Capítulo catorce

Cuando me estaba yendo de casa por la mañana, me tropecé con Fiona White, que salía justo entonces por su puerta de la planta baja. Me dio toda la impresión de que había estado esperando a que sonaran mis pasos en la escalera para salir.

Fue una breve y triste conversación. Yo todavía me sentía confuso a causa de la repentina aparición del hermano o sustituto de su marido muerto, o lo que demonios fuera. Ella trataba por su parte de formular algo que aún no había pensado detenidamente; un mensaje tranquilizador, supongo, pero la verdad es que estábamos los dos en un mar de dudas. A fin de cuentas, todo entre nosotros había transcurrido hasta entonces sin palabras, dejando aparte mi soliloquio del año anterior. Y eso, más que ninguna otra cosa, había contribuido a encorsetar lo que hubiera entre ambos. Fiona me dijo que «James» estaba preocupado por el bienestar de las niñas, siendo como era su tío. Y ya no hubo mucho más que hablar. Yo le dije que, realmente, no era asunto mío, lo cual, advertí, la hirió.

Así fue como concluyó nuestro breve intercambio al pie de la escalera. Salí en busca de mi Atlantic, sintiéndome fatal. Siempre era una buena manera de empezar el día.

Llegué a la oficina justo para abrirles la puerta al carpintero y al vidriero, que tardaron casi la mañana entera en reemplazar la ventana. No me habían permitido repararla hasta entonces, pero una vez que la policía hubo sacado todas las fotos y huellas necesarias, me habían dado el visto bueno para quitar los tablones y poner cristales nuevos. Durante el resto del día, la oficina apestó a masilla, a resina y al hedor extrañamente persistente a transpiración de los operarios.

Saqué un cuaderno de notas y calculé rápidamente cuál era mi balance con todo el dinero que había ganado (ninguna parte del cual llegaría a conocimiento del fisco). Era un montón. Un montón enorme. El caso Macready me lo habían pagado de un modo absurdamente exagerado. Me irritaba, por el contrario, que la manía de la gente de pagarme sumas desmesuradas de dinero libre de impuestos despertara el lado suspicaz de mi carácter. Me irritaba enormemente. Pero así era.

Oficialmente, yo ya estaba fuera de los casos Macready y Strachan. Había logrado evitar por muy poco caer en un profundo sueño en una tumba improvisada en medio del bosque, y ahora tenía más que suficiente para hacer lo que quisiera con mi vida. «Ahora, Lennox —me repetía—, es el momento de dejar las cosas como están».

Al parecer, estaba tan sordo al diálogo interior como a mi propio instinto.

Al enterarme a través de Donald Fraser de que Macready y compañía abandonaban la ciudad y regresaban en avión a Estados Unidos al día siguiente, telefoneé a Leonora Bryson y le pregunté si podíamos quedar para tomar un café.

—No veo para qué —respondió—. Sucediera lo que sucediera entre nosotros, no quiero que vaya a creer que significó algo.

—Ah, créame, amiga mía, ese punto ya me lo dejó bien claro. Pero esto es un asunto profesional. Un pequeño epílogo a mi investigación, por así decirlo.

Noté por su tono que no sabía bien qué hacer; por fin, accedió a reunirse conmigo. Pero en mi oficina.

Se presentó un cuarto de hora tarde. Llevaba un conjunto menos serio que de costumbre, que le ceñía la figura. Supuse que todos los hombres con los que se había cruzado en el corto trayecto desde el hotel Central llevarían ahora un collarín para las cervicales. En lugar de sombrero, se había puesto un pañuelo de seda estampada.

—Bueno, señor Lennox, ¿qué le ronda por la cabeza? —Se esforzó para imprimirle una impresionante dosis de aburrimiento a la pregunta. Hubiera tenido que echarle una ojeada al reloj para recalcar el efecto, pero no lo hizo.

—Más bien por mi conciencia, a decir verdad. Verá, conozco a una mujer, Martha. Una buena chica, aunque no la he tratado bien.

—¿Se supone que debo sorprenderme? ¿O interesarme?

—¡Ah, sí! Creo que debería interesarse. La he tratado mal porque la he usado como sustituta de otra persona. Otra persona que me importa, pero con la cual, para ser franco, sé que nunca podré estar. Usted me ha dicho por teléfono que lo ocurrido entre nosotros no significó nada. Pues sí. Significaba mucho. He de decirte, cariño, que había en ello mucha agresividad.

Leonora Bryson se puso de pie.

—No tengo por qué seguir escuchándolo. Siempre he sabido que no era un caballero, pero esto…

—Ahórrate la indignación, Leonora, y siéntate. O tal vez le sugiera a la policía que te impida subir mañana a ese avión.

Ella no dijo nada. Todavía desafiante, todavía de pie.

—Mi modo de estar con Martha, comprendí…, era exactamente igual que tu modo de estar conmigo. Lo lamento, Leonora. De veras… No puedo imaginarme qué debe de suponer estar tan enamorado de una persona a la que ves todos los días, pero con la que no podrás mantener jamás ningún tipo de relación.

—No sé de qué me está hablando. —Pero volvió a sentarse.

—Estás totalmente, rematadamente, locamente enamorada de John Macready. Dios sabe que cualquier hombre del mundo debería dar gracias de rodillas por el hecho de que una mujer como tú lo adorase. Pero reconozcámoslo: el señor Macready se pone de rodillas por motivos muy, muy distintos. Todo ese arsenal imponente que posees queda malgastado por completo en su caso. Él no tiene ojos para ti, ni es consciente de que harías cualquier cosa para protegerlo.

