Capítulo diez

Aunque de mala gana, Dunbar aceptó mi petición de que su esposa nos preparase una buena taza de té y de que nos sentáramos para analizar la información que poseía. Dado que el tipo no era obviamente un ídolo de las féminas y, a juzgar por la frugalidad de la casita, no tenía dónde caerse muerto, yo me imaginaba una esposa poco agraciada.

Me quedaba corto. La señora Dunbar, que nos recibió con una mirada hostil y un gruñido cuando nos presentamos nosotros mismos, habría requerido un equipo con los mejores maquilladores y cirujanos plásticos de Hollywood para situarla al menos en los confines del reino de las mujeres poco agraciadas. La suya era una fealdad de la que, normalmente, uno se compadecía, pero mi breve exposición a su personalidad me libró de esa obligación cristiana. Ahora comprendía por qué Dunbar se había resistido tanto a dejarnos entrar. Me prometí a mí mismo traer una guadaña y un escudo la próxima vez que viniera de visita.

—Bueno, señor Dunbar —dije, una vez que su esposa salió de la habitación. Era evidente que no íbamos a conseguir una taza de té—. ¿Qué tiene que contarme?

—Primero el dinero.

—No, Billy. Le pagaré después. Ya sé que va a contarme que no era Joe Gentleman el que estaba al fondo del Clyde. Lo he deducido por su modo de reaccionar cuando le he hablado de los restos hallados. Por tanto, no tiene usted gran cosa con la que negociar, aparte de explicarme cómo lo sabe. Pero le prometo que no quedará descontento. Así pues…, desembuche.

—Yo me presenté voluntario en el ejército al estallar la guerra, pero no me admitieron: mi edad y mis antecedentes jugaron en contra. De modo que terminé trabajando aquí, en esta finca, para el duque. Con tantos hombres combatiendo en el frente, andaba corto de personal y habría admitido a cualquiera.

—Lo comprendo —admití—. La maldita guerra, obligándolo a apañárselas con solo tres mayordomos, ha de haberle dejado una cicatriz imborrable.

—No hable así de Su Excelencia. Él también puso de su parte en la guerra. Y ha sido muy bueno conmigo. Si no hubiera encontrado este sitio, seguramente no habría tenido más remedio que volver a robar.

—De acuerdo, Billy, no se acalore. Cuénteme su historia.

—Bueno, durante la guerra el duque casi nunca estaba aquí. Él era uno de los comandantes principales de la Guardia Local Escocesa. Y me metió a mí también. En la Guardia Local, digo.

—Fantástico. ¿Para que pudiera vigilar estaciones de ferrocarril y ese tipo de cosas?

—Bueno, no. —Se le nubló la expresión, como si realmente no quisiera entrar en lo que se disponía a contar—. ¿Usted sirvió en la guerra?

—Sí. Primera División Canadiense. Capitán.

—Primera Canadiense, ¿eh? Ustedes las pasaron canutas, ya lo creo. Me imagino lo que pensará de la Guardia Local. Un puto chiste. Hombres viejos armados con escobas, en vez de rifles, y chicos no aptos para el servicio vigilando bibliotecas y sacristías, ¿verdad?

—No. De hecho, no pienso eso en absoluto.

—Bueno, por primera vez en mi vida, mi historial criminal jugó a mi favor, en lugar de hacerlo contra mí. El duque me convocó en la mansión y me entrevistó allí junto con otros tres oficiales. Me dijeron que mis especiales habilidades podían ser útiles.

—¿En la Guardia Local? —inquirí tratando de disimular mi incredulidad.

—En las Unidades Auxiliares.

Aquella revelación me dejó totalmente pasmado. Volví a evaluar a Dunbar. Era un tipo lo bastante duro, no cabía duda, y tampoco resultaba tan increíble lo que decía.

—¿Qué son las Unidades Auxiliares? —preguntó Archie.

—Oficialmente eran miembros de la Guardia Local —expliqué—. Sobre todo en lugares como este, donde hay muchos hombres que están acostumbrados a trabajar al aire libre y conocen bien el terreno. Pero ellos tenían un entrenamiento y unos deberes especiales, ¿no es así, Billy?

—Cierto. Nos llamaban Auxiliares. O scallywags[5]. Como ha dicho el señor Lennox, oficialmente formábamos parte de la Guardia Local de Escocia, en concreto del batallón Dos Cero Uno.

—Pero yo creía que todos los scallywags estaban destinados en la costa sur de Inglaterra —dije.

—Sí, la mayoría, pero había algunos de ellos en todos los rincones del país. Nosotros formábamos una unidad especial aquí. Verá: los Highlands estaban tan desiertos que las autoridades temían que los putos alemanes lanzaran un montón de agentes y paracaidistas para hacerlo todo mierda aquí arriba, mientras la invasión tenía lugar en otra parte. Una especie de batalla de Arnhem, pero al revés.

