Capítulo siete

Devolví las llaves de la furgoneta y llevé a Archie a casa en el Atlantic. Regresé al hotel Central a recoger mis maletas y me detuve un momento en el vestíbulo para usar una de las cabinas telefónicas. Toda ella era de nogal, latón y cristal impoluto, y no tenía ni rastro de olor a pis. Llamé a la señora White y le dije que estaba en el hotel Central, pero que me trasladaría seguramente hoy mismo o al día siguiente. Ella pareció de verdad aliviada al oírme, y yo le pregunté si iba todo bien, cosa que me confirmó, aunque sonaba más bien cansada. Le dije que me mantendría en contacto y colgué.

Llamé a la habitación de Leonora Bryson, pero no contestaba. Tuve más suerte al probar en la suite de John Macready, porque me atendió ella directamente. Le dije que me iba a mudar y que la mantendría informada de mis progresos. También le pregunté cuáles eran los planes de su jefe para la semana siguiente, hasta que tomara su vuelo. Ella hablaba con su tono profesional de siempre, pero ninguno de los dos hizo alusión a lo ocurrido la noche anterior; ella, seguramente, porque no estaba sola; y yo, porque la situación era tan extraña que empezaba a dudar que aquello hubiera sucedido de verdad, cuestionándome si no lo habría soñado.

Después de mi estancia en el hotel Central, me armé de valor para descender al mundo real y encontré un hotel de precio razonable en Gallowgate. Era más una pensión que un hotel y tenía fuera un cartel que decía: NO SE ADMITEN PERROS, NEGROS NI IRLANDESES. Ya había visto carteles semejantes en Londres y en el sur, pero ese era el primero que veía en Glasgow. Me recibió, o más bien me cerró el paso, un tipo bajo, orondo y calvo, de actitud tremendamente hostil que dijo ser el dueño del establecimiento. Tenía un defecto del habla que parecía muy corriente en Glasgow: un ceceo que distorsionaba las fricativas y las convertía en algo parecido a las interferencias de la radio. No dejaba de ser mala pata, pues, que se llamara Simpson. O Shimpshon, como él se presentó.

Reprimí el impulso de secarme la cara con el pañuelo, o de preguntarle si no le importaría que tuviera en mi habitación a Negro, mi lobero irlandés, y lo seguí escaleras arriba. Simpson me preguntó cuánto tiempo pensaba quedarme y, cuando le respondí que una semana, se detuvo en la escalera y me miró, suspicaz, frunciendo su porcina frente.

—No será irlandesh, ¿verdad?

—¿Cómo? ¡Ah…, mi acento! No, no, soy canadiense. ¿Le parece bien? Aunque una vez pasé una semana en Belfast…

Mi ironía pasó de largo por su reluciente calva.

—Eshtá bien. Mientrash no shea irlandesh.

La habitación era sencilla pero limpia; había que compartir el baño con otras cuatro habitaciones y había un teléfono público en el vestíbulo. Me serviría para una semana o dos, si era necesario. Pagué tres días por anticipado; Simpson cogió el dinero sin darme las gracias y desapareció.

Mientras Archie le seguía la pista a Billy Dunbar, yo decidí dedicarme por mi parte a buscar a Paul Downey, el fotógrafo aficionado que había captado con tanto arte el lado más favorecedor de John Macready.

Me pasé la primera noche recorriendo las guaridas más conocidas de maricas en el centro de la ciudad: el Oak Café y el Royal Bar, en West Nile Street, y un par más de bares. Decidí postergar por el momento una excursión al parque Glasgow Green. En todas partes tropezaba con el recelo general. Sin duda me tomaban de inmediato por un policía con ganas de cazar homosexuales. Probablemente, me habría sentido menos ofendido si hubiesen creído que iba de ligue.

Tratando de sortear las sospechas de que era un poli, ofrecí dinero por la información, pero eso pareció empeorar aún más las cosas. No podía culparlos por cerrarse en banda. Como yo mismo le había contado a Macready, la Brigada contra el Vicio de Glasgow, así como los demás cuerpos policiales de Escocia en general, perseguían a los homos con un celo bíblico que, por sí mismo, me impulsaba a cuestionar la mentalidad subyacente. De entrada, yo nunca había comprendido por qué era ilegal la homosexualidad; si dos mayores de edad querían atacarse mutuamente con armas amigables fuera de la vista de niños y equinos, no veía por qué tenía que meterse la policía.

De todos modos, me abstuve de visitar los lavabos mientras estuve en los bares de maricas.

Noté que alguien me seguía al salir del Royal. Estaba oscuro y la niebla había vuelto a levantarse, aunque no con la densidad de antes. El momento de abrir la puerta del coche siempre constituye una ocasión ideal para una emboscada; por ese motivo, pasé de largo junto al Atlantic, apreté el paso y me metí rápidamente por una calleja que conectaba West Nile Street con Buchanan Street. En cuanto doblé la esquina, me pegué a la pared y aguardé a que me siguiera el tipo. Esta vez, tal como me había prometido a mí mismo, yo dirigiría el baile.

