Como empujar a alguien por la ventana de un tercer piso contraviene, por lo visto, una ordenanza municipal del Ayuntamiento de Glasgow, pasé gran parte de los dos días siguientes en compañía de la policía.
La primera noche dormí en el hospital Western General, acompañado de un muchacho de azul montando guardia a mi lado. Para protegerme, me dijo Jock Ferguson de modo nada tranquilizador.
Pese a que yo podía andar perfectamente, me confinaron en una cama, aunque no en la sala general, sino en una habitación para mí solo. Deduje que la policía lo había exigido.
Me encontraba en buenas manos. Si alguna vez han de recibir un navajazo, mi consejo es que procuren que sea en Glasgow. Los hospitales de la ciudad poseen una experiencia incomparable en la sutura de heridas de cuchillo, navaja y filo de botella. Incluso me enteré de que habían ingresado a un tipo con múltiples cortes de machete. Con qué fin habría de manejar un glasgowiano un machete era algo que se me escapaba; yo estaba seguro de no haberme tropezado con ningún trecho de selva o jungla durante todos mis años en la ciudad.
La herida del brazo era profunda. Un médico que parecía de doce años y se ponía colorado cada vez que lo llamaba «hijo» me explicó que habían tenido que coser músculo y no solo piel. Debía hacerme a la idea de que podía quedarme algún nervio dañado, añadió, como si todo hubiera sido por una estúpida imprudencia mía.
Hice una declaración formal ante Jock Ferguson, en presencia de mi uniformado ángel de la guarda. Siguiendo fielmente el consejo que le había dado a Fraser, le conté a la policía la verdad, es decir, la secuencia real de los hechos, describiendo la lucha a muerte que habíamos mantenido y el desenlace final cuando el tipo había caído por la ventana. Aunque omití mencionar algunos detalles: por ejemplo, que había necesitado darle unos cuantos golpes para empujarlo por el hueco, o que habíamos charlado un rato antes de que él tomara el taxi.
Se me encogió el corazón cuando se nos unió McNab, arrastrando una silla por el suelo de baldosas esterilizadas. Un inspector de aire convenientemente arisco permaneció tras él, en la puerta, con un maletín en la mano. No tener que cargar con tus cosas era sin duda otro de los privilegios de la jerarquía.
El comisario en jefe leyó la declaración que le había dictado a Ferguson y firmado a continuación.
—Lo raro es —dijo apartándose el ala del sombrero de los ojos— que tenemos testigos que afirman que cayeron cristales a la calle minutos antes de que la víctima se desplomara al vacío.
No me gustaba esa palabra: víctima.
—Puede ser, comisario. Estábamos destrozándolo todo.
—Y había huellas ensangrentadas en el marco de la ventana, como si la víctima hubiera tratado de agarrarse para no caer.
Otra vez esa palabra.
—Se agarró del marco al caer. De hecho, fue entonces cuando soltó el cuchillo. Pero tenía las manos demasiado ensangrentadas para poder sujetarse: por eso se fue abajo.
—Hummm. —McNab le hizo un gesto al inspector que tenía detrás, quien le entregó un rollo de tela blanca. El comisario lo desenrolló y me mostró el cuchillo. Tenía una etiqueta de prueba clasificada. Y un poco de sangre. Mía. Algunas motas de sangre habían manchado la tela.
—¿Es este el cuchillo?
—Sí, es este.
Ahora que la adrenalina de la pelea ya había abandonado mi cuerpo, despojándome de toda energía, la visión de la hoja que me había abierto las carnes me provocó náuseas.
—¡Ajá…! —exclamó McNab, pensativo—. Un cuchillo de comando, ¿no?
—Un cuchillo de combate Fairbairn-Sykes, sí. Un arma estándar de comando. Las fuerzas especiales canadienses iban armadas con una versión similar, el UVE 42 Stiletto. Una versión inferior. —Señalé el cuchillo y otra vez sentí cómo se me revolvían las tripas—. Eso que tiene ahí es el mejor cuchillo de combate del mundo para pelear cuerpo a cuerpo. Y el tipo que me atacó era un experto. ¿Quién era, en todo caso?
Jock le lanzó al comisario una mirada que este no devolvió.
—No lo sabemos. De momento.
—Déjeme adivinarlo: ¿no tenía identificación?
Jock Ferguson negó con la cabeza, y especificó:
—Ni identificación, ni permiso de conducir, ni etiquetas en la ropa que indicaran de dónde procedía… Tampoco llevaba tarjetas, cartas, talonario…
—¿Alguna idea? —preguntó McNab.
—No era de aquí, eso seguro. Simuló serlo al principio, pero era inglés. Un oficial. Escuche, yo estaba luchando para salvar mi vida. Era o él o yo. ¿Van a acusarme por su muerte?
—Has matado a un hombre, Lennox. Es algo muy grave.
—He matado a muchos, comisario. Aunque entonces no era tan grave, en absoluto.
—Bueno, hemos de presentar un informe al fiscal y tú permanecerás bajo apercibimiento. Las pruebas parecen indicar que fue en defensa propia, tal como dices. Pero da por descontado que el asunto será analizado con lupa. Una cosa es que haya una víctima en una reyerta con una pandilla de navajeros, y otra muy distinta arrojar a un tipo bien vestido con aspecto de oficial a una parada de taxis de Gordon Street. ¿Sabes que la prensa se ha cebado en la historia?
—Me lo imagino. ¿Cómo piensan presentar públicamente el lado «misterioso» del personaje?