—Las Unidades Auxiliares eran todo un plan para enfrentarse a una invasión alemana que nunca se produjo —le expliqué a Archie—. Olvídate de todo aquello que te viene a la cabeza cuando piensas en la Guardia Local. Esos tipos eran asesinos y saboteadores con un entrenamiento de alto nivel, aunque tú jamás lo hubieras adivinado, pues se trataba de granjeros, médicos, maestros, carteros… y guardabosques. Si se hubiera producido la invasión y hubiera acabado convirtiéndose en una ocupación, los scallywags habrían tenido que matar a cualquier persona que pudiera serles de utilidad a los nazis.

—Aún hay armas y explosivos escondidos —añadió Dunbar—. Nosotros debíamos provocar todo el puto caos que pudiéramos. Si la invasión se producía, nos distribuirían las raciones de siete semanas. Las autoridades estimaban que después de dos semanas de acción estaríamos todos muertos.

—Todo esto es muy interesante, Billy —intervine—. Pero ¿qué tiene que ver con Joe Gentleman Strachan?

—A eso iba. Nos enviaron a Lochailort, que queda muy arriba en la costa oeste, en medio de la puta nada. Era allí donde recibían entrenamiento todas las unidades especiales. Imagínese ese pueblucho de mierda de los Highlands lleno de carros blindados Beaverette y con puestos de ametralladoras por todas partes. Nos entrenaban en la base naval. No tiene ni puta idea de las cosas que nos enseñaban. Cómo cortar gaznates de manera que los cabrones se derrumbaran sin un ruido, o cómo preparar bombas caseras y minas incendiarias.

—¿Qué minas son esas? —preguntó Archie.

—Una bomba incendiaria improvisada del carajo. Barriles de veinticinco o cincuenta litros de petróleo enterrados o escondidos, provistos de un detonador adosado. Algunos barriles llegaban a los doscientos cincuenta litros, para tanques y vehículos blindados. Lo incendian todo y mandan a todo bicho viviente a tomar por culo. Yo vi durante la instrucción cómo morían quemados tres de los nuestros al estallar accidentalmente uno de esos artefactos. Bueno, el caso es que recibimos todo ese adiestramiento. Combate cuerpo a cuerpo. Defendu… ¿lo conoce?

Defendu…, ¿el sistema Fairbairn? Sí, he oído hablar de eso —respondí—. En el ejército canadiense practicábamos Arwrology, que venía a ser prácticamente lo mismo.

—Sí. El Defendu lo inventó el mismo tipo que diseñó el cuchillo comando de doble filo. Pero si eras de Glasgow no necesitabas aprender Defendu, nosotros ya teníamos el fuck-you.

Se rio de su propio chiste. Pero yo puse cara de impaciencia.

—En fin, pasamos allí seis semanas de entrenamiento intensivo y, posteriormente, fuimos otras seis. En la base había jefazos de todas las unidades secretas que pueda usted imaginarse. Nosotros estábamos a las órdenes del jefe de Operaciones Especiales, pero había jefes de comandos, de las fuerzas especiales aéreas, de las unidades de asalto de la Marina y de otros cuerpos de los que jamás había oído hablar. Fue durante nuestro segundo período en Lochailort cuando vi a aquel comandante hablando con un grupo de oficiales. Uno de los oficiales con los que estaba charlando era Su Excelencia, que tenía el grado de coronel. Ese comandante que le digo era uno de los nuestros…, de Operaciones Especiales. Y los demás, incluida Su Excelencia, estaban relacionados con la instrucción de los scallywags.

—¿Era Joe Strachan?

A Dunbar pareció sorprenderle que me hubiera anticipado.

—He averiguado bastante sobre Strachan —dije para explicarme—. ¿Cree que era auténtico? Quiero decir, un verdadero oficial. ¿No se estaba haciendo pasar por comandante?

—Usted estuvo en el ejército y sabe cómo son las bases especiales en los temas de seguridad. No, no se estaba haciendo pasar por un oficial. Si Joe Strachan llevaba en aquel campamento un uniforme de comandante del ejército británico, quiere decir que era comandante del ejército británico.

—Venga ya… —Archie soltó un bufido—. ¿Un matón de Glasgow, comandante del ejército? Yo creía que habías de ser un oficial y un caballero, en lugar de un oficial y un chulo de mierda…

Alcé una mano para silenciarlo. Él se interrumpió, pero sus cejas siguieron protestando unos segundos más.

—¿No podría haberse confundido? —le pregunté a Billy Dunbar.

—Tal vez. Pero le eché un buen vistazo al muy cabrón. Lo miré y lo remiré a base de bien. Bueno, se supone que cualquiera puede tener un doble, ¿no? Acuérdese del mariscal Monty. En fin…, si aquel tipo no era Joe Gentleman era su puto hermano gemelo.