Vi que la figura vacilaba un instante y luego se metía por la calleja. Me abalancé de un salto y tiré de su abrigo hacia atrás y hacia abajo, sobre sus hombros y antebrazos, convirtiéndolo en una improvisada camisa de fuerza. Le di la vuelta, lo estrellé de espaldas contra la pared y le incrusté el antebrazo en la garganta, cerrándole de golpe la tráquea.

Comprendí incluso antes de mirarlo a la cara que no era el tipo con el que me había tropezado en medio de la niebla la otra mañana. Todo había resultado demasiado fácil y, además, este era demasiado canijo en comparación.

Un par de ojos aterrorizados me miraron a través de unas gafas de carey.

—Por favor…, por favor, no me haga daño —suplicó.

—Joder, señor MacGregor… —Solté en el acto al director administrativo del banco—. ¿Qué hacía siguiéndome?

—Eh…, es que lo he visto en el bar. Ya sé por qué estaba usted allí. Lo sé.

—Humm… No, no, se equivoca, señor MacGregor —dije con énfasis—. No soy esa clase de chica.

—No, ya…, desde luego, señor Lennox. Sé que estaba usted allí vigilándome. Por eso lo he seguido. Le prometo que no volveré a ese sitio. Nunca más. Era la primera vez… —Su pavor inicial se transformó en súplica—. Bueno, la segunda. Pero nada más, lo juro. Le prometo que no volveré a hacerlo. Escuche, tengo dinero. Se lo daré. Pero no se lo diga al director del banco. Sé que él lo ha contratado para vigilarme… O la policía. ¡Ay, Dios, por favor…, la policía, no!

—¿Me ha seguido por eso? —Volví a subirle el abrigo sobre los hombros.

—Lo he visto cuando ya salía. No me he percatado mientras estaba usted allí, pero he deducido que me había visto. Por favor, no lo cuente en el banco, señor Lennox…

Alcé las manos para aplacarlo.

—Calma, señor MacGregor, no he ido a ese bar a vigilarlo. No tenía idea de que usted… Y créame —añadí captando su súbito cambio de expresión—, tampoco andaba buscando diversión. Salgamos de este callejón antes de que un policía de patrulla nos tome por una pareja.

El tipo retrocedió hacia West Nile Street.

—Vamos, lo llevaré a casa —ofrecí. Era una situación de lo más embarazosa. MacGregor trabajaba para un cliente muy importante, y yo, la verdad, podría haberme pasado muy bien sin esta complicación. Pero se me estaba ocurriendo que tal vez podía sacarle partido a lo que ahora sabía del director administrativo. El individuo me dijo que vivía en Milngavie; salimos, pues, del centro de la ciudad y subimos por Maryhill Road.

—Bueno, ¿y qué hacía usted en el Royal? —me preguntó al fin, obviamente no del todo convencido de que no lo tuviera sometido a vigilancia.

—Estaba buscando a alguien —dije—. Un tipo llamado Downey.

—¿Paul?

Dejé de mirar la calzada y me volví hacia él.

—¿Lo conoce?

—Sí. Lo conocía. Bueno, tampoco muy bien. Hace semanas que no lo veo. ¿Por qué lo busca?

—Eso no puedo contárselo, señor MacGregor. Creía que había dicho que era solo la segunda vez que entraba en ese bar…

El hombre se ruborizó. Estaba claro que iba a poder exprimir la situación.

—Oiga, no me interesa su vida privada, pero se lo agradecería mucho si pudiera orientarme en la dirección adecuada. Necesito localizar a Downey sin falta.

—Él frecuentaba los establecimientos habituales: el Oak Café, el Good Companions, todos esos sitios. Pero, como le decía, no lo he visto desde hace semanas. Puede intentarlo en las saunas, de todas formas. Me parece haber oído que el amigo de Paul trabaja en uno de los baños públicos.

—¿Sabe su nombre?

—Me temo que no. A ver, espere… Creo que se llama Frank; pero no sé en qué baños trabaja. Es lo único que puedo decirle, señor Lennox. Lo lamento.

—Ya es algo para empezar. Gracias.

Estábamos atravesando una zona a campo abierto mientras nos acercábamos a Milngavie. A lo lejos —una silueta gris más oscura que el gris cenizo de la niebla—, distinguí un objeto alargado, con forma de puro, suspendido de una especie de armazón metálico. Lo había visto alguna otra vez y con más claridad. Parecía un artilugio del que podría haber descendido el gran Michael Rennie en una película de ciencia ficción, y siempre me había intrigado una barbaridad. Decidí aprovechar la ocasión, ya que tenía a mi lado a un nativo de Milngavie.

—¿Eso? Es el tren-avión de Bennie —me explicó MacGregor cuando se lo pregunté—. Lleva ahí desde antes de la guerra. Había un tramo mucho más largo del raíl del que cuelga, pero lo fueron desmantelando junto con la vía inferior para reutilizar los materiales durante la guerra.

—¿Un tren-avión?

—Sí, un tren a hélice inventado por George Bennie. Se construyó en los años veinte o treinta. Se suponía que iba a ser el transporte del futuro: viajaba a más de ciento sesenta kilómetros por hora, ¿sabe? Pero nadie apoyó el proyecto y no pasó de este tramo de prueba.

