Capítulo trece

Esperé cinco minutos, una vez que el hombre hubo desaparecido en la oscuridad, antes de empezar a retroceder hacia el camino. Era una cuestión de tiempo que los tres individuos volvieran sobre sus pasos y avanzaran de nuevo en mi dirección.

En cuanto llegué al camino, eché a correr en la negrura, desafiando una vez más el riesgo de tropezarme. Reduje la marcha cuando creía que ya me acercaba al lugar que había marcado con el «gato de piedra», pero todo resultaba distinto en medio de aquella oscuridad cerrada. Me limité simplemente a andar y advertí entonces que debía de haberme pasado de largo. Giré en redondo, soltando una maldición por el tiempo perdido. Si mis perseguidores habían deducido que yo había regresado al camino, podían darme alcance en cualquier momento.

La encontré. Aunque tenía un aspecto diferente en las tinieblas y ya no me recordaba a un felino, la reconocí por la posición en que la había colocado. Volví a adentrarme en el bosque en una línea recta perpendicular al camino, como había planeado en un principio. Esta vez sí tenía que preocuparme de algo más que de las ardillas y los conejos. Avancé a un ritmo regular, aunque lento y sigiloso, flexionando las rodillas para encorvarme y sujetando la pistola en ristre.

El mismo trecho que a la ida había cubierto en diez minutos, me llevó a la vuelta una buena media hora. Por fin, encontré el muro y reconocí el mantillo de hojas y ramas sobre el que había aterrizado; lo cual quería decir que mi coche estaba justo detrás. Cuando ya me disponía a trepar, me frené: esos tipos eran buenos. Muy buenos. ¿Y si habían supuesto que yo debía de haber llegado allí en coche, y uno de ellos había salido a explorar la carretera que bordeaba la hacienda? Ciertamente, era mucha carretera que cubrir, pero ellos sabían que no podía haber aparcado muy lejos de la casita de Dunbar.

Cabía la posibilidad de que trepara el muro y cayera directamente en una emboscada.

Me desplacé unos diez metros más allá, guardé la Webley y me encaramé lo más silenciosamente que pude. Miré desde arriba a ver si vislumbraba el coche, pero al parecer había escogido demasiado bien el escondrijo y quedaba oculto entre los arbustos. Me dejé caer hasta el suelo y volví a sacarme la pistola de la pretina. Al acercarme, distinguí la parte trasera del Atlantic. Me detuve. No me había equivocado. Había una figura de espaldas, junto al coche, observando aquella porción del muro. Tardé unos instantes en asegurarme de que el que vigilaba estaba solo. Supuse que los otros dos hombres aún estarían buscándome por el bosque. Percibí que era más joven, y también más bajo y delgado, que el hombre mayor al que había entrevisto en la oscuridad. Tenía algo en la mano. No era una pistola. Al principio me pareció que era un cuchillo grande, pero al acercarme lentamente, observé que se trataba de una porra como las que usaba la policía. Ellos no se esperaban que estuviera armado, y yo no me había percatado de mi ventaja. A pesar de ello, decidí no correr riesgos. Le di la vuelta a la pistola y, sujetándola como un martillo, me situé detrás del gorila apostado junto al vehículo.

Le di un fuerte golpe en la coronilla y otros dos mientras caía, que ya estaban de más. El tipo se había quedado tieso, pero toda la tensión y la adrenalina de la persecución en el bosque se adueñaron ahora de mí. Lo puse boca arriba y le arreglé la cara a base de bien. Creo que solo le di tres o cuatro veces, y tampoco con todas mis fuerzas, pero la tunda le costó unos cuantos dientes y el sentido del olfato. Quería que los otros viesen lo que ocurría cuando salías a cazar un Lennox, pero no te cobrabas la pieza.

Le registré los bolsillos y cogí todo lo que llevaba sin entretenerme en mirarlo; simplemente, me lo guardé en los bolsillos de la chaqueta. En cuanto terminé, me subí al coche. Me temblaban las manos y las piernas. Siempre me pasaba lo mismo. No era canguelo, sino la adrenalina, la testosterona y todo lo que demonios te fluyera por la sangre en estos casos. Y nunca me atacaba en el momento, sino después.

Me pasaba ahora, me había pasado en la pelea en mi oficina y lo había experimentado regularmente en la guerra.

Al fin encontré la ranura de encendido con la llave y me alejé de allí.

