Me sentía satisfecho de mí mismo. Con el caso Macready cerrado y con más dinero quemándome en el bolsillo del que podía amasar en toda su vida un trabajador medio, tenía motivos sobrados para estar satisfecho.
Ahora podía dedicarme por entero al encargo de Isa y Violet de averiguar quién les enviaba su dividendo anual. El hecho de que el dinero llegara siempre —con un día o dos de diferencia— en el aniversario del robo de la Exposición Imperio, parecía proclamar a gritos que debía de tratarse de su paterfamilias, desaparecido hacía tanto tiempo.
La policía, no obstante, estaba absolutamente persuadida de que los huesos dragados en el Clyde pertenecían a Joe Gentleman. Durante los días siguientes, mientras Archie continuaba comprobando tenazmente una dirección tras otra para localizar a Billy Dunbar, yo anduve por ahí preguntando. No esperaba encontrar nada muy importante, pero el mundo del hampa constituía en Glasgow una comunidad estrechamente entrelazada. Como un pueblo de ladrones.
Yo era un gran lector. Me pasaba mucho tiempo leyendo para entender cómo funcionaba el mundo; más que nada porque mi participación en él solo había servido hasta ahora para confundirme. De la lectura llegas a sacar muchas ideas: algunas buenas, otras malas, y un montón de ellas directamente estúpidas.
Una vez había leído que los físicos creen que el simple acto de observar partículas minúsculas modifica, de hecho, el comportamiento de estas. El efecto observador, lo llamaban. Decidí aplicar ese principio del efecto observador a las clases criminales de Glasgow, es decir, plantear las preguntas adecuadas —o equivocadas, daba igual— en los sitios adecuados, y comprobar si empezaban a pasar cosas.
Como había hecho desde nuestro breve tropiezo en la niebla, me mantuve alerta por si aparecía el tipo que me había asaltado con una pistola. No tenía la sensación de que me siguiera nadie, pero, claro, tampoco la había tenido Frank cuando yo había ido tras él hasta su piso. Si sabías lo que te hacías, no era difícil desplazarse sin ser visto. Y me daba la impresión de que aquel individuo sabía muy bien lo que se hacía.
Ingresé en mi cuenta bancaria unos centenares de libras del dinero que Fraser me había pagado, pero el resto lo guardé en la caja de seguridad. Me sentía estupefacto ante mi repentina fortuna, tal como me había sentido ante la repentina pasión amorosa (si bien un tanto homicida) de Leonora Bryson. Entre una cosa y otra, tenía más de ocho mil libras ahorradas; más que suficiente para comprarme una casa al contado, o cuatro casas en Glasgow. Ya no tenía ningún motivo para no regresar a mi país. Podía ingresar todo el dinero en un banco y transferirlo a Canadá antes de que el fisco británico pudiera olérselo siquiera.
Pero aún no me sentía preparado. Algo había pasado conmigo durante la guerra, y seguía sin gustarme la persona en la que me había convertido. En casa, la gente estaría esperando el regreso del chico criado a orillas del Kennebecasis: el joven entusiasta e idealista de ojos vivarachos que se había puesto al servicio del Imperio. Pero lo que iban a encontrarse era a un tipo como yo: el cínico Lennox de posguerra a quien le pagaban para andar repartiendo sopapos a unos maricas muertos de miedo. Y eso cuando tenía un buen día.
Jock Ferguson me había dejado un recado en la pensión para que lo llamara y, cuando lo telefoneé, me explicó que había investigado al marido de Violet, Robert McKnight, el tipo que había ejercido de chófer cuando las gemelas vinieron a verme.
—Es vendedor de coches —me informó Ferguson—. Sin antecedentes conocidos.
—¿Qué clase de vendedor? —le pregunté, como si hubiera una gran variedad—. Quiero decir…, ¿cacharros desvencijados o Bentleys para caballeros?
—Trabaja en el garaje Mitchell and Laird, en Cowcaddens. Un negocio legal. Venden automóviles Ford nuevos o casi nuevos, pero no sé si son concesionarios oficiales o no. Y tienen un gran número de coches usados en depósito, aunque parece material de calidad.
—Comprendo —dije recordando el Ford Zephyr nuevecito que había aparcado aquel día frente a mi oficina—. ¿O sea que está limpio?
