Capítulo nueve

Decir que Glasgow era una ciudad de contrastes sería como afirmar que el Polo Norte tiene un clima gélido. Allí donde mirases, todo parecía contradictorio consigo mismo y con lo demás. Se trataba de una ciudad industrial bulliciosa, densamente poblada, contaminada, ruidosa y chillona. Por el contrario, si te desplazabas tan solo quince minutos en cualquier dirección, te encontrabas en mitad de una vasta extensión desierta de páramos, colinas y cañadas. Era una ciudad definida por sus habitantes, y estos a su vez estaban definidos por la ciudad; y no obstante, en cuanto te alejabas un poco, esa misma breve distancia favorecía que la identidad glasgowiana diera paso a otra forma de ser escocés. En la dirección que tomamos Archie y yo, aquella se convertía progresivamente en la identidad de los Highlands.

La hacienda en la que trabajaba Billy Dunbar era tan remota como espectacular, y abarcaba montañas, pastos y algún que otro lago con salmones. A mí me gustaba salir de la ciudad y zambullirme en ese tipo de paisaje siempre que podía, y con frecuencia había subido con el coche y bordeado el Loch Lomond, deteniéndome en algún salón de té de las orillas del lago. Yo tenía también mi lado contemplativo… cuando no estaba espiando a esposas adúlteras, repartiendo sopapos o relacionándome con gánsteres.

Mientras conducía, recordé mi encuentro con Jonny Cohen el Guapo y Martillo Murphy. Antes de marcharme, le había preguntado a este último sobre su años de juventud, cuando trabajaba con Joe Gentleman Strachan. No había sido capaz de contarme gran cosa, y si hubiera omitido las palabras «jodido», «puto» y «cojones» con todos sus derivados, habría tardado todavía menos en responderme. Pero la imagen que yo había sacado era la de un Joe Strachan que Murphy había sido (y seguía siendo) incapaz de comprender: como si aquel hubiera existido en un plano completamente distinto del mundo criminal. Murphy había trabajado para Strachan varias veces, pero esos trabajos tenían ramificaciones que él desconocía totalmente. Algo así como pintar una esquina de un cuadro sin que te permitieran ver la tela completa. Bueno, esta analogía es mía, desde luego. Murphy lo había expresado diciendo que era como «si te mantuvieran en la jodida oscuridad y no tuvieras ni puta idea de qué cojones estaba ocurriendo en todo el asunto de mierda».

Tuvimos que parar unas cuantas veces en gasolineras y estafetas de correos para encontrar el camino hacia las oficinas de la hacienda. El señor Dunbar, según nos explicó la solterona vestida de tweed que nos encontramos en la oficina, era el subjefe del guardabosque. Escrutándonos con esa intensa suspicacia que únicamente surge tras una larga existencia de estricta virginidad, nos preguntó cuál era la naturaleza del asunto que queríamos tratar con el señor Dunbar. Yo decidí para mis adentros bautizarla como Miss Marple.

Le dije que éramos agentes de seguros y que traíamos unos documentos que el señor Dunbar debía firmar. Qué clase de seguro podríamos haberle vendido a un guardabosque era una cuestión que ya me superaba (como no fuese un seguro contra las heridas ocasionadas en la caza del faisán); pero ella pareció satisfecha con la explicación y nos dijo que Dunbar no estaba de servicio ese día, aunque podíamos encontrarlo en la casita de campo que ocupaba en la hacienda, para llegar a la cual nos dio precisas indicaciones.

Yo di gracias de que no lloviera, porque, como Miss Marple nos había dicho, la casita de Dunbar se encontraba en lo alto de un sendero y tuvimos que subir a pata. En otros tiempos, cada metro cuadrado de Escocia había estado cubierto con un manto impenetrable de árboles: el gran bosque de Caledonia. En algún momento de ese pasado, mucho antes de que la historia de Escocia diera un brillante giro y se internara en la oscura Edad Media, el bosque fue talado, quemado y saqueado para obtener leña y materiales de construcción o, simplemente, para ampliar los pastos. Les había costado un par de milenios, pero los antiguos escoceses habían logrado despojar la mayor parte del paisaje de Escocia y convertirla en una ciénaga de turba. Ahora, como el doctor Johnson había dicho en una de sus ocurrencias, un árbol en Escocia era tan raro como un caballo en Venecia. A decir verdad, el sentido del humor ha evolucionado mucho desde el siglo XVIII.

Pese a los esfuerzos de los trogloditas preglasgowianos, la hacienda por la que caminábamos estaba salpicada de espesos grupos de árboles variados, y bajo nuestros pies crujía una hojarasca moteada de rojo y anaranjado por el sol otoñal. En fin, era exactamente el tipo de escena escocesa que encontrabas en las latas de galletas como la que yo le había arrebatado a Paul Downey.

Llegamos a la casa tras unos diez minutos de caminata. Era pequeña, toda ella de piedra, con un pulcro jardín delante y un corral de cerdos a un lado. En un rincón humeaba un montón de hojas otoñales rastrilladas.