Llegué a mi alojamiento hacia las nueve y media. El Javelin volvía a estar aparcado delante. Habría podido entrar y subir a mis habitaciones, o haber jugado a «quién está aquí de más» en la sala de estar de Fiona, pero no me quedaba paciencia para eso. Había observado a menudo que, una vez que había abierto las compuertas, como acababa de hacer con aquel matón, me costaba muy poco llegar otra vez a las manos. Y la verdad era que tenía muchas ganas de darle un buen repaso a aquel mierdecilla engreído… Mejor dejarlo correr.

Seguí por Byers Road y tomé Sauchiehall Street. Algo me reconcomía por dentro mientras conducía. Quizá la auténtica razón por la que no había entrado en casa y defendido mi posición era que sabía, en el fondo, que a Fiona le iría mejor con James White. Hermano de su marido muerto, insípido pero fiable…; el tipo de hombre formal que yo nunca llegaría a ser. Tal vez la cosa era incluso más sencilla. Tal vez yo no era un buen partido para Fiona. Ni para nadie.

Mi amiguito sin cuello me saludó en la puerta del club con el mismo gesto seco de siempre. Esta vez no tenía ninguna reunión con Martillo Murphy: había ido al Black Cat a remojarme el gaznate y me instalé de inmediato en la barra. Lo curioso del buen jazz es que ralentiza el ritmo de tus tragos. De espaldas a la barra, con los codos apoyados al estilo vaquero, escuché al trío que estaba interpretando con suavidad una pieza barroca, extrayendo su esencia matemática y tocándola con su propio ritmo. Cuando terminaron, me volví otra vez hacia la barra y le di sin querer un codazo al tipo que tenía a mi lado.

—¿Por qué no miras lo que haces? —protestó alzando su copa con muchos aspavientos, como si yo le hubiera derramado una parte, cosa que no había hecho. Era un grandullón, y se notaba que ya llevaba unas cuantas encima, pero me di cuenta a primera vista de que pelear no era lo suyo.

—Ha sido sin querer, amigo —dije—. No ha pasado nada.

—Le has derramado la bebida… —Uno de sus compinches decidió meter baza, aunque mirando por encima del hombro—. Deberías pagarle otra. Y era un malta.

—No, no la he derramado. Y ha sido sin querer, como le he dicho.

—¿Me estás llamando mentiroso? —El grandullón, envalentonado por el apoyo de su amigo, me plantó cara, aunque todavía sujetando la copa. Suspiré, dejé el mío y lo encaré.

—Mira, yo no te he derramado la bebida, ha sido un accidente. Pero fíjate… —Le di una palmada en la mano, y el contenido entero de la copa se le derramó sobre la camisa y la chaqueta, y le salpicó un poco en la cara—. Ahora sí se ha derramado —dije, como explicándole aritmética a un niño de cinco años—. Y esto sí ha sido queriendo. Y sí, te digo que eres un mentiroso. Y que tu madre es una puta repugnante que dejaba que los marineros le dieran por el culo. Y a ti también, por cierto… —Me incliné sonriendo y me dirigí a su amigo, como si no quisiera ofenderlo dejándolo al margen—. Y ahora, maricas de mierda, si sois lo bastante hombres, cosa que dudo, para no tragaros la ofensa, con mucho gusto os mandaré a los dos al hospital. Y creedme, habéis escogido muy mal la noche.

Los glasgowianos tienen una tez muy pálida, pero yo habría jurado que ambos se pusieron todavía más blancos.

—¿Algún problema, caballeros?

Sin Cuello, el portero, estaba a mi lado. El timbre de detrás de la barra, supuse.

—No creo —respondí jovialmente—. Estos dos caballeros y yo vamos a salir a dar un paseo, ¿no es así?

—Escucha, nosotros no queremos problemas… —El grandullón parecía asustado. Al portero le tenía sin cuidado lo que sucediera entre nosotros si lo ventilábamos fuera.

—Lennox… —Noté que una mano se posaba suavemente en mi hombro y me llegó una oleada de perfume. Me di media vuelta. Era Martha, exhibiendo una sonrisita nerviosa—. Tranquilo, Lennox, ¿vale? ¿Por qué no te sientas allí y te tomas una copa a cuenta de la casa? Estos chicos no querían ofenderte.