—Bueno… Hay un dato interesante. Pese a su nombre, el garaje Mitchell and Laird pertenece a una sociedad mercantil cuyo presidente resulta ser un tal William Sneddon.
Ahí estaba —de nuevo— lo que más temía: uno de los Tres Reyes implicado en mi investigación. Ya iban dos si contábamos la presencia de Michael Murphy en la lista que me habían pasado las gemelas con respecto a los socios de su padre.
—Pero tú ya sabes que, en el fondo, eso no significa nada actualmente —prosiguió Ferguson—. Sneddon sigue siendo un criminal, y nosotros andamos todavía detrás del muy cabronazo, pero lo cierto es que se ha reformado. Ahora tiene tantos negocios legales como delictivos. El garaje Mitchell and Laird resulta ser uno de los legales. Y ahí es donde trabaja ese sujeto.
—Ya. Y casualmente ese sujeto está casado con la hija de uno de los criminales más legendarios de Glasgow. Dime Jock, ¿hubo alguna relación entre Willie Sneddon y Joe Strachan?
—No, que yo sepa. Sneddon salió a escena mucho después. Martillo Murphy en cambio…, creo que estuvo muy unido a Strachan durante una época.
—Sí, me lo habían dicho —musité lúgubremente—. Gracias, Jock.
Archie vino a verme justo antes del almuerzo, cosa que tomé como una insinuación. Lo invité a una empanada y una pinta en el Horseshoe. Él se bebió la pinta en cuestión de segundos —sus pobladas cejas bailaban a cada trago—, y luego se volvió hacia mí con una expresión dolorida en su alargado rostro. Me costó un par de segundos comprender que me estaba sonriendo.
—Soy como esos policías montados de su tierra, jefe —dijo—. Yo siempre doy con el tipo.
—¿Quieres decir, Billy Dunbar?
—El mismo. He averiguado su paradero. —Hurgó en los bolsillos de la gabardina, sacó varios trozos de papel, un pañuelo arrugado y un par de billetes de autobús, y lo dejó todo en el exiguo espacio que teníamos delante en la barra. Finalmente, encontró lo que estaba buscando, y sus cejas volvieron a reivindicar su independencia dentro de aquel afligido rostro.
»Sí…, eso es. Aquí es donde vive ahora. Ha cambiado tres veces de dirección. Según deduzco, actualmente es un hombre honrado; lo ha sido desde su última condena. De ahí tanta mudanza. No es fácil dejar atrás un pasado como el suyo.
—Dímelo a mí —dije, más para mi coleto que para él. Miré la dirección: un sitio en Stirlingshire—. ¿Se ha marchado de Glasgow?
—Ya sabe qué sucede cuando uno de esos idiotas decide reformarse. Es como dejar la botella; la mayoría de ellos vuelven a caer, pero si quieres continuar sobrio, has de mantenerte alejado del pub. Yo diría que Dunbar necesitaba apartarse de toda la gente que conocía su pasado.
—Buen trabajo, Archie. —El rostro de mi ayudante permaneció impasible, pero sus cejas parecían complacidas—. ¿Quieres acompañarme hasta allí? Cobrando las horas, claro.
—De acuerdo. Pero me preocupa el efecto de todo ese aire fresco en mi salud.
—Te prometo que mantendremos cerradas las ventanillas y fumaremos todo el camino. ¿Hace?
Archie asintió tristemente y confirmó:
—Estaré a las nueve en la oficina.
Martillo Murphy, como ya he mencionado, no se había ganado su apodo porque fuera un manitas consumado. Bueno, sí lo era, y especialmente habilidoso con el martillo, pero no para poner unos estantes en la pared, sino más bien para machacarle y hacerle papilla los sesos a un rival.
En conjunto, Martillo Murphy había sido, de los Tres Reyes, el que yo me había esforzado más en evitar, tal como evitaba las empanadas de carne a menos que estuviera seguro de su procedencia: Murphy poseía una planta procesadora de carne en las afueras de Glasgow, y corría el rumor —bueno, era más que un rumor— de que había pasado a algunos de sus rivales por la picadora. Como suena. También se daba por sabido que él les hacía a Jonny Cohen y Willie Sneddon el favor de prestarles ese mismo servicio cuando lo requerían.
Estaba visto que me había mezclado con una pandilla encantadora.
Yo había procurado no pensar mucho en esa planta procesadora, pero cuando empezaron a contar que un par de tipos que habían irritado especialmente a Murphy habían sido pasados por la picadora (hasta ahí, ninguna novedad), todavía vivos y conscientes, mis ganas de relacionarme con él disminuyeron de modo tan drástico como mi apetito de salchichas.
En fin, ya se hacen una idea: Martillo Murphy era sin lugar a dudas el más violento, voluble y vengativo de los Tres Reyes que gobernaban el hampa de Glasgow y, en definitiva, un personaje que se debía evitar en lo posible.
Todo el asunto de Joe Gentleman Strachan había adquirido para mí un regusto desagradable en cuanto había surgido el nombre de Murphy. Strachan tenía, por lo visto, esa clase de personalidad escindida: por un lado, existía una imagen suya como si fuera prácticamente un «gentleman criminal», una especie de Raffles glasgowiano, salvando las distancias; es decir, una especie de «caballero ladrón» ficticio —un negativo deliberado de Sherlock Holmes—, que fue una creación de E.W. Hornung. Y por otro lado, estaba su imagen de gánster frío y despiadado, capaz de asesinar con toda crueldad.
La presencia de Murphy en la lista de cómplices de Strachan me confirmaba más bien esto último. Ahora habría sido el momento ideal para escurrir el bulto. Habría podido cobrar lo suficiente para cubrir gastos y decirles a las gemelas que su padre estaba muerto, y que todas las pistas para averiguar quién les mandaba el dinero eran también una vía muerta. A fin de cuentas, acababa de caerme del cielo el dinero del caso Macready, que había resultado absurdamente lucrativo, y mi instinto me decía a gritos que dejara correr el asunto Strachan, que disfrutara tranquilamente de las calles de la ciudad sin tener que bailar un pasodoble en la niebla con un bailarín aventajado. Por desgracia, mi oído debía de haberse deteriorado, y por mucho que mi instinto gritase, parecía que yo no lo oía.
Así pues, hice al fin la llamada que llevaba más de una semana postergando. Tras hablar con uno de sus secuaces, me pasaron con Murphy. La voz que sonó al otro lado de la línea tenía un pronunciado acento de Glasgow y resultaba más abrasiva que un papel de lija.
La conversación fue breve y concisa, por así decirlo. Yo no sabía que «no me jodas» podía utilizarse como respuesta ante cualquier pregunta o afirmación, e incluso cuando hacías una pausa para respirar. Fue solo al mencionar a Joe Gentleman Strachan y decir que estaba investigando sobre la aparición de sus restos cuando conseguí picar la curiosidad de Murphy.
—¿Conoces el club Black Cat? —preguntó.
—Lo conozco.
—Estate allí en media hora. Y no me jodas retrasándote.
Colgó antes de que yo pudiera echar un vistazo a mi agenda. Conocía el club Black Cat, claro. Era cliente habitual. Un socio con carné, como quien dice. Y ese era un local donde convenía llevar un carné —o una orden judicial— para entrar.
Había descubierto el Black Cat poco después de mi llegada a Glasgow. Estaba en el piso superior de un edificio anodino de piedra arenisca situado en el extremo oeste de Sauchiehall Street, pasado el museo de arte Kelvingrove, allí donde la numeración de la calle alcanzaba los millares. Gran Bretaña estaba plagada de clubs cuyos nombres venían a ser sinónimos más o menos disimulados de la palabra pussy[3]. Todos se parecían. La decoración aspiraba (inútilmente) a ser glamurosa y sofisticada, y el bar estaba lleno de orondos hombres de negocios inquietos ante la eventualidad de que la policía hiciera una redada, y su nombre acabara apareciendo en los periódicos. Y no faltaban, naturalmente, las que constituían el motivo de que dichos caballeros no salieran corriendo para salvar la vida o la reputación, a saber: las chicas de alterne, vestidas con un falso estilo hollywoodense, de escotes impresionantes para compensar su acento de Glasgow.
El secreto del negocio se centraba en que las chicas animaban a los caballeros a relajarse y a aplacar sus nervios emborrachándose con cócteles de precio desorbitado y medida roñosa. Lo más curioso era que los clientes de estos clubs perdían la cartera con una frecuencia que desafiaba las leyes de la estadística. Pero si alguno lo bastante idiota se atrevía a insinuar que se la habían robado, acababa en la calle, de bruces sobre el asfalto. La mayoría de ellos se quedaban calladitos, pensando en la mejor manera de responder cuando sus esposas les preguntaran en casa: «¿Cuándo fue la última vez que viste la cartera, cariño?».
