Al parecer, íbamos a adentrarnos en un largo relato, y a mí no me gusta que me apunten con un arma. Es un prejuicio basado en la costumbre que tienen esos artilugios de dispararse incluso cuando quien los sujeta no pretende hacer fuego. Durante la guerra, había visto a demasiados hombres muertos o heridos por disparos de su propio bando, simplemente porque alguien había olvidado poner el seguro o se había dedicado a blandir su arma sin el debido cuidado. Le transmití mi prejuicio a Provan, recordándole que él se había mostrado reacio a volver a pintar la cocina, y accedió a bajar la escopeta, siempre que yo mantuviera las manos a la vista. Se sentó a la mesa frente a mí y empezó a relatarme sus recuerdos.
—Se acuerda de la Exposición Imperio, ¿verdad? —me preguntó.
—Fue antes de mi época. Yo no vine a Glasgow hasta que me desmovilizaron. Pero creo que fue algo espectacular.
—Sí, ya lo creo. Invirtieron dinero a toneladas. Era como si quisieran demostrar algo. Qué cosa exactamente, no lo sé. A lo mejor se trataba de que Glasgow las había pasado tan negras durante la Depresión que les pareció que debían convencernos de que no todo estaba jodido, al fin y al cabo, y de que no íbamos a pasarnos el resto de nuestra vida en la miseria. Además, en el 38, todo el mundo sabía —bueno, todo el mundo menos Neville Chamberlain— que Hitler seguiría removiendo la mierda hasta que se desbordara y provocara otro gran conflicto como la Primera Guerra Mundial. Todas esas sandeces sobre la gloria del Imperio británico… Yo diría que querían engatusarnos: hacernos creer que todo iba a mejorar y que, al mismo tiempo, nada cambiaría; que siempre tendríamos colonias y dominios, y que Glasgow seguiría en el centro de ese Imperio.
»En cualquier caso, levantaron todo aquel mundo postizo en Bellahouston Park. La mayor parte de este te recordaba la película de H.G. Wells, La vida futura, y el resto se parecía al puto musical Brigadoon o a una patochada parecida: una romántica Escocia con su lago, su castillo y su aldea de los Highlands. Bueno, el caso es que, desde los comienzos, Joe Strachan se lo había leído todo sobre el tema mientras lo estaban proyectando. Calculó que habría miles de libras cada semana en salarios para los trabajadores, y todavía más procedentes de las recaudaciones en metálico de las taquillas. Esta era su gran cualidad, el don especial que tenía: siempre averiguaba dónde se encontraba el dinero de verdad, los grandes ingresos. Nadie tenía un ojo tan certero para eso. Nos reunió a todos y nos explicó detenidamente el plan de la Triple Corona.
—Es decir, usted, el tal Murphy, Bentley, McCoy y el Chaval. ¿Cómo se llamaba en realidad?
—No sé. Nunca supe su nombre, ni nunca le vi la cara. Y cuando me pregunta ahora si Murphy, Bentley y McCoy estaban allí, yo sé que sí estaban, pero entonces no tenía ni puta idea. Ninguno de nosotros sabía nada de los demás. Todos habíamos visto a Strachan, y él conocía nuestras caras, claro está, ya que nos había reclutado, pero en cambio evitaba que nos viéramos unos a otros cuando nos reuníamos. Nos convocaba en el viejo tren-avión de Bennie, en Milngavie, ¿sabe?
—¿Por qué allí?
—Era un sitio abandonado, pero que todos podíamos localizar. Además, yo creo que a Strachan le gustaba echarle a todo un poco de teatro. Si tenía alguna particularidad que se volvía contra él era esa manera suya de alardear. Bueno, el caso es que había un edificio abandonado que, en su momento, formaba parte de la estación original. Hizo que nos presentáramos allí con quince minutos de intervalo entre uno y otro, y en la puerta nos esperaba un tipo con un pasamontañas puesto.
—¿El Chaval?
—Sí. Así fue como nos lo presentó Strachan después. El tipo estaba armado y nos dio un pasamontañas a cada uno para que nos lo pusiéramos antes de entrar.
—O sea que él sí les vio la cara.
—Sí. Pero nosotros nunca le vimos la suya ni tampoco nos vimos unos a otros. Strachan dijo que así ninguno de nosotros podría identificar a los otros miembros de la banda, salvo a él, si la policía lo pillaba. Y quedó bien claro que, fuera cual fuese la prisión donde estuviéramos encerrados, si lo llegábamos a delatar no duraríamos ni un mes.
»El caso es que nos reunimos allí, todos con pasamontañas y llamándonos unos a otros con el nombre de un animal: yo era Zorro y los demás, Lobo, Oso y Tigre. Una sarta de chorradas, pero así llevaba las cosas Strachan. Como si estuvieras en el puto ejército. Y tampoco podías quejarte, porque funcionaba. Él se puso entonces a explicar con detalle lo que íbamos a hacer. Tenía planeados cuatro pequeños golpes, que no eran más que ejercicios de entrenamiento, y también un modo de recaudar fondos para los grandes robos. Lo único que nos dijo por el momento de esos grandes robos fue que los dos primeros serían del tipo habitual, aunque a mucha mayor escala de lo que se había visto jamás. El tercero, en cambio, iba a ser algo tan distinto, tan insólito, que las víctimas no entenderían qué había pasado, y la policía no sabría ni por dónde empezar a buscar. ¡Ah! Había una cosa que sí sabíamos de los demás: que nadie tenía ningún antecedente grave que pudiera convertirlo en sospechoso.
—¿Les dijo entonces que se trataría de la Exposición Imperio?