—Es usted un hombre mezquino, Lennox. Un hombre sórdido, venenoso y mezquino.

—Bueno. No soy la persona más indicada para defender mis cualidades. Pero no me gusta que maten a nadie que no se lo merece. Frank Gibson, por ejemplo. Te equivocaste de víctima, ¿no es así? No sé quién trabaja aquí para ti, pero tú lo llamaste inmediatamente después de que yo te telefonease desde delante del piso de Gibson. No te fiabas de que me hubiera apoderado absolutamente de todo. Podría haber habido otro cuarto oscuro en alguna parte, más negativos, más impresiones de las fotografías. Y tú no permitirías que nadie le hiciera daño al hombre al que amas. Líbrate del chantajista…, y te librarás del chantaje. Pero cuanto tu gente llegó a la casa, solo estaba Frank. Deduzco que Paul Downey puso pies en polvorosa en cuanto salí de allí. Y me imagino que tu gente ha estado siguiéndole el rastro desde entonces.

—¿Qué quiere, Lennox? —dijo fríamente—. ¿Sexo? ¿Más dinero?

—Tengo dinero de sobra, muchas gracias. Y aunque yo mismo no puedo creer lo que estoy diciendo, voy a pasar del sexo. Seguramente es lo mejor, de todos modos, al menos hasta que el hospital monte un pabellón poscoital en urgencias. En fin, no te apures. No puedo demostrar nada. La policía podría quizá, con el tiempo, pero yo te guardaré el secreto.

Ella se esforzó en no demostrar su alivio.

—¿Qué quiere de mí, entonces?

—Tres cosas. No me imagino a una mujer impresionante como tú recorriendo los bajos fondos de Glasgow en busca de unos asesinos profesionales. Así pues, quiero saber quién se ocupó del seguimiento y del crimen por encargo tuyo.

Ella guardó silencio.

—La segunda cosa que quiero saber es si han encontrado a Downey y, en tal caso, si todavía sigue transformando oxígeno en dióxido de carbono. Si todavía sigue vivo, quiero saber dónde está, o al menos averiguar por dónde seguir buscando.

—¿Y la tercera?

—La tercera es la más personal, y quiero una respuesta sincera. ¿El tipo que abandonó mi oficina por esta ventana obedecía tus instrucciones? ¿Le pagaste para que me matara?

—No.

—Tendría su lógica. ¿Cómo ibas a saber que yo no me iría de la lengua sobre John Macready? ¿O si me había metido en el bolsillo un par de negativos de recuerdo? Al fin y al cabo, sé hasta qué punto está dispuesta la productora a aflojar la pasta para proteger el buen nombre de su estrella.

—Lo pensé, pero no. La única cosa que sabíamos todos sobre usted, por sórdidamente que se haya comportado en otros aspectos, es que no engañaría a un cliente. Por consiguiente…, lo que haya ocurrido aquí no tiene que ver conmigo.

—Está bien… Te creo. ¿Qué me dices de mis otras preguntas? ¿Cómo conseguiste a los matones a sueldo?

—A través de Fraser, el abogado.

—¿Fraser? —No pude dejar de traslucir mi sorpresa. Hasta entonces había hecho muy bien mi papel de detective omnisciente. Aunque la verdad era que, al empezar, no estaba seguro en absoluto de que fuese a sacar nada.

—Conoce gente —comentó ella—. De la época de la guerra.

—Pero si Fraser estuvo en la Guardia… —La frase se me quedó a medias en los labios. Me entraron ganas de tirarme a mí mismo por la ventana por lo estúpido que había sido—. ¿Y Downey está muerto?

—No.

—¿Sabes dónde está?

Ella no respondió. Se inclinó sobre el escritorio y se acercó el teléfono. Mientras lo hacía, pude observar la turgencia de sus pechos por el escote de la blusa de seda. Llegué a la conclusión de que me precipitaba al rechazar ciertas ofertas y de que una breve visita al departamento de urgencias no habría estado tan mal.

Ella habló sucintamente por teléfono y anotó algo en el papel secante de mi escritorio. Sus últimas palabras fueron para ordenar a los matones que cancelaran la operación.

—Lo han localizado en esta dirección —indicó—. No le ocurrirá nada. Pero si ese hombre intenta alguna vez vender cualquier foto de John, le prometo, Lennox, que haré una llamada desde el otro lado del Atlántico y daré a mis contactos dos nombres.

Me levanté, rodeé el escritorio y, colocándome a su lado, leí la dirección. Era en Bridgeton. Pobre desgraciado.

Agarré del brazo a Leonora, la puse de pie y la empujé por la oficina hasta acorralarla contra la pared.

—Yo no pego a ninguna mujer, Leonora. Una de esas rarezas mías —le espeté—. Pero si vuelves a amenazarme, no importa cuántos continentes haya de atravesar: iré a buscarte y te abofetearé hasta dejarte inconsciente. Y después, le entregaré a la policía todos los indicios que tengo, a ver si pueden colgarte algún delito. ¿Lo has entendido?

Ella asintió, aunque sus ojos no reflejaban ningún miedo. Era una mala bestia, no cabía duda. Le solté el brazo.

—Y permíteme que te lo deje bien claro: si me entero de que le sucede algo, cualquier cosa, a Paul Downey, iré a la policía y les contaré todo cuanto sé. Tal vez no sea suficiente para que presenten una acusación, pero se armará un escándalo mayúsculo, y todo lo que tanto te has esforzado en evitar que salga a la luz ocupará todas las portadas.