Habría tres o cuatro clubs semejantes en Glasgow, y no me cabía duda de que el Black Cat había empezado siendo exactamente así. Pero a veces se producía una curiosa evolución en este tipo de locales. En este concretamente, se habría iniciado su metamorfosis al contratar por pura casualidad a un pianista, un grupo musical o una cantante que estaban muy por encima del artista estándar de prostíbulo. Mi hipótesis es que habría corrido la voz y que los clientes debían de haber empezado a acudir para escuchar la música más que para probar los muelles de una cama barata con una rolliza chica. Y cuando aumentaron los beneficios y disminuyeron las redadas de la policía y los sobornos consiguientes, la dirección del local optó por contratar más y mejores números de jazz.
Seguía habiendo chicas de alterne, por supuesto, pero se limitaban a servir bebidas que, aunque todavía caras, no eran abusivas, y cualquier trato que mantuvieran con los clientes lo llevaban a cabo con discreción y por cuenta propia. Yo mismo había tenido algún que otro escarceo con un par de empleadas, pero en mi caso no habían sido de carácter comercial.
Cuando llegué a la modesta puerta verde con un gato negro pintado por encima de la mirilla, el portero, de hombros enormes, me reconoció y me saludó con un gesto seco. Ese simple gesto constituía toda una hazaña, puesto que, al menos por lo que yo apreciaba, el tipo no tenía cuello propiamente hablando, y su apepinada cabeza, adornada con un copete estilo Teddy boy, parecía fundirse directamente con la masa muscular de los hombros.
Subí y me vi envuelto en una densa atmósfera azulada de humo. Había bastante ajetreo en el club, en el que pululaba el surtido habitual de tipos afanosamente inconformistas con barba de chivo y jersey de cuello alto, que trataban de seguir el estilo de vida Beat sobre el que se habían informado en las revistas de arte y literatura. Pero el caso era que ellos no vivían en San Francisco, ni en Manhattan, sino en Glasgow. También se veían algunos de los usuales sospechosos de traje impecable y mirada acerada, esa clase de mirada que te decía que, aunque no los reconocieras, era mejor no tropezarte con ellos y derramarles la copa encima. Y seguía habiendo hombres de negocios también, aunque de un tipo distinto. Estos escuchaban la música con tanto fervor como los chicos Beat, sumidos en profundos pensamientos acerca de lo que deberían haber sido en lugar de lo que eran.
No vayan a entenderme mal: la decoración y la atmósfera seguían reflejando el concepto de chic cosmopolita que podía tener un pintor o un decorador de Glasgow, y el ambiente era tan solo un poco menos falso y cutre que el del típico antro de chicas de alterne a palo seco; pero la música y las luces amortiguadas elevaban el tono mucho más de lo que habría podido esperarse, y le conferían al local un aire peculiar que no habría subsistido bajo la cruda luz del día.
Martha, una de las chicas con las que había jugado en su día a «veamos si tienes cosquillas», estaba trabajando en la barra. Era de un estilo a lo Gene Tierney de estatura media, pelo oscuro, ojos verdes y un impresionante repertorio. Intercambiamos unas frases, y luego me dijo que Murphy me estaba esperando en un reservado de la parte trasera. Frunció el entrecejo al decírmelo, como haría cualquiera ante la mera idea de que Martillo Murphy te estuviera esperando. También me preguntó si quería salir cuando terminara su turno. Yo le respondí que no podía esa noche, aunque la verdad es que sí podía. Me desconcerté al sorprenderme pensando en Fiona White. Empezaba a preocuparme que si me involucraba más profundamente con ella, acabara pillando un grave acceso de fidelidad.
En el reservado de la parte trasera había un traje Savile Row embutido de músculos y violencia latente. Me sorprendió que estuviera solo; no se debía a que Michael Martillo Murphy fuese un tipo que necesitara protección, pero, normalmente, tenía a mano un par de gorilas psicópatas para alardear.
—Hola, señor Murphy —saludé—. Gracias por aceptar…
—Cierra la puta puerta…
La cerré y me senté frente a él.
—¿Ese jodido Strachan está muerto o no, joder?