Pensé en los sueños de futuro que no llegaron a cumplirse: la Exposición Imperio de 1938, que prometía un Glasgow rutilante y limpio, lleno de edificios art déco, y disponiendo del tren-avión de Bennie que conectaría las ciudades a velocidades ultrarrápidas. Todo lo que podría haber sido… Como mi sueño durante la guerra de volver a Canadá, de montarme una vida decente… la guerra había destruido muchas cosas: ideales y visiones de futuro, además de cincuenta millones de personas.

Dejé a MacGregor frente a un chalet en Milngavie, que, según me confesó algo avergonzado, era donde vivía todavía con sus padres. Vaciló un instante antes de apearse.

—¿No contará usted nada, verdad, señor Lennox?

—Lo ocurrido esta noche queda entre usted y yo.

—Muchas gracias, señor Lennox. Estoy en deuda con usted.

«Sí, lo sé —dije al coche vacío mientras me alejaba—. Lo sé».

A falta de la instalación generalizada de baños en el interior de los edificios, el Glasgow victoriano que había experimentado un gran aumento de población, pero no de extensión, se vio enfrentado a una grave amenaza para la salud pública. Lo de las masas malolientes no era una metáfora en aquel entonces. La reacción de la ciudad ante este problema fue la creación de una serie de baños públicos, albercas, piscinas y baños turcos que, frecuentemente, disponían de lavanderías comunales adosadas.

En el Glasgow de los años cincuenta, donde los baños de sol auténticos eran comparativamente muy escasos, podías darte incluso un baño «solar» en los baños turcos de Govanhill, White-vale, Pollokshaws, Shettleston y Whiteinch. Una sesión de lámpara solar te costaba un par de chelines, y un masaje turco-ruso y un baño solar, cuatro chelines y seis peniques.

Los baños funcionaban de manera estrictamente segregada. Abrían de nueve de la mañana a nueve de la noche, y cada local reservaba unos días para cada sexo.

De modo extraoficial, en dos baños públicos al menos, había ciertas horas en las cuales, si tenías determinadas inclinaciones, podías encontrarte con caballeros de tu cuerda.

Me pasé dos noches recorriendo estos establecimientos, preguntando si alguien conocía a Paul Downey o sabía dónde localizarlo, o si trabajaba allí un tal Frank. Coseché en los distintos locales respuestas variadas, que iban desde la hostilidad y la suspicacia, como en los bares de maricas, hasta la más desconcertante simpatía. Pero nada que me acercara un poco más al objetivo de localizar a Downey. No encontré a nadie que admitiera siquiera que conocía su nombre.

Pese a los golpes y penurias que había tenido que soportar, Glasgow era una ciudad orgullosa. Y ese orgullo hallaba con frecuencia elocuente expresión en impresionantes ejemplos de arquitectura civil situados en los lugares más inesperados. Los baños públicos Govanhill (con suite de masajes turcos) de Calder Street constituían un ejemplo señero: un edificio majestuoso desde el exterior y un palacio eduardiano de la ablución en su interior.

Cuando pregunté a un encargado de la piscina, me dijo que tenía un compañero llamado Frank y que, precisamente, estaba trabajando de socorrista en ese momento. Me indicó que esperase en la galería de la piscina de caballeros. Ocupé uno de los asientos rojo bombero y observé al puñado de bañistas que estaban en el agua. Cada chapuzón resonaba en el aire impregnado de cloro de la gran estancia, cubierta de baldosas blancas y rematada con enormes vigas rojas. Se habría podido representar una ópera allí, y no solo por la acústica, sino porque la decoración de aquellos baños bordeaba la opulencia.

—¿Quería hablar conmigo? —Una abultada colección de músculos embutida en un polo blanco apareció de golpe a mi lado. En contraste con esos recios bíceps y esos fornidos hombros, y dejando aparte la previsible mandíbula angulosa, la cara del tipo era de rasgos finos, casi delicados. El pelo claro, cortado al cepillo por los lados, lo llevaba largo y tupido en la parte superior del cráneo, y un espeso mechón rubio tendía a caerle sobre la frente y a taparle parcialmente un ojo. Me produjo una extraña impresión, como si fuera un cruce entre la versión nazi de la virilidad aria y los encantos de Veronica Lake.

—Estoy buscando a Paul —dije, como si lo conociera.

—¿Paul…, qué?

—Ya lo sabe…, Paul Downey.

—¿Qué quiere de él?

—Hablar. Sé que usted sabe dónde está, Frank. ¿Dónde puedo encontrarlo?

Se me acercó un poco más y, entreabriendo los labios, me espetó:

—¿Por qué no lo deja en paz? ¿Acaso no le prometió él que le devolvería el dinero?

Interesante.

—Quizá podamos acordar unas facilidades de pago —aventuré—. Yo solo quiero hablar con él. Nada más.

—Lo que tenga que decirle puede hacerlo por mediación mía. Usted cobrará su dinero. Pronto. Creía que su jefe lo había aceptado.

—¿Y quién es mi jefe exactamente?

Él chico me miró un momento desconcertado y luego furioso al darse cuenta de que yo no era quien creía.

—De acuerdo. Voy a sincerarme con usted, Frank. —El tipo podía ser mariquita, pero andaba sobrado de músculos y no había necesidad de provocar una situación desagradable—. No sé de qué dinero habla, pero deduzco por lo que ha dicho que el joven Paul está en deuda con gente poco recomendable. Eso no es asunto mío. Yo estoy del lado de la oferta, no de la demanda. Me han contratado para comprarle a Paul ciertas fotografías. Supongo que sabe a qué me refiero, ¿no?

Él encogió sus gigantescos hombros.

—Escuche, Frank. Si sabe dónde está Paul, dígale que me telefonee. —Le di una tarjeta con el número de mi oficina—. Y dígale que conseguirá su dinero, pero que lo haremos a mi manera, no a la suya. No estamos dispuestos a enviar esa cantidad de dinero a un apartado de correos de Wellington Street fiándonos de su buena fe. Y será mejor que le indique también que no recibirá ni un penique si no tengo la completa seguridad de que me lo entrega todo: todas las copias y todos los negativos.

—No sé de qué me habla —aseguró el tipo, pero se quedó la tarjeta.

Frank salió de los baños Govanhill a eso de las diez y media. Permaneció plantado cinco minutos en Calder Street, mirando a uno y otro lado para cerciorarse de que no estaba esperándolo con intención de seguirlo —como así era—, y luego bajó por la calle hacia la parada del tranvía. Llevaba una gabardina barata aunque llamativa, y se había calado el sombrero hasta las cejas, pero su torso en uve de culturista era inconfundible.

Por suerte para mí, en la acera de enfrente de Calder Street había una manzana tras otra de casas de vecindad: piedra arenisca roja bajo una capa negra de hollín; y había encontrado una especie de zaguán, es decir, la entrada de un pasadizo descubierto y la escalera de un bloque de casas; me había escondido allí para observar la salida de la casa de baños. Frank parecía un tipo listo, y yo me cuestionaba si no estaría más relacionado de lo que parecía con el club de fotografía de Downey. Quiero decir, aparte de su pinta fotogénica.

Subió a un tranvía que se alejaba del centro, y yo di la vuelta a la esquina para ir a recoger el Atlantic. No había prisa: sabía hacia dónde se dirigía el tranvía y le daría alcance antes de la siguiente parada. Menos mal que lo alcancé, porque Frank se bajó sin más en la parada siguiente y cruzó la calle. Como estábamos en una prolongada curva de calles compuestas por casas de vecindad, habría llamado la atención si me hubiera detenido, de manera que seguí adelante hasta que pude hacer un cambio de sentido sin ser visto. Mientras permanecía aparcado allí, pasó otro tranvía verde y naranja del servicio municipal de Glasgow, esta vez en dirección al centro. Esperé unos momentos y doblé la esquina justo a tiempo para ver a Frank, a lo lejos, subiéndose a ese tranvía.

Era listo de verdad.

Manteniendo las distancias, lo seguí hasta que se apeó en Plantation y echó a andar hacia Kinning Park. Estacioné el coche en cuanto se convirtió en el único vehículo que circulaba por la calle, y a paso de tortuga, además, lo cual, pese a la ligera niebla, habría levantado sospechas. Seguí al individuo a pie caminando silenciosamente, pues llevaba los zapatos de ante de suela blanda, y me felicité por haber seguido el ejemplo de mi amiguito del callejón.

Frank me condujo hasta una hilera de viviendas de tres pisos y se metió en uno de los zaguanes. Corrí para acortar distancias y ver en qué piso se metía, y llegué a la boca del zaguán justo cuando se cerraba la puerta de la planta baja. Dudaba mucho que él y Downey vivieran juntos abiertamente (la actitud de Glasgow ante ese tipo de cosas hacía que la Inquisición española pareciera tolerante), pero habría apostado a que Frank quería contarle a su mejor amigo todos los detalles de mi visita a los baños. Decidí darles algo de tiempo para el consabido «hola, cariño, ya estoy en casa» antes de llamar a la puerta.

Como había visto una cabina telefónica en la esquina, volví sobre mis pasos y llamé al abogado Fraser al número privado que me había facilitado. Le expliqué la situación.

—¿Y dice que se encuentra ahora frente a la casa? —preguntó—. ¿Seguro que Downey está ahí?

—No estoy del todo seguro, pero creo que es muy probable. Lo que necesito que me diga ahora es cómo quiere que maneje la cuestión. Si entro en el piso y Downey está allí, y si las fotografías y los negativos también están ahí, ¿quiere que le prometa el dinero y que organice un intercambio? ¿O prefiere que entable negociaciones «directas» para conseguir los negativos?

—Yo no apruebo el chantaje, señor Lennox, en cualquiera de las formas que se presente. Y desapruebo enérgicamente que alguien saque provecho de él. Me gustaría que al señor Downey, como ya le mencioné, no le quedasen dudas sobre lo seriamente que nos tomamos este asunto. Por tanto, le sugiero que maneje la cuestión usando su propia y especial iniciativa.

—Entendido, señor Fraser —respondí, y colgué. Salí de la cabina y metí la mano en el bolsillo del abrigo, simplemente para comprobar que llevaba encima mi propia y especial iniciativa.

Decidí solventar por la vía expeditiva cualquier incidente desagradable en caso de que Frank se sulfurase más de la cuenta. Al llegar a la puerta del piso, pues, ya me había pasado por la muñeca la correa de cuero de la porra.

Reconocí en el acto la cara aniñada que apareció en el umbral por la fotografía que Fraser me había mostrado. Era menudo, de complexión endeble y ojos claros; me dirigió una mirada atemorizada. Él no representaba ningún problema.

—Hola, Paul —dije jovialmente, pasando junto a él. Eché un vistazo al pasillo—. ¿Cómo va el club de la cámara fotográfica?

—¡Frank! —gritó, angustiado, hacia el interior. Enseguida apareció en el pasillo su musculoso amigo y se lanzó hacia mí. Era un tipo grandullón, desde luego; blandí mi porra y le asesté un golpe de manual en la sien.

La musculatura rebotó como si fuera de goma, primero contra una pared del estrecho pasillo y luego contra la otra, antes de desmoronarse en el suelo.

—Que duermas bien, amiguito —le deseé, mientras aterrizaba.

Paul empezó a gritar y yo le di una buena bofetada para que se callara. Lo agarré del cuello y lo empujé contra la pared.

—Hora de jugar, Paul —mascullé. Me sentía enardecido. Tenía que estarlo, porque en el fondo aborrecía lo que estaba haciendo: Paul no sabía pelear y sus ojos no reflejaban más que terror. Yo podría haberme convertido en muchas cosas, pero no sentía el menor deseo de cebarme en los débiles. Pero el trabajo era el trabajo.

—Bueno —dije lentamente con tono amenazador—. Voy a soltarte la garganta, pero tú vas a mantenerte calladito. Como si estuvieras en una biblioteca, ¿entendido?

Él asintió frenéticamente. Desesperadamente.

—Porque, si no, te acabarás despertando en la sección de fracturas y traumatismos. ¿Vamos a ser simpáticos?

Dejó escapar un «sí» estrangulado y lo solté. Frank emitía un ronco jadeo. Me agaché para examinarlo. Lo coloqué en la posición que nos habían enseñado en el ejército y el ronquido cesó. Mientras seguía agachado, le saqué mi tarjeta del bolsillo del pantalón. Procuré no pensar en que, de haber estado consciente, seguramente le habría gustado que hurgase por ahí.

—¿Está muerto? —preguntó Downey con una voz aguda y temblona.

«Bonito modo de ganarse la vida, Lennox», me dije.

—No. Se recuperará. A lo mejor no parecerá tan avispado como antes, pero, en fin, es lo que tiene el daño cerebral… Escucha. Calculo que seguirá desmayado un par de minutos como máximo. Si vuelve en sí mientras estoy aquí, tendré que mandarlo a dormir de nuevo, ¿comprendes? Lo cual podría implicar que se pase los próximos cincuenta años meándose en los pantalones y babeando sobre la camisa. Así pues, a menos que no seas un verdadero glasgowiano y que sientas debilidad por los vegetales, tienes ahora dos cosas que hacer. La primera, entregarme las fotografías, y cuando digo «las», quiero decir todas, cada fotografía, cada negativo: todo. La segunda, y esa será con diferencia la más complicada, convencerme de que tengo absolutamente todo cuanto hay que tener. Porque, si no me convences, voy a ponerme picajoso contigo y con Veronica. Y si descubro cuando me haya ido que no he salido de aquí con todo el material, os buscaré a ti y a tu amiguito. Pero la próxima vez vendré con algunos compinches y celebraremos una fiesta de verdad.

Volvió a asentir frenéticamente, y yo deduje por su expresión que haría con exactitud cuanto le había dicho.

—Están ahí dentro… —Señaló la puerta del fondo del pasillo. Lo agarré de la camisa y lo arrastré conmigo, desgarrándole la tela. Él hurgó entre las llaves que se sacó del bolsillo, y yo se las arrebaté de las manos.

—¿Cuál es?

—Esta… —dijo señalándola con un dedo tembloroso. Yo empezaba a tener un mal presentimiento. Paul Downey no parecía el tipo de persona capaz de organizar un chantaje como este. Ni tampoco su novio pese a tantos músculos.

Abrí la puerta y le dije a Downey que encendiera la luz. En cuanto pulsó el interruptor, la pequeña habitación quedó bañada en un resplandor rojo. Era un cuarto oscuro, aunque se notaba a primera vista que había sido rápidamente improvisado. Junto a la pared había una mesa con bandejas y productos de revelado, un reducido archivador de planos y un armario. También había fotos colgadas de un cordel con pinzas de tender la ropa.

—Muy bien, Paul. Dámelas.

Él abrió el armario y sacó una lata de galletas, recubierta de cuadros rojos y fotos del castillo de Edimburgo: los escoceses eran los habitantes de la única nación que yo conociera que adquirían sus propias fruslerías turísticas.

Vacié el contenido de la lata: impresiones de las fotografías que Fraser me había enseñado e incluso algunas otras, además de un sobre azul de correo aéreo lleno de tiras de acetato: los negativos. Pero las fotografías de Macready no eran el único contenido de la lata: había otras dos series de fotos, cada una de ellas acompañada de un sobre de negativos. Las esparcí sobre el tablero del archivador de planos. Una serie se centraba exclusivamente en un destacado hombre de negocios de Glasgow, al que reconocí en el acto pese a que no mostraba en las fotos precisamente su lado más favorecedor. El tipo era un miembro distinguido del cabildo de la catedral y estaba metido en obras benéficas, hecho que publicitaba a los cuatro vientos. En las imágenes en blanco y negro aparecía como una descolorida masa de carne pálida entre un chico delgado al que identifiqué como Paul Downey y otro jovenzuelo.

La otra serie me inquietó más. Nada de sexo ni de actividades ilícitas. Nada que pudiera justificar, a mi entender, el pago de un chantaje. Todas las fotografías eran simples retratos de un grupo de hombres bien vestidos en el momento de abandonar lo que parecía una casa de campo. Las imágenes habían sido tomadas desde cierta distancia y varias de ellas eran primeros planos de un hombre en particular. Esos primeros planos se habían sacado con un zoom y tenían mucho granulado, pero, según observé, se trataba de un hombre cincuentón de aire vagamente aristocrático, aunque más bien extranjero, que lucía perilla y una piel algo más oscura que la de sus compañeros, cosa que se apreciaba incluso en esas imágenes en blanco y negro.

—¿Esto es todo? —le pregunté a Downey.

Él asintió. Me aproximé un paso.

—¡Lo juro!

Miré otra vez la fotografía del hombre bien vestido, vagamente aristocrático y vagamente extranjero.

—¿De qué va esto? —pregunté—. ¿Quién es este tipo?

—No lo sé —contestó Downey. Decía la verdad; lo noté por su voz temblorosa y por su evidente temor a que yo no quedase convencido—. Me pagaron para sacar fotografías de esos hombres. Tuve que esconderme entre los arbustos. Me dijeron que fotografiara sobre todo al de la perilla. No sé de qué iba el asunto.

—¿Quién te pagó?

—Un hombre llamado Paisley. Pero yo creo que trabajaba para alguien; no sé quién. Ni tampoco sé por qué pagaría nadie lo que el tipo pagó por esas fotos.

—¿Ya las has entregado?

Downey asintió.

—¿Entonces…? —Señalé las impresiones y los negativos.

—Pensamos que podríamos sacar más. Había obviamente algo importante en estas fotos, y se nos ocurrió que quizás habría ocasión de ganarse unos pavos en el futuro.

—¿Dónde fueron tomadas? —inquirí, dejando por ahora de lado que cada vez que Downey hablaba de «nosotros», a mí me daba la sensación de que ahí no solo intervenían él y Frank.

—En la hacienda del duque. El mismo lugar donde tomamos las fotografías de Macready.

Me guardé en el bolsillo los mejores primeros planos. Downey temblaba violentamente: la conmoción estaba apoderándose de él. Para atemorizar a algunas personas, hace falta todo un campo de batalla; para otras, basta con un grito y una amenaza.

Había en un rincón una silla de madera y le ordené que se sentara. No tardé más de un minuto en echar un vistazo al resto del piso y otro minuto más en examinar al bello durmiente del pasillo. La verdad, el tipo empezaba a preocuparme un poco. Decidí que antes de largarme me aseguraría de que volvía en sí.

Entré otra vez en el cuarto oscuro con una bombilla corriente que había sacado del baño y la coloqué en lugar de la roja, inundando de resplandor el exiguo espacio. Vacié todos los cajones, estantes y compartimientos que encontré, revisando los contenidos sobre la marcha. John Macready y su aristocrático compañero de juegos no eran obviamente los únicos modelos del ramalazo artístico de Downey.

Resolví hacer un poco de trabajo desinteresado. Reuní todas las impresiones y negativos, aparte de aquellos que me habían encargado recuperar, y los puse en una bandeja de revelado esmaltada. Arrojé también las otras dos series de fotos y encendí una pequeña hoguera. Downey y su musculoso compinche ya no les sacarían más dinero a los orondos hombres de negocios de Glasgow ni a los aristócratas de aire extranjero.

—Muy bien, Paul —dije, mientras ardían las fotos y los negativos. Lo obligué a ponerse de pie—. Me voy a llevar todo lo demás y se habrá acabado la historia. Salvo que desees que vuelva, claro.

Él negó con la cabeza.

—Pero antes de marcharme, quiero saber cómo lo organizaste todo. La casita y demás. Era un montaje complicado. ¿Lo planeaste todo tú?

—Necesitaba dinero. Tengo deudas y he de pagarlas. Y ahora no puedo… —Rompió a llorar—. Me matarán.

—¿Quién? ¿Quién va a matarte?

—Debo dinero a unos usureros. Matones locales.

—¿Entonces el plan se te ocurrió a ti solo?

—No. Fue idea de Iain.

—¿Iain? ¿El que se inclinaba rendidamente ante el talento de Macready?, ¿el más encopetado de las fotos?, ¿el hijo del duque de Strathlorne?

—Sí. Nosotros habíamos sido íntimos. Bueno, durante un tiempo. Y él necesita dinero casi tan desesperadamente como yo. Conocía los gustos de Macready y se le ocurrió la idea.

—¿Por qué necesita dinero tan desesperadamente? Su familia posee la mitad del país, por el amor de Dios —dije con incredulidad—. Y además, ¿él no tiene mucho que perder, incluso más que Macready, si todo sale a la luz? El nombre de su familia…, sus relaciones…

—Iain dijo que por eso, precisamente, soltarían la pasta. El escándalo sería tan mayúsculo que su familia estaría dispuesta a pagar cualquier cosa para impedir que se divulgara. Y si llegara a divulgarse, no creo que a él le preocupara tanto. El escándalo destruiría a su padre, más que a Iain. Y él odia a su padre.

Miré a Downey. Deduje que era de familia católica irlandesa, criado en Glasgow, lo cual lo situaba en el escalón más bajo de la pirámide social. Iain, el hijo del duque, estaba, en cambio, arriba de todo. En una Gran Bretaña tan obsesionada con las clases sociales, no lograba comprender cómo habían podido llegar a ser «íntimos», según lo había expresado Paul.

—Tampoco es tan insólito —dijo, leyéndome el pensamiento—. Es un mundo distinto. Debería ver a los hombres de negocios y a los tipos encopetados que merodean por el parque Glasgow Green buscando a algún chico de los bajos fondos. Yo conocí a Iain en una fiesta en el West End.

—¿Él tiene copias de las fotografías? —pregunté, vislumbrando de pronto ante mí una tarea mucho más complicada.

—No. —Señaló con el mentón la lata que yo había dejado sobre la mesa—. Ahí está todo.

Nos interrumpió Frank, que apareció de improviso en el vano de la puerta. Tratando de fijar en mí su mirada todavía turbia, se lanzó torpemente a la carga. Me hice a un lado sin esfuerzo y le propiné un codazo en el puente de la nariz mientras pasaba disparado. El tipo se estrelló contra la mesa y, al derrumbarse, volcó la bandeja donde habían ardido las fotos y los negativos. Esta vez no quedó inconsciente; rodó sobre un lado y se llevó las manos a la nariz reventada, mientras todo el suelo se llenaba de sangre. Estaba noqueado.

Downey había empezado a temblar otra vez. Lo volví a agarrar de la camisa y lo atraje hacia mí.

—¿Han concluido aquí nuestros asuntos, Downey?

—Sí —afirmó con voz trémula—. No volverá a tener noticias mías. Se lo juro.

Lo empujé contra la pared y él contrajo la cara, consciente de que iba a recibir: simplemente para que le quedara grabado el mensaje. Cerré el puño.

—Procura que sea así —advertí. Quizá debería haberle dado unos sopapos para recalcar la idea, tal como Fraser me había solicitado con su elíptico estilo. Pero yo tenía mis límites (me sorprendió y complació comprobarlo), y lo dejé correr—. Será mejor que te ocupes de tu novia.

Nos vimos a las nueve y media en un comedor reservado del hotel Central.

Al dejar a Downey, había usado la misma cabina de la esquina para hablar con Fraser y con Leonora Bryson. Les expliqué a ambos que tenía todas las copias y los negativos y que había desmantelado el negocio de Downey y su amiguito. No mencioné por el momento mi otro descubrimiento: que Iain, el aristócrata de las fotografías, había planeado beneficiarse primero a su partenaire y luego beneficiarse de él. Pensé que se lo explicaría cuando nos reuniéramos, lo cual me daría tiempo para analizar lo que significaba.

John Macready llevaba un traje cruzado gris de raya diplomática, camisa blanca y corbata de seda de color borgoña, que parecía que acabasen de mandarle desde Jermyn Street. El tipo tenía estilo, había que reconocérselo. Estaba sentado fumando, pero se levantó y me estrechó la mano cuando entré. Donald Fraser y Leonora Bryson permanecieron atornillados a la tapicería de las respectivas butacas. En ese momento yo solo tenía pensamientos para el trabajo, pero no dejé de fijarme en el vestido de seda azul que lucía Leonora: tan delicado que parecía como si los gusanos de seda hubieran segregado los hilos directamente sobre su piel. Llevaba el pelo recogido en un moño y lucía en el cuello una gargantilla de cuatro filas de perlas. Siguió fumando al verme y me observó imparcialmente, o con indiferencia, o ambas cosas. No pude evitar recordar la noche de nuestro tropiezo en una de las habitaciones de arriba, y sentí el impulso de lanzarme sobre ella y arrancarle la seda azul. Pero me pareció que eso habría contravenido el protocolo de una reunión profesional.

—¿Ha tenido algún problema? —preguntó Fraser, señalando el esparadrapo de mi mejilla.

—No, no… Esto no tiene nada que ver. Todo ha discurrido tal como había previsto.

—¿Ha traído los ítems? —inquirió el abogado.

Le tendí la lata a cuadros, y respondí:

—No. He pensado que le traería unas galletas. Un recuerdo de Escocia para nuestros invitados americanos.

Él me miró sin comprender con sus ojitos brillantes de abogado. Como no tenía a mano un diccionario para mostrarle la definición de la palabra «humor», opté por hablar claro.

—Están ahí dentro —indiqué señalando la lata.

—¿Todos? —preguntó Leonora.

—Todos —afirmé.

—¿Está seguro? —inquirió Fraser.

—Completamente. Downey estaba demasiado asustado para guardarse nada, y yo he visto con mis propios ojos el montaje que tiene en su piso. Todos los negativos están ahí. Y por si acaso, he quemado todo el material fotográfico que he encontrado. —Me volví hacia el actor—. Se ha terminado la historia, señor Macready. Puede quedarse tranquilo.

—Se lo agradezco, señor Lennox. —Me dirigió una sonrisa, pero no la de cien vatios—. De veras. Si alguna vez puedo prestarle ayuda, dígamelo, por favor. Señor Fraser, ¿cree que sería posible darle al señor Lennox una pequeña bonificación? Al fin y al cabo, nos ha resuelto el problema con gran celeridad.

La pregunta pilló al abogado totalmente desprevenido. Tras unos instantes de desconcierto, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un suculento y abultado sobre beis.

—Sus honorarios están aquí, señor Lennox: cuatro mil libras. No está mal por unos días de trabajo. Confío en que comprenda que este pago entraña un punto de soborno. No puede usted hablar de esto con nadie.

—Obviamente.

—Y se lo pagamos en metálico. No hace falta que conste en ningún registro. Dudo mucho que el inspector del fisco creyera que son las ganancias de menos de una semana de trabajo.

—Así no tendré que convencerlo —dije alzando el sobre antes de deslizármelo en el bolsillo interior de la chaqueta: cerca de mi corazón, donde el dinero solía encontrar un refugio natural—. Y no se preocupe por una bonificación, señor Macready… Esto es más que suficiente.

En efecto, era la cantidad más alta que había ganado por un único trabajo. Y el triple de lo que me había sacado durante todo el año anterior.

Macready se levantó para estrecharme otra vez la mano. La reunión había concluido.

—Hay una cosa más —le dije sin ponerme de pie.

—¡Ah!

—Tal como comenté con la señorita Bryson, a mí no me acababan de convencer las circunstancias en que fueron tomadas estas fotos, dado que su visita a la casa de campo de Iain fue una decisión improvisada. Cuando le pregunté a usted si podía conjeturar cómo habían sido tomadas las fotografías, o dónde podría haberse ocultado el fotógrafo, usted me respondió que eso era un misterio. Su hipótesis era que las habían sacado a través de una ventana.

—Sí…

—La calidad y nitidez de las imágenes me inclinaron a pensar que las habían tomado desde el interior de la casita. Y así fue. Había un falso espejo. Provisto de la cámara, el fotógrafo estaba escondido detrás, en la habitación contigua.

Macready prendió un cigarrillo y dio una calada antes de responder.

—¿Pretende decir que Iain, o alguien relacionado con la casita o con la hacienda, estaba implicado en el asunto?

—Según Downey, sí. Fue el propio Iain. Él lo organizó todo para sacar un dinero que necesita por algo que no puede contarle a papá, el duque. Alguien está presionando seriamente a Downey para cobrarse una deuda, y tal vez Iain se halla bajo la misma presión. Él supuso que usted pagaría cualquier cosa para impedir que las fotos cayeran en las manos erróneas. Es decir, en las manos de cualquiera que no fuese usted mismo.

—¿Tiene pruebas de todo esto? —preguntó Fraser.

—Downey me lo ha confesado. Y créame, ese chico no tiene el cerebro ni las pelotas para urdir solo una cosa así. Ahora bien, yo no puedo darle una buena tunda al hijo de un lord del reino; pero si quieren que hable con Iain, lo haré. —Di unos golpecitos a mi bolsillo—. Disponen de cierto crédito conmigo.

—¿Qué opina, señor Macready? —preguntó Fraser. Advertí que el actor americano estaba sumido en profundos pensamientos. No debía de ser agradable darse cuenta de que te habían tendido una trampa y utilizado con toda deliberación.

—¿Cuál es su consejo, señor Fraser? —dijo finalmente con cierto cansancio.

Fraser puso esa cara que suelen poner los abogados para hacerte saber que están reflexionando y no hay que interrumpirlos, puesto que reflexionan con la tarifa máxima por minuto.

—Yo sugiero que lo dejemos correr, al menos por el momento, señor Macready. Tenemos las fotografías y los negativos, que ahora pueden ser convenientemente destruidos. Con ello debería concluir el problema. Y dado el estatus y la influencia del padre de Iain, creo que no vale la pena complicarse más.

—¿Mejor no removerlo?

—Yo me inclinaría por esa opinión —insistió Fraser—. De momento, al menos. ¿Podemos recurrir con toda libertad a sus servicios, señor Lennox, si cambiamos de parecer al respecto?

—Por supuesto, ya se lo he dicho.

—Deseo hacerme eco, señor Lennox, de las palabras del señor Macready. Ha manejado usted el caso con la máxima celeridad y eficiencia. Espero poder contar con sus servicios en el futuro para otros asuntos.

—Será un placer —dije meneando la cabeza, y me las arreglé para no añadir «pomposo gilipollas». Me parece conveniente no insultar a quienes te entregan grandes sumas de dinero.

Leonora Bryson también me estrechó la mