Cuando McNab se fue, traté sin éxito de ponerme en contacto con Jock Ferguson. Estaba de servicio, me informó al teléfono el sargento de recepción, pero había salido a atender un aviso.
Claro que podía tratarse de una casualidad, me dije, intentando convencerme a mí mismo. Pero ¿cuantos «mariposones», como McNab los había llamado, podía haber en Govanhill? Y como los autobuses del Servicio Municipal de Glasgow, las casualidades solían venir de tres en tres. Tal vez Jock Ferguson había salido para atender otro caso, pero yo no dejaba de contemplar la escena que se proyectaba en mi mente: Jock de pie ante un cadáver, recordando de golpe (seguramente, justo al llegar McNab) que el nombre del finado resultaba ser uno de los que yo le había pedido que comprobara.
Decidí coger el toro por los cuernos y dirigirme a la vivienda de Govanhill. Durante el trayecto tendría que pensar deprisa cómo iba a explicar mi interés en el caso sin implicar a las estrellas de Hollywood ni a los miembros menores de la realeza. Acababa de ponerme el sombrero y el abrigo, pero me detuve para estudiar la situación. Claro: aquel piso no era de Paul Downey; era el nombre de Frank, el musculoso socorrista de la piscina, el que figuraba en el registro de inquilinos. Quizás era él quien había sido asesinado. En ese caso, disponía de cierto tiempo antes de que los pies-planos hallaran el rastro que los llevaría a Downey. Pero, por pedestres que fueran, los de Investigación Criminal acabarían estableciendo la conexión, y Jock Ferguson también.
Por una vez agradecí que hubiera niebla; se había presentado en tromba. Por ese motivo, decidí tomar el metro hasta Kinning Park, y el camino restante lo hice a pie. Me asomé a un extremo de la calle, pero la niebla era muy espesa para distinguir el otro extremo y ver si había o no coches de policía aparcados delante. Pasé de largo esa calle, me metí por la siguiente, paralela a la de Frank, y caminé casi hasta el final, cortando por un pasaje de las casas de vecindad, y me colé en el patio trasero común.
El patio era un inmenso rectángulo bordeado de viviendas por los cuatro costados, y salpicado de pequeños y achaparrados lavaderos, cubos metálicos y montones de basura. Las secciones de patio de cada bloque se hallaban delimitadas con barandillas bajas; la mayoría de ellas, rotas.
Era uno de esos lugares donde la peste negra habría hecho gustosamente acto de presencia.
Dicho patio daba a la trasera de las hileras de viviendas de ambas calles, así como a los bloques que quedaban en uno y otro extremo, cerrando el larguísimo rectángulo. La niebla atenuaba la luz de cada ventana, convirtiéndola en un impreciso resplandor en la penumbra, y no se vislumbraba ni el extremo más alejado del patio. Mientras cruzaba el vasto espacio, pisando las barandas derribadas o saltándolas, me sentí muy poco expuesto. El aire estaba impregnado de un fétido hedor, y los adoquines se notaban viscosos, por lo que debía concentrarme para no resbalar. Un ruido repentino me detuvo cuando me encontraba hacia la mitad del patio; me quedé inmóvil un momento, pero enseguida advertí que era una rata correteando entre los cubos de basura. Seguí adelante. Si había calculado bien, tenía que estar justo detrás de la vivienda hasta la cual había seguido a Frank. Agucé el oído, pero no oí voces cerca. Supuse que el patio trasero de la casa estaba desierto, pero no quería arriesgarme a tropezar con un poli echando una meada o fumando un pitillo.
Al acercarme más, habría jurado que el aire se tornaba más denso y que adquiría un tufo a quemado.
Cuando distinguí con más claridad las viviendas, me desvié y fui a situarme junto a la casa contigua a la de Frank. El olor acre se intensificó. Más allá, detrás del piso del socorrista, vislumbré una serie de bultos negros esparcidos por el suelo. Y oí voces. Muchas voces. Me deslicé con sigilo hasta alcanzar el primer bulto: un sillón chamuscado y ennegrecido, todavía caliente pese a que lo habían rociado con agua para apagar las llamas.