Un hombre bajo y fornido de unos cincuenta y tantos años salió a la puerta cuando nos acercamos. Llevaba una chaqueta marrón oscuro de un tweed tan basto que parecía tejido con zarzas, y una gorra del mismo género a cuadros que no acababa de casar con la chaqueta. Sobre el brazo sostenía una escopeta abierta. Tess la de los D’Urberville[4] no salió tras él, como yo esperaba.

El achaparrado hombre se detuvo al vernos y nos observó con recelo mientras nos acercábamos.

—¿Puedo ayudarlos? —Pese al paisaje y al bucólico atuendo del individuo, todavía persistía en él un fuerte acento de Glasgow.

—Hola, señor Dunbar —lo saludé—. Hemos venido a hablar con usted de Joe Gentleman Strachan.

Se quedó petrificado un momento al impactarle en la mente aquel nombre de otra vida. Echó un vistazo atrás, como para asegurarse de que no había nadie en el umbral de la casa.

—¿Es de la policía?

—No.

—Ya lo veo —dijo repasándome de pies a cabeza—. Viste con demasiado lujo para serlo. Su amigo, por otra parte…

—Me compré este traje en Paisley’s, en el muelle Broomielaw, por si quiere saberlo. —Una vez más, las cejas de Archie se independizaron de aquel inexpresivo rostro para manifestar dolida indignación, mientras se echaba un vistazo al amorfo abrigo y al traje demasiado holgado que llevaba debajo.

—Un lugar precioso, señor Dunbar —dije del modo más encantador que pude—. ¿De quién son estas tierras?

—Esta es una de las haciendas del duque de Strathlorne —dijo con irritación—. Si no es usted policía…

—¡El duque de Strathlorne! —exclamé. Me habría gustado saber si había alguna parte de Escocia que no fuera suya.

—Si no es de la policía —insistió Dunbar—, ¿a qué viene la pregunta? ¿Trabaja para uno de los Tres Reyes?

—No, señor Dunbar —contesté manteniendo el tono amigable. Mi jovialidad se debía en parte a su modo de sujetar la escopeta todavía abierta sobre el brazo—. Aunque le he echado una mano al señor Sneddon en algunas ocasiones. Usted lo conocía, ¿verdad?

—Sí, conozco a Willie. No tiene nada de malo Willie Sneddon. Le van las cosas muy bien. Él me consiguió este puesto.

—¿De veras? —dije sin mucho interés. Aunque sí me interesaba porque Willie Sneddon había afirmado no conocer el paradero de Dunbar.

—Sí… El último ayudante del guardabosque se largó sin más. Sin avisar siquiera. Willie se enteró y me pasó el dato.

—Un gesto amable de su parte, sin duda. Al señor Sneddon le gusta cuidar de su gente, como yo mismo sé —afirmé—. Por cierto, me llamo Lennox. Y este es Archie McClelland. Somos investigadores. Solo queríamos hacerle unas cuantas preguntas sobre Joe Strachan.

—No sé una puta mierda de Joe Strachan. Han hecho un largo camino para no enterarse de una mierda.

—Solo queremos charlar un poco, Billy. En aquel entonces, usted era un tipo muy espabilado en su propio estilo. Quizá sepa algo que pueda ayudarnos.

—Ayudarlos… ¿para qué?

—Oiga, ¿no podríamos…? —Señalé la casita con un gesto.

—No. Mi esposa está dentro. No tengo una puta mierda que contar. Váyanse a la mierda.

Opté por no intentar corregirle la gramática ni el vocabulario. No es buena idea con alguien que lleva una escopeta de dos cañones.

—¿Sabía que han encontrado los restos de Joe Strachan?

Ahora, pensé, sí había tocado un nervio sensible. Dunbar pareció sorprendido, luego algo confuso y, finalmente, regresó a su recelosa hostilidad. Todo un poco exagerado quizá.

—No, no lo sabía. Y me importa un carajo.

—¿No lo leyó en el periódico? —preguntó Archie.

—¡Ah, o sea que habla…! No. No leí una puta mierda.

Otra vez me contuve para no afearle su vocabulario.

—Lo sacó una draga del fondo del Clyde —expliqué—. Estiman que llevaba allí desde 1938.

Dunbar sonrió con suficiencia, con astuta suficiencia, y dijo:

—¿Ah, sí?, ¿eso creen? Bueno, de puta madre. Y ahora, si no les importa, tengo trabajo.

—Creía que tenía el día libre —insinué.

El hombre dio un paso hacia mí, y me espetó:

—Ya me estoy hartando. Yo no tengo nada que ver con toda esa mierda desde que cumplí mi condena en Barlinnie. Dice usted que Joe Strachan está muerto. Estupendo, está muerto. No había oído pronunciar su nombre desde hace diez años, y no quiero verme involucrado en lo que estén tramando.

—Lo único que queremos es encontrar información sobre Joe Strachan —aclaré—. Tampoco hay para tanto. No pretendemos resolver el crimen del siglo, ni recuperar el dinero robado, ni saldar cuentas. Trabajamos para las hijas de Strachan, que quieren llegar al fondo de lo ocurrido a su padre, nada más.

—Pues tendrán que buscar por otro lado —dijo—. Escuche, pasé diez años en Barlinnie: diez años duros de cojones, recibiendo palizas con cualquier excusa, esquivando a los viejos maricones, rehuyendo a los psicópatas y haciendo un esfuerzo para no convertirme en uno de ellos. Tenía veintiún años cuando entré. Perdí los mejores años de mi vida y tuve claro desde el primer día que no quería volver allí jamás, y decidí reformarme. Salí en 1937, y solo llevaba un par de meses fuera cuando los polis me trincaron y me dieron una tunda de cojones, porque pensaban que estaba metido en el golpe de la Exposición. Resultado: la nariz y la mandíbula partidas, varias costillas fracturadas y cuatro dedos de la mano derecha rotos. —Bajó la vista a la mano con la que sujetaba la escopeta, para examinar aquella herida cicatrizada hacía mucho tiempo—. Me la pisoteó uno de los polis. No me ha vuelto a funcionar bien desde entonces. Yo les dije que no sabía una puta mierda; y es lo mismo que le estoy diciendo ahora.

—¿Por qué se ensañaron con usted? —preguntó Archie.

—Había un policía muerto. Con eso les bastaba. Arrestaron a todos los que estaban en su lista de sospechosos. El hijo de puta que me pisó la mano era amigo del poli muerto.

—¿McNab? —dije disparando a voleo.

—Sí… —Dunbar me miró sorprendido—. Willie McNab. Después se convirtió en un pez gordo del departamento de Investigación Criminal. El otro motivo de que se ensañaran conmigo era el golpe por el que cumplí diez años… Ellos sospechaban que lo había planeado Joe Strachan, pero no pudieron demostrarlo.

—¿Y lo había planeado?

Dunbar me miró como si hubiese dicho una estupidez.

—Si Joe Strachan hubiera planeado ese golpe, no me habrían pescado en la vida.

—¿Usted trabajó con Strachan? —Él volvió a mirarme de aquel modo—. Está bien, ¿lo conocía?

—Claro que lo conocía. No muy bien, pero sabía de él. Strachan estaba empezando a hacerse famoso en los años veinte. Incluso en aquel entonces los polis se morían de ganas de pillarlo. Muchos grandes golpes se los achacaban a él. No solo robos, sino fraudes, chantajes, allanamientos… Pero nunca conseguían demostrarlo.

—Pero si abarcaba tantas…, tantas actividades, debía de tener un equipo fijo.

—Sí, puede ser. Pero nadie sabía quiénes eran. Ese fue el otro motivo de que la policía se cebase conmigo. O sea, precisamente, porque no me había metido en líos desde que había salido de la cárcel. La teoría de los polis era que Strachan escogía a tipos sin antecedentes penales; o que, si estaban fichados, les exigía que solo trabajaran para él y que no se implicaran en follones y mantuvieran la boca cerrada entre un trabajo y otro. La policía no consiguió recuperar ni un puto penique de los robos de la Triple Corona, ¿lo sabía? No lograron rastrear ni un billete. Quiere decir que Strachan tendría planeado con mucha anterioridad un sistema para distribuir y lavar el dinero. Pero le estoy contando lo que sabe cualquiera. Ya se lo he dicho: no sé una puta mierda. Podría haberse ahorrado el cupón.

Dunbar se refería al cupón de gasolina que habría costado el viaje desde Glasgow. De hecho, el racionamiento de gasolina había terminado hacía cinco años, pero la expresión había perdurado en el lenguaje coloquial.

—De acuerdo —dije resignadamente—. Gracias por su ayuda, de todas formas. —Le di una tarjeta—. Este es el número de mi oficina. Por si se le ocurre algo.

—No cuente con ello.

—Está bien —dije con hastío—. Espero que haya comprendido, señor Dunbar, que no pretendíamos involucrarlo ni nada parecido. Lo único que nosotros queremos, sencillamente, es aclararle a la familia si el cuerpo encontrado en el Clyde es el de su padre. Nada más. Disculpe si lo hemos molestado. —Le tendí un billete de cinco libras—. Esto es por su tiempo. Le habría pagado más si hubiera podido ayudarnos.

Me alcé levemente el sombrero y me di media vuelta, dejando al individuo con los ojos fijos en el billete que tenía en la mano. Archie me siguió con aire decepcionado, lo cual tampoco significaba gran cosa en su caso.

—Sanseacabó —sentenció.

—No del todo. Tiene algo que contarnos. Algo que arde en deseos de contarnos. Y creo saber qué es, pero quiero oírlo de sus labios. Por eso le he dejado mi número.

—¡Aguarde!

—¿Sí, señor Dunbar?

—Estaba diciéndole la verdad. Yo no tuve nada que ver con el robo de la Exposición ni con ningún otro trabajo de Strachan. Y no he visto a ese hombre desde que me metieron en la cárcel.

—¿Pero…?

—Tengo una información que le costará veinticinco libras.

—Eso dependerá de lo que sea —dije, pero eché a andar hacia él y a sacarme aparatosamente la cartera del bolsillo.

—Es sobre el cuerpo que había en el fondo del Clyde.

—¿Puede decirme quién era?

—No. Pero puedo decirle quién no era.