—No quiero hacerme el gracioso —intervino Archie—, pero a lo mejor sí lo era. Usted dice que las hijas de Strachan son gemelas, y lo de los gemelos es cosa de familia…

—No —dijo Dunbar, tajante—. Joe Strachan podía haberse convertido en un hombre misterioso, pero nació en Gorbals y allí, cuando vives apretujado en una casa de vecindad con cuatro familias en cada piso de mierda, no hay misterio ni secreto que valga. Strachan tenía dos hermanas y un hermano, pero ningún gemelo. Se lo estoy diciendo, joder. Vi a Joe Gentleman Strachan en carne y hueso, más feo que nunca y con galones de comandante, pavoneándose con un grupo de jefazos.

—¿Cuándo fue eso?

—En 1942. En verano.

—¿Se lo ha contado a alguien?

Dunbar me miró desdeñosamente y contestó:

—¿Después de la paliza que me arrearon en una celda policial, porque creían que había una mínima probabilidad de que yo supiera algo o conociera a alguien que pudiera conducirlos a otro que tuviera más información sobre Strachan? Ni hablar. Mantuve la boca cerraba. Nadie lo sabe. Hasta ahora.

Mira por dónde. Después de todo, Joe Gentleman no había dormido el oscuro y profundo sueño. Lo cual, claro, no significaba que todavía estuviera vivo. Si había formado parte de la unidad de Operaciones Especiales, podría estar durmiendo el oscuro sueño en el fondo de un canal de Holanda o de un río de Francia. Aun así, la posibilidad misma —Joe Strachan, oficial del cuerpo de Operaciones Especiales— no tenía ninguna lógica.

Billy Dunbar nos había dicho ya cuanto tenía que decirnos, y la charla intrascendente, incluso entreverada de tacos, no era su fuerte precisamente; había llegado la hora de marcharse. Cuando ya me levantaba, me vino una idea no sé de dónde; quizá simplemente del fondo de mi cerebro, donde a lo mejor había ido tomando forma lentamente durante la conversación. De hecho, era más una imagen que una idea. Por alguna razón, se me representó en la mente la fotografía que le había requisado a Paul Downey.

—¿Suele estar en casa por las noches, Billy? —pregunté—. Tengo una foto que me gustaría mostrarle. En vista de lo que acaba de contarme, me parece bastante probable que sea la única fotografía que existe de Joe Strachan. ¿Puedo volver otro día para enseñársela?

—Sí…, supongo —contestó Dunbar de mala gana—. Aunque suelo ir al pub en mi noche libre.

—No volveré hasta dentro de un día o dos. Pero será solo cosa de unos minutos, Billy. Y le aseguro que lo compensaré. ¡Ah! Una cosa más antes de irme; y esto no tiene nada que ver con Strachan, pero me inspira curiosidad por algo ocurrido hace poco. ¿Conoce a Iain, el hijo del duque?

—Sí, ya lo creo.

—¿Qué tal es?

—Un mierdecilla. Nada que ver con su padre. Absolutamente nada. Un puto gandul.

—¿Y?

—¿Y qué?

—Vamos, Billy, los dos sabemos que es un invertido.

—Escuche, yo no voy a decir nada que pueda perjudicar a su padre. Dios sabe que Su Excelencia tiene ya bastantes problemas para que se los cree ese pequeño cabrón. La basura que anda buscando no la encontrará aquí.

—Muy bien, Billy, pero cuénteme lo que pueda. Lo crea o no, estoy tratando de proteger, y no de perjudicar, el buen nombre de la familia.

—Iain es tan distinto de su padre que a veces se pregunta uno si Su Excelencia será realmente su padre. No se parecen, ni se comportan igual, ni tienen los mismos valores.

—Con todos los respetos, Billy, usted no es más que un guardabosque…, ¿cómo sabe todo esto?

—Todo el mundo lo sabe. Aquí todo el mundo lo sabe todo sobre los demás. Cuando trabajas para una familia como esta, en un sitio como este, no hay putos secretos que valgan.

—Iain tiene una casita en la hacienda, ¿no es así?

—Sí. Él lo llama su estudio, el muy gilipollas. Se cree que es un puto Picasso o algo parecido.

—¿Y recibe visitas allí?

—Sí. —El hombre me miró con complicidad—. Vaya si recibe…

—¿Alguna vez ha visto rondar por la casita a alguien extraño?

—Está de cachondeo, ¿no? Diga más bien cuándo no he visto rondar a alguien extraño por allí. Aquello está siempre lleno de excéntricos y bichos raros. El círculo artístico, los llama Iain. Artístico…, los cojones.

—No, no. Me refería a alguien aparte de esa tropa. Usted ha visto lo suyo, Billy, sabe distinguir. Hablo de esa clase de gente que tiene aspecto de traer problemas.

—No creo haber visto a nadie. ¿Por qué?

—El hijo del duque se metió en un pequeño lío, simplemente. He procurado resolverlo por el bien de su padre, por así decirlo.

—¡Ah! Eso es otra cosa, joder… Si puedo hacer algo para echar una mano, no tiene más que decírmelo.

—Gracias, Billy. Lo tendré presente. Pero parece que el asunto ya está arreglado.

Me levanté de la mesa. Saqué la billetera y separé veinticinco libras. Veía cómo se le iluminaban los ojos, pero seguí contando hasta llegar a cincuenta, consciente de que era el doble de lo que él esperaba, y las dejé sobre la mesa.

«Reparte la riqueza, Lennox —pensé—. Reparte la riqueza».

—¿Sabe?, es posible que le acaben de dar gato por liebre —dijo Archie amablemente, cuando regresábamos a Glasgow—. Vamos a ver: si yo le cuento una sarta de chorradas, si le digo que vi una vez a Adolf Hitler en una casa de apuestas de Niddrie, ¿me dará cincuenta pavos?

—No, porque obviamente es falso. Hitler preferiría entregarse a los mismísimos israelíes antes que vivir en Niddrie. Yo me he fijado en la expresión que ponía Dunbar cuando le he contado lo del cuerpo encontrado en el Clyde, y me he dado cuenta de que no creía que fuese el de Strachan.

—¿O sea que de veras cree que Strachan se codea con la crème de la crème y se ha convertido en un oficial del ejército? «Bueno, Strachan, muchacho, pelillos a la mar. Olvidemos ese desagradable incidente del poli que asesinaste, y el hecho de que fueras un desertor en la Primera Guerra Mundial, y vamos a tomarnos una taza de té y a dar un bocado en el comedor de oficiales».

—Déjate de sarcasmos conmigo, Archie. Ya sé que es absurdo, pero yo creo que Dunbar vio lo que dice que vio.

—Mire, jefe, no pretendo decirle cómo ha de hacer su trabajo…

—¡Dios nos libre, Archie!

—… pero usted prácticamente le ha pasado los billetes por la cara. Él ha sentido que tenía que contarle algo. Y esa historia disparatada de Strachan convertido en oficial ha sido lo primero que se le ha ocurrido.

—No, Archie. Lo primero que se le hubiera ocurrido habría sido que vio al individuo en cuestión en esa casa de apuestas de Niddrie donde tú viste a Hitler, o en una calle de Edimburgo, o en una estación de tren en Dundee. Lo que me induce a creer que dice la verdad es, precisamente, lo increíble que resulta su historia. Dunbar ha sido interrogado por la policía tantas veces en su vida que sabe de sobra que si tienes que soltar una mentira, ha de ser sencilla y creíble. Tú lo sabes muy bien.

—¿Y a dónde nos lleva eso? ¿Cómo seguimos ahora?

—Bueno, hay algunos nombres de la lista de Isa y Violet que quiero que compruebes. Mira bien a quién preguntas y dónde, Archie. Entretanto, yo voy a tener que hacer un par de visitas que he venido aplazando.

Me reuní a tomar el té con Fiona White en Cranston’s. Ocupamos una mesa en el salón modernista y pedimos té y sándwiches de salmón. Ella llevaba un elegante conjunto que no le había visto antes y un sombrero que parecía nuevo. También advertí que lucía un tono de carmín más intenso y más maquillaje que ninguna otra vez. Me sentí halagado por el esfuerzo.

—¿Qué tal su nuevo alojamiento? —preguntó con cierta rigidez.

—Tremendamente exclusivo —respondí—. He de cuidarme a todas horas de no ladrar, de no hablar con acento irlandés y de no broncearme demasiado.

Ella puso cara de perplejidad. Una preciosa cara perpleja.

—No está mal —dije—. Me servirá por el momento. Me cobija de la lluvia. Salvo si me aproximo al casero cuando está hablando.

—Ya… A nuestra casa no se ha acercado nadie. Ningún sospechoso, quiero decir. He visto que el policía del barrio está ojo avizor, pero la verdad es que no ha habido ningún motivo de inquietud.

—Me alegra saberlo. Lamento las molestias que todo esto le ha causado, señora White.

—Fiona… —dijo con una voz queda que se quebró levemente mientras lo decía. Carraspeó. Se ruborizó—. No tiene que llamarme señora White. Llámeme Fiona.

—En ese caso, usted no tiene que llamarme señor Lennox.

—¿Cómo debo llamarlo, entonces?

—Lennox. Como todo el mundo. Lamento las molestias, Fiona.

—No es ninguna molestia. Pero las niñas lo han echado de menos en casa.

—¿Solo las niñas?

Por un segundo, capté un destello de la actitud gélida y desafiante a la que me tenía acostumbrado. Pero enseguida se esfumó.

—No, no solo las niñas. ¿Por qué no vuelve a ocupar sus habitaciones? No creo que haya ningún peligro.

—Usted no vio al tipo que me asaltó. Hay algo en todo este asunto Strachan que no acabo de comprender. Pero empiezo a tener algunas ideas. Y esas ideas me dicen que hay implicada gente extremadamente peligrosa. No quiero ponerla en peligro ni a usted ni a las niñas.

—Escuche, Lennox. He estado reflexionando las palabras que me dijo sobre sus sentimientos. Lo siento si le parecí un poco… indiferente. Dije las cosas que dije porque las pensaba. O al menos, las pensaba cuando las dije. Es que…, no sé…, es que yo no soy como las mujeres a las que usted está acostumbrado. No soy una mujer experimentada con los hombres, ni sofisticada en ningún sentido. Cuando me casé con Robert, creí que ya estaba todo definido. Vi mi vida entera ante mí. Vi cómo sería. Estaba convencida de que era esa la vida que quería entonces. Luego, cuando lo mataron en la guerra, no fue solo perderlo a él: me perdí a mí misma. A lo que yo había decidido que quería ser.

—Sé que no va a creerlo, Fiona, pero entiendo perfectamente qué quiere decir. Muchos de nosotros perdimos el rumbo durante la guerra; nos convertimos en unas personas que no sabíamos que podíamos ser. Que no queríamos ser. Pero esas fueron las cartas que nos tocaron. Lo único que podemos hacer es sacarles todo el partido posible. No hay nada que pueda devolverle a su marido; ni nada que pueda borrar las cosas que yo hice en la guerra. Pero podemos intentar seguir adelante y tratar de encontrar un poco de felicidad.

—Creo que debería usted volver a casa. —Ella bajó la vista y la fijó en el mantel—. No puedo prometerle nada, ni decirle que las cosas cambiarán. Pero me gustaría que volviera.

—Yo también lo deseo, Fiona, pero no puedo. Todavía no. He estropeado muchas cosas en mi vida, pero que me parta un rayo si estropeo esto también. Volveré cuando esté seguro de que no voy a llevar conmigo un montón de problemas.

—Pero, por lo que sabemos, el hombre que lo atacó aún cree que vive usted en casa. Si acaso, corremos más peligro al no estar usted allí.

—Es que no es uno solo. Son tipos muy hábiles, ya deben de saber que no estoy en su casa. Solo espero que no me hayan seguido los pasos hasta la pensión.

—La policía…

—No puede ayudarme. Al menos, oficialmente. Y creo que ya le he exprimido la última gota de buena voluntad a Jock Ferguson. Mire, pronto acabará todo y yo podré regresar. —Puse una mano sobre la suya y noté que se tensaba, como si fuera a retirarla, pero luego se aflojó—. Entonces hablaremos.

Volví a mi oficina para rematar algunos asuntos antes de regresar a mi alojamiento temporal. Cuando ya me disponía a recoger el abrigo del colgador, alguien abrió bruscamente la puerta del despacho sin llamar. Me giré en redondo y se me encogió el corazón. Comprendí de repente que el hecho de no concebir otra compañía peor que la de Martillo Murphy no hacía más que poner de relieve los límites de mi imaginación.

El hombre que se me había plantado delante medía un metro ochenta y andaba por los cincuenta y tantos. Tenía unos hombros anchos y una cara cruel, brutal. Como siempre que me lo había tropezado, iba vestido con toda pulcritud y sin la menor creatividad: todo de tweed. De entrada, decidió liberar de peso sus gruesos zapatos sin pedir permiso. Esperar a que lo invitaran a tomar asiento, igual que llamar antes de entrar, era algo que el comisario en jefe Willie McNab no hacía nunca.

Me pareció que lo mejor sería sentarme yo también. Prefería tener algo tangible, como un escritorio (o un continente), entre el comisario y yo. Eché un vistazo a la puerta, esperando que algún fornido highlander, enfundado en un traje confeccionado en serie, entrara siguiendo a McNab: uno de los privilegios del rango jerárquico era que no podías vapulear con tus propias manos a los sospechosos. Me sorprendí mucho, pero no entró nadie.

—¿A qué debo este gran…? —le pregunté a McNab.

—Sabes muy bien por qué he venido, o sea que no me toques los cojones.

—A ver, comisario, solo para tener las cosas claras: ¿por qué no me explica de qué se trata?

—Has estado metiendo las narices en el asunto Strachan. Ya deberías saber a estas alturas que yo sé todo lo que pasa en esta ciudad, y si son cosas de especial interés para mí, me entero todavía más deprisa. ¿Qué has descubierto?

—Nada de interés para la policía.

—¿Para quién estás trabajando?

—Lo lamento. Secreto profesional.

—¡Ah, sí! Secreto profesional. —Asintió sabiamente, como saboreando el concepto—. ¿Sabes en qué se parecen el secreto profesional y tus putas muelas?

—Estoy seguro de que lo explicará.

Él alzó su metro ochenta e, inclinándose por encima del escritorio, acercó su rostro al mío y me espetó:

—El secreto profesional se parece a tus putas muelas en que podemos arrancártelo a puñetazos en una celda de Saint Andrew’s Square.

Me pareció interesante que el comisario y Martillo Murphy, aunque ocupasen lados opuestos en la frontera de la justicia, contemplaran del mismo modo mi ética profesional.

—¿Sabe una cosa, McNab? No lo creo. Hace un año o dos podría haber hecho eso y salirse con la suya, pero yo ya no juego en ese terreno. Soy un hombre respetable.

—¿En serio?

—En serio. Y no es esa la única razón de que no crea que vaya a hacerlo. Usted se ha presentado aquí por su cuenta y sin un motivo justificado para detenerme. Por consiguiente, ¿por qué no me explica la causa de su visita? Estoy seguro de que tiene que ver con Strachan, pero husmeo algo raro en el ambiente.

Pese al aplomo con que pronuncié estas palabras, me sorprendió ver que el comisario me hacía caso y volvía a sentarse. Sacó un paquete de Navy Cut y encendió un cigarrillo. Tras un momento de vacilación, me ofreció uno.

—No, gracias —dije, más que nada porque me dejó atónito el gesto, no por otra cosa—. Me gustaría conservar la voz mañana por la mañana. ¿Qué quiere, comisario?

Él se quitó el flexible sombrero y lo arrojó sobre la mesa.

—Lennox, tú y yo hemos tenido nuestras diferencias. Tú no me caes bien y yo no te caigo bien. Pero he observado que cada vez que he intentado sacarte información, tú te has arriesgado a ganarte una paliza o unos días en una celda mandándome a la mierda. Supongo que tienes tu propio código ético, sin importar lo jodidas que estén las cosas. Ya sabes que desenterré la basura de tu época en Alemania durante la posguerra. Ese traficante alemán del mercado negro que apareció muerto en el puerto de Hamburgo, por ejemplo; el que, según las sospechas de la policía militar, era tu socio…

—¿A dónde quiere ir a parar con esta semblanza?

—Me importa un carajo lo que ocurriera en Hamburgo, pero sí me importan los acontecimientos de Glasgow. Joseph Strachan asesinó a Charlie Gourlay. Le disparó a sangre fría, y yo quiero ver a ese hijo de puta colgado de una soga.

—Pero está muerto, comisario. Oficial, legalmente muerto.

—Tú te crees esa versión de mierda tan poco como yo. No era Joe el que estaba en el fondo del Clyde. No puedo demostrarlo, pero estoy seguro. Él era demasiado listo para dejarse atrapar, y demasiado listo para acabar asesinado por uno de los suyos.

—Entonces, ¿de quién eran los huesos encontrados?

—No lo sé. Pero de Strachan no, te lo aseguro. Escucha, Lennox, llevo como policía en esta ciudad casi treinta años. Me las he visto con algunos de los cabrones más brutales y despiadados que han contaminado este mundo con su presencia; le he puesto la soga al cuello a una docena de hombres: desde pederastas hasta asesinos profesionales, psicópatas o navajeros de barrio, y me he enfrentado a todos los monstruos y malvados que puedas imaginar. Pero Joe Strachan sobresale entre todos ellos y no admite comparación.

—¿De veras? —Decidí hacerme el tonto—. A juzgar por todas las chorradas que se escuchan sobre Joe Gentleman y por el modo que tienen de idolatrarlo los malhechores de Glasgow, cualquiera diría que fue una especie de héroe legendario.

—¿Sabías que no tenemos ni una sola fotografía suya en nuestros archivos? ¿Ni tampoco sus huellas dactilares? Lo interrogaron una docena de veces, pero nunca fue detenido, y menos aún acusado. ¿Y sabes por qué lo seguíamos llevando a comisaría? Los criminales de Glasgow no eran en aquel entonces muy despiertos ni muy hábiles, que digamos. El principio básico era darle golpes a todo aquello que se pusiera por delante hasta que cayera tintineando el dinero. La mayoría de los delitos con los que nos enfrentábamos eran obra de pandillas de navajeros o de ladrones de poca monta que acababan detenidos porque no tenían el cerebro necesario para planear a derechas un robo. Pero las cosas han cambiado. Ahora tenemos a esos amigos tuyos, los llamados Tres Reyes. Los criminales se han organizado. ¿Y sabes quién empezó ese proceso? ¿Quién les dio la idea? Joe Strachan. Pero él era mucho, muchísimo mejor que ellos. No pretendía controlarlo todo, ni obligaba a cada banda a que le pagasen a cambio de protección como hacen Sneddon, Cohen y Murphy. Strachan sopesaba los riesgos y los beneficios. Él solo apostaba por el premio gordo, por los grandes botines. Y escogía únicamente a los mejores para cada trabajo.

—Todo eso ya lo sé.

—¿Ah, sí? Bueno, pero seguramente no sabrás que algunos hombres se fueron de la lengua: un puñado de hampones descontentos y cabreados porque Strachan no los había escogido. Uno de ellos era informador nuestro. Bien. Pues todos acabaron muertos. Presumiblemente, quiero decir. Porque no apareció ningún cuerpo. Se esfumaron sin dejar rastro.

—¿Strachan los liquidó?

—Se encargó su matón. Alguien sin antecedentes. Nunca averiguamos su nombre. Lo único que le sacamos a nuestro informador fue que ese matón era un tipo joven, un protegido de Joe. Él lo llamaba «el Chaval». Su aprendiz. Tal vez era joven, pero ponía firmes a todos los que trabajaban para Strachan. Como te digo, era un asesino frío y profesional. Por lo poco que sabemos, Joe lo trataba como a un hijo.

—Martillo Murphy trabajó una temporada para él. —Yo seguía haciéndome el tonto.

McNab se echó a reír y replicó:

—Ni hablar. Murphy estaba montando su pequeño imperio con sus hermanos. Trabajaron con Strachan, pero no por mucho tiempo. Yo deduzco que Joe comprendió la clase de psicópata que era Murphy y dejó de recurrir a él porque lo consideraba inestable. Es decir, poco fiable. Si algo exigía Strachan a sus subordinados era fiabilidad. —McNab hizo una pausa para dar una larga calada a su cigarrillo—. ¿Quién te ha contratado para investigar este asunto, Lennox?

—Vamos, comisario…, ya sabe que no se lo voy a decir.

—Te convendría.

—¿Para qué?, ¿para ahorrarme una paliza?

—No. Mira, Lennox, a veces hay que olvidar el pasado y dejar de lado los sentimientos personales. A veces dos personas que jamás lo habrían creído posible han de trabajar juntas.

—¿Qué me propone?

—Sé que has recurrido repetidamente al inspector Ferguson para obtener información. Ese es un grifo que yo podría cerrar de modo permanente. Aunque por ahora no voy a hacer nada. Tampoco voy a ordenar que te siga un agente las veinticuatro horas del día, para que controle cada uno de tus movimientos e interrogue a cada cliente con el que veamos que contactas.

—Un gesto amable de su parte, comisario. Deduzco que debe esperar una compensación a cambio.

—Voy a jubilarme en un par de años, Lennox. Me he comprado una casa en Helensburgh, y mi esposa y yo nos mudaremos allí, lejos de la ciudad, en cuanto abandone mi puesto. Quiero disfrutar de un retiro tranquilo. Pero no voy a quedarme a mis anchas si sé que Joseph Strachan sigue por ahí, dándose la gran vida, sin pagar por el asesinato de Charlie Gourlay.

—Entonces, ¿por qué no aceptar sencillamente que era Strachan quien estaba en el fondo del Clyde?

—Porque sé que no lo era. Y como ya te he dicho, estoy seguro de que tú también lo sabes.

Aquella conversación era sorprendente. Y estaba a punto de serlo todavía más. McNab sacó un sobre del bolsillo y lo arrojó sobre la mesa.

—Hay cuatrocientas libras ahí, Lennox. Es casi exactamente lo que gana un agente de policía de Glasgow en un año.

Cogí el sobre, más que nada para convencerme a mí mismo de que no era una alucinación.

—¿Quiere contratarme? ¿O es de los fondos reservados de la policía? —pregunté, incrédulo. ¿Por qué de repente estaba todo el mundo tan deseoso de entregarme fajos de billetes?

—No es dinero de los informadores. Es mío; no es del cuerpo. Y sí, quiero contratarte. Me he pasado casi veinte años tratando de llevar a Strachan ante la justicia. Por mucho que deteste reconocerlo, necesito a alguien como tú: alguien que no sea un inspector de policía y que pueda obtener información que a mí me es imposible conseguir.

Dejé el sobre otra vez encima de la mesa.

—No puedo.

—¿O más bien no quieres? Escucha, Lennox. Ayúdame y yo me encargaré de que siga habiendo puertas abiertas para ti en la policía de Glasgow mucho después de que me retire.

—De acuerdo. Lo ayudaré. Pero podría producirse un conflicto de intereses.

—¿Quieres decir con quienquiera que te haya contratado?

—Algo así. —Suspiré. La cosa era complicada y confusa. Estaba manteniendo una conversación que jamás habría imaginado que mantendría con McNab—. Está bien. Me contrataron las hijas de Strachan para confirmar si era él o no el hombre que fue dragado en el río.

—No veo dónde está el conflicto de intereses. Tú puedes darles esa información y orientarme a mí en la dirección correcta. Me consta que hay muchos asuntos turbios en tu historia, pero también me consta que eres el tipo de persona que no se quedaría de brazos cruzados, permitiendo que alguien saliera impune de un asesinato, fuese el de un policía o no.

—Sería un error sobrestimar mi nobleza, McNab. Pero por lo que he oído sobre Strachan, sí, no me importaría verlo entre rejas. A pesar de todo, tenemos objetivos distintos, comisario.

—Dame algún dato, Lennox.

Hice de nuevo una pausa, debatiéndome interiormente sobre mi posición en aquel asunto.

—De acuerdo. Como le decía, estoy investigando la desaparición de Strachan por cuenta de sus hijas. Acababa de hacer un par de averiguaciones preliminares, asomando apenas la cabeza como quien dice, cuando un tipo va y me asalta en un callejón cegado por la niebla y me insta a dejarlo correr. Ahora bien, ese tipo se las sabía todas. Sin bromas. No actuaba como un matón callejero, sino más bien como un comando. Lo cual me hace pensar lo siguiente: si Strachan está muerto, ¿por qué viene nada menos que un profesional a aconsejarme que deje la investigación?

El ancho rostro de McNab se iluminó con alguna asociación. Obviamente, estaba contándole lo que quería escuchar. Opté por no explicarle que mi compañero de baile me había clavado una pistola en la espalda.

—Luego…, y no me pregunte de dónde lo he sacado, porque no se lo voy a contar…, luego me encuentro con el relato de un testigo que jura haber visto a Strachan durante la guerra. En el verano de 1942, para ser exactos.

McNab reaccionó como si lo hubiera atravesado una descarga eléctrica.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía, joder! ¿Dónde?

—No se acalore demasiado… —Procuré imprimir un tono cauteloso a mis palabras—. Como el resto de la historia no parece muy lógico, escuche hasta el final. Ese testigo, que en general me inspira confianza, me dijo que vio a Strachan con uniforme de comandante en Lochailort. Él cree que estaba metido en la instrucción de las Unidades Auxiliares.

Noté cómo se disipaba la corriente eléctrica.

—No podía ser Strachan —opinó.

—Eso pensé yo de entrada, pero no hay que descartarlo del todo. Hice averiguaciones sobre la hoja de servicios nada gloriosa de Strachan en la Primera Guerra Mundial. Al parecer, se escabulló una y otra vez sin permiso, utilizando uniformes de oficiales. Aunque resulte embarazoso admitirlo, es un hecho que se le daba muy bien hacerse pasar por oficial. Usted ya debe de saber que, seguramente, se hizo pasar por un caballero de clase alta para llevar a cabo el reconocimiento de los escenarios de sus grandes robos. Así pues, que haya sido visto con uniforme de oficial no es tan sorprendente.

—Pero has dicho que estaba en Lochailort. Es imposible que nadie, ni siquiera él, pudiera haberse colado allí sin los documentos necesarios y sin que todos los demás supieran bien quién era y a qué unidad pertenecía.

—En ese punto fue donde me quedé atascado. Y ahí es donde podríamos efectuar un pequeño intercambio. Yo no puedo acceder a ese tipo de información, pero usted sí.

—No sé, Lennox. La información que el cuerpo de policía puede obtener de los militares es limitada. Sobre todo tratándose de una base como Lochailort, todavía sujeta a la ley de Secretos Oficiales.

—Usted tiene más posibilidades que yo.

—¿Y qué saco a cambio?

—Una llamada. Si descubro que Strachan está vivo y averiguo dónde se esconde, introduciré un par de peniques en un teléfono público. Probablemente no lo creerá, pero ya he advertido a mis clientes que si lo encontrara vivo, me vería obligado a cumplir con mi deber cívico.

—Tú asegúrate de que nadie tenga facilidades para escapar. O nuestra nueva campechanía flaqueará. —Con un gesto deliberadamente ceremonioso, usó dos dedos para empujar el sobre por encima de la mesa hacia mí. Yo lo aparté.

—Como he dicho, McNab, es mi deber. Quédese su dinero.

Él guardó silencio, como evaluándome; luego se encogió de hombros, se metió el sobre en el bolsillo y se puso de pie.

—¿Puedo usar tu teléfono? —preguntó, aunque ya le había dado la vuelta al aparato y alzado el auricular. Marcó un número—. Aquí el comisario McNab —dijo al cabo de un momento—. Me retiro ya. ¿Alguna novedad antes de que vuelva a casa?

Suspiró mientras escuchaba; a continuación sacó la libreta del abrigo y tomó unas notas.

—No hay descanso para los malvados, me imagino —comenté cuando ya había colgado el aparato.

—He de marcharme. Ha habido un asesinato. Un mariposón en Govanhill…