Me aparté. Me sentía mal por mi rudeza, pero yo reaccionaba violentamente cuando me amenazaban. Y además, dada mi experiencia con Leonora, ella lo consideraría seguramente como una especie de juego preliminar.

—Otro pequeño consejo, señorita Bryson: cuando subas mañana a ese avión, te recomiendo que te asegures de que el billete es solo de ida y de que nunca más vuelves a poner los pies en suelo británico. ¿Lo has entendido?

Ella se irguió antes de responder. Estaba tratando de recuperar su dignidad, aunque la verdad es que no la había perdido en ningún momento.

—Se ha expresado con mucha claridad, Lennox. Pero no se preocupe. No tengo la menor intención de volver a pisar este país de mierda.

—Una cosa más —dije cuando ya se iba—. Ni una palabra a Fraser. No quiero que llegue a sus oídos que estoy al corriente de vuestro pequeño arreglo.

Ella se volvió al llegar a la puerta, asintió secamente y desapareció.

Me senté y contemplé por la ventana la oscura piedra y la intrincada estructura de hierro de la Estación Central, mientras reflexionaba en lo que acababa de suceder y en la información que había obtenido. La guerra había concluido hacía más de diez años, pero todavía se cernía en el horizonte, arrojando su sombra en todos los órdenes de la vida. A mí, incluso cuando Jock Ferguson le había preguntado al viejo policía retirado sobre Harrison, se me había olvidado que Fraser había estado en la Guardia Local.

Estaba sopesando qué hacer a continuación cuando alguien entró en mi oficina. Igual que McNab, sin llamar. Consideré la posibilidad de poner un cartel.

—Hola, Jock —lo saludé—. En ti estaba pensando.

Él entró y se sentó frente a mí. Noté que había reparado en la dirección escrita en el papel secante y que la examinaba con aire abstraído antes de arrojar encima su sombrero flexible.

—Aquí tienes la fotografía —dijo dándome un sobre. Después de la conversación con él y McNab, les había dejado la foto de Joe Strachan o Henry Williamson, o quien demonios fuera, con la condición de que me la devolvieran cuando hubieran sacado una copia. Había sido un alivio que no me hubieran presionado demasiado para averiguar cómo la había conseguido.

—¿Tienes algo sobre el tipo que sale ahí? —pregunté.

—No. Continúa siendo un misterio. Pero tengo una buena noticia, y quiero que sepas que no se la he comunicado aún al comisario McNab: creo que he localizado a alguien que quizá sea capaz de arrojar un poco de luz en el asunto.

—Ah…, ¿quién?

—Stewart Provan.

—Espera…, me suena ese nombre. —Revolví en el cajón y encontré la hoja que me habían enviado las gemelas con los nombres de la nota encontrada detrás de un mueble de su casa. Ahí estaba: el cuarto de la lista—. ¿Cómo lo has encontrado?

—Pura casualidad. Ahora vive bajo otro nombre: Stewart Reid. Se lo cambió legalmente. Pero cuando son exconvictos nos notifican los cambios de nombre y residencia. Me ha pasado el nombre el viejo Jimmy Duncan, a quien conociste el otro día. Le dije que quería localizar a cualquier persona sospechosa de haber trabajado con Joe Strachan, y él pensó en Stewart Provan; y de ahí llegamos a Stewart Reid.

—¿Algún delito desde los años treinta?

—Ninguno. Como Billy Dunbar, se ha reformado.

Asentí. Me abstuve de añadir que podía garantizarle que Dunbar nunca volvería a quebrantar la ley.

—¿Tienes una dirección? —pregunté.

Ferguson asintió con indulgencia y me dio un pedazo de papel con los datos de Provan.

—Te lo agradezco, Jock.

—Que no se entere McNab de que te he pasado la información. Por cierto, ¿qué sucede entre vosotros dos? Casi parece como si estuvieras en nómina. No lo estás, ¿verdad? Quiero decir, ¿no te estará pagando de los fondos reservados?

—No seas idiota, Jock. Digamos que el comisario ha llegado a apreciar mejor mis cualidades. Bueno, ¿qué opinas de esa conexión con la Guardia Local? ¿De veras crees que ese comisario en jefe Harrison le dio el soplo al tipo que vino a por mí?

—Lo ignoro, Lennox, pero tú sabes bien que las coincidencias son difíciles de creer. No obstante, me cuesta aceptar que un oficial de alto rango de la policía de Glasgow pueda estar implicado abiertamente en una locura semejante.

Alcé exageradamente una ceja (Archie habría estado orgulloso de mí).

—No todos aceptamos sobornos ni somos corruptos —dijo Jock a la defensiva.

—No todos; estoy seguro. En fin, gracias por la información, Jock. —Me puse de pie. Quería que se largase. No tenía ni idea de cuánto tiempo permanecería el aterrorizado Paul Downey en la dirección que Leonora Bryson me había dado.

—No hay de qué. —Noté por su tono que estaba algo molesto.

—Perdona, Jock…, pero tengo un asunto que atender. Y es urgente.

Bajamos y salimos a la calle juntos. Yo doblé la esquina para recoger el Atlantic y me dirigí a Bridgeton. Una vez allí, pasé tres o cuatro veces frente a la dirección indicada, rodeando las manzanas adyacentes para cerciorarme de que no había ni rastro de los matones que Bryson había puesto sobre la pista de Paul Downey. Era necesario que ocultara a Downey antes de ocuparme de Fraser.