—No. Yo tenía la sensación de que los primeros cuatro trabajos eran algo más que un entrenamiento o un sistema de recaudación. Creo que nos estaba probando para ver cómo funcionábamos en equipo y si podía fiarse de nosotros. Solo después de esa etapa nos explicó los detalles de la Triple Corona. Pero había muchas cosas raras. Nos reuníamos siempre en el tren-avión de Bennie y, como ya le he dicho, cada uno de nosotros tenía que presentarse a una hora distinta para que no nos viéramos sin el pasamontañas. Yo no entendía cómo podríamos seguir así siempre. Incluso en los golpes de prueba, íbamos enmascarados en la trasera de una furgoneta. Estábamos advertidos: el que se quitara el pasamontañas y dejara que los demás le vieran la cara, sería liquidado allí mismo de un tiro. Y si conocías a Joe Gentleman Strachan, sabías que iba en serio. Fue entonces cuando empecé a comprender la verdadera razón de los pasamontañas, los nombres cifrados y la prohibición de vernos unos a otros… Strachan y el Chaval se conocían: eran uña y carne. Los demás éramos útiles si obedecíamos, pero si hubiéramos hablado entre nosotros, tal vez podríamos jugársela. Divide y vencerás, qué joder. En eso consistía la cosa.
»Pero nosotros estábamos muy contentos. Cada uno nos llevamos una buena tajada de los primeros golpes, y todos habíamos comprobado que los planes de Strachan salían mejor que los de ningún otro jefe que hubiéramos conocido. Y sabíamos que si concluíamos con éxito la Triple Corona, nunca más tendríamos que trabajar. Pero como digo, era todo muy raro. Durante tres meses, tuvimos que reunirnos todos los martes por la noche, y Strachan nos llevaba al puto bosque y nos obligaba a hacer un montón de ejercicios y prácticas de combate. Como en el ejército, ya digo. La cuestión es que una noche nos sorprendió un guardabosque; obviamente, supuso que éramos cazadores furtivos. El tipo se nos acercó apuntándonos con una escopeta, pero Strachan se lo cameló con toda su palabrería de oficial del ejército y, en un periquete, el infeliz se había doblegado y lo llamaba “señor”. El Chaval, por el contrario, había salido a explorar y, mientras ellos continuaban charlando, se aproximó por detrás en completo silencio y le rebanó al guardabosque el pescuezo. En un parpadeo. Sin dejar de andar.
—Ya veo —dije, y recordé a otro guardabosque que había acabado hacía poco con la garganta rajada—. ¿Y el cuerpo?
—Nos lo llevamos en la furgoneta. Lo que pasó después no lo sé; Strachan y el Chaval se desharían de él, supongo. Pero en el trayecto de vuelta, Strachan desnudó el cadáver del guardabosque y dejó su escopeta y toda la ropa que no estaba manchada de sangre junto a un río de corriente muy rápida. Yo le dije que era absurdo, porque nadie se creería que el tipo había ido a darse un chapuzón a medianoche en un río tan peligroso. «En todo caso, le dije, esto no es como el mar. Cualquiera que se ahogue en el río acabará apareciendo corriente abajo».
»Y Strachan va y me suelta que eso no importaba; que cuanto menos lógica fuera la desaparición de aquel hombre, más misteriosa parecería. “A la gente del campo le encantan los misterios —me dice—, y se inventarán toda clase de historias: que el tipo se fugó con una mujer o un cuento por el estilo. A nadie se le ocurrirá que fue asesinado simplemente porque sorprendió a una banda en medio del bosque”.
»Después de aquello, la cosas se pusieron más tensas. A mí y a los muchachos nos había parecido espeluznante la manera que había tenido el Chaval de cargarse al tipo a sangre fría. Y se me ocurrió pensar que a lo mejor el botín de los grandes golpes se lo repartirían ellos dos, y que los demás acabaríamos durmiendo en el fondo del Clyde.
—¿Y qué hizo? —pregunté.
—A eso voy —replicó Provan con impaciencia—. Así pues, damos los dos primeros grandes golpes, y todo sale según lo previsto. Pero nadie habla de repartir las ganancias. Nos explican que hay que esperar hasta después del robo de la Exposición Imperio. «Entonces —dice Strachan—, recibiremos todo lo que nos toca».
»Pero, mira por dónde, uno de los muchachos me pasa una nota para que nos veamos en un pub de Maryhill tal día y a tal hora. Strachan es un hijo de puta tan retorcido que yo me temo que sea una trampa para poner a prueba nuestra lealtad o la seguridad del montaje, o vaya a saber qué. Pero acudo a la cita. Me planto en medio del pub como un puto idiota, porque no tengo ni idea de cómo es el otro, y él no tiene ni idea de cómo soy yo. Cuando ya estoy a punto de largarme, se me acerca un tipo y me pregunta si soy el señor Zorro. Yo digo que sí y él afirma que es el señor Oso. Bueno, resulta que es Johnnie Bentley. Me explica también que les dio la misma nota al señor Lobo y al señor Tigre, pero que no sabe si ha llegado ninguno de los dos.
»Media hora más tarde nos acercamos a un parroquiano que está solo en una mesa tomando una pinta de cerveza. En efecto, es Mike Murphy. Ronnie McCoy nos ve a los tres juntos y deduce que hemos de ser sus compañeros de zoológico. Salimos del pub y nos pasamos dos horas sentados en la parada del autobús analizándolo todo. Resulta que los otros piensan lo mismo que yo, o sea, que Strachan y el Chaval nos la van a jugar.
—Y ustedes deciden jugársela a ellos, ¿no?
—En ese mismo momento, no, pero volvemos a reunirnos cuatro o cinco veces más. Teníamos que andarnos con ojo porque no había manera de saber si Strachan encargaba al Chaval que nos siguiera. Dios sabe que no habríamos podido reconocerlo al muy cabrón. En todo caso, quedamos en que después del robo de la Exposición Imperio nos ocuparemos de los dos. El problema es que no tenemos ni idea de dónde ni cuándo se supone que vamos a reunirnos para repartir el dinero, aunque sospechamos que será en el tren-avión de Bennie. Decidimos que sea cual sea la hora que Strachan diga, nos presentaremos armados quince minutos antes.
»En principio, acordamos que si comprobamos que nos llevamos lo que nos corresponde, como Strachan nos prometió, dejaremos la cosa como está. Pero también coincidimos en que hemos de verle la cara al Chaval, para saber de quién hemos de cuidarnos las espaldas en adelante. Pero entonces Johnnie Bentley menciona la historia del guardabosque y dice que es imposible que Strachan o su mono enmascarado vayan a dejarnos pasar por alto impunemente que los hayamos sorprendido y encañonado. Al final llegamos a la conclusión de que hemos de matarlos. Eso era todo un paso. Nosotros no habíamos matado a nadie, a diferencia de ellos dos, y aquello sería un asesinato. Y por un asesinato te cuelgan. Pero, en fin, todo eso dejó de importar después de lo que hizo Strachan durante el robo.