Retrocedí hasta la casa contigua y crucé sin ruido el pasaje cubierto de azulejos que desembocaba en la calle. Pegando la espalda a los azulejos, me acerqué a la boca del pasaje y asomé la cabeza para echar un vistazo. La retiré en el acto: había un poli a tres metros, apostado junto al zaguán de la vivienda de Frank. Solo había podido echar una mirada fugaz, pero había entrevisto un camión de bomberos rojo estacionado delante, cuya dotación estaba charlando y fumando en la acera. También había atisbado varios Wolseley negros de policía al final de la calle.
Así que era esto. El asesinato por el que habían convocado a McNab con urgencia era el de Frank o el de Paul Downey. Fantástico. Me pregunté cuánto tardaría Jock en atar cabos. Después, el miembro de la pareja que hubiera sobrevivido podía contarle a la policía que yo los había zurrado a los dos y amenazado con volver acompañado de mis compinches para montar una fiesta de verdad. Y si me tomaban las huellas dactilares, encontrarían en el piso un montón que coincidían con las mías.
Solo media hora antes, McNab me había hecho depositario de sus confidencias, cosa en principio tan verosímil como que Dwight y Nikita montaran una fiesta-pijama juntos; y ahora no pasaría más de un día antes de que ordenara detenerme. Buena jugada, Lennox.
Lo que más me desconcertaba era la presencia de los bomberos y el mobiliario arrojado en el patio trasero. Lo bueno del caso era que si se había producido un incendio en el piso, cabía la posibilidad de que no pudieran recoger mis huellas.
Oí voces y deduje que alguien había salido del zaguán de la otra casa. Una de ellas era la de McNab. Estaba dándole instrucciones a un subordinado, pero nada de lo que dijo me permitió deducir cuál de mis dos amiguitos había fallecido y cómo había encontrado la muerte. Decidí largarme antes de añadir un elemento más a las pruebas circunstanciales que existían contra mí. Me apresuré a cruzar en silencio el pasaje y salí de nuevo al patio. Esta vez lo atravesé en línea recta, deseoso de alejarme cuanto antes del escenario del crimen. La niebla parecía haberse vuelto más densa, y advertí mientras avanzaba que había perdido la orientación. Estaba en mitad del patio y no veía ninguna de las paredes, pero seguí adelante, pensando que si caminaba recto conseguiría alcanzar el lado opuesto.
Lo que conseguí fue toparme con una colección de cubos de basura y volcar uno. La tapa tintineó sobre los adoquines, y el ruido reverberó por el patio, aunque no tan estrepitosamente como había temido, sin duda amortiguado por el manto de niebla. Permanecí inmóvil un momento. Ni voces, ni ladridos de perros, ni silbatos de policía. Proseguí caminando a ciegas por la niebla y, finalmente, arribé a la orilla de arenisca ennegrecida de las viviendas de enfrente. No veía ningún pasaje que diera a la calle, pero sabía que si me deslizaba por detrás de los edificios acabaría encontrando uno. El único problema era que tenía que caminar junto a las ventanas de los pisos de la planta baja. De nuevo caminé con el máximo sigilo, agachándome cada vez que pasaba junto a una ventana iluminada.
Fue una ventana a oscuras la que causó mi perdición.
Oí un ruido de lucha: alguien jadeaba y gruñía. Durante un instante no logré situar de dónde procedía; enseguida descubrí que el sonido se colaba por un orificio de la resquebrajada ventana. Me incorporé y, a través del mugriento cristal, atisbé en la penumbra del interior. Se trataba de la típica cocina-sala de estar de ese tipo de vivienda, y la única luz procedía de la puerta abierta del fogón, que servía para calentar y cocinar. El resplandor trazaba la silueta de una mujer inmensa agachada sobre la mesa de madera, con los codos apoyados encima. Era tremendamente obesa y estaba desnuda de cintura para arriba. Las enormes lunas blancuzcas de los pechos y las carnes flácidas de los brazos le oscilaban temblorosamente con cada embestida del flaco hombrecillo que tenía detrás. El tipo era casi calvo, salvo por unas hebras negras pegadas al cráneo, y lucía un bigote rectangular a lo Groucho Marx que se le retorcía bajo la afilada nariz a cada envión apasionado.