—No haremos tal cosa. Hemos dicho simplemente que el fallecido todavía no ha sido identificado. —El comisario se volvió hacia el inspector que se hallaba en la puerta—. ¿Por qué no vas a tomarte un café a la cantina, Robertson? Cinco minutos.
Cuando salió el hombre, dejándome con McNab y Ferguson, me incorporé en la cama. Que un policía como el comisario quisiera reducir el número de testigos durante un interrogatorio era algo que excitaba mi lado más suspicaz.
—Escucha, Lennox —dijo McNab—. Sé que no te gusta mi manera de hacer las cosas, y tú sabes qué pienso de tu relación con los llamados «Tres Reyes». Pero esta es la ciudad más dura que hay sobre la faz de la Tierra, y hay que ser duro para trabajar aquí como policía. Ahora bien, todo este asunto en el que estás metido va más allá de mis entendederas. Y no me gusta nada que las cosas que ocurren dentro de los límites de la ciudad superen los límites de mi comprensión. Porque eso atrae sobre nosotros una atención que no deseo.
—¿Como, por ejemplo…?
—La de la División Especial de Seguridad. —Fue Jock Ferguson el que respondió—. Todo cuanto has relatado sobre nuestro misterioso hombre muerto suena a comandos o fuerzas especiales. Incluso se ha sugerido que podría tratarse de un miembro de los servicios de inteligencia.
—¿Ahora los servicios de inteligencia británicos se dedican a intentar asesinar a leales súbditos de Su Majestad? Lo dudo. Y si fuera así, lo habrían llevado a cabo con más discreción.
—Bueno, el intento ha sido lo bastante profesional como para que parezca propio de un «especialista» —terció McNab—. Con lo cual la División Especial de Seguridad está metiendo los pies en mi terreno. Y eso no me gusta nada.
—Pero supongo que les habrá explicado que sabemos cuál es la relación: Joe Gentleman Strachan. Primero ese tipo intentó asustarme para que abandonara el caso, y luego trató de eliminarme de una vez para siempre. Todo esto ya no tiene que ver con el robo de la Exposición Imperio…, sino con lo que haya sucedido después del robo. Es decir, durante la guerra.
—Yo todavía no me acabo de tragar esa historia de que Strachan fuese un oficial —opinó McNab—. Y Dios sabe que, personalmente, prefiero creer que no eran suyos los restos encontrados en el fondo del Clyde. Pero es que no tiene sentido… Era un criminal fugitivo, buscado por el asesinato de un policía.
—Todo eso es verdad. Sin embargo, Isa y Violet parecen convencidas de que su padre fue un héroe de guerra pese a que los archivos oficiales indican que fue un desertor, un especialista en hacerse pasar por diferentes oficiales del ejército y en falsificar libros de pagas. Pero corren rumores de que se salvó de enfrentarse a un pelotón de fusilamiento aceptando formar parte de patrullas de reconocimiento de alto riesgo. Al parecer, además, mantenía un contacto regular con un tipo de su época en el ejército llamado Henry Williamson, quien no parece tener ninguna relación con el mundo criminal de Glasgow.
—¿A dónde quieres ir a parar? —preguntó el comisario.
—No lo sé, la verdad. Pero hay algo que me huele mal en todo este asunto. Hay que reconocerlo: desde el final de la guerra, hemos visto más de una vez en los titulares de los periódicos la expresión «con precisión militar» para describir un robo. Si de algo sirvió el servicio militar obligatorio fue para proporcionarle a cualquier malhechor una disciplina y un entrenamiento que lo convertía en un individuo muy eficiente a la hora de perpetrar un atraco.
—A ver, un momento… —dijo Ferguson, riéndose—. La semana pasada tuvo lugar un atraco a un comerciante de diamantes en Argyle Arcades: un único hombre con una pistola de juguete. Lo acabamos atrapando porque el tipo creyó que el joyero había activado un cerrojo automático en la puerta. Lo que pasó, en realidad, fue que el muy idiota se empeñaba en tirar de la puerta, en vez de empujar. Y ello pese a que había una gran placa de latón con la palabra EMPUJE grabada. Te aseguro, Lennox, que todavía no estamos desbordados por una legión de criminales magistrales y de atracadores con mañas de comando.
—Muy bien —acepté—. Pero tú ya me entiendes, Jock. Es decir, supongamos que Strachan era un adelantado en este sentido…, supongamos que salió de la Primera Guerra Mundial con habilidades y contactos que podrían haberlo ayudado a perpetrar robos y otros delitos más eficientes y mejor planeados.
—Lo cual desembocó en los robos de las Tres Coronas y culminó en el de la Exposición Imperio, ¿no es eso? —preguntó McNab.
—Bueno, ahí hay otra cuestión. ¿Y si resulta que el golpe de la Exposición Imperio no era un fin, sino un medio para alcanzar un fin?
—No te sigo.
—¿Y si Strachan tenía preparado un golpe aún más grande y mejor planeado? Escuche, así es como nosotros lo hemos visto siempre: él organiza tres grandes robos seguidos con el objetivo de convertirse en el único Rey de Glasgow; pero resulta que muere un policía y las cosas se le ponen demasiado feas, así que toma el dinero, pone los pies en polvorosa y desaparece para siempre, ¿de acuerdo? Luego un amasijo de huesos con sus ropas y una pitillera que lleva su monograma son izados desde el fondo del Clyde, y todo el relato se modifica. Ahora suponemos (es la versión que ustedes estaban armando) una disputa entre ladrones: uno de los cómplices de Strachan, o tal vez todos, se da cuenta de que ese jefe al que hasta ahora se le ha considerado un genio les ha puesto a todos una soga al cuello. Por ello, ese cómplice, o la banda entera, mata a Strachan, se queda con su parte y arroja el cuerpo al río.