—¿El policía?
Provan asintió.
—Strachan solo nos cuenta todos los detalles el mismo día del golpe de la Exposición Imperio. Pero no hay nada improvisado. No sé bien cómo, pero ha sido capaz de entrenarnos y prepararnos para el trabajo por partes. Como si fuese un rompecabezas. Y todo acaba encajando cuando nos explica cómo lo vamos a hacer. El hijo de puta era bueno, he de reconocérselo. Si no hubiera sido un malhechor, habría resultado un buen general.
Opté por no contarle a Provan que, supuestamente, Strachan había sido visto durante la guerra con uniforme de oficial.
—La única pega es que el tipo nos dice el mismo día del robo que después de la operación nos separaremos y que hemos de pasar desapercibidos una semana; al cabo de ese tiempo, nos reuniremos en el tren-avión. Así pues, nosotros cuatro nos instalamos en la trasera de la furgoneta, con los pasamontañas puestos y las armas en la mano, pero no podemos arreglar una cita para estudiar nuestro próximo paso, porque tenemos al Chaval sentado a nuestro lado. Llegamos a la Exposición Imperio, en Bellahouston, justo cuando están cerrando. Es un sábado por la noche; el recinto no abre al día siguiente, y el vehículo blindado va a recoger todo el taquillaje de la semana. Pasamos por la entrada que queda enfrente del Ibrox Stadium. Strachan va al volante y le dice al guardia que lleva un paquete urgente para la metalúrgica Colville’s Steel, que tiene pabellón propio. Se produce un pequeño altercado, y nosotros oímos cómo nuestro jefe le dice al guardia que le parece muy bien si no quiere dejarlo entrar, que a él se la trae floja, pero que necesita una nota firmada con su nombre porque los de Colville’s Steel se pondrán como locos cuando se enteren. El guardia es un vejete con gafas de culo de botella y, aunque lo está mirando directamente a la cara, no será capaz después de dar una descripción.
»Incluso esa parte la tiene Strachan planeada hasta el último detalle: si hemos entrado por ahí es porque él sabe quién está de servicio en ese acceso y cuándo. Dios sabrá cómo, pero el muy cabrón lo sabía. Entramos, pues, y avanzamos por el paseo principal. No puedo explicarle lo raro que era todo…, todos esos edificios, fuentes y torres futuristas. Era como dar un golpe en el Antiguo Egipto de los cojones, o en el planeta Marte. Bueno, el caso es que ahora ya no hay nadie, salvo los empleados, y también ellos empiezan a marcharse. Doblamos por la avenida que va al restaurante y al parque de atracciones, y aparcamos a la sombra del Palacio de la Ingeniería, desde donde tenemos una vista despejada del paseo principal. Apagamos las luces y aguardamos. Strachan se pone el pasamontañas como todos nosotros y, justo a la hora, el furgón blindado de seguridad aparece por el paseo principal y se dirige a la oficina bancaria del recinto.
»Esperamos hasta que efectúa la recogida y se pone en marcha. Entonces Strachan arranca y le cierra el paso; nosotros saltamos fuera y rodeamos el vehículo. Los guardias de seguridad del furgón se llevan un buen susto, pero no parecen muy preocupados, porque están en un vehículo blindado, hasta que Strachan les muestra que tiene una granada en cada mano y les dice que salgan o las tirará debajo de la carrocería. Ellos saben que el furgón no está blindado por debajo y que, aunque la explosión no los mate, perderán las piernas o las pelotas, o ambas cosas. Se apean. El Chaval le pega una paliza al conductor, deprisa pero a conciencia, para demostrar que vamos en serio, y el otro tipo nos abre el cofre del tesoro. En cincuenta segundos hemos abierto el blindado y transportado las sacas a nuestra furgoneta, tal como nuestro jefe había calculado.
»Y entonces aparece ese poli. No es más que un crío vistiendo un uniforme que le queda grande, pero viene corriendo hacia nosotros con la porra en la mano. O sea… Yo llevo una escopeta de cañones recortados, Murphy otra igual, Johnnie Bentley empuña un rifle Lee-Enfield y Strachan y el Chaval, un revólver del ejército cada uno. Y ese chico se nos acerca corriendo esgrimiendo un pedazo de madera de cuarenta centímetros. Strachan le dispara: un solo tiro, justo en la frente. Sin avisar. Sin gritarle al poli que se detenga. A la puta mierda. Luego se vuelve hacia nosotros como si nada y nos dice que subamos a la furgoneta.
»Obedecemos, pero vemos que Strachan y el Chaval se van hacia los guardias de seguridad del blindado, que hemos dejado en el suelo despatarrados, y les dicen que van a tener que matarlos por lo que han visto. Les apuntan a la cabeza. Es pura comedia, pero los guardias se lo creen, y nosotros, sentados en la trasera de la furgoneta, también lo creemos, por el asesinato que acabamos de presenciar. Strachan les dice entonces que les perdonará la vida, pero que si se entera de que le han dado algún dato útil a la policía, recibirán una visita. Diez minutos más tarde, hemos abandonado la furgoneta y transportado el dinero al maletero del coche de Strachan, y él nos va dejando, uno a uno, en distintos puntos de la ciudad. Yo voy a parar a Gallowgate. Me meto el pasamontañas en el bolsillo y me quedo allí un momento totalmente aturdido, preguntándome si de verdad ha ocurrido lo que ha ocurrido.
—¿Qué hizo entonces?
—Lo único que me vino a la cabeza y que iba completamente en contra de las órdenes de Strachan de pasar desapercibidos: me fui al pub donde Johnnie Bentley había organizado nuestro primer encuentro, con la esperanza de que a los demás se les ocurriese la misma idea.
—¿Y fue así?