Era la misma situación que cuando ves sin querer en público a una persona que se siente indispuesta y acaba vomitando en mitad de la calle. No deseas verlo, pero por mucho que te repugne, una vez que has mirado, ya no puedes apartar los ojos. Me quedé totalmente paralizado.
El hombrecillo y su esposa procuraban a todas luces no armar mucho alboroto, seguramente porque había niños durmiendo en la otra habitación del piso, pero ella gemía:
—¡Ay, mi macho…! ¡Ay, mi machote…!
Me metí un puño en la boca y mordí con fuerza, pero mis hombros se sacudían de modo incontrolable.
—¡Ay, Rab…, tú eres mi machote…!
«Muévete, Lennox —me dije—. Muévete, por el amor de Dios».
Entonces, en un arrebato de pasión, el esmirriado hombrecillo soltó:
—¡Senga! ¡Ay, Senga!
Pese al peligro que entrañaba mi situación, algo en mi interior se impuso al instinto de supervivencia y al puño que tenía metido en la boca, y la carcajada que había tratado de reprimir amenazó con explotar. Un sonido agudo y estrangulado salió incontenible de mi garganta.
Fue lo bastante fuerte como para que lo oyera la oronda mujer. Alzando la vista, me vio en la ventana, soltó un chillido y se tapó con los brazos los descomunales senos, en un ridículo esfuerzo por ocultar su desnudez. El hombrecillo me vio también y, desacoplándose, se lanzó hacia la ventana, por suerte subiéndose los tirantes de los pantalones.
—¡Pervertido! —gritó con una vocecilla estridente—. ¡Pervertido de mierda! ¡Mirón! ¡Mirón asqueroso!
Eché a correr junto al edificio con la esperanza de encontrar de una vez el pasaje de salida. Rab el machote, entretanto, había abierto la ventana y llamaba a voz en cuello a la policía.
Buena jugada, Lennox.
Oí gritos y un silbido, así como el estrépito de más cubos volcados. Al otro lado del patio, vi la luz de varias linternas que trataban en vano de atravesar la niebla. Seguí adelante a todo correr, confiando en no tropezar con nada más en esas tinieblas. No me preocupaban gran cosa los polis que se movían a tientas a mi espalda, pero si alguien tenía el suficiente cerebro para evaluar la situación y mandaba un coche alrededor de la manzana, incluso a la velocidad que obligaba la niebla cerrada, podían atraparme cuando saliera a la calle paralela.
Encontré al fin el pasaje, me apresuré a cruzarlo y llegué a la calle. Supuse que a esas horas de la noche y con tanta niebla habría pocos coches circulando, y salí directamente a la calzada. Encontré los rieles del tranvía y eché a correr, procurando concentrarme en el reducido campo de visión del que disponía y manteniéndome en el centro de los rieles. Llegué a una curva. Un letrero que advertía: CUIDADO CON EL TRANVÍA. ESTRECHAMIENTO, que discerní de soslayo, me indicó que había salido de la travesía lateral y había llegado a la avenida principal. Seguían sin sonar las campanillas de ningún Wolseley de la policía. Y ahora ya sería inútil buscarme en medio de la niebla.
Corrí otros cien metros, bajé el ritmo a un simple trote, caminé un trecho y me detuve al fin, agachándome con las manos en las rodillas para recuperar el aliento. Cuando me repuse, me erguí y permanecí inmóvil, aguzando el oído. Nada.
El único problema era que no tenía ni idea de dónde estaba. Súbitamente, una silueta enorme surgida de la niebla se alzó ante mí: un monstruo con dos brasas ardientes por ojos que avanzaba traqueteando hacía mí. Me eché a un lado, perdí el equilibro y, al caer, rodé rápidamente para apartarme del camino del tranvía, que pasó atronando junto a mí. El conductor me soltó una obscenidad por la ventanilla, pero no accionó el freno para comprobar si me encontraba bien.
El tranvía desapareció de nuevo, tragado por la niebla. Me levanté, me sacudí la ropa y recogí mi magullado sombrero.
—Joder —mascullé. Mientras encontraba a tientas la acera, recordé de golpe a Senga y al machote, y estallé en carcajadas.
Esta vez la niebla era persistente. Había continuado presente toda la noche y cegaba las ventanas del cuarto de mi pensión cuando me desperté a la mañana siguiente. Los efectos de mi revolcón en la calle se sumaban vigorosamente a las magulladuras ya en retroceso que había sufrido en la pelea del callejón. Me fui temprano a la oficina, tomando otra vez el tranvía; no quería arriesgarme a conducir en aquellas condiciones.
En cuanto llegué, llamé a Leonora Bryson al hotel Central, pero me dijeron que ella y el señor Macready se encontraban en Edimburgo para hacer unas entrevistas. Tuve más suerte con Fraser, el abogado; le dije que debíamos vernos con urgencia. Puesto que por algún motivo, él se empeñó en que no fuera en su oficina, le propuse la Estación Central al cabo de media hora.
Aunque yo solo debía cruzar la calle, Fraser se las arregló para llegar antes. Hay una especie de protocolo a la hora de sentarse en los cafés de las estaciones: si solo tomas una taza de café, tiene que ser fumando un cigarrillo y debes encorvarte sobre la taza y poner una expresión sombría, como si el tren que estás esperando fuera a llevarte a tu último destino. Fraser infringía esa lúgubre normativa. Estaba sentado muy erguido, vuelto hacia la explanada de la estación, con sus ojitos alerta. Me vio venir y retiró el maletín de la silla contigua. Pedí un café en el mostrador al camarero más melancólico del universo, llevé la taza a la mesa y me senté junto al abogado.
—Este no es el sitio ideal para hablar de lo que quiero hablar —dije echando una ojeada a los clientes que tal vez podían oírnos.
—Yo creía que nuestro acuerdo relativo a esas fotografías ya había concluido, señor Lennox.
—Lo mismo creía yo. El otro día recibí una visita de la policía, pues estamos «colaborando» en otro caso. A mi contacto, mientras se hallaba en mi oficina, se le escapó que debía ocuparse de un asesinato en Govanhill.
—Yo no diría que sea algo particularmente extraño ni digno de mención… —Fraser frunció el entrecejo.
—Tal vez. Pero ese asesinato se ha producido en la dirección en donde recuperé las fotografías.
El abogado se quedó consternado un momento; luego se inclinó y bajó la voz al mismo nivel en el que yo había estado hablando.
—¿Se trata de Paul Downey?
—No lo sé. El piso lo tenía alquilado su amigo, Frank. Seguramente, sabré hoy mismo cuál de los dos está muerto.
—Dios mío. —Fraser reflexionó un momento y, acto seguido, dijo con complicidad—. ¿Hay algo, cualquier cosa, que pueda relacionarnos a nosotros y al asunto Macready con esa dirección?
—Supongo que hoy mismo conoceré la identidad del fallecido, pues estoy esperando a que la policía me llame. Yo le pregunté a uno de mis contactos en el departamento si sabía algo de Paul Downey. Si este ha sido el asesinado, querrán saber por qué estaba yo haciendo averiguaciones.
—¡Pero usted no puede contárselo, señor Lennox! —Recorrió el café con la vista y bajó de nuevo la voz—. Ya sabe lo delicado que es todo esto. He de decirle que considero una gran imprudencia de su parte que le preguntase a la policía por Downey.
—Era un riesgo calculado, señor Fraser. Y el cálculo no contemplaba que ese chico o su novio apareciera muerto. En cuanto a las explicaciones que habré de darle a la policía, procuraré dejar a Macready al margen. Pero la policía suele mirar con muy malos ojos un asesinato, y mi cuello es alérgico al cáñamo; por eso, si llegamos a la hora de la verdad, tendremos que sincerarnos con ellos…
—Después de todo lo que hemos pasado, señor Lennox, sería de lo más lamentable. Mucho me temo que nosotros habríamos de negar que usted hubiera trabajado para nosotros. Al fin y al cabo, le pagamos en metálico. —Los ojitos se le volvieron gélidos tras las gafas—. Y puedo asegurarle que todas las fotografías y los negativos han sido destruidos. No habría ninguna prueba que respaldara su afirmación de que nosotros lo contratamos.