—Es lo lógico —dijo McNab a la defensiva.
A los policías pensar les resulta muy arduo, y no soportan que venga alguien a destrozar el fruto de sus esfuerzos.
—Sin duda lo es —afirmé—. Y quizá todavía podría resultar cierto. Pero tenemos a un testigo que jura que era Strachan el hombre al que vio en 1942, en Lochailort, con uniforme de comandante.
—Y una mierda —exclamó Jock Ferguson—. Yo sigo creyendo que es un disparate.
—Bueno, supongamos por un momento que no lo es. Digamos que ese individuo era Strachan y que estaba allí, con todas las acreditaciones, como comandante del ejército. ¿Cómo podría haber llegado a suceder tal cosa?
—Imposible —aseguró McNab.
—Siga el juego, comisario. Tomemos la presencia de Joe Gentleman allí como un hecho. ¿Cómo habría podido conseguirlo?
—Bueeeno… —Ferguson prolongó la palabra, pensativo—. Sabemos que tenía experiencia en hacerse pasar por oficial…, y que se le daba muy bien.
—Lo cual significa que es perfectamente concebible que fuera visto con uniforme de comandante…
—Pero Lochailort era una de las bases militares más seguras de todo el país. Habría hecho falta algo más que un uniforme, un acento distinguido y un aire de autoridad para entrar allí.
—Exacto.
—Y ahí es donde se desmorona la teoría —dijo Ferguson.
—Volvamos a los robos de la Triple Corona. ¿Y si no eran más que, como les he dicho, un medio para lograr un fin? Según he podido averiguar, Strachan desaparecía a veces durante meses. Como borrado del mapa. ¿Y si se hubiera pasado esos meses, o incluso años, creándose una identidad distinta en otra parte? O quizá más de una. ¿Y si su plan hubiera sido utilizar los beneficios de los robos de la Triple Corona para financiar otra cosa, en otra parte?
—¿Como qué? —preguntó McNab.
—Acaso una vida diferente en otro lugar, revestida del nivel que él creía merecer. A lo mejor pensaba reinvertir las ganancias en otro golpe: un golpe todavía más grande que el de la Exposición Imperio: un tren correo, un botín de lingotes de oro, las jodidas joyas de la Corona, no sé. Pero entonces surgen dos inconvenientes. Uno: las cosas no salen según lo previsto en el robo de la Exposición Imperio, y un policía muere; si el plan de Strachan era usar el dinero para convertirse en el Rey del Crimen de Glasgow, el saldo es un completo fracaso. Dos: Hitler invade Polonia y todo queda patas arriba. El país entero se pone en pie de guerra y dar un gran golpe se vuelve entonces diez veces más difícil. Pero yo sospecho que ocurre algo más. No estoy seguro de qué, pero tengo la impresión de que quizá la comedia de Strachan como oficial formaba parte de la nueva identidad que se había creado, y que la ficción y la realidad se entremezclaron de algún modo, y él acabó atrapado sin quererlo en una unidad militar de verdad.
—¿Has oído hablar de Frankie Patrañas Wilson? —inquirió McNab con desgana. Al decirle que no, continuó diciendo—: El inspector Ferguson se lo ha tropezado alguna que otra vez, ¿no, Jock? Es un pequeño hijo de puta compulsivo. Un ladrón compulsivo y un mentiroso compulsivo. Lo llamamos Frankie Patrañas porque no es capaz de atenerse a una explicación sencilla. Cuando intenta zafarse a base de mentiras de una acusación, no cesa de enredarse con sus propias mentiras y de inventar otras nuevas todavía más estrafalarias para cubrirse. En un abrir y cerrar de ojos, la primera mentira para explicar por qué lleva una palanqueta en el bolsillo se convierte en una gran epopeya con todo un elenco de personajes que podría arruinar a la mismísima Metro Goldwyn Mayer. Pero tú no tienes más remedio que seguir escuchando, porque es realmente entretenido. Debo decírtelo, Lennox: ni a Frankie Patrañas se le ocurriría una historia tan absurda como la que tú propones.
—Puede que tenga razón. —Me encogí de hombros—. Pero aquí no estamos hablando de un malhechor cualquiera de Glasgow. Y no me negará que no era un matón corriente el que me asaltó en mi oficina. —Meneé la cabeza con irritación mientras se me iban ocurriendo otras ideas—. ¿Por qué no hay fotos de Strachan por ninguna parte? Se lo repito: él llevaba planeando su desaparición desde hacía mucho tiempo. Esto no es ninguna patraña, comisario. Es una nueva versión de la historia.
Cuando McNab se marchó, me fumé un par de cigarrillos con Jock Ferguson y continuamos hablando un rato más del asunto. Nos interrumpió el médico, que me dio permiso para irme a casa. Archie me estaba esperando en la planta baja y le estrechó la mano a Ferguson cuando bajamos.
—Cuida de él —le dijo el policía, arreglándoselas para que sonara como una orden.
—Lo mantendré alejado de las ventanas —contestó Archie, cariacontecido.
Me despedí de Ferguson preguntándole, tan despreocupadamente como pude, por un asunto que para mi gran alivio no había salido todavía a colación.
—Por cierto, Jock, ¿de qué se trataba ese asesinato de la otra noche? En Govanhill, creo que dijo McNab.
Había formulado la pregunta en plan informal, pero sonó más bien torpe.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo, aunque tampoco con más suspicacia de lo normal.
—Pura curiosidad.
—Creemos que se trató de un crimen entre maricas. Mataron a un socorrista de piscina llamado Frank Gibson, bien conocido, por lo visto, en esos ambientes.
—¿Cómo lo mataron?
Jock me miró con recelo.
—Es por curiosidad, ya te lo he dicho.
—Morbosa curiosidad la tuya. Le cortaron el pescuezo. Desde detrás. El asesino incendió luego el apartamento. La casa entera estuvo a punto de prender en llamas con todos sus inquilinos dentro. ¿Por qué demonios tuvo que incendiar el piso después de cometer el crimen?
Me encogí de hombros para indicar que ya había satisfecho mi curiosidad, mientras recordaba los muebles quemados que habían sacado al patio trasero. La respuesta, pensé, era obvia: el fuego borra todas las pruebas. Recordé también todos los demás sobres llenos de negativos. A saber con cuánta gente más habían usado Downey y Gibson el mismo truco. ¿Y dónde estaría Downey ahora?
El asunto que tenía entre manos requería discreción. Era cuestión de pasar desapercibido. Pero despedir a mi invitado por la ventana me había situado en la primera página del Bulletin, del Daily Herald, del Daily Record y del Evening Citizen. El Glasgow Herald me relegó a la página cuatro, pero el Bulletin publicaba una foto del edificio de mi oficina, destacándose la ventana tapiada con tablones e incluyendo una flecha que indicaba la ruta seguida por mi invitado hasta la calle: por si los lectores de este periódico no estaban familiarizados con los efectos de la gravedad.
Archie tenía todos los periódicos en su coche cuando vino a recogerme. El coche de mi ayudante era, más o menos, como podía esperarse de él; o sea, un fúnebre Morris 8 negro, de 1947, en el cual parecía que su dueño tenía que doblarse sobre sí mismo como un cortaplumas. No hablamos mucho mientras circulábamos por la ciudad y bajábamos hacia Gallowgate. Súbitamente, tomé plena conciencia de que había matado a un hombre; de que había acabado, no por primera vez, con la existencia de un ser humano. Me dije que tampoco había tenido muchas opciones. Pero la verdad era que sí había tenido alguna.
Archie percibió con claridad que yo no estaba de humor para charlar, y nos dirigimos en silencio a mi alojamiento provisional. Antes de que llamáramos siquiera, se abrió la puerta y nos recibió con hosquedad el señor Simpson. La actitud de mi casero había pasado de ser recelosa a directamente hostil.
—He leído toda esha bashura en los periódicosh. Gente que sale volando por la ventana. Aquí tenemos ventanash, ¿shabe? Usted es eshe Lennoshsh, ¿cierto?
—En efecto —dije, y observé mis maletas, ya preparadas, en un rincón del vestíbulo—. Pero no he cometido ningún crimen. Fui la víctima de un ataque, no el agresor. Sus ventanas se encuentran a salvo.
—No quiero problemash. Tendrá que marcharshe.
—¿Serviría de algo que le dijera que me pareció que el tipo tenía acento irlandés? —pregunté con socarronería.
Al ver que no contestaba, pasé junto a él para recoger mi equipaje. Él retrocedió instintivamente y yo le guiñé un ojo.
—Buenos días —lo saludé con el mejor acento irlandés que supe.
—¿A dónde vamos ahora, jefe? —preguntó Archie cuando volvimos a subir al coche. Su voz sonaba apagada como siempre, pero había una leve chispa en sus grandes ojos perrunos.
—A Great Western Road —indiqué—. Pero paremos en alguna cabina por el camino, para que pueda avisar a mi casera.
El mundo había girado sobre su eje unas cuantas veces desde la última vez que había pasado la noche en mis habitaciones, pero albergaba la esperanza de retomar las cosas donde las había dejado; más concretamente, donde las había dejado en mi conversación con Fiona White en el salón de té. Pero las cosas habían seguido su curso sin mí.
El teléfono comunicaba y no puede avisarla de que iba de camino. Cuando llegamos a la casa, vi dos coches aparcados delante que no reconocía. El primero era un Humber gris oscuro; no tenía distintivos policiales, y el conductor y el pasajero iban de civil, pero no habría cantado más aunque lo hubieran intentado. Por primera vez me sentía complacido al ver un coche de policía frente a mi casa. Jock Ferguson, o tal vez el propio McNab, debían de haber dado la orden. El segundo coche era un Jowett Javelin PE negro, de tres o cuatro años de antigüedad. Demasiado llamativo para la policía.
Mientras yacía en la cama del hospital, había imaginado con detalle la escena de mi regreso a casa: Fiona White mostraría una agitación contenida al verme llegar. Habría leído las noticias sobre la defenestración de Gordon Street, pero sería evidente que se alegraba de verme: de verme de una pieza. Una sonrisita nerviosa bailaría en sus labios, y yo sentiría el impulso casi incontrolable de sellarla con un beso. Pero lo que haría sería dejar que se afanara en la cocina y que nos preparase un té a Archie y a mí. Y en cuanto nos quedáramos solos, retomaríamos la rutina de siempre y nos dejaríamos llevar lentamente hacia otro tipo de relación tal vez: la que ambos quisiéramos que se estableciera entre nosotros.
Pero en cuanto Fiona White abrió la puerta, noté que mi repentino e inesperado regreso la perturbaba. De entrada, pareció sorprendida e incómoda, y casi titubeó antes de hacernos pasar a Archie y a mí.
No estaba sola. Había un hombre en el salón.
El tipo me desagradó en cuanto le puse los ojos encima. La razón principal fue que durante una fracción de segundo creí reconocerlo; aunque enseguida caí en la cuenta de que no podía ser la persona por la que lo había tomado, porque esa persona estaba muerta. La cara no era la misma, claro está, aunque presentaba un fuerte parecido familiar con el retrato que había en la repisa de la chimenea: el retrato de un oficial de la Marina muerto hacía muchos años.
—Usted debe de ser el inquilino —dijo levantándose, pero sin la menor sonrisa, cuando entramos en la sala. En la mesita había un servicio de té para dos con galletas. El hombre estaba bronceado e iba con ropa demasiado ligera para Glasgow. Tenía un aire inequívoco de recién llegado del extranjero.
—Y usted debe de ser el cuñado —respondí secamente.
—Lo hemos estado leyendo todo sobre sus…, sus aventuras. He de decirle que no me complace que se aloje usted en casa de Fiona. ¿Sabe que me abordó un policía cuando llegué aquí?
—¿Ah, sí? Bueno, verá, les han ordenado que den el alto a cualquiera que ofrezca una pinta sospechosa o poco de fiar. Y, realmente, no entiendo qué tendrá usted que ver en mi acuerdo con la señora White.
—Bueno, siendo como es mi cuñada, y puesto que mi hermano ya no está entre nosotros, me siento obligado a cuidar del bienestar de ella y de las niñas.
—¡Ah, claro! ¿Y le ha costado diez años desarrollar ese sentimiento?
—He estado fuera; en el extranjero. Trabajaba en la India. Pero ahora que estoy de vuelta, me parece justo que sepa que las cosas podrían cambiar en esta casa.
—¡Ah, claro! —repetí—. ¿Calza usted el mismo número de zapatillas que su hermano?
Pareció acusar el golpe, pero yo sabía que él no tenía arrestos para llevar la cosa más lejos.
—Creo que ya es más que suficiente por parte de ambos —terció Fiona—. James, soy muy capaz de organizar mis propios asuntos. Señor Lennox, ha pasado usted una terrible experiencia. Estoy segura de que desea descansar. Prepararé algo para cenar hacia las seis. Si quiere unirse a nosotros…
La miré en silencio un minuto.
—Claro —dije al fin—. Será un placer.
Le hice una seña a Archie, y subimos a mis habitaciones. Yo estaba cansado y cabreado, y me moría de ganas de borrarle la mueca desdeñosa de un puñetazo al hijo de puta de abajo. Pero entretanto tenía asuntos más importantes que atender.
—Me parece que su casera habrá de comprar una mesa más grande —musitó Archie.
—¿De qué estás hablando, Archie?
—Si es que los dos han de hacerse un hueco…
—¡Ah, sí! Muy gracioso.
—¿Se encuentra bien, jefe? Puedo quedarme si quiere.
—No, Archie, ya está bien. Saldré más tarde con el coche para ver a Billy Dunbar y enseñarle esa foto, pero eso puedo hacerlo solo. Tómate la noche libre.
Me tendí en la cama, dolorido, y me puse a fumar. Al cabo de una hora más o menos, oí voces y el ruido de la puerta principal. Me acerqué a la ventana y vi que James White iba a recoger el Javelin. Se volvió hacia Fiona, agitando la mano, y luego levantó la vista y miró mi ventana con toda deliberación. Le devolví la mirada con la misma deliberación. Todo su aspecto, los aires de clase media y aquel parecido con el oficial de la Marina fallecido tanto tiempo atrás, me provocaba un mal presentimiento. Traté de visualizar el futuro de Fiona White y, por mucho que me esforcé, no logré verme en él.
Me lavé y me cambié: traje, camisa, ropa interior, todo. Era una cosa que nunca había entendido de los hospitales: siempre salías con olor a ácido fénico, pero siempre te sentías sucio. Bajé a las seis y compartí una cena compuesta de pescado, guisantes y patatas con Fiona y sus hijas. Traté de darles toda la conversación que pude, pero la verdad era que aún me sentía conmocionado por lo ocurrido en mi oficina. Fiona frunció el entrecejo al verme tomar unas pastillas que me habían recetado; el vendaje del brazo no quedaba a la vista, porque lo tenía bajo la manga de la camisa, por lo cual ella no podía saber si había resultado herido ni hasta qué punto. La otra cosa que me atormentó durante la cena fue la inesperada aparición del hermano del marino muerto, cuya engreída presencia todavía parecía flotar en el ambiente.
Al terminar, ayudé a Fiona a llevar los platos a la cocina, pero ella me ordenó que me sentara. Las niñas se pusieron a ver la televisión; yo cerré la puerta de la cocina.
—¿Se siente molesta con todo esto, Fiona? —pregunté—. Comprendo que le habrá supuesto una conmoción enterarse de lo ocurrido.
Ella dejó de fregar el plato que tenía en las manos y se apoyó en el borde del fregadero, dándome la espalda y mirando por la ventana el jardín del patio trasero.
—Ese hombre… ¿Usted lo mató? ¿O fue un accidente?
Iba a decir que ambas cosas en cierto modo, pero lo exasperante de aquella mujer era que sacaba toda la honestidad y la sinceridad que había en mí.
—Sí, lo maté. Pero fue en defensa propia. Me tendió una emboscada en mi oficina e intentó cortarme el cuello. Era el mismo tipo que me había asaltado en la niebla.
Ella se dio la vuelta.
—Entonces, ¿cree que es seguro para usted volver a alojarse aquí? —Pronunció la frase de tal modo que sonaba más como una afirmación que como una pregunta.
—No se puede asegurar al cien por cien. No creo ni por un momento que ese hombre estuviera actuando por cuenta propia. Pero tampoco creo que quien esté detrás del ataque vaya a arriesgarse a ejecutar otra vez una maniobra tan…, tan visible. De todos modos, parece que ahora contamos con una protección policial muy seria. Desde luego sigo decidido a no ponerla a usted y a las niñas en peligro. Puedo buscarme otro alojamiento de forma provisional…
—No… —musitó ella. Aunque lo dijo como si tuviera que pensarlo y sin ningún énfasis.
—Las cosas no van a ser siempre así, Fiona. Ahora todo se ha complicado. Yo creía que ya había dejado atrás este tipo de situaciones. Me temo que estaba equivocado.
—No tiene por qué darme explicaciones. Pero usted sabe que yo no puedo formar parte de ese mundo. No puedo arrastrar a las niñas a ese mundo.
—Por supuesto que no. Yo también estoy tratando de apartarme de él. Las cosas mejorarán, como digo.
—Lo sé. —Y sonrió.
Pero ambos sabíamos que mi destino estaba sellado.
Había salido del hospital todavía dentro de los horarios bancarios, y en el camino de regreso a casa le había pedido a Archie que parase un momento en el banco. La noticia de mis aventuras ya había llegado allí, obviamente, y, cuando entré en la oficina, la reacción no fue muy distinta de la que habría provocado un pistolero al llegar a una cantina del Lejano Oeste. MacGregor en persona atendió mi solicitud para acceder a la caja de seguridad. Estaba muy locuaz, aunque nervioso, como si se hubiera propuesto evitar a toda costa la palabra «ventana», o la menor alusión a «tomar un taxi». Yo me alegraba de tenerlo a mi merced; de lo contrario, me temía que ya habría perdido mi puesto para el traslado de las nóminas. De todos modos, mi conocimiento de su sórdida vida privada me serviría de poco si el consejo de administración del banco decidía librarse de mí.
Claro que, por otro lado, quizá les gustara la idea de que su dinero fuese custodiado por un tipo capaz de matar.
MacGregor me había dejado solo ante mi caja de seguridad; yo había sacado la Webley y me la había guardado en la pretina del pantalón. No ignoraba que si McNab descubría que andaba por la ciudad con un arma no registrada, el deshielo en nuestras relaciones resultaría ser solo una falsa primavera. Pero si intentaban matarme otra vez, quería tener a mano algo más contundente que un perchero. Cuando hube regresado a casa, y después de la desagradable conversación con James White, había dejado la Webley debajo de la almohada.
Eran las ocho y media cuando me puse otra vez la chaqueta y el sombrero, y bajé al vestíbulo. Hablé por teléfono con Isa y quedé en reunirme con ella y Violet al día siguiente.
Llamé a la puerta de las White y le encargué a Elspeth que le dijera a su madre que pasaría fuera toda la velada. Cuando me alejé con el coche, me reconfortó comprobar que el Humber gris oscuro permanecía en su sitio frente a la casa, en lugar de seguirme a mí. Aunque supuse que mi salida no pasaría desapercibida y sería comunicada por radio.
Antes de tomar hacia el norte y salir de la ciudad, me detuve en una cabina y llamé a Murphy.
—¿Se ha enterado de lo ocurrido? —pregunté.
—¿Lo de que arrojaste a ese cabronazo por la puta ventana? Creo que sí ha llegado a mis oídos. ¿No se suponía que ibas a ser discreto, joder? Bueno, ¿quién era?
—El mismo tipo del que les hablé a Jonny Cohen y a usted. El que me asaltó en la niebla.
—¿Y qué pretendes decirme?, ¿que quieres tu puto dinero?
—No. Tal vez, pero no creo. No estoy nada seguro de que ese fuera el famoso «Chaval» de Strachan. A menos que Joe Gentleman lo hubiera enviado a clases de dicción. Era inglés.
—¿Ah, sí? Un motivo cojonudo para tirarlo por la ventana.
—Escuche, señor Murphy, ¿podría explicarle todo esto a Jonny Cohen? Tengo que investigar otra pista, y quizá nos revele si Strachan está vivo. Voy a intentar averiguar también si ese tipo era el Chaval o no.
Concluida la llamada, salí de Glasgow. El cielo estaba pesado y gris, pero resultaba agradable dejar atrás la ciudad y verse rodeado de campo abierto. Supuse que no habría nadie en las oficinas de la hacienda a aquellas horas, lo que me permitiría eludir otro encuentro con aquella reprimida Miss Marple forrada de tweed. Mas cuando llegué a la hacienda, me encontré la reja cerrada y asegurada con un candado.
Revisé el esquemático mapa mental que tenía de la zona y seguí adelante por la estrecha franja de carretera, flanqueando el alto muro de piedra que marcaba el límite de la hacienda. Finalmente, encontré una senda que llevaba a una entrada en desuso tapiada con ladrillo. Al menos, el Atlantic quedaba fuera de la carretera y razonablemente oculto. Decidí escalar el muro, aunque fuera arriesgando mis mocasines de ante y mi traje de pata de gallo. Me dejé caer al otro lado sobre un mantillo de ramas y hojas secas. Frente a mí había una espesa masa de arbustos de hoja perenne que la luz del atardecer no lograba penetrar. A pesar de todo, calculé que si caminaba en línea recta y me las arreglaba para no romperme un tobillo, acabaría saliendo al camino que iba de las oficinas a la casita de Dunbar.
La verdad es que no me gustó nada el paseo por el bosque. Me sorprendí a mí mismo escuchando con el corazón en la boca todos los crujidos, los murmullos y el canto de los pájaros. No había nada que temer en este momento, desde luego, pero yo había dado muchos otros paseos por bosques similares, y en aquel entonces había amenazas más letales que simples ardillas y conejos acechando entre el follaje.
Diez minutos más tarde, fui a dar justamente a donde había supuesto, aunque me costó un minuto situar con exactitud en qué punto del camino me encontraba. Miré alrededor y distinguí en la cuneta una piedra alargada cuya forma recordaba a un gato durmiendo hecho un ovillo. En todo caso, era lo bastante inconfundible para reconocerla. La desplacé de manera que sobresaliera en el camino. Así, a la vuelta, solo tendría que localizar la piedra, torcer a la izquierda y dirigirme en línea recta hacia el muro.
Empezaba a oscurecer, y más aún aquí, bajo la sombra de los árboles. No sabía muy bien por qué, pero me saqué la Webley de la cintura, abrí la recámara y comprobé que el tambor estuviera completamente cargado antes de volver a cerrarlo y de guardarme la pistola. También me aseguré de que llevaba la fotografía en el bolsillo interior de la chaqueta.
Tardé otros quince minutos en llegar a la casita. No había luces ni el menor signo de vida; deduje, pues, que se me había acabado la suerte y que no había nadie. De todos modos me acerqué a la puerta y llamé, pero no hubo respuesta. Permanecí un momento allí intentando decidir si debía dejar la foto con una nota, pidiéndole a Dunbar que me llamara en caso de que reconociera al hombre que aparecía en ella. Resolví no hacerlo. Era la única copia de la fotografía y debía manejarla con tiento: al fin y al cabo, podía servir para relacionarme con el piso incendiado y con un marica muerto.
Solté una maldición por haber hecho todo el camino hasta allí para nada y di media vuelta. Antes de emprender la retirada, me acerqué a una de las ventanas de la casita, ahuequé las manos sobre el cristal para evitar reflejos y atisbé el interior. Me vino a la memoria la última ocasión en la que había echado un vistazo por una ventana y me eché a reír, confiando en no sorprender a Dunbar en flagrante delito con su feísima esposa.
Dejé de reírme en seco.
Me saqué la Webley de la cintura y regresé a la puerta. No estaba cerrada con llave. La abrí del todo de un empujón y recorrí la habitación con la vista mientras entraba, dispuesto a disparar a todo lo que se moviera. Estaba vacía, dejando aparte lo que había visto por la ventana. Fui a la cocina; también vacía. Volví a la habitación principal.
Empezaba a resultar difícil distinguir algo en la creciente oscuridad, pero no me atreví a pulsar el interruptor. No podía ser visto en semejante lugar y situación, y di gracias al cielo por haber aparcado el coche donde nadie pudiera verlo.
Billy Dunbar yacía en el suelo frente al sofá. Le habían rebanado el pescuezo, y la herida permanecía abierta como la sonrisa desmesurada de un payaso. Debajo de la cabeza, percibí a la tenue claridad un cerco rojo oscuro en la alfombra. Su esposa yacía al otro lado de la habitación. La misma historia.
Le puse a Dunbar el dorso de la mano en la frente: fría como un témpano. Llevaba muerto al menos una hora.
Me quedé en silencio en medio de la habitación sin tocar nada, aguzando el oído por si oía venir a alguien por el camino, mientras trataba de pensar qué significaba todo aquello y qué se suponía que debía hacer ahora.
Pensé en avisar a la policía, pero estaba fuera de Glasgow y me costaría explicar mi compleja implicación en el caso a algún pueblerino de uniforme que ya tendría bastantes problemas para comprender las cosas más básicas. Como, por ejemplo, que no era buena idea casarse entre primos hermanos.
Ignoraba cuáles eran los hábitos sociales de los guardabosques, pero decidí poner tierra de por medio cuanto antes por si a alguien de la hacienda se le ocurría pasarse para tomar una copa o intercambiar trucos de belleza con la señora Dunbar.
Retrocedí hacia la puerta, saqué el pañuelo y froté la manija, lo único que había tocado, hasta dejarla bien limpia. Observé el camino. No había nadie. Por si las moscas, le di también un buen repaso a la ventana por la que había atisbado.
Me metí de nuevo la pistola en la pretina y corrí cuesta abajo por donde había venido. Tras unos doscientos metros, reduje la marcha a un trote ligero. Se estaba haciendo oscuro de verdad y podía tropezar fácilmente. Identifiqué el lugar: el camino describía ahora una brusca curva a la derecha y luego ya me quedaría algo menos de un kilómetro hasta el «gato de piedra».
Ya había recorrido la curva entera cuando los vi: un grupo de tres hombres. El que iba en medio se giró, me vio y les dijo algo a los otros dos. Comprendí en el acto que estaba metido en un buen aprieto. En vez de venir a por mí subiendo por la cuesta, los otros dos hombres salieron rápidamente del camino y se metieron por el lindero del bosque, uno por cada lado. El hombre que se había quedado permaneció inmóvil, observándome, mientras introducía la mano en su oscuro abrigo corto. Corrí a ponerme a cubierto en el bosque de mi izquierda, procurando adentrarme todo lo posible en la espesura antes de que el tipo que se había metido por allí pudiera superarme por el flanco. Armaba un ruido tremendo al huir, pero la distancia y una buena cobertura eran los factores clave en esta fase si pretendía obtener ventaja. Había tirado hacia la izquierda porque el coche estaba en esa dirección. Si me hubiera metido hacia la derecha, habría quedado a merced de aquellos tipos mucho más tiempo.
Ahora corría a ciegas, y las probabilidades de enredarme el pie con una raíz o de tropezarme con una piedra en la oscuridad eran muy elevadas. Me detuve en seco y me quedé inmóvil, aguzando los sentidos. No oía nada. Pero yo sabía que los tres individuos debían de estar ya en este lado del bosque. Ahora todo consistiría en rebasarme por el flanco para intentar acorralarme. Ellos deducirían que tenía el coche en algún punto de la carretera y que me dirigiría al muro de la hacienda. Escuché un poco más. Todavía nada.
No sabía muy bien por qué, pero en cuanto había visto a los tres hombres en el camino había tenido la certeza de que eran los asesinos de Dunbar. Era, una vez más, algo aprendido en la guerra, algo que no podía analizar ni explicar: sencillamente, aprendías a percibir si las figuras que vislumbrabas a lo lejos eran combatientes o civiles, aunque fuesen figuras muy vagas vistas a gran distancia. Era el instinto del depredador que reconoce a otro depredador.
Y esos tipos habían sido depredadores, seguro.
Pero por encima de todo había percibido algo singular en el hombre de en medio. Era mayor que los otros, y de mi estatura. Y había detectado algún detalle en su actitud, pese a la distancia, que me inducía a pensar que se trataba de una especie de aristócrata extranjero.
Estaba convencido de que tenía su fotografía en el bolsillo.
Me saqué el revólver de la cintura, me acuclillé y aguardé. Eran buenos, sin duda, pero no tanto. Oí a uno de ellos a la izquierda, un poco más adelante. Andaba en silencio, pero incluso el avance más sigiloso podía detectarse de noche en un bosque. Calculé que estaba a unos cincuenta metros. Supuse que su compinche se encontraría al otro lado a la misma distancia. Su jefe, me imaginé, esperaría a que se hubieran internado un buen trecho en el bosque y se pondría en marcha para ocupar el centro. Una triangulación de manual. Anduve tan encorvado y silencioso como pude, y avancé unos cuantos metros hacia mi derecha. Como había una depresión no muy pronunciada en el terreno, formada entre una masa de raíces, me fue posible gatear por debajo del nivel del suelo.
Hacia la derecha sonó un ruido y, repentinamente, tres haces de luz rasgaron la oscuridad. Sus linternas convergieron en el mismo punto y un cervatillo salió disparado y se perdió en la espesura. Las linternas se apagaron, pero habían estado encendidas el tiempo suficiente para que me hiciera una idea de sus posiciones. No me había equivocado sobre su estrategia. Los tipos eran buenos. Profesionales. Mi principal problema era que el punto de donde procedía la luz a mi espalda indicaba que el jefe venía directamente hacia mí.
La escasa claridad me hizo sentir nostalgia de las reyertas en la niebla de Glasgow. Retrocedí muy lentamente, tratando de encontrar un sitio mejor donde esconderme. Recogí una piedra y la arrojé con todas mis fuerzas en la oscuridad. No llegó tan lejos como yo deseaba porque se estrelló contra un tronco. Las linternas volvieron a encenderse y se concentraron en un punto situado a diez metros. Al no encontrar al ciervo rojo escocés o al silvestre gilipollas canadiense que ellos esperaban, empezaron a hacer un barrido con las linternas; el haz de una de ellas pasó justo por encima de mí. Si no hubiera estado metido en aquella depresión del terreno, seguro que me habrían localizado. Los dos tipos de los flancos mantuvieron las linternas encendidas y en constante movimiento, obligándome a seguir agachado, pero el que iba detrás apagó la suya. Deduje que se había puesto en marcha. En mi dirección.
Retrocedí con sigilo todavía más. Al fin, encontré lo que andaba buscando: un árbol abatido que había desarrollado a la intemperie una maraña de gruesas raíces, de zarcillos fibrosos y grumos de tierra: una cortina ideal para ocultarme. Al otro lado había una gruesa rama caída, del diámetro de un tronco pequeño. Olvidadas todas las precauciones para preservar mis zapatos de ante y mi traje de pata de gallo, me deslicé detrás del amasijo de raíces y me acuclillé. Retiré en silencio el martillo de la Webley. Una vez más estaba en un sitio donde no quería estar. Pero si había que decidir entre acabar mi vida o la de otro, procuraría que fuese la del otro. El haz de una linterna pasó de nuevo por encima de mi cabeza. Me agazapé todavía más. Saqué un poco de tierra de una raíz y me tizné la cara, por si la luz llegaba a darme de lleno.
No oí al tipo hasta que lo tuve casi encima. Había ido avanzando casi en completo silencio, mucho más sigilosamente que los otros dos. Se detuvo de golpe en lo alto del talud, apenas a un metro de mi cabeza; tan cerca que ni siquiera podía girarme para apuntarle. Si me movía, tendría que dispararle. Y si él encendía la linterna, me vería a través de la maraña de raíces. Contuve la respiración. Aquello era una locura: ya había matado a un hombre y, seguramente, debería matar a otros tres si quería salir con vida.
El tipo siguió adelante. Pero tan silenciosamente que me era imposible saber hasta qué punto se había alejado. Permanecí inmóvil. Ahora los tres se encontraban detrás de mí, cerrándome el paso hacia el muro de la hacienda y hacia el coche. Pero por la misma regla de tres, el trayecto hacia el camino estaba despejado. Di media vuelta lentamente en mi escondite y me incorporé para atisbar. Volví a agacharme en el acto porque el tipo se hallaba de espaldas a solo unos metros. Me asomé apenas por encima del talud y lo observé mientras se colocaba de lado. La oscuridad era tan densa que no podía verlo bien, pero tuve una vez más la impresión de que estaba mirando al hombre cuya fotografía llevaba en el bolsillo.
Estaba mirando a Joe Gentleman Strachan. No me cabía duda.