—Sí. Si hubiera entrado un poli nos habría calado a la primera. Los cuatro allí, más pálidos que la leche, cuchicheando entre nosotros y con todo el aspecto de tener ya una cita con el verdugo. Hablamos a las claras. Realmente, aquella situación lo cambiaba todo. Strachan nos había puesto una soga al cuello, y la única manera de ahorrarnos el viaje por la trampilla en Duke Street era delatarlo. Todos sabíamos, eso sí, que él habría sacado la misma conclusión, por lo cual no teníamos alternativa. O bien íbamos directos a la jefatura de policía y desembuchábamos lo sucedido, con lo que nos evitaríamos la horca, pero nos pasaríamos treinta años cada uno en Barlinnie, o bien matábamos a Strachan y al psicópata del Chaval.
—No había alternativa, pues.
—No. Por consiguiente, cuando llega el día de la reunión, en vez de presentarnos a intervalos como siempre, vamos juntos al tren-avión una hora antes de lo acordado. No llevamos encima las armas que habíamos usado en el atraco, porque se suponía que Strachan iba a arrojarlas al Clyde después de separarnos, pero Johnnie se trae una Luger que conserva de la Primera Guerra Mundial, y yo tengo mi propia escopeta de cañones recortados. Strachan se presenta media hora después, y lo atrapamos sin ninguna dificultad. Pero resulta que no trae el dinero. Lo tenemos encañonado y el muy hijo de puta se ríe de nosotros. Nos dice que sabía que intentaríamos jugársela y que ha escondido el dinero en un sitio que solo él conoce. Estamos en un punto muerto. Johnnie le dice que lo torturará, que le volará las pelotas de una en una, pero Strachan sabe que nosotros no somos de la misma pasta que él. Él sí podría hacer algo semejante; nosotros, no. Estamos jodidos. No podemos matarlo, porque nunca encontraríamos el dinero, y además, todos somos un poco remilgados ante la idea de cometer un asesinato, y él lo sabe. El cabronazo lo sabe todo.
»Y mientras estamos allí, gritando y discutiendo, porque ninguno sabe qué hacer a continuación, caemos en la cuenta de que el Chaval aparecerá de un momento a otro. Johnnie, que más o menos ha tomado el mando, me envía fuera con la escopeta para esperar su llegada. Ahora ya no sentimos los mismos escrúpulos. Todos sabemos que el aprendiz es incluso más peligroso que el maestro, no sé si me entiende, y yo me dispongo a volarle la cabeza al hijo de puta si es que se presenta. Me quedo fuera sin saber qué cojones está pasando en el hangar; empieza a oscurecer y en esa zona no hay luces. Estoy de pie en la oscuridad, con el tren-avión de Bennie por encima de mi cabeza y cuatro cartuchos en la escopeta.
»Veo una figura que se acerca por la carretera principal. No pasa de ser una silueta, aunque noto por su complexión que es el Chaval. Pero he de esperar hasta que esté muy cerca. Una escopeta de cañones recortados no sirve de una mierda si no es a bocajarro. Todavía está demasiado lejos cuando se arma un alboroto del demonio dentro del hangar. Suenan un montón de disparos; Johnnie y Ronnie salen corriendo y me dicen a gritos que huya. Johnnie grita: “Está muerto, está muerto, joder”, pero yo no sé si habla de Strachan o de Mike Murphy. El Chaval echa a correr también, y yo lo persigo; disparo un cañón y luego el otro, aunque solo para asustarlo, porque es imposible que consiga darle, pero supongo que va desarmado y no quiero que el hijo de puta venga a por mí.
»¿Fin de la historia? Cuatro hombres se dan a la fuga en direcciones opuestas para no volver a encontrarse jamás, sin un puto penique del robo en los bolsillos. Tres de ellos habrán de seguir huyendo. ¿Quién ha quedado muerto en el hangar del tren-avión? Podría ser Joe Strachan; podría ser Mike Murphy, o podrían ser los dos. Lo único que sé es que años más tarde leo que, primero, Johnnie Bentley y, después, Ronnie McCoy mueren en trágicos accidentes.
—¿Nunca volvió a verlos?
—No. Todos desaparecimos. Yo incluso usé un nombre falso una temporada, pero llegó un momento en que pensé que ya estaba a salvo; además, conocí a mi esposa y tenía que casarme con mi nombre legal. Nunca tuve noticias de los otros, ni me dediqué a buscarlos; por ello, me he quedado sin saber si era Strachan o Mike quien había muerto.
—Pero el cuerpo… —aventuré—. La policía debió de encontrar un cuerpo…
—No, que yo sepa. Y créame que estuve atento. Miraba todos los días todos los periódicos.
Nos quedamos un momento callados.
—¿Y de dónde sacó el dinero para todo esto? —Hice un gesto vago abarcando la casa.
—Di algunos golpes por mi cuenta. Un par en Glasgow y unos pocos en Edimburgo. Había aprendido mucho de Joe Gentleman, y decidí que mis trabajos serían a lo grande. Él siempre decía que implica el mismo riesgo robar cincuenta pavos que cincuenta mil. Cuando tuve lo suficiente, lo dejé. Me reformé. Incluso conseguí un empleo para salvar las apariencias y, de hecho, las cosas me fueron bien.
—Aquella noche, cuando el Chaval se acercaba al hangar del tren-avión, no llevaría el pasamontañas, ¿verdad? ¿No pudo echarle un vistazo?
—No. O no lo bastante para reconocerlo después. Como digo, estaba todo más oscuro que el culo de un negro, y él no se acercó lo suficiente. Pero era joven. Más joven de lo que creía, y mucho más que yo.
Di algún otro sorbo de whisky, pero decidí no apurarlo. No quería volver a ver carriles dobles por las calles de Glasgow.
—¿Qué piensa hacer ahora? —pregunté.
—Créame, Lennox, admito sugerencias.
—¿Tiene coche?
—Sí, en el garaje.
—Entonces le sugiero que haga la maleta ahora mismo, que suba al coche y arranque. Cierre la casa, vacíe la cuenta bancaria y arranque. Hacia el sur. A Inglaterra. No me diga dónde, usted lárguese. Y le sugiero que se quede allí unas semanas, o hasta que se entere de que todo ha terminado. —Le di una tarjeta—. Llámeme todos los lunes a las diez de la mañana. Yo le diré cómo está la cosa. Identifíquese al llamar como señor French y si oye otra voz que no sea la mía, cuelgue. ¿Entendido?
Asintió, aunque con una expresión extraña. No era recelosa, sino más bien confusa.
—¿Por qué me ayuda? —preguntó.
—Es la semana de la Buena Obra y yo soy un boy scout… No lo sé. Creo que usted ya ha recibido bastante castigo por su implicación en el golpe. No sacó nada y se ha pasado los últimos dieciocho años mirando si lo atacan por la espalda. Y tanto si es Strachan como el Chaval, o cualquier otro, quien está detrás de todo este embrollo, ha conseguido que yo me lo tome de un modo muy personal, como le he dicho antes.
—Bueno. Se agradece. Lamento… —Señaló con la barbilla mi mano manchada de sangre.
—No importa. No me acabo de sentir a mis anchas si no estoy sangrando o magullado. En todo caso, esto es un recuerdo de mi tropiezo con aquel limpiacristales estilo comando. —Indiqué con un gesto el fregadero—. ¿Le importa que me lave?
—Para nada. Tengo un botiquín de primeros auxilios, si quiere.
Me quité la chaqueta y me enrollé las mangas de la camisa; la derecha estaba empapada de sangre. Me retiré el vendaje con cuidado y vi que se me habían soltado dos puntos, como había supuesto, y que la herida se abría ligeramente por un extremo. Tomé una gasa y una venda limpias del botiquín que Provan me ofrecía con el entrecejo fruncido y me remendé lo mejor que pude.
Mientras me lavaba, el hombre se preparó un par de bolsas de viaje. Salió conmigo, cerró con llave y me estrechó la mano.
—Gracias de nuevo, Lennox.
—No me las dé aún. Como le he dicho, no se detenga hasta que sea el único con acento escocés, y aún siga un poco más.
—Así lo haré. —Me saludó con la mano y se dirigió a un garaje de madera pintado de verde.
Me senté un momento en el Atlantic y consideré cual debía ser mi próximo paso. Sabía a quién debía visitar; lo sabía desde hacía un tiempo. E intuía que si no iba a verlo, sería él quien vendría a visitarme a mí. Y luego estaba Fraser, el abogado, con quien tenía una cuenta pendiente. Pero antes que nada decidí ir al departamento de urgencias para que me volvieran a coser la herida. Después iría a ver a un rotulista y me cambiaría el letrero de la puerta de mi oficina para que pusiera: «Lennox, investigador privado remendado».
Juraría que el coche entero se movió de sitio. La explosión sacudió el Atlantic, y yo sentí la misma parálisis estupefacta que me afectaba durante la guerra cada vez que estallaba una bomba o una granada un poquito demasiado cerca. Y como atestiguaban las cicatrices de mi rostro, habían estallado efectivamente demasiado cerca. Me agaché, abrazándome las rodillas, y una lluvia de madera verde cayó repiqueteando sobre el coche. Cuando amainó, me volví y miré por la ventanilla resquebrajada. El garaje había desaparecido, así como una buena parte del coche de Provan. Y Provan, claro. Me pareció distinguir una forma humana ardiendo con el resto del coche.
Mi instinto tomó el mando: arranqué, tomé la primera travesía y abandoné aquella calle, antes de que los vecinos que ya salían de sus casas identificaran mi coche, o peor aún, mi número de matrícula.
Iba soltando maldiciones mientras conducía. Todavía no sabía a quién maldecía, pero lo hacía profusa y ruidosamente. Una vez en campo abierto, paré en la cuneta de la carretera y examiné los daños sufridos por mi coche. Poca cosa, aparte del cristal del conductor. Quité los fragmentos de madera verde que habían quedado en el techo y sobre el capó, y me alejé a toda velocidad.
Hacia Glasgow.
En el departamento de urgencias del hospital Western me tuvieron cuatro horas esperando hasta que un médico se dignó atenderme. El tipo no dejó de suspirar y chasquear la lengua hasta que lo miré con un aire lo bastante amenazador como para que cambiara de actitud. Entonces entre él y una atractiva enfermera me remendaron de nuevo. Yo le sonreía a la enfermera mientras el médico trabajaba. Es una de las paradojas de ser un hombre, o quizá de ser un Lennox: puedes estar molido y sangrando; puedes acabar de ver cómo alguien vuela por los aires y arde hasta morir; puedes tener a los criminales más peligrosos del mundo pisándote los talones, pero pese a ello todavía te molestas en tirarles los tejos a las enfermeras guapas.
Como el viaje suicida de desove del salmón salvaje, era una de las maravillas de la naturaleza.
Llamé a Fraser desde un teléfono público del hospital.
—Tenemos que hablar —le dije con firmeza.
—En cierto modo estaba esperando su llamada, señor Lennox. Coincido con usted: hemos de hablar. Confío en que podamos resolver las cosas entre nosotros.
—Entonces comprenderá que preferiría reunirme en un lugar público. Por ejemplo, en el ferri vehicular Finnieston, mañana por la mañana. El primer viaje parte a la seis y media, si no es demasiado temprano para un abogado.
—Allí estaré. Y le llevaré una pequeña bonificación, señor Lennox, como gesto de buena voluntad. No creo que debamos remover las aguas más de lo necesario.
Me cuestioné si Fraser pretendía hacer un juego de palabras sobre el ferri, pero llegué a la conclusión de que esa clase de humor era totalmente ajeno a su talante. Colgué sin más.
Fui a la cafetería del hospital y me tomé un café, más que nada para tragarme los antibióticos que me habían dado con el fin de prevenir una infección. Noté que me temblaba la mano al sujetar la taza. La imagen de la silueta de Provan ardiendo se me presentaba una y otra vez.
Cuando me serené un poco, fui hacia el aparcamiento. Había dos hombres aguardando junto al Atlantic. Uno era un Teddy boy enjuto con pinta de duro. El otro, sentado en el guardabarros, me hizo temer seriamente por la suspensión del coche. Se incorporó cuando me acerqué, y el Atlantic dio un bote.
Los conocía a los dos.
—Hola, señor Lennox —dijo el gigantón con una voz de barítono que bordeaba el extremo inferior del espectro auditivo humano—. Nos han solin… cita… do que le propror… cione… mos un medio de transporte para ir a ver al señor Sneddon.
—Casi me lo estaba esperando, Deditos —dije—. Veo que vienes acompañado. Hola, Singer.