Sonreí y repliqué:
—Bueno, confiemos en que las cosas no lleguen a ese punto, porque en ese caso yo tendría que desembucharlo todo; incluido el hecho de que cuando averigüé el paradero de Paul Downey, solo le facilité la dirección a dos personas: a usted y a Leonora Bryson. Entonces todo se reduciría a comprobar quién tiene más probabilidades de ser creído por la policía. Y a mí me respalda todo un historial con ellos. —Me abstuve de añadir que ese largo historial quizá pudiera volverse contra mí—. Y por supuesto, usted debería jugársela, confiando en que yo no me haya quedado un par de negativos como medida de seguridad por si se presentaba una situación espinosa como esta. A todo lo cual hay que añadir que se necesitan muchas pelotas para mentirle a la policía en una investigación de asesinato. Y sin ánimo de ofender, no creo que usted las tenga.
—Está bien, confiemos, como usted dice, en que la situación no llegue a tanto. —Si había logrado inquietar a Fraser, el tipo lo disimulaba muy bien—. Y no veo por qué tendría que complicarse. Quiero decir, todo esto no pasa de ser una coincidencia. Una desgraciada coincidencia, sin duda, pero coincidencia al fin. Seamos sinceros: el mundo en que se mueve esa gente puede ser muy turbio y peligroso. No me sorprendería si al final resulta que uno de ellos asesinó al otro en el curso de una disputa.
—Puede ser. Pero si algo he observado acerca de las coincidencias, es que tienen la desagradable costumbre de regresar y morderte en el culo.
—Entonces, ¿qué propone que hagamos?
—Por ahora, mantenernos a la espera. Como le he comentado, sabré más a lo largo del día. Entretanto, en vez de amenazarnos con echarnos mutuamente a los leones, propongo que tratemos de pensar modos de limitar los daños si la policía llega a hacernos preguntas.
—¿Alguna idea, señor Lennox?
Hice una pausa para dar un sorbo de la taza que había estado acunando en mis manos y lo lamenté en el acto. Me pregunté si aquel brebaje no habría salido de la misma cubeta de la draga que los misteriosos huesos del Clyde.
—La policía no es muy avispada, como sabe, pero tienen tanta experiencia en escuchar mentiras que las detectan a kilómetros. Nuestra mejor estrategia es contarles la verdad, aunque no toda la verdad. Los estudios quieren preservar el buen nombre del señor Macready, ¿no? Bueno, sugiero que le contemos a la policía todo lo ocurrido, incluido lo relativo a las fotografías, pero diciendo que fue con una mujer con quien lo sorprendieron en flagrante delito. Si se produce alguna filtración, no hará más que realzar su fama de mujeriego.
—¿Y si quieren conocer la identidad de esa dama?
—Entonces diremos que únicamente Macready la conoce, y que ni a nosotros nos la ha revelado. Pero si lo presionan, puede decir que el actor le insinuó que era la esposa de alguien muy importante. Ustedes, los británicos, son tan respetuosos con las altas esferas que quizá sirva para que la policía renuncie a hurgar más. Entretanto, el actor habrá tomado el lunes un avión hacia Estados Unidos. La policía de Glasgow no va a solicitar la extradición para exigirle un nombre, y además, es única para aplicarle a todo el principio de la navaja de Occam: siempre buscan la explicación más sencilla; básicamente, porque suele ser la más fácil. Confío en que no pongan demasiado ahínco en investigar mi papel en el caso.
Fraser consideró mis palabras, asintiendo lentamente.
—Sí…, sí, tiene lógica. Secundaré su idea. Pero he de plantearle una pregunta, señor Lennox, y estoy seguro de que comprenderá por qué he de formularla…
—La respuesta es no —dije anticipándome—. Yo hice lo que usted me pidió con muchos circunloquios, y le metí el miedo en el cuerpo a Downey. Reconozco que le dejé un cardenal o dos a su amiguito, pero no fui más creativo que eso al interpretar sus instrucciones. Cuando me marché, tanto Frank como Downey estaban vivitos y coleando.
Al salir de la estación, la niebla había perdido espesor y se había convertido en una neblina granulosa que le confería a Glasgow una pátina monocroma (lo cual no era tan difícil tampoco), en lugar de oscurecerla. Crucé Gordon Street y subí la escalera de mi oficina. Había cerrado con llave y casi me esperaba ver a Jock Ferguson, o incluso a McNab, aguardando en el rellano. Pero como no había nadie, abrí la puerta y entré.
Y repentinamente, me encontré de nuevo en la guerra.
La velocidad del pensamiento me parece la más imposible de cuantificar: más rápida que la velocidad del sonido, incluso que la velocidad de la luz, aunque Albert diga lo contrario. En todo caso, lo que me sucedió al cruzar el umbral de mi oficina me trasladó al instante a un lugar bien conocido donde matabas sin pensar o perdías tu propia vida.
Él me estaba acechando detrás de la puerta y, cuando entré, me rodeó con un brazo por detrás y me hundió los dedos en un ojo y en la mejilla, tirando de mí de lado y hacia abajo. Si no me hubieran enseñado los mismos pasos de baile, ese habría sido sin duda mi final. Sin pensarlo siquiera, supe que un cuchillo se me acercaba a la garganta, y le di al tipo en el antebrazo con el canto de la mano. El golpe tuvo la fuerza suficiente como para detener la hoja, pero poco más. Di un paso de lado hacia el cuchillo, contrariamente a lo que el instinto habría dictado, y le atrapé el brazo entre mi hombro y la pared. Él todavía me agarraba la cara con la mano y me buscaba la órbita del ojo con el pulgar. Lancé hacia atrás mi otra mano, donde sostenía aún las llaves, y le golpeé en la ingle.
El individuo sofocó un grito y aflojó la tenaza de los dedos sobre mi rostro. Le agarré la mano con la que sujetaba el cuchillo y la empujé violentamente contra la pared. Mi cerebro registró la forma de la hoja: la silueta alargada y delgada, letal pero hermosa de un Fairbairn-Sykes. Estaba metido en un aprieto; en un grave aprieto. Solo uno de nosotros saldría vivo de esta. Él siguió aferrando el cuchillo, y yo le mantuve el brazo inmovilizado contra la pared con la mano izquierda mientras le aporreaba la cara con el codo derecho: cinco, seis veces en un par de segundos. Pude vérsela lo suficiente para distinguirle una fea cicatriz en la frente y reconocerlo como el tipo que me había asaltado en el callejón. Pero esta vez no habría charla.
Le había partido la nariz y tenía el rostro ensangrentado, pero él no parecía inmutarse. Era algo que siempre me resultaba difícil hacer entender a quienes no habían experimentado ese tipo de combate: cuesta mucho sentir el dolor. La conmoción y la descarga masiva de adrenalina bloquean la sensibilidad hasta que todo ha terminado. Solo entonces te duele.
Yo sabía que debía ocuparme ante todo del cuchillo. Le lancé un golpe a la muñeca con mi llave Yale, la única arma de que disponía, pero mi atacante me clavó la rodilla en la zona lumbar y me empujó hacia delante. Era fuerte, el cabrón, y a causa del golpe, le solté la muñeca. Me volví para hacerle frente. El tipo sujetaba el cuchillo en horizontal, como mandan los cánones. Me lanzó un viaje. No pretendía clavarme la hoja, como habría hecho un matón callejero. Buscaba una muerte rápida: un tajo en el muslo, en el cuello o el antebrazo, que me seccionara la arteria femoral, la braquial o la carótida. Luego ya solo tienes que mantener las distancias y observar cómo se desangra tu oponente en cuestión de segundos. Técnica de manual.
