le ordené a Fraser—. Y le explicaré qué vamos a hacer a continuación.