El aludido me hizo una leve inclinación de cabeza. No podía hacer otra cosa. Pensé en decirle: «Veo que me castigas con tu silencio», pero yo nunca bromeaba acerca de su minusvalía, aunque no sabía bien por qué.
Aparte de ser mudo, Singer también era el asesino más cruel y malvado con el que pudiera uno tropezarse. Pero yo estaba en deuda con él: me había salvado una vez la vida y él sentía al parecer cierto respeto por mí, igual que Deditos. Este me caía bien. Era un fanático de la autosuperación y trabajaba incansablemente para mejorar su vocabulario, básicamente mediante el estudio del Reader’s Digest. Lo gracioso era que, pese a ello, se las arreglaba para hablar el inglés, su lengua materna, como si fuera un idioma extranjero.
Esa imagen entrañable de Deditos era la que yo trataba de mantener en el primer plano de mis pensamientos mientras el tipo me acompañaba a la parte trasera del Jaguar que habían aparcado detrás del Atlantic. La imagen alternativa era la de un torturador psicópata que te arrancaba los dedos de los pies, uno a uno, mientras recitaba: «Este tenía hambre, este compró un huevito y este pícaro gordito…».
Me volví hacia el Atlantic. Había dejado la pistola en el maletero antes de entrar en urgencias.
—¿Tiene que recoger algo, señor Lennox? —preguntó Deditos.
—No… —dije, pensativo. Habría de jugar aquella mano con las cartas que me habían tocado—. No, no pasa nada, Deditos.
Singer conducía y el gigantón se había sentado detrás a mi lado, lo cual significaba que yo estaba apretujado en el rincón.
—¿Continúas trabajando mucho para el señor Sneddon, Deditos? —pregunté en tono familiar.
—No, au cogn… traire —contestó él—. Es una expresión francesa para decir al contrario, por cierto… No, el señor Sneddon está in… mier… so actualmente en un proceso de diversi… feca… ción comercial. Pero me va encontrando otras tareas que hacer y sigo en nómina con el salario completo.
—Magnífico —dije, y confié en que este paseo cayera también bajo la categoría de «otras tareas». Miré por la ventanilla. Nos dirigíamos a los muelles. Quizás a la oficina corporativa de Sneddon, lo cual sería buena señal. Pero giramos una y otra vez, y pronto nos vimos rodeados por las negras moles de los almacenes del muelle. No era tan buena señal.
Deditos se quedó callado y dejó de sonreír. Lo cual era aún peor. Nos detuvimos frente a un almacén, y Singer se apeó, abrió las puertas y metió el coche en el interior. Estaba oscuro allí dentro, y tardé unos instantes en adaptarme a la penumbra. Deditos bajó, dio la vuelta hasta mi lado y me sacó del coche tirándome del brazo. Me condujo a la fuerza junto a los cubículos desocupados de las oficinas, cruzamos unas puertas de doble hoja y accedimos al inmenso espacio de la nave principal. Estaba completamente vacía, dejando aparte las pesadas cadenas que colgaban del techo como lianas de la jungla, y una única silla tubular de acero situada en medio de aquel espacio.
Willie Sneddon, vestido como siempre con un traje impecable y con un abrigo de pelo de camello echado sobre los hombros, se hallaba sentado en la silla. Le hizo un gesto a Deditos, y una locomotora me golpeó en los riñones.
—Lo lamento, señor Lennox —dijo McBride con toda sinceridad, mientras yo vomitaba el desayuno. Y toda la bilis también. Me bailaban puntos amarillos ante los ojos, y solo era vagamente consciente de que me arrastraban por el suelo y me ceñían las muñecas con algo duro y frío. De repente noté que me izaban y que mis pies abandonaban el suelo. Tardé unos momentos en advertir que estaba colgado de uno de los cabrestantes cuyas cadenas había visto colgando del techo. Noté que un hilo de sangre me resbalaba por el brazo hasta el hombro. «Otra vez los puntos», pensé. Quizá sería mejor que la próxima vez me pusieran una cremallera.
Desprendiéndose de su abrigo de pelo de camello, Sneddon se puso de pie y se me acercó.
—Este es exactamente —dijo con irritación— el tipo de cosas que he estado tratando de dejar atrás.
—Si puedo hacer algo para ayudarlo a dejarlo del todo —mascullé—, no tiene más que decírmelo.
—Y este es el tipo de chiste —contestó con hastío— que te convierte en un hinchapelotas.
Le hizo una seña a alguien situado a mi espalda, probablemente Deditos, y otra locomotora me golpeó en la parte blanda de la espalda. Era Deditos, sin duda.
—Te he dado un montón de trabajo todos estos años, Lennox. Ya sé que te crees demasiado bueno para seguir trabajando para mí, para Cohen o Murphy, pero esa pequeña oficina de mierda que llevas… jamás habría despegado de no ser por nosotros. Y yo siempre te he tratado bien, ¿no es así?
—En general, sí —respondí procurando concentrarme en su rostro y olvidar el dolor de los brazos—. Pero debo decir que el presente tête-à-tête está poniendo en tensión tanto nuestras relaciones profesionales como las articulaciones de mis brazos. ¿Por qué…, por qué no vamos al grano?
—Muy bien —dijo Sneddon—. ¿Sabes por qué estás aquí?
—Yo simplemente estoy intentando llegar al fondo del asunto Strachan. Y sé que usted está más implicado de lo que ha reconocido. Sé quién es usted. Es decir, quién era…
Sneddon volvió a mirar más allá de mi campo visual y señaló la puerta con el mentón.
—Sal y espérame fuera con Singer, Deditos.
—De acuerdo —dijo el gigantón a mi espalda con un tono algo afligido—. Lo lamento, señor Lennox…
—No te preocupes, Deditos —dije respirando con breves inspiraciones—. Ya sé que esto no es más que una cuestión profesional.
—Muy bien…, ilumíname —exigió Sneddon, una vez que nos quedamos a solas.
—No puedo probar nada…, y tiene que entender que yo no pretendo probar nada de todo esto. Lo único que quiero es saber quién ha estado tratando de matarme y por qué.