No parecía muy dispuesto a ampliar su vocabulario. Era un hombre de baja estatura, pero en todos los demás sentidos proyectaba una presencia de gigantesca malevolencia. Todavía lucía el mismo bigote a lo Ronald Colman que la vez anterior, y llevaba el pelo impecablemente cortado y peinado. Pero ahí terminaban todas las concesiones a Hollywood. Murphy era un cabronazo feísimo, de eso no cabía duda; el único hombre que había conocido en mi vida cuya cara parecía un arma letal. Se había roto la nariz tantas veces que esta había abandonado toda idea de simetría e incluso del lugar que debía ocupar en aquel rostro. Y sus ojitos se hallaban incrustados profundamente en esos pliegues acolchados que salen cuando te lías a puñetazos con excesiva frecuencia. El tipo era pura violencia: la exudaba por todos los poros. Y conseguía que te sintieras amenazado hasta permaneciendo inmóvil.
—No lo sé —dije—. Y es la verdad. Hay tanta gente convencida de que sobrevivió al robo de la Exposición Imperio, como gente que cree que esos huesos del fondo del Clyde eran suyos.
—¿Quién cojones te paga para averiguarlo?
—Vamos, señor Murphy. Usted ya sabe que no puedo decírselo. Conoce mi postura respecto al secreto profesional.
—Sí, supongo… Y te respeto por ello, Lennox. De veras, joder. Y quiero ahorrarte la jodida vergüenza de traicionar la confianza que algún hijo de puta haya puesto en ti. Pero…, se me ocurre una idea. ¿Qué tal si les digo a dos de los chicos que te machaquen las putas rótulas y te las envíen a la puta mierda, para que no puedas mantener esa postura del secreto profesional, ni ninguna otra jodida postura de los cojones? —Hizo una pausa para reflexionar con aire sarcástico, y luego esgrimió un dedo—. Te digo más, para que mantengas tu puto honor de una pieza, te machacaremos también los tobillos y los codos de los cojones.
—Isa y Violet, las hijas gemelas de Strachan. Son ellas las que me han contratado. —No me sentí avergonzado ni por un instante por doblegarme tan deprisa. Mi padre siempre me decía que había que encontrar algo que se te diera bien y hacer carrera con ello. En el caso de Murphy, decir que se le daban muy bien las amenazas violentas habría sido como decir que Rembrandt era bastante bueno dibujando.
—¿Para qué cojones lo quieren saber?
—Lo único que desean averiguar es si su padre está muerto o no. —Lo dejé ahí, saltándome lo del dividendo que recibían en cada aniversario del robo de la Exposición Imperio. Murphy era un fuera de serie en agresión y violencia, y sin duda poseía una astucia animal, pero tampoco era una lumbrera, y yo aposté a que aceptaría mi media verdad.
Estaba a punto de responderme cuando se abrió la puerta de golpe. Supuse que serían los gorilas y noté un picor en las articulaciones. Pero no. Quien entró fue un tipo de pelo oscuro y barbilla partida a lo Cary Grant, casi tan absurdamente apuesto como John Macready. Lo reconocí en el acto.
—Hola, Jonny —dije levantándome, y le di la mano—. ¿Cómo va todo?
—Bien, Lennox —dijo Jonny Cohen el Guapo mientras entraba y se sentaba junto a (pero no cerca de) Martillo Murphy—. Todo bien. ¿Y tú?
—No puedo quejarme —respondí tratando de no manifestar el alivio que sentía por su llegada. A Murphy no parecía haberle sorprendido, y supuse que habían quedado previamente. Pero me dio la sensación de que Cohen había llegado demasiado pronto, y entonces lo vi todo claro: Murphy tenía planeado amenazarme y arrancarme a golpes, si hacía falta, todo lo que pudiera antes de que llegase Jonny. Pero él sabía que este y yo teníamos una relación más estrecha, aunque no supiera el motivo. Pero yo no entendía por qué Murphy lo había convocado tan precipitadamente.
—¿Puedo invitarte a una copa? —preguntó Cohen.
—No estamos alternando, qué joder —explotó Murphy—. Olvídate ahora de la jodida copa y centrémonos en el puto negocio.
—¿Negocio? —pregunté—. Yo solo he venido a preguntarle por su relación con Joe Gentleman Strachan.
—Son negocios, Lennox —aclaró Cohen—. Joe Strachan arroja todavía una larga sombra sobre Glasgow. Michael, aquí presente, me ha llamado para decirme que querías información sobre ese ladrón.
«Michael…». No tenía ni idea de que se estuvieran volviendo tan íntimos. De los otros dos Reyes, Cohen siempre había parecido decantarse por Willie Sneddon, provocando a menudo que Murphy estuviera a punto de reabrir la guerra de bandas a la que había puesto fin el pacto de los Tres Reyes. Y ahora resultaba que el católico y el judío estaban a partir un piñón.
—No acabo de pillarlo —dije. Y era cierto—. ¿A usted qué más le da, Jonny?
—Escucha. Michael, yo y Willie Sneddon hemos dirigido el cotarro en esta ciudad desde el final de la guerra. Tuvimos nuestras diferencias, como sabes, pero no ha habido ningún problema entre nosotros desde 1948. Y esa paz ha sido muy provechosa para todos.
—Sí —afirmó Murphy con un bufido desdeñoso—. Más provechosa para el puto Willie Sneddon que para ninguno de nosotros dos.
Y entonces lo comprendí todo: Jonny Cohen le lanzó una mirada de advertencia a su nuevo amigo íntimo, como si acabara de contravenir un acuerdo al que habían llegado antes de reunirse conmigo. Ahora entendía a qué venía ese fingido compadreo entre ellos: Willie Sneddon estaba ganando la partida, como hacía siempre, y Cohen procuraba mantener bajo control el resentimiento de Murphy. Pero la situación ahora era mucho más peligrosa, porque Sneddon, el Rey de Reyes, la piedra angular de todo el montaje, estaba liberándose y pasándose a los negocios legales. Y si hay algo que aborrece la mente criminal es el vacío.
—Bueno, como te decía —prosiguió Cohen—. A los tres nos ha ido bien. Las cosas, en conjunto, han salido a pedir de boca. Pero durante todos estos años ninguno de nosotros ha dejado de mirar ni un minuto a su espalda para comprobar si Strachan reaparecía de nuevo.
—Tú querías que te contara cosas de Joe Strachan —soltó Murphy con otro bufido. O quizás era su modo de sonreír—. Pues te las voy a contar, joder. Cada uno de nosotros tiene sus trucos para mantener a todo el mundo tieso como un palo. Tú eres muy amigo de ese puto mono de Sneddon…, el cabronazo del cortapernos.
—¿Te refieres a Deditos McBride? Yo no diría que seamos tan amigos…
—Bueno, él corta dedos de pies y manos. Jonny, aquí presente, tiene a Moose Margolis, que te fríe las pelotas si hace falta. Y yo… —Murphy reflexionó un momento—. Bueno, yo me tengo a mí mismo. A lo que voy es a que todos hacemos un gran alarde para tener a la gente cagada de miedo. Para mantener a la jodida tropa en fila. —Se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, y me clavó aquellos penetrantes ojitos—. Bueno, Joe Strachan no hacía nada parecido: ni alardes ni exhibición de músculos. Ahora bien, si lo ofendías incluso sin pretenderlo, estabas bien jodido. Él no hacía una montaña del asunto, pero enseguida te enterabas de que el tipo que le había cabreado había desaparecido de la puta faz de la tierra. Sin alardes, como digo. En silencio. Y eso, amigo mío, era lo más espeluznante de todo.
Jonny Cohen retomó el hilo del relato:
—Todo lo llevaba con discreción: cada trabajo en el que estaba metido, cada uno de sus hombres, a dónde iba el dinero, cuál era el siguiente paso… Nadie sabía nada. Él fue anterior a mi época, Lennox, pero desde el primer golpe que di en mi vida, desde que tuve mi primera oportunidad, lo supe todo sobre Joe Gentleman Strachan y su ejército de fantasmas.
—Joder, Jonny —dije—. Se está usted poniendo poético con los años.
—No, en serio, los llamaban así: los fantasmas de Strachan.
—Y solo se conocía el nombre de uno —intervino Murphy—. Si es que aquello podía llamarse un nombre…
—¿El Chaval? —pregunté.
Murphy asintió.
—Has oído hablar de él, ¿eh? Lo llamaban «el Chaval» porque parecía que estuviera de aprendiz con Strachan. No había nada que ese pequeño hijo de puta no fuera capaz de hacer por Joe. Y era como si este lo estuviera formando para que ocupase su lugar.