De entrada, se me presentaba un problema: la dirección correspondía a un bloque de viviendas que no pasaba de ser un pobre tugurio, igual que los edificios de alrededor. No podía dejar el Atlantic por allí cerca. Básicamente, porque, en tal caso, poco quedaría de él cuando volviera; pero también porque cantaría demasiado en ese barrio, y entonces tendría tantas probabilidades de sorprender a Downey como si me acercara con una bandera y un tambor. Me alejé más o menos un kilómetro hasta una estación de tren, dejé el Atlantic en el aparcamiento y volví a pie al bloque de viviendas. Los números eran difíciles de distinguir, y no quería llamar a ninguna puerta y preguntar si conocían al chico. De cualquier modo, ya me parecía oír el tam-tam de la jungla mientras caminaba frente al edificio.

Podría haber montado guardia allí fuera, sin duda, pero quizás habrían pasado horas antes de que Downey, asustado como estaba, se aventurase a salir. O tal vez ya se había mudado. Me quedé en la esquina, fumando y observando a los niños descalzos que botaban barcos de papel en la iridiscente y aceitosa superficie de los charcos de lluvia.

Cuando ya me iba a arriesgar a llamar a alguna puerta, vi a Downey al fondo de la calle, cargado con una bolsa de papel marrón de comestibles. Él no me había visto, y yo me oculté tras la esquina y esperé a que llegara a mi altura.

Me compadecía del tipo, la verdad. Cuando dobló la esquina, puso la misma cara de espanto que si hubiera ido a caer en las garras de la Parca, que era lo que yo venía a representar para él. Dio un brinco, dispuesto a salir corriendo, pero yo lo agarré del brazo y lo empujé contra la pared, mientras él dejaba caer la bolsa de comestibles sobre los adoquines.

—¡Usted lo mató! —gritó—. ¡Mató a Frank! ¡Y va a matarme a mí!

Los niños que estaban en la cuneta interrumpieron sus juegos para mirarnos. Con curiosidad, pero sin alarma. No era la primera vez que veían algo parecido.

—Deja de gritar, Paul —le pedí con calma—, o tendré que zurrarte, y no he venido para eso. No voy hacerte daño ni le hice nada a Frank. —Fruncí el entrecejo—. Bueno… sí, le di unos golpes, pero no fui yo quien lo mató. Ni tengo nada que ver con quienes lo hicieron. ¿Lo entiendes?

Él asintió furiosamente, pero como si quisiera decir «estoy demasiado cagado para escuchar».

—Paul… —dije armándome de paciencia—. A ver si lo entiendes: no he venido para hacerte daño. Lo creas o no, quiero ayudarte y asegurarme de que sigas a salvo. ¿Comprendes?

Volvió a asentir, pero esta vez sí había captado el mensaje. Ahora su expresión se tiñó de recelo. Lo solté.

—Quiero ayudarte, Paul…, poner fin a todo este embrollo y arreglar las cosas, y que así ya no tengas que seguir huyendo. Pero primero he de hablar contigo para comprender mejor qué sucede. ¿Podemos subir a tu casa?

—Estoy viviendo con un amigo. No podemos hablar allí. —Su tono y su mirada seguían llenos de recelo.

—Está bien. —Recogí la bolsa y se la puse en las manos—. Tengo el coche en la estación. Charlemos mientras caminamos…

Le había dado la bolsa de comestibles para que le estorbara la huida, o al menos para que me pusiera a mí sobre aviso si la arrojaba de repente con intención de salir a escape. Pero mientras caminábamos, escuchó todo cuanto yo le iba diciendo; entre otras cosas, que mi única misión había sido recuperar las fotografías y los negativos de John Macready. Le mentí al decirle que sospechaba que Frank había sido asesinado por gente que trabajaba o bien para Macready, o bien para el duque, deseoso de proteger a su hijo. Yo sabía perfectamente, desde luego, que habían sido Leonora Bryson y el abogado Fraser quienes habían urdido el crimen.

Llegamos a donde estaba el coche y le dije que subiera. Él obedeció, aunque tras echar una mirada angustiada alrededor. Yo mismo eché un vistazo rápido y subí también. Downey, menudo y flaco, permanecía abrazado a su bolsa de comestibles, más parecido a un niño que a un hombre.

—¿Por qué te metiste en todo este asunto, Paul? —le pregunté—. Tú no estás hecho para esto.

—La idea en principio fue de Frank. Luego a Iain se le ocurrió el plan para desplumar a Macready. No se me pasó por la cabeza que fuesen a matar a nadie. Nunca imaginé que Frank…

Se interrumpió y se echó a llorar. Desvié la vista, incómodo, y miré por la ventanilla. Traté de no irritarme con él por haberme hecho sentir de aquella manera. Dejó de llorar al cabo de un rato.

—Escucha, Paul. Yo no creo tampoco que todo esto se deba únicamente a las fotos de Macready. Creo que acabaste teniendo en tus manos algo de gran valor y muy peligroso, pero no sabías el valor ni el peligro que entrañaba. —Metí la mano en la chaqueta, saqué el sobre que Ferguson me acababa de devolver y le tendí a Downey la fotografía.

—¿Recuerdas esto? —le pregunté—. Yo pienso que tu vida corre más peligro por esta fotografía que por todo el asunto Macready. Creo que se trata de alguien que ha hecho grandes esfuerzos para que ni su imagen ni ningún dato suyo quedaran registrados en ninguna parte.

—¿Quién es? —preguntó Downey.

—Estoy completamente convencido de que es un hombre llamado Joe Strachan, aunque parece que todo el mundo quiere que crea que no lo es. Todos pretenden hacerme creer que es un tipo llamado Henry Williamson, pero yo tampoco estoy seguro de que el tal Williamson haya existido. Lo que no acabo de entender es por qué me ha mentido la gente que me ha mentido. —Recordé la reacción de las gemelas, o más bien su falta de reacción, cuando les había mostrado la fotografía.

—El nombre no me dice nada —explicó Downey—. No sé nada de ese personaje, salvo que me dieron su descripción y me dijeron que intentara sacarle una foto.

—¿Te refieres al tipo que te contrató? ¿Ese tal Paisley?

—Sí.

—¿Cómo dio contigo?

Downey pareció asustarse. O asustarse todavía más.

—Es que no se lo he contado todo —musitó, como si esperase que fuera a golpearlo.

—Está bien, Paul. Puedes contármelo ahora.

—El señor Paisley apareció mientras estábamos montando la cámara en esa casita de campo. Ya sabe, tal como Iain nos había pedido para que pudiéramos sacar fotos de él y Macready. No sé cómo, pero ese hombre estaba enterado de nuestros planes. Nos dijo que se lo contaría a la policía si no lo obedecíamos. También me dijo concretamente a mí que estaba al corriente de mis deudas en las apuestas, y que sabía a quién le debía el dinero. Me aseguró que él podía solucionarlo todo y que saldaría la deuda con ese usurero para que no me persiguiera más.

—Parecía muy bien informado.

—Lo sabía todo. También dijo que siguiéramos adelante con nuestro plan y que, al final, podríamos quedarnos con todo lo que sacáramos en lugar de tener que dárselo al usurero.

—¿No quiso sacar tajada? Quiero decir, un porcentaje.

Downey se echó a reír y respondió:

—Eso habría sido simple calderilla para él, por lo que vi. El tipo llegó en un Bentley enorme y llevaba ropa muy cara.

—¿Iba solo?

—Sí.

—¿Y aceptasteis su propuesta? ¿Así como así?

—Sí. Pese a la ropa y el coche, se notaba que era un hombre al que no convenía cabrear. Parecía duro. Y peligroso. Tenía una cicatriz en la mejilla, como de un navajazo.

—¿En la derecha o en la izquierda?

Downey reflexionó un momento y aseguró:

—En la derecha. Había otro motivo para que no nos resistiéramos: parecía un dinero fácil. Ya estábamos en la hacienda, de todos modos, y el señor Paisley dijo que el hombre al que debía fotografiar se presentaría uno de aquellos días.

—¿Y lo único que habías de hacer era fotografiarlo?

—Sí, nada más. Lo mejor que pudiera. El señor Paisley nos dijo que nos pagaría bien, pero que si se lo contábamos a alguien, acabaríamos muertos. ¿Cree que fue él quien mató a Frank?

—¿Con franqueza? No, no lo creo. Dime, Paul, ¿cabe la posibilidad de que ese hombre al que fotografiaste te viera?, ¿que supiera que le habías sacado una foto?

—No. Al menos, no lo creo.

—No, yo tampoco, pensándolo bien —murmuré mientras recordaba lo difícil que me había resultado, incluso con años de formación militar y de experiencia en combate, darle el esquinazo en el bosque al tipo y a sus matones.

—¿Y ahora, qué? —preguntó el chico.

—Has de ocultarte una temporada, pero en el sitio donde estás, no. La gente que te busca ahora no tardará en localizarte. Voy a sacarte de la ciudad. Te encontraremos un escondrijo en alguna parte. Pero tú quédate escondido, ¿está claro?

—Muy claro.

Largs se hallaba en un angosto trecho de la costa, apretujado entre el mar y un gran macizo rocoso conocido como Haylie Brae, que se alzaba vertiginosamente a su espalda. Hacía un día sombrío y la lluvia había empezado a caer en abundancia, confiriéndole a todo distintos matices de un gris lustroso.

Antes de recorrer el trayecto por la costa Ayrshire hasta Largs, no había hecho ninguna llamada ni le había pedido consejo a nadie. Tampoco a Archie. No tenía ni idea de por qué me había decantado por Largs, lo cual era bueno: nadie podría reconstruir una secuencia lógica que lo llevara a ese lugar escogido a voleo. Aunque suponía que alguna lógica existía en mi elección. Había pensado que un sitio de vacaciones de la costa sería ideal para encontrar un alojamiento anónimo para unas noches, y se me había ocurrido que lo mejor sería buscar en una de las muchas pensiones del paseo marítimo. Lo único que me preocupaba era que las caseras de las pensiones de Largs mostraban una disciplina y una observancia tan estrictas de las normas que, a su lado, el sargento mayor de una prisión militar habría parecido tolerante. Y el hecho de que dos hombres reservaran una habitación fuera de temporada, especialmente si uno de ellos era Downey, podría despertar las sospechas de la policía.

Después de la guerra, los británicos habían retomado con nuevos bríos la costumbre de salir de vacaciones en caravana, costumbre que ya había empezado a cobrar popularidad en los años treinta. En la actualidad, había cámping a lo largo de todos los centros de verano de la costa, o en las haciendas de los Highlands, donde los turistas podían disfrutar la experiencia de contemplar la lluvia todos bien apiñados, en vez de quedarse todos apiñados en casa mirando la lluvia por la ventana. En cierto modo, lo entendía. Los viajes al extranjero que muchos se habían visto obligados a realizar en la década anterior habían mitigado las ansias de ver mundo del pueblo británico.

Se me ocurrió la idea mientras nos acercábamos a Largs por la estrecha carretera de la costa. Entre esta localidad y Skelmorlie había un extenso terreno, reconvertido en un camping y flanqueado por la pared del acantilado. Un sendero conducía a una cabaña provista de un cartel que indicaba que aquello era la «oficina de recepción». La mitad del terreno que quedaba más lejos se hallaba ocupada por una docena de cubos idénticos de dos toneladas dispuestos en fila ante el mar, donde resaltaba el macizo gris de la isla de Arran. En la otra mitad del terreno, junto a la serie de caravanas idénticas, había un gran espacio ocupado por dos de esos vehículos, de mayor tamaño, reforzados con tablones. Supuse que una parte del camping era para los veraneantes que traían su propia caravana, mientras que en la otra parte cabía la posibilidad de alquilarlas. Detrás de la cabaña de «recepción» se alzaba una casa de campo bastante grande de arenisca rojiza.

Le dije a Downey que esperase en el coche, mientras yo iba a la oficina del camping. No había nadie dentro, pero un letrero colocado por encima de una gruesa campanilla, de las que usaban los pregoneros de antaño, me informó: SI NO HAY NADIE, NO QUIERE DECIR NADA; CÓJAME Y LLAME.

Así lo hice.

Al cabo de un minuto, una mujer de poco más de treinta años salió de la casa, apresurándose tanto como se lo permitían su ceñida falta de tubo y sus altos tacones. Tenía el pelo castaño claro, ojos de un gris claro y una sonrisa que me reveló que podía convertirme en su invitado especial. Eso facilitaba las cosas; me dediqué a coquetear con ella mientras hacía la reserva. Le expliqué que la caravana estaría ocupada la mayor parte del tiempo por mi joven amigo, que había estado enfermo y necesitaba respirar el aire puro del mar para recuperarse.

—Viene mucha gente así de Glasgow —me confesó asintiendo gravemente, pero sin apartar los ojos de los míos—. Entonces, ¿usted no se alojará en la caravana, señor Watson? —preguntó leyendo el nombre falso que yo había anotado en el registro—. Me llamo Ethel Davidson, por cierto.

—No lo tenía planeado. —Exageré mi sonrisa de lobo feroz mientras le estrechaba una mano flácida—. Pero quizá debería vigilar un poco a mi amigo.

—Nosotros cuidaremos de él. Yo estoy aquí siempre y mi marido también cuando no está trabajando. Trabaja por las noches —me explicó, solícita.

—No es necesario que se preocupe mucho por mi amigo. Trae un montón de libros y desea tanto disfrutar de la soledad como de la brisa marina. Por eso he elegido su camping. Este es un sitio precioso —dije mientras contemplaba el mar por la ventana, justo cuando pasaba por la carretera un camión de cerveza.

Le pagué el alquiler de una semana por anticipado, lo cual la dejó encantada.

—Si su amigo quiere quedarse más tiempo, no hay ningún problema en esta época del año. O si quisiera una caravana para usted, podríamos hacerle un precio combinado especial…

Sonreí y dije que no sería necesario, pero que vendría a verlo regularmente. Por las tardes, lo más probable.

Después de enseñarme dónde estaban los baños comunes y los lavaderos, me acompañó a la caravana. Era como las demás: la mitad superior de color crema, y la inferior, negra; los costados planos y el morro y la parte trasera redondeados. El interior estaba limpio y todavía olía a nuevo. Había un asiento en forma de herradura en un extremo, y me mostró cómo se desplegaba en una cama. Con gusto la habría animado a mostrarme algo más, pero Downey estaba esperando en el coche y yo tenía un montón de cosas que hacer.

Una vez que tuve al chico instalado, fui en coche a Largs y le compré provisiones, así como media docena de libros baratos en rústica. Advirtiéndole que no pusiera los pies más allá de la cabaña de los baños, le dije que iría a verlo regularmente y lo dejé allí.

Llamé a la oficina de Willie Sneddon desde la central de correos de Skelmorlie, pero me dijeron que había salido y que no volvería en todo el día. Probé en su casa, pero su esposa me explicó que no regresaría hasta la noche. Le dije quién era y que trataría de localizar a su marido más tarde. Pensé en recorrer algunos de sus negocios para ver si lo encontraba, pero decidí dejarlo por el momento.

Tenía otro asunto pendiente.

La dirección que Jock Ferguson me había pasado estaba en Torrance, un pueblecito insulso al norte de Glasgow, que quedaba a un par de horas de Largs. Stewart Provan vivía en uno de esos sólidos chalés de piedra que tanto abundaban en las pequeñas poblaciones de Escocia: claros exponentes de que sus dueños tenían una posición desahogada, pero carecían de imaginación o de ambición. La arquitectura de la mediocridad, por así decir. Supuse que, en el caso de Provan, hablaba más bien del deseo de vivir en el anonimato.

Me abrió él mismo la puerta. Parecía tener poco más de cincuenta años, pero yo ya había calculado que andaría al menos por los sesenta. Llevaba pantalones de franela, camisa a cuadros y una chaqueta de punto azul marino: el uniforme de la clase media baja británica. Pero la cara no acababa de encajar: no exhibía cicatrices, ni la nariz rota ni orejas de luchador, sino esa complexión dura y enjuta que te decía sin más que no convenía tocarle los cojones. Me pareció percibir que, al verme en el umbral, se le hundían un poco los hombros y ponía cara de resignación. Tuve la sensación de que mi aparición no constituía una sorpresa, y que no era la primera vez que lo experimentaba.

—¿Qué hay? —preguntó echando una mirada más allá de mí, a lo largo del sendero y al lugar donde había aparcado el coche en la calle, como si quisiera ver quién me acompañaba.

—¿Señor Provan? Me gustaría hablar un momento con usted si no tiene inconveniente.

—¿Aquí mismo? O bien… —Señaló el coche.

—Aquí está bien, señor Provan. —Intenté deducir por quién me tomaba: alguien capaz de llevárselo en un coche, aunque no se tratara de la policía, desde luego.

Decidí aprovechar la oportunidad, y dije:

—Veo que sabe para qué vengo.

—Lo sé. Lo estaba esperando desde que sacaron los huesos del río. Será mejor que pase.

Se apartó, hundiendo los hombros todavía un poco más, y yo pasé junto a él y entré.

Recibí un golpe tan violento que salí disparado hasta la mitad del vestíbulo, donde caí de bruces después de llevarme por delante el paragüero, cuyo contenido rodó por el suelo.

Por la explosión de dolor, deduje que me había dado una patada en la parte baja de la espalda. En un instante lo tuve encima, inmovilizándome en el suelo con la rodilla, presionando justo en el punto de la columna donde me había golpeado. Me pasó el antebrazo por debajo y me aplicó una llave de estrangulamiento en la garganta. Me quedé sin aire en el acto. Sabía que solo disponía de unos segundos antes de que se apagaran las luces. Le busqué la mano, le agarré el meñique y tiré hacia delante con fuerza. Sentí que se lo había dislocado, pero él sabía que apenas me quedaban unos segundos y no hizo ni caso. Le retorcí brutalmente el dedo en círculo, y esta vez le resultó imposible desentenderse del dolor. Aflojó justo lo suficiente para que yo girase los hombros y le hiciera perder el equilibrio. Lo estrellé contra la pared: una vez, otra, y logré zafarme lo bastante para incorporarme sobre una rodilla. Mi mano tropezó con un sólido bastón que había caído del paragüero; lo cogí y lancé un golpe a ciegas que dio en el blanco. Me revolví y lo golpeé de nuevo, esta vez en un lado del cráneo. El bastón no pesaba lo suficiente para noquearlo, pero con otro par de garrotazos lo dejé aturdido y pude ponerme de pie.

Me saqué la Webley de la pretina del pantalón y le apunté. Estaba desplomado en el suelo, medio apoyado en la pared, y levantó la vista con una expresión extraña. Una especie de resignado y desdeñoso desafío. Esa mirada me lo dijo todo: él creía que había ido a ejecutarlo.

—¿Su esposa? —pregunté. Sabía que no había nadie más en la casa, o habrían venido corriendo con el alboroto.

—Murió. Hace siete años.

—¿Está solo?

Asintiendo, masculló:

—Acabe de una vez.

—Usted cree que me ha enviado Joe Strachan, ¿verdad?

—Los fantasmas no pueden enviar matones, ¿no? —Se rio con una risa ronca y amarga—. Creía que lo haría él mismo. Como con los demás. Siempre supe que era él. Siempre lo supe.

—Yo no soy el que usted cree.

Él frunció el entrecejo al ver que yo volvía a poner el martillo de la Webley en su sitio, y me la guardaba en la cintura. Se notaba que no tenía claro cómo reaccionar; yo mantuve la mano apoyada en la culata de la pistola.

—¿Quién es usted entonces?

—Un pringado. Un pringado al que contrataron para aclarar la verdad sobre Joe Strachan. Aunque yo creo que quizá tan solo me contrataron para enturbiar las aguas. En todo caso, no he venido a matarlo ni a darle un paseo en el maletero de mi coche. Y no soy policía. De modo que…, ¿podemos relajarnos un poco?

Él asintió, pero yo dejé la mano sobre la pistola. Me estaba dando cuenta de que había tenido mucha suerte.

—Bonita casa. Le habrá costado lo suyo. Deduzco que la pagaría con el dinero del robo de la Exposición Imperio…

Provan se limpió la sangre de la nariz y se rio otra vez con amargura. Supuse que no sabía reírse de otra manera.

—Yo no saqué un penique de ese robo. Ni uno.

—Pero ¿estaba en el equipo?

—¿Quién coño es usted?

—Lennox. Ya se lo he dicho, un investigador privado. Me contrataron las hijas de Strachan para averiguar qué le había ocurrido a su padre.

—¿Hijas? ¿Qué hijas?

—¿Qué quiere decir?

—Joe Gentleman era un gran mujeriego. Hay bastardos suyos por todas partes.

—Ellas son legítimas. Son sus hijas gemelas.

Provan me estudió, como sopesando si era verdad lo que estaba diciendo. Luego preguntó:

—¿Me puedo levantar?

—Claro. Pero basta de truquitos. Yo no soy una amenaza para usted y me gustaría que la cosa fuera mutua.

—De acuerdo. ¿Se encuentra bien? —preguntó señalándome la mano. Bajé la vista: tenía el dorso ensangrentado. Supuse que con la refriega se me habían soltado un par de puntos de la herida de cuchillo. Pensé que, realmente, tendría que considerar un cambio de profesión. A lo mejor Bobby McKnight me podía conseguir un puesto de vendedor de coches.

—Sobreviviré. Dicho sea de paso, esta herida fue un regalo de un tipo con mañas de comando que me enviaron para disuadirme de seguir con mis pesquisas. Era a ese tipo, supongo, al que usted estaba esperando.

—Venga a la cocina —indicó Provan, abriendo la marcha—. Me parece que no nos vendría mal una copa.

Dando por supuesto que ya sería la hora adecuada para empinar el codo, asentí y lo seguí hasta la cocina. Provan cogió de un estante dos vasos que parecían más indicados para tomar leche que whisky. Me dijo que me sentara a la mesa. No cabía duda, aquella era la cocina de un viudo: espartana, pero con tristes vestigios de una antigua presencia femenina.

—¿Malta de mezcla? —me preguntó abriendo un armario.

—Tal como me siento, el alcohol metílico me serviría. —Me sujeté el brazo herido con la mano buena. Habría de volver al hospital. Cuando alcé la vista, tenía delante los negros ojos de una escopeta de cañones recortados. El tipo debía de haberla conservado como recuerdo de su vida pasada. Siempre estaba bien tener un oficio al que volver en ocasiones señaladas.

—Muy bien, Lennox, coloque las manos planas sobre la mesa. —Provan hablaba con tono autoritario, pero sin pasión—. No hay motivo para que nadie sufra ningún daño, pero no quiero que se le ocurra alguna idea, como llevarme a la policía o entregarme a Strachan, si es que realmente sigue vivo.

—¿Todavía me va a servir ese whisky?

El hombre sonrió, pero la sonrisa le quedaba extraña en la cara, como si le faltara práctica. Siguió apuntándome con la escopeta, pero sirvió dos medidas enormes con la mano libre.

—Creo que es usted de fiar —dijo tras echar un buen trago sin pestañear siquiera. Lo cual era notable, porque el primer sorbo que yo había dado de aquel whisky barato me había crispado todos los músculos del cuerpo—. He leído cosas sobre usted en los periódicos. ¿Era ese el tipo del que hablaba?, ¿el que se lanzó en picado desde su ventana?

—Ese era. Y si no hubiera sido él, habría sido yo. El tipo no se andaba con miramientos. Escuche… —Me eché hacia delante y él recolocó el cañón. Hice un gesto para tranquilizarlo—. Calma. Como usted dice, no hace falta que nadie sufra ningún daño. Pero se lo advierto: usted necesita ayuda. Yo no puedo obligarlo a contármelo todo, ni puedo demostrarle que no le explicaré a la policía lo que me cuente; pero le aseguro que no lo haré. Cuantas más cosas sepa yo, más probabilidades tendré de ponerle fin a esta historia.

Otra risa amarga.

—No tiene ninguna probabilidad, Lennox. Estuvo de suerte con ese individuo. No será tan afortunado la próxima vez. Ni lo seré yo a la primera oportunidad.

—Entonces, ¿qué piensa hacer?

—No lo sé. Mi primera idea fue huir. Huir y esconderme. Pedirle a mi abogado que vendiera la casa. Después me dije que era absurdo huir. Ellos me encontrarían. Decidí quedarme en mi sitio y aceptar lo que viniera. Pero cuando ha aparecido usted, ha sido como si el instinto de supervivencia se apoderase de mí…

—Sí. Lo he notado. ¿Puedo fumar?

—Sí, pero muévase despacio. Este trasto tiene el gatillo muy flojo y no quiero tener que pintar otra vez la cocina.

Capté el mensaje. Saqué lentamente mi paquete de Players del bolsillo de la chaqueta y le ofrecí uno. Él lo rechazó.

—Cuénteme —dije tras encender el cigarrillo y cerrar el mechero con un chasquido—. Cuéntemelo todo, empezando por el robo.

—¿Por qué habría de contárselo?

—Porque me ayudará, y ayudarme a mí tal vez le sea de ayuda a usted. Todo esto se ha acabado convirtiendo para mí en un asunto muy personal, y quiero encargarme de que Strachan —suponiendo que sea él quien está detrás de esto— se lleva al fin su merecido. Y si él se lleva su merecido, usted no…, ¿entiende?

—Lo entiendo. ¿Qué quiere saber?

—Ha hablado de los otros…, ¿qué otros? ¿Y qué les sucedió?

—Johnny Bentley, Ronnie McCoy y Mike Murphy. Ellos eran los otros miembros del grupo. Llevamos a cabo juntos los robos de la Triple Corona.

—¿Cómo? ¿Martillo Murphy formaba parte de la banda?

—No, no. Era otro Michael Murphy. Martillo Murphy no tenía el cerebro ni la astucia que Joe Gentleman nos exigía.

—Entiendo. —Había tenido que soportar la desagradable compañía de Murphy para nada—. Bueno, ¿qué les sucedió?

—Todos muertos. Uno a uno fueron cayendo a lo largo de los años. Bentley murió en un accidente de tráfico y McCoy fue arrollado por un coche que se dio a la fuga. Murphy desapareció la noche del reparto; apostaría a que también está muerto.

—O sea que nadie estiró la pata tranquilamente mientras dormía, ¿me está diciendo eso?

—La policía no pudo establecer ninguna conexión entre sus muertes porque ignoraba que formasen parte de la Banda de la Exposición, como los periódicos nos llamaban. Y de todos modos, quienquiera que lo hiciera se lo tomó con calma: pasaron cinco años entre las muertes de Bentley y McCoy, y seis entre la de McCoy y la de Murphy. Solo quedaba yo.

—Entonces, ¿cree que fue Joe Strachan quien los mató?

—Tampoco necesariamente. Ni siquiera sé si está vivo. Había otro miembro en el grupo, ¿sabe?

—El Chaval.

—¿Ha oído hablar de él? —Parecía sorprendido de verdad.

—Sé todo cuanto puede saberse de él, que no es mucho.

—Bueno, si no es Strachan, tiene que ser el Chaval el que mató a los muchachos.

Provan ya había vaciado el vaso de unos tragos para entonces, pero el whisky no parecía haberle hecho ningún efecto.

—Supongo que será mejor que empiece con lo que ocurrió en el robo de la Exposición Imperio…