—Adelante…
Gruñí un poco primero. Las articulaciones de los hombros me dolían de mala manera y todavía sentía náuseas por los golpes de Deditos. Su falta de entusiasmo ante la idea de zurrarme no se había transmitido a sus puños.
—Volvamos al robo de la Exposición Imperio en 1938 —dije—. Fue el mayor atraco de la historia de Glasgow. Uno de los tres grandes robos: cada uno de ellos, un récord por sí mismo en su género. Ahora estoy completamente seguro de que fue Joe Gentleman quien los organizó todos. Él y su banda de compinches anónimos. Pero aquel policía murió y todo se fue al cuerno. Los cuatro integrantes de la banda se acojonaron. Pero Strachan y ese aprendiz suyo, el llamado «Chaval», siguieron con su plan. Por lo que he podido averiguar, era el Chaval quien se encargaba de hacerle el trabajo sucio a Strachan, pero su identidad, como la de sus compañeros, se mantuvo siempre bien oculta.
—Al grano, Lennox.
—Supongamos que fue Strachan quien disparó. Matar a ese poli les puso a todos una soga al cuello. Por lo visto, se produjo una discusión. Antes de morir, Stewart Provan me contó que la banda se separó después del golpe y quedó en reunirse una semana más tarde en el hangar del tren-avión de Bennie. Provan y los demás llegan a la conclusión de que Strachan y el Chaval van a traicionarlos, por lo que ellos también se disponen a cometer traición. Los ánimos están exaltados a causa del asesinato del policía y acaba produciéndose un tiroteo. Strachan, o un miembro de la banda, muere. Yo siempre he apostado por Strachan, porque los huesos que sacaron del río son de un hombre de estatura elevada. Así que él termina durmiendo un oscuro y profundo sueño en el fondo del Clyde, y nadie llega a saber dónde está el dinero. Pero algo no encaja, porque la esposa y las hijas gemelas de Strachan reciben mil pavos por cabeza cada año en el aniversario del robo de la Exposición Imperio. Con lo cual deduzco que alguien se quedó con el dinero. El botín completo. Y que lo mantuvo a buen recaudo durante los años de la guerra.
—¿Y tú quién crees que era ese alguien? Por lo que estás diciendo, parece que yo tenía razón y que Joe Gentleman sobrevivió.
—No necesariamente. Uno de los miembros de la Banda de la Exposición Imperio era un hijo de puta más despiadado incluso que Strachan. Ese al que llamaban el Chaval. El tipo aguarda con paciencia. Quizá sirve en el ejército durante la guerra, sabiendo que cuando llegue la desmovilización tendrá una auténtica mina de oro en sus manos. Dinero suficiente para…, bueno, ¿qué podría hacer con una cantidad semejante? Podría establecerse en algún rincón remoto del planeta, desde luego, pero habría de vivir atemorizado y siempre vigilante; o bien podría construir un poderoso dominio que lograra que él fuese el más temido: el hombre del que han de precaverse los demás. Y eso es lo que hace. Se convierte en el jefe del crimen organizado más rico y poderoso de Glasgow. Usted es un Rey de Reyes, después de todo, ¿no es así, señor Sneddon? Siempre poseyó la crueldad y la ambición para ello, y después del robo se encontró con el capital necesario. Era usted, sí. Usted era el Chaval. Y estaba al corriente del dinero que las gemelas reciben cada año, porque se lo envía usted mismo, ¿no es así?
Sonreí. Yo era un tipo listo, no cabía duda. Lo había averiguado todo y ya solo me quedaba demostrarlo. Pero era tan listo que me había cavado yo mismo la tumba por hablar demasiado. Sneddon no llamó a Deditos. Lo haría él mismo. Nadie podía saber lo que yo sabía.
—¿Y por qué estás tan seguro? —musitó con calma.
—Yo fui a verlo para preguntarle dónde podía encontrar a Billy Dunbar. En esa conversación le conté que estaba investigando la desaparición de Joe Strachan. Al día siguiente, me asalta un tipo en un callejón lleno de niebla y me dice que deje correr todo el asunto. Las únicas personas que sospecho que me han vendido son varios miembros de la policía; nunca, ni por un segundo, se me ocurre que haya sido usted. Después localizo al tal Dunbar, y él me larga una elaborada sarta de disparates que acaso podrían ser verdad. Pero se le escapa un detalle: que usted le consiguió el puesto de guardabosque porque sabía que había quedado una plaza vacante. Lo sabía porque usted mismo la había creado con su navaja cuando aquel guardabosque tropezó con la banda mientras estaban entrenándose para el golpe de la Exposición Imperio.
Sneddon se echó a reír. Algo que nunca le había visto hacer.
—La verdad, Lennox, eres un fenómeno. Te mueres de ganas de meterte de cabeza prematuramente en una fosa, ¿no?
—Quizás encuentre un poco de paz allí. —Y no era un chiste.
—Continúa.
—Deduzco que fue usted quien mató a Strachan cuando volvió al hangar; y, probablemente, también a Mike Murphy. Luego se dedicó a dar caza a los demás, terminando hoy con la bomba en el coche de Stewart Provan. Pero volviendo a Dunbar…, usted y Billy eran viejos amigos; y como él estaba sin blanca, lo sobornó para que me contara que había visto a Strachan vestido de oficial. Usted calculaba que yo ya habría descubierto que Strachan se había hecho pasar por un oficial al final de la Primera Guerra Mundial y que era capaz de interpretar cualquier papel. Yo cometí la locura de tragarme la historia de Dunbar. Entretanto, usted había contratado a un excomando para intimidarme y, al ver que no funcionaba, le ordenó que me matara.
—Te crees muy listo, ¿verdad, Lennox?
—Justamente me estaba piropeando a mí mismo.
La voz me salía muy apagada ahora. Estaba exhausto. Y sabía que iba a morir.
—Dígame, ¿por qué les envía el dinero a las chicas, Sneddon? No puedo creer que tenga usted ninguna clase de conciencia. Y al enviarles el dinero, no deja de correr un riesgo, entonces…, ¿por qué?
Él sonrió. Eso no me gustaba. Nada de nada. Me rodeó para situarse a mi espalda. Iba a dispararme en la nuca. Levanté la vista hacia las cadenas: no podía hacer absolutamente nada. Al menos, sería rápido.