Los dos tipos se habían vuelto hacia la barra, con esa actitud de «ni lo mires siquiera a ese psicópata». Sin Cuello se apartó y dejó que Martha me acompañara a la mesa. Noté que ella le hacía una seña al camarero, y enseguida llegaron nuestras copas.

Me senté. Estuve un rato mirando con aire amenazador a los tipos de la barra, pero al final el jazz me fue empapando los huesos y disolviendo la tensión de los músculos.

—Has de vigilar ese mal genio, Lennox —me aconsejó Martha—. Podría acabar creándote problemas.

—No sería la primera vez —contesté arrellanándome en mi silla. Dejé de mirar a los de la barra, más que nada porque parecía que estuviesen rompiendo todas las leyes de probabilidades: no echaban ni un vistazo a la zona de la sala donde yo estaba. Y cuando volví a alzar los ojos, ya se habían largado—. Además, yo no andaba buscando bronca. Esos tipos me han provocado.

—Pero tu manera de tratar a la gente…, y de perder el control… No es normal, Lennox.

—¿Te parece que estoy para que me encierren en el loquero, Martha?

—Yo no he dicho eso. Solo creo que deberías tomarte las cosas con más calma. O un día alguien acabará herido. Gravemente.

—No llegará la cosa a tanto —rezongué procurando ocultar en algún rincón de mi cerebro la imagen del matón que había dejado en aquella carretera secundaria con bastantes menos dientes y toda una vida por delante respirando por la boca. Sonreí a Martha. Era guapa y, a pesar de su trabajo, una buena chica. Había algo en ella, en la configuración de la cara, en sus prominentes pómulos, que me recordaba vagamente a Fiona White—. Basta de charla deprimente —determiné—. Tomemos otra copa.

Acompañé a Martha a su casa. Lo cual era todo un cumplido, dada la cantidad de bourbon que había ingerido. Durante buena parte del trayecto me desconcertó la cantidad de carriles dobles que había de golpe en Glasgow, pero me las arreglé para resolver el problema manteniendo un ojo cerrado. Martha también llevaba unas cuantas encima, pero yo la había superado con creces. Cuando llegamos a su casa, me preparó un poco de ese café instantáneo que había que mezclar con agua hirviendo. Sabía a rayos, pero empezó a hacerme efecto.

El piso de Martha estaba en un edificio bastante nuevo, con tiendas en la planta baja y apartamentos encima. Nosotros solo habíamos bailado el tango en mi coche; era, pues, la primera vez que entraba en su casa y me sorprendió el gusto con el que estaba puesta. Los muebles eran de ese tipo modernista que provenía de Dinamarca, y en las paredes tenía algunos carteles impresionistas con marcos baratos. Había una pequeña estantería llena de novelas de un club del libro y un ejemplar de Vogue de hacía dos meses sobre la mesita de café, tanto para lucir como para hojear, supuse. Todo lo cual parecía hablar a gritos de alguien que trataba de salir del agujero donde se había atascado. En conjunto, el aire reluciente, de buen gusto y alegre del piso acabó deprimiéndome del todo.

Charlamos un rato y tomé más café, pero el alcohol que tenía encima enturbiaba mi percepción visual, y Martha empezó a parecerse cada vez más a Fiona White. Pasé a la acción, tal como ambos preveíamos, y experimenté una falta de resistencia que habría avergonzado a un general italiano. Acabamos los dos en el suelo, con su vestido hecho en gurruño alrededor de la cintura. Lo que vino a continuación fue más bien feo, casi brutal, y yo me frené cuando percibí un brillo de temor en sus ojos. Actué con más delicadeza y la besé, pero cuando cerraba los ojos seguía siendo Fiona White, en vez de Martha, la mujer que tenía debajo.

Después, fumamos en silencio. Me disculpé por si había sido demasiado brusco y le pregunté si podríamos volver a vernos.

—Me gustaría —dijo ella, y yo percibí decepcionado que lo decía en serio.

Eran casi las diez, a la mañana siguiente, cuando llegué con Archie a la casa de Violet, en Milngavie, para reunirme con las gemelas. Había decidido no hacerlo en mi oficina porque pensé que la ventana tapiada tras mi escritorio habría resultado tal vez un tanto desconcertante para mis clientes: un recordatorio, de hecho, de que había añadido una nueva salida opcional del despacho.