Rodé por encima de mi mesa. Ahora, cada vez que venía a por mí, yo me movía alrededor manteniendo siempre el escritorio entre ambos, como si jugáramos al pilla-pilla. Noté algo húmedo en los dedos y, al bajar la vista, vi que tenía el dorso de la mano y la manga de la camisa cubiertas de sangre. Me había alcanzado, pero en el lado equivocado del brazo. Necesitaba un arma con urgencia. Para entonces, ya habíamos dado una vuelta entera al escritorio; él estaba ahora detrás, donde yo me sentaba normalmente. Lo único que acerté a agarrar fue el perchero que tenía a mi espalda. Lo sujeté ante mí y lo esgrimí como un gladiador reciario armado con un tridente. Él trató de rodear el escritorio, y yo le lancé a la cara la base del perchero, que vibró al chocar con el hueso. Al tipo se le había cerrado prácticamente un ojo debido a la inflamación como consecuencia de uno de mis codazos, y comprendí que tenía la visión seriamente afectada. Le lancé otro viaje, esta vez golpeándole en mitad del pecho con todas mis fuerzas. Al retroceder, se le enganchó una pierna en mi butaca y cayó de espaldas sobre la ventana, haciendo trizas el cristal. Arremetí de nuevo, empujándolo por el hueco. Él soltó el cuchillo y se agarró del marco de la ventana con ambas manos para no caer al vacío.
Me miró a los ojos. Una mirada que significaba: «Me rindo».
Yo mantuve la presión del perchero sobre su pecho.
—Muy bien —dije—. ¿Para quién trabajas?
—Olvídalo, Lennox. Llama a la policía, y acabemos de una vez esta historia.
Igual que yo, estaba tratando de recuperar el aliento y, en esta ocasión, no hacía el menor intento de simular el acento de Glasgow. Hablaba un inglés perfectamente modulado, con una pronunciación impecable. Me pregunté si la BBC no tendría una unidad de comandos de locutores de élite.
—¿Qué? ¿No piensas responder?
Lo empujé otra vez. Los dedos ensangrentados de una mano le resbalaron del marco. Se revolvió para ganar asidero.
—Muy bien, Comando Joe. Solo voy a preguntártelo una vez más. ¿Quién te ha enviado? ¿Tal vez Joe Strachan? ¿Dónde está?
Él se echó a reír tan efusivamente como se lo permitía su estado. De la destrozada nariz surgió una burbuja de sangre.
—¿O si no, qué? ¿Vas a matarme a sangre fría?
—Algo así. Dime…, ¿dónde está Joe Strachan?
—¿De veras crees que vas a sacarme algo? No voy a contarte nada, Lennox; ni tú ni nadie me obligará a hablar.
—No conoces a Deditos McBride. Es un socio mío, y debe su nombre a una forma peculiar de hacer la manicura. Por tanto, empieza a hablar antes de que lo llame y se presente aquí con su cortapernos.
Una sonrisa desagradable le dilató el ensangrentado rostro.
—¿Sabes, Lennox? No creo que estés en condiciones de llamar a nadie. No puedes hacer nada. En la India tenían un dicho: «El que monta en un tigre corre el riesgo de no poder bajarse jamás». Tú no puedes llegar a mi cuchillo sin soltar primero el perchero; y si sueltas el perchero, yo cogeré antes el cuchillo. Pase lo que pase, nos queda todavía otro asalto.
—No me venciste la otra vez —dije—, y tenías de tu lado el factor sorpresa.
—Pero estás sangrando, Lennox. Nada que no pueda remendarse, pero te vas debilitando por momentos. Dudo que seas capaz siquiera de mantenerme a raya mucho tiempo con este chisme. Lo único que puedes hacer es seguir ahí plantado, pedir socorro a gritos y confiar en que aparezca alguien.
—¿Sabes?, tienes toda la razón. Es un auténtico rompecabezas. Pero fíjate, se me ocurre una solución.
—¿Ah, sí? —Aún mantenía una sonrisa arrogante—. ¿Cuál es?
—Que tú pidas socorro a gritos…, mientras bajas volando.
Empujé con toda la energía que me quedaba. Su sonrisa se disipó en el acto y el ojo no inflamado se le abrió desmesuradamente en la sanguinolenta máscara del rostro, mientras forcejeaba para no perder asidero. Volví a empujar y sus ensangrentados dedos resbalaron del marco de la ventana. Gritando, cayó al vacío por el hueco.
Oí un rechinar de neumáticos y el chillido de una mujer. Me acerqué a la ventana y me asomé a Gordon Street. El tipo yacía destrozado en el techo gravemente abollado de un taxi.
No dejaba de ser un sistema, pensé mientras retrocedía para llamar a la policía, de parar un taxi. Más efectivo que un silbido.