Y de golpe, me encontré en el mugriento suelo y un rollo de cadenas se desplomó sobre mí. Sneddon me había liberado al desenganchar el mecanismo, y estaba otra vez frente a mí. Se guardó la pistola en el bolsillo y se sentó en la silla. Deditos abrió bruscamente la puerta de la nave.
—¿Todo en orden, jefe? —preguntó mirándome—. He oído una especie de caca… fonía.
—Todo bien, Deditos. El señor Lennox y yo hemos aclarado un malentendido. Espérame fuera. Saldremos en un minuto.
—No acabo de captarlo… —dije, por una vez sin la intención de hacerme el gracioso. Me aflojé las cadenas de las muñecas.
—No, no lo captas, Lennox. Tienes razón: yo era el Chaval, desde luego. Joe Strachan me enseñó todo cuanto sé.
—¿O sea que tomó parte en los robos de las Tres Coronas?
—Hay ciertas cosas que no voy a reconocer ante nadie. Cosas que están cerradas bajo llave para siempre. Saca tus propias conclusiones. Pero escucha, Lennox: yo no maté a Strachan. Sí, soy yo quien manda el dinero a las gemelas cada año. Tú me has preguntado por qué y te lo voy a decir. Les envío el dinero porque son medio hermanas mías.
—¿Usted es hijo de Strachan?
—Lo averigüé por mi propia cuenta. No me engaño a mí mismo pensando que yo no era uno de los muchos bastardos que él engendró. Más tarde descubrí que mi madre había sido despampanante, de joven. Y Joe Strachan siempre tuvo muy buen ojo para las damas. Se enredaron, y ella quedó preñada. Pero me abandonó nada más nacer; yo fui criado en un orfanato. Allí aprendí que has de ser un cabronazo de primera, o no eres nada. Me costó una eternidad encontrar a mi madre y luego a Joe Gentleman. Acudí con una pistola a nuestro reencuentro entre padre e hijo, pero las cosas salieron de un modo extraño. Juro que casi se le caían las putas lágrimas cuando le dije que era su hijo. Él solo tenía a las gemelas, ¿entiendes?, y creía en todas esas chorradas de transmitir algo a la siguiente generación. Un hijo que heredase el imperio. O sea que, sí, yo era el Chaval. Pero no me llamaba así porque fuese su aprendiz, sino porque era su hijo. De modo que cuando te conté que me puse al frente de su pequeño imperio, te dije exactamente la verdad. Yo heredé el patrimonio de mi padre.
Me puse de pie, todo dolorido, frotándome las muñecas.
—Déjeme adivinarlo —dije—. Ahora me va a decir que he entendido mal todo lo demás.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, todo parece encajar: usted le dice a Dunbar que me cuente esa historia de que había visto a Strachan durante la guerra…, una cortina de humo. Y además, contrata a un antiguo comando para que me dé un aviso y, al ver que no funciona, le ordena que me liquide. Pero entonces hay algo que no cuadra.
—¿Qué?
—Esa vieja cicatriz de navaja que tiene usted en la cara. Una marca distintiva, por así decirlo. Resulta que hay un marica asustadizo llamado Paul Downey, especializado en fotografía chunga. Al tipo lo han convencido para hacer un chantaje con el fin de pagar sus deudas a un usurero, cuando, de repente, aparece un caballero en un Bentley reluciente y le ofrece un sencillo trabajo, nada ilegal en apariencia, por el cual recibirá una suma exagerada de dinero. El rico caballero dice llamarse Paisley y es un hombre muy elegante, pero tiene la cicatriz de un navajazo en la mejilla derecha, exactamente igual que la suya. Por cierto, deduzco que heredó de su padre el gusto por la ropa cara. Entonces, ¿usted es el Chaval y también el «señor Paisley»?
—Eres tú quien cuenta la historia. Continúa…
—Así pues, hay dos hechos (a los que hay que sumar un tercero: que yo aún siga respirando) que contradicen mis teorías. ¿Por qué iba a pagar a alguien para que sacara fotos de un tipo que todos creemos que es Strachan si usted sabe con toda seguridad que está muerto?
Sneddon sacó una pitillera de oro y me ofreció un cigarrillo. Acepté. Me dio lumbre y encendió el suyo.
—Bueno, ¿y cuál es tu idea?
—Aún no sé por qué, pero usted necesitaba comprobar si Joe Strachan estaba muerto o no. Recibió el soplo de que este iba a asistir a una reunión en la hacienda del duque de Strathlorne. Y usted sabía que Downey también estaría allí porque el negocio de ese usurero es propiedad suya y también lo era, por tanto, la deuda que Downey tenía que pagar. Usted estaba totalmente al corriente del chantaje a John Macready.
—Era una idea disparatada. No había la menor probabilidad de que se salieran con la suya. Pero cuando me enteré de que iban a usar una casita de campo de la hacienda, me pareció que era una ocasión demasiado buena para dejarla escapar.
—Y fue usted quien le dijo a George Meldrum que me recomendara al abogado Fraser, ¿verdad?
—Sí. Sabía que tú lo resolverías en un abrir y cerrar de ojos y que te pagarían más que generosamente. Necesitaba que todo el asunto quedara resuelto antes de que alguien averiguase lo de las fotos que yo le había encargado a Downey.
—Entonces, ¿no metió a nadie más en el asunto? ¿No era usted quien estaba detrás del asesinato del novio de Downey y del incendio de su piso?
—No. No metí a nadie más. Y no me hacía falta que los matasen. Tú eras mi hombre en el caso, aunque no lo supieras. Pero entonces aparecieron las gemelas y te pusiste a investigar quién enviaba el dinero. Tú mismo te buscaste que te cayera toda esa mierda encima, Lennox. No me culpes a mí.
—No lo culpo. Pero quiero que me responda con franqueza.
—Pregunta.
—Muy bien. —Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y saqué la foto que le había quitado a Downey—. Entonces, por el amor de Dios y por lo más sagrado, dígame por favor, dígame…, si este hombre es su padre, Joe Gentleman Strachan, o no.
Sneddon dio una larga y lenta calada a su cigarrillo y sonrió maliciosamente mientras dejaba escapar el humo, saboreando mi frustración.
—Sí.