También había otro motivo: cuando me había pasado por la oficina a primera hora para recoger algunas cosas, me había tropezado con un reportero del Bulletin merodeando junto al edificio. Por suerte, no lo acompañaba ningún fotógrafo y era corto de entendederas. Me había preguntado a bocajarro si era Lennox, y yo, con un fuerte acento de Glasgow, había contestado que no. Solo cuando le dije que pertenecía a la Corporación Municipal de Transporte y que estaba allí para averiguar si había taxis recogiendo pasaje en puntos no autorizados, había dejado de asentir maquinalmente y me había mirado con recelo.

Archie y yo subimos a mi Austin Atlantic y nos dirigimos a Milngavie. Por el camino, reparé otra vez en la silueta con forma de puro del tren-avión de Bennie, instalado a lo lejos en medio del campo y suspendido sobre una serie de cobertizos, como un decorado abandonado de ciencia ficción.

Puse a mi ayudante al corriente de las últimas novedades, incluida mi sospecha de que el hombre de la fotografía era el mismísimo Joe Gentleman y de que él estaba detrás del intento de liquidarme en mi oficina. Archie me preguntó cómo me había ido con Billy Dunbar, y yo le respondí que al final no había podido ir a verlo. No sabía bien por qué le mentía; quizá porque él, a fin de cuentas, era un poli retirado. Haber tropezado con un doble asesinato y no denunciarlo, o haberle machacado la cara a un gánster con una pistola no registrada, eran cosas que uno no le explicaba espontáneamente a un policía, retirado o no.

Violet McKnight vivía en un chalé de los años treinta, con la consabida buhardilla reformada y el consabido recuadro de jardín impecablemente acicalado en la parte delantera. Milngavie era el barrio residencial de la clase media del quiero y no puedo: una gran extensión de chalés idénticos dispuestos con la misma imaginación que los planteles de vegetales de un huerto.

Observé que el Ford Zephyr, todavía reluciente, estaba aparcado en el sendero de acceso y, cuando llamamos al timbre, abrió la puerta Robert McKnight, el marido de Violet. Nos recibió con una sonrisa de vendedor de coches, aunque pareció vacilar al ver que no había ido solo. McKnight era más bajo de lo que había supuesto, pero tenía unos hombros tan macizos como había apreciado desde mi oficina. Su rostro era amplio y apuesto, aunque le habían partido la nariz en algún momento y no se la habían arreglado con la debida profesionalidad, dejándosela algo torcida hacia la derecha. El efecto era desconcertante: incluso cuando te miraba de frente, tenías la sensación de que se había girado un poco.

Nos hizo pasar a la sala de estar, o al salón-living, como debían llamarlo seguramente en Milngavie. Todo era nuevo e inmaculado, en el nuevo estilo danés. Me deprimió un poco caer en la cuenta de que estaba contemplando la clase de ambiente que Martha había intentado reproducir en su minúsculo piso de alquiler con un presupuesto mucho más reducido.

Isa y Violet estaban sentadas en el sofá. Advertí que se sentaban casi pegadas la una a la otra, como si el contacto físico entre ellas fuese esencial para sentirse cómodas. Presenté a Archie como el socio que había estado trabajando en el caso conmigo, y las gemelas nos invitaron a tomar asiento.

—Nos hemos enterado de todo…

—… por los periódicos —dijeron.

—Algo terrible…

—Realmente terrible…

—Díganos, señor Lennox…

—… ¿tuvo algo que ver con sus pesquisas sobre papá?

Sonreí y arrojé mi sombrero sobre la mesa.

—Me temo que sí. Y debo decirles que «papá» quizás haya tenido que ver más que un poco.

—¿Quiere decir…?

—¿… que papá está vivo?

—Es la información que me han facilitado. O al menos, que seguía vivo en 1942, según un testigo. El único, a decir verdad. Pero además de las afirmaciones de ese único testigo, está el hecho de que ese caballero que dio el salto del ángel desde mi oficina había tratado previamente de asustarme para que no continuara investigando sobre la desaparición de su padre; y como no logró asustarme, intentó retirarme para siempre del caso. Lo cual significa que, definitivamente, Joe Strachan y yo no estamos del mismo lado. Si sigo trabajando para ustedes, podría producirse un conflicto de intereses y resultar perjudicial para mi salud.

Por una vez, Isa y Violet no dijeron nada; se limitaron a permanecer en un silencio idéntico.

—Entonces, ¿de veras cree que Joe sigue vivo? —me preguntó Robert McKnight. La sonrisa de vendedor de coches se le había borrado de los labios, cediendo su lugar a una expresión ceñuda igualmente falsa.

—Eso parece. Y por ello quería hablar con ustedes dos. Como decía, he investigado el caso hasta donde me ha sido posible. Hasta donde estoy dispuesto a llegar.

—Lo comprendemos perfectamente… —dijo Violet.

—… dado lo que ha ocurrido…

—… pero queremos estar seguras…

—… de que papá está vivo.

—La única manera de asegurarse sería encontrarlo —determiné.

—Es lo que queremos decir…

—… ¿podría encontrarlo para que podamos hablar con él?

—En pocas palabras, no. Estoy convencido de que si llegara a encontrar a su padre, no viviría lo suficiente para venir a contárselo. Y si saliera vivo, debería decírselo a la policía.

Las dos abrieron la boca para protestar. Alcé la mano.

—Escuchen, señoras. Les dije desde el comienzo que si descubría que su padre estaba vivo, y averiguaba dónde estaba, no podría ocultarle a la policía esa información. Ahora la policía está volcada sobre el asunto, y no quiero que este acabe salpicándome. Si por ahora ellos me preguntan si conozco el paradero de Joe Strachan, puedo decirles con toda sinceridad que no. Y que no sé con absoluta certeza si de verdad está vivo. Si quieren mi consejo, creo que deberíamos dejarlo así.

—Pero nosotras queremos hablar con él… —protestaron las gemelas simultáneamente.

—Afrontemos las cosas, señoras. Él les ha venido enviando anualmente ese dinero desde hace dieciocho años. Si hubiera deseado ponerse en contacto con ustedes, ya lo habría hecho hace tiempo. Si quieren mi opinión, y lamento ser tan brusco, ese dinero es fruto de la culpabilidad. Creo que su padre había planeado de antemano desaparecer, abandonándolas a ustedes y a su madre, con independencia de que un policía resultara muerto o no durante el robo de la Exposición Imperio. Creo que ahora vive bajo una identidad completamente distinta en otra parte del país, o del mundo: una identidad que, seguramente, ya estaba formando antes de que ustedes nacieran. El único motivo de que haya dejado sentir su presencia aquí en Glasgow es que yo he metido las narices donde no debía.

—¿Qué debemos hacer, pues?

—Aceptar que su padre está vivo, pero que no se halla en condiciones de ponerse en contacto con ustedes; seguir aceptando el dinero y procurar pasar inadvertidas. Ese es mi consejo y el consejo que voy a seguir yo mismo. Por cierto, creo que la seguridad de ustedes también podría correr peligro.

Las gemelas me miraron indignadas.

—¡Nuestro padre…

—… jamás nos haría ningún daño!

—Tal vez no. Pero creo que es posible que se haya mezclado con gente muy peligrosa. Más organizada, con mejores recursos y mayor capacidad destructiva que una banda criminal. Y se protegen unos a otros, como he descubierto a mi costa.

—¿Qué clase de gente? —preguntó Robert.

—Militares. No, ni eso… Más bien grupos de guerrilla en la sombra que fueron creados antes de la guerra y durante esta. Tenían que sabotear a los invasores nazis y ese tipo de cosas, pero muchos de dichos grupos estaban dispuestos a enfrentarse con los comunistas si la guerra hubiera tomado semejante giro.

—Eso no parece propio de nuestro padre… —opinó Isa.

—No, en absoluto parece propio de él… —añadió Violet.

—Él no tenía inclinaciones políticas.

—Pero ustedes dijeron que había sido una especie de héroe militar en la Primera Guerra Mundial, ¿no es cierto?

—Lo fue…

—Le dieron medallas…

—Cruzó las líneas enemigas y todo.

—Pero también estuvo a punto de ser fusilado por desertor, ¿no es así?

—Eso son mentiras…

—Mentiras… —repitió Violet.

—Escuchen, señoras —dije con toda la delicadeza posible—, es fácil, muy fácil, convertir a alguien en una figura heroica cuando no está presente. Mucho de lo que he oído sobre su padre, y todo lo que he experimentado, me lleva a creer que era, o es, un hombre totalmente despiadado. No creo que hiciera nunca nada que no fuera en su propio interés. Lo lamento, Isa y Violet, pero voy a tener que abandonar este caso. Y yo, en su lugar, haría lo mismo. Esto es un caballo regalado, y a ustedes no les conviene mirarle el dentado.