—¿Sabe qué aspecto tenía ese «Chaval»? ¿O tiene alguna pista de cuál era su verdadero nombre, o de dónde procedía?
—No —contestó Murphy—. Había un tipo, hace mucho… Que me jodan si me acuerdo de su nombre. No importa. El pobre cabrón empezó a chismorrear una noche en el pub, diciendo que había estado a punto de sacarse un trabajo con Joe Strachan, y luego se puso a largar de aquel pequeño hijo de puta maligno al que llamaban entre ellos el Chaval. Así fue como supo de él todo el mundo. Si aquel pringado no hubiera estado borracho, ni eso habríamos sabido.
—A ver si lo adivino. Ese tipo que se fue de la lengua…, ¿desapareció?
—De la puta faz de la tierra —afirmó Murphy.
—El cuerpo nunca apareció —añadió Cohen—. La cuestión, Lennox, es que cuando pescaron esos huesos en el río, sentimos por primera vez en muchos años que ya no debíamos seguir mirando a nuestra espalda por si aparecía Strachan. Pero si ahora resulta que los huesos no eran suyos, entonces Dios sabe dónde anda y qué tiene planeado…
Reflexioné un momento en lo que me habían dicho, y comenté:
—Pero todo eso ocurrió hace veinte años, Jonny. ¿No creerá en serio que va a volver ahora? Si asomara la nariz por Glasgow, acabaría con una soga al cuello antes de un mes.
—Olvidas al «Chaval» de Strachan —replicó Jonny—. Su heredero en apariencia. Si en algo era un maestro Joe, era en planear por anticipado y en esperar el momento propicio.
—Sigo sin entenderlo.
—¡Es muy simple, joder! —exclamó Murphy—. Tú estás investigando el asunto para esas chicas que, por cierto, tienen vete a saber cuántos medio hermanos y hermanas esparcidos por todo el país de los cojones. En fin, tú hazles el trabajo. Por nosotros, perfecto, joder, fantástico. Pero nosotros te pagaremos mil pavos cada uno si nos consigues un nombre, una dirección o incluso una puta foto del Chaval. Tú tráenos algo que nos ponga sobre la buena pista, y nosotros nos encargaremos del resto. Y tú serás dos mil pavos más rico.
—¿Y Willie Sneddon no entra en el juego?
—¿Quieres saber una cosa, joder? Sneddon es el que siempre ha tenido más que perder. Pero ahora le importa una mierda. Está demasiado ocupado tratando de convertirse en el hombre del mes de la Cámara del puto Comercio.
Se me ocurrió que si en alguna parte iba a existir una «Cámara del puto Comercio» sería en Glasgow.
—A mí me da igual localizar ya de paso a ese tipo, sea quien sea, pero realmente no creo que vaya a acercarme siquiera a averiguar su identidad… —Me interrumpí de golpe.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cohen.
—No, nada. Pero resulta que a la mañana siguiente de empezar a preguntar por ahí sobre Strachan, tuve un breve tropiezo en medio de la niebla con un tipo duro armado con una pistola de calibre treinta y ocho. Y era bueno. Profesional. Quería asustarme para que dejase de investigar sobre la desaparición de Strachan.
—¿Y por qué no podría ser el Chaval?
—Demasiado joven. Vamos, podría ser. Pero eso implicaría que solo tenía diecisiete o dieciocho años en la época de los robos. Demasiado novato. Sobre todo para ejercer de matón.
—Cuando yo tenía dieciocho años era capaz de pegarle un tajo a cualquiera que se interpusiera en mi camino —aseveró Murphy con un orgullo evidente.
—No lo dudo —dije—. Pero no sé…, no acaba de convencerme.
—¿Dices que ese tipo te buscó para meterte miedo y obligarte a dejar el asunto Strachan? —preguntó Cohen.
Reflexioné un momento. Había una incongruencia en la edad, pero yo no había podido echarle al tipo una buena mirada. Tal vez era cinco años mayor. O tres. Bastaría con eso.
—¿Saben qué? —dije—. Si resulta que es el Chaval, se lo pondré en bandeja de plata con sumo placer. —Y añadí, para dejar las cosas claras—. Pero a pesar de todo, aceptaré esos dos mil pavos.