—¿Podríamos hablar con el testigo que ha encontrado?

—Sería muy difícil de organizar —dije sin añadir que haría falta contratar a un médium—. Me temo que se ha mudado de modo permanente.

Y a continuación pasé a la apoteosis final.

—Hay algo más… —Me metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y saqué la foto—. Sé que no es una buena fotografía, y él, naturalmente, habrá envejecido desde la última vez que ustedes lo vieron, pero… ¿podrían identificar a este hombre?

Sentí una ligera corriente eléctrica mientras colocaba la foto en la mesa ante las gemelas. Observé sus caras atentamente para captar el momento crucial cuando cayeran en la cuenta de que estaban mirando al padre que habían visto por última vez a los ocho años.

—¡Ay, cielos… —dijo Isa.

—… claro que lo reconocemos…!

—… incluso después de todos estos años…

Intercambié una mirada con Archie. Yo debía de mostrar una expresión engreída. Sentía orgullo de mí mismo y pensaba que me sobraban motivos para sentirlo.

—Sí…, es el señor Williamson, ya lo creo —afirmó Violet.

Mi engreimiento llegó bruscamente a su fin.

—¿Cómo…? —exclamé—. ¿Qué ha dicho?

—Nos ha preguntado si lo reconocíamos… —dijo Isa.

—Y lo reconocemos… —secundó Violet.

—Es Henry Williamson, el amigo de nuestro padre.

Cogí la fotografía y la miré. Henry Williamson. El amigo no delincuente de Joe Gentleman. Su supuesto compinche de la Primera Guerra Mundial.

—¿Están seguras?

—Completamente.

Volví a meterme la foto en el bolsillo.

Las gemelas pasaron un par de minutos intentando convencerme para que las ayudara a ponerse en contacto con su padre, pero yo no cedí y ellas se dieron por vencidas con asombrosa buena disposición. Les dije que me quedaría la mitad de lo que me habían pagado y les tendí un sobre con el resto. Ellas se negaron, asegurando que sentían que me habían hecho correr un gran riesgo y sufrir una terrible experiencia, e insistieron en que me lo quedase todo. Discutimos un poco más, pero ellas se mantuvieron firmes y yo…, no tanto. Cuando salí por la puerta, todavía llevaba encima su dinero.

Robert McKnight nos acompañó hasta el coche.

—Por cierto, señor Lennox —dijo—. Creo que tiene usted razón. No dejo de decirles a las chicas que no escarben más en toda esta mierda. Como ha dicho usted, si Joe quisiera ponerse en contacto con ellas, añadiría una nota al dinero. Ya sé que no están satisfechas ahora, pero yo quiero darle las gracias por todo lo que ha hecho usted. Cuando reflexionen, se alegrarán por saber al menos que su padre sigue vivo. —Los ojos se le iluminaron cuando vio mi coche—. ¿Es suyo el Atlantic?

—Sí.

—Oiga, Lennox. Sin trucos de vendedor: me gustaría hacer algo para agradecerle sus servicios y las molestias que se ha tomado. Yo puedo ofrecerle una permuta realmente ventajosa…, o tal vez una venta directa…, y conseguirle algo mejor.

—Muy amable, Robert, pero ya estoy contento con el Atlantic.

—Quizá lo esté, pero con todos esos faros extraños y demás… Le aseguro que le haría un favor. No me refiero a las gangas de costumbre: un verdadero favor. Lo hablaría con el jefe y estoy seguro de que no habría problema. Escuche, tengo justo lo que necesita: un Wolseley 4/44 Saloon azul marino de un año de antigüedad. Prácticamente sin kilómetros. Como nuevo.

—Como le digo, ya estoy contento con el Atlantic.

Él me puso una mano en el brazo para detenerme. Yo bajé la vista a la mano, pero no la retiró.

—Escuche, es una gran oportunidad, no lo engaño. El Wolseley cuesta ochocientos. Concretamente ochocientos cuarenta y cuatro libras, cinco chelines y diez peniques. Yo me quedaría el Atlantic y se lo dejaría por doscientos cincuenta pavos.

—Pero ¿por qué iba a dejármelo tan barato? —La oferta era absurda, a menos que el Wolseley tuviera algún problema o que los vendedores de coches hubieran desarrollado de pronto una pasión por generar pérdidas. O por comprar conciencias.

—Para mostrarle mi gratitud, como le digo. Las chicas…, todos nosotros nos…, nos quedamos consternados cuando nos enteramos de que ese tipo había tratado de matarlo. Considérelo una bonificación. Ya lo he hablado con mi jefe. No hay ninguna pega. —Me tendió una tarjeta con la dirección y el teléfono del garaje—. ¿Por qué no se pasa por ahí y lo examina por sí mismo? Le pondré el cartel de «reservado» hasta que venga a verlo.

Eché un vistazo a la tarjeta, volví a mirar a McKnight: un rostro desprovisto de astucia, inexpresivo. Y sin embargo, el tipo se las arreglaba para parecer falso. Me pregunté cuál sería el jefe —el encargado del garaje o Willie Sneddon— que le había autorizado la oferta sin ver siquiera en qué condiciones estaba mi Austin Atlantic.

—¿Qué me ofrecería por un Morris 8 de 1947? —preguntó Archie. McKnight volvió a exhibir su sonrisa de vendedor.

—¿Por qué no lo trae al garaje y vemos qué puedo ofrecerle?

Archie se encogió de hombros. Los tres sabíamos perfectamente que a él no le darían un trato como el que acababan de brindarme a mí. A nadie se lo brindarían. No acababa de entender por qué me habían escogido para semejante muestra de gratitud. De hecho, la generosidad de los demás empezaba a inquietarme; y cuanto más me inquietaba, más me repetía a mí mismo el consejo que les había dado a las gemelas: a caballo regalado no le mires el dentado. Pero lo cierto era que yo podía comprarme el Wolseley diez veces si quería, sin necesidad de aceptar el trato de McKnight, porque había ganado mucho dinero y muy deprisa localizando a Paul Downey y sus fotografías. El dinero más fácil que había ganado en mi vida.

Y eso me inquietaba casi en la misma medida que la oferta de McKnight.

Volví a dejar a Archie en su casa. Me preguntó si quería entrar a tomar una taza de té, pero le dije que tenía cosas que hacer. La verdad era que tenía que recoger algunas piezas de mi vida personal, por así llamarla. Y también debía mantener una conversación con mis nuevos compinches de Saint Andrew’s Square.

Cuando Archie ya estaba a punto de bajarse, lo detuve. Saqué el sobre del bolsillo, conté cien libras en billetes de veinte y se las di. Como de costumbre, mantuvo aquella inalterable expresión dolorida y la mandíbula flácida y desfondada; en cambio, me dio la impresión de que las cejas se le iban de vacaciones a algún sitio en lo alto de su calva mollera.

—¿Esto qué es?

—Una bonificación. Me has sido de gran ayuda, Archie. Sin ti no habría encontrado a Billy Dunbar.

Los músculos del rostro se le contrajeron como si sufriera descargas eléctricas intermitentes en las mejillas. Trataba de sonreír, comprendí.

—Gracias, jefe.

—No hay de qué.

Antes de dirigirme a la jefatura de policía de Glasgow, pasé por delante de mi alojamiento.

El Jowett Javelin no estaba.

Me sorprendió lo fácil que era reunirse con el comisario en jefe Willie McNab sin una cita previa. Este me dejó en un despacho vacío mientras iba a buscar a Jock Ferguson. Todavía me sorprendió más que el comisario se hubiera preocupado de que una joven y atractiva agente (cosa que yo siempre había considerado una contradicción en los términos) trajera una bandeja con tres tazas, una jarra de leche y una enorme tetera de aluminio. A mí me pirraban las mujeres de uniforme, de manera que me espabilé para sacarle el nombre y un número de teléfono donde localizarla antes de que McNab regresara.

Era una escena con ribetes surrealistas: McNab, Jock Ferguson y yo charlando como un grupo de viejas en torno a unas tazas de té y unas galletas digestivas. Yo fui el que más habló. Les conté casi todo lo que sabía, saltándome los detalles de mi excursión por el bosque. Les dije que había ido a ver a Billy Dunbar en compañía de Archie: un testigo fiable de que Billy y su esposa estaban vivitos y coleando cuando nos marchamos.

Una cosa que me había temido era que plantearan mi posible relación con la muerte de Frank Gibson, el musculoso innamorato de Paul Downey, pero o bien Jock no había establecido la conexión entre Downey y Gibson, o bien había olvidado que yo le había pedido que investigase a alguien con ese nombre.

Puse la fotografía sobre la mesa.

—Habría jurado que al final iba a resultar que este tipo era Joe Gentleman Strachan. Pero no lo es. Es un conocido suyo. Un amigo llamado Henry Williamson. Por lo que me han dicho, no es un criminal. Pero estoy seguro de que ese individuo que se cayó por mi ventana trabajaba para él.

Señalé la foto con el dedo. Confié en distraerlos con ese gesto enfático para que no me preguntasen por qué motivo exactamente sospechaba que él era el cerebro del ataque. McNab observó la fotografía y frunció el entrecejo. Lo cual me dio mala espina. Esa clase de sensación que te entra cuando el marido de la mujer con la que estás haciendo travesuras se queda mirando la mancha de pintalabios que tienes en el cuello de la camisa.

McNab cogió el teléfono de la mesa y dio unos golpecitos en la horquilla antes de suspirar y salir del despacho sin decir palabra. Ferguson me miró, encogiéndose de hombros.

McNab reapareció, se sentó y siguió mirando la foto.

—¿Qué sucede, comisario? —preguntó Jock.

—Le he dicho a Jimmy Duncan que suba del archivo y se sume a la reunión. Ahora trabaja a tiempo parcial como funcionario, pero estuvo en el cuerpo hasta hace tres años. Ya era un veterano cuando yo entré como aprendiz. No hay una sola cara en Glasgow a la que no pueda ponerle nombre.

Permanecimos cinco minutos en silencio. Entonces entró un hombre corpulento en mangas de camisa, luciendo unas feas gafas de carey de la seguridad social y una mata de pelo canoso. Frisaría los sesenta, pero tenía pinta de ser un tipo con el que no convenía meterse.

—¿Qué hay, Willie? —preguntó el agente jubilado y reconvertido en funcionario, como si el comisario en jefe siguiera siendo todavía un aprendiz.

—No tenemos ninguna fotografía de Joseph Strachan archivada, ¿verdad? Pero tú lo viste cara a cara si no me equivoco.

—Sí, Willie, pero eso fue hace ya treinta años y no lo vi mucho rato. No hablé con él ni nada parecido…

McNab le pasó la fotografía.

—¿Es este Joseph Strachan? ¿O podría ser Strachan en la actualidad?

Duncan contempló la fotografía largamente.

—No lo sé, Willie… La verdad, no sé qué decir. No es que sea muy buena fotografía, y la gente cambia mucho al cabo de tantos años.

—Me han dicho que la persona de la fotografía se llama Henry Williamson —intervine—. ¿Le suena de algo ese nombre?

Duncan me miró como si yo hablara albanés; McNab le hizo un gesto de asentimiento, indicándole que podía responder.

—No… —Meneó la cabeza pensativamente—. La verdad es que no. Al menos, nada relacionado con el archivo.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, había un Henry Williamson que tenía relación con nosotros justo al comenzar la guerra. Estaba en la Guardia Local. —Miró de nuevo la foto—. Pero tampoco podría afirmar que sea él. A este también lo vi en una ocasión, de pasada, porque tuve que llevar en coche al comisario en jefe Harrison a Edimburgo, para asistir a una conferencia sobre la Guardia Local. Era allí en Craigiehall, ya sabe, el cuartel general del ejército.

—¿La Guardia Local, dice? —inquirió Jock Ferguson sin levantar la vista de su taza de té. Me di cuenta de que quería disimular la pregunta bajo un velo de informalidad. Confié en que McNab no se hubiera percatado tan claramente como yo.

—Sí, eso es —corroboró Duncan—. Como he dicho, el comisario en jefe Harrison era el enlace del cuerpo con la Guardia Local. Naturalmente, entonces él era solo inspector.

Ferguson me lanzó una mirada significativa, apenas sin expresión, pero transparente para mí. Cuando me habían asaltado aquella mañana en la niebla, las únicas personas que conocían mi interés por Strachan eran Willie Sneddon, quien difícilmente se lo habría contado a nadie, y los policías entre los cuales Jock Ferguson había preguntado de modo informal.

Y uno de ellos, tal como este me había explicado, había sido el comisario en jefe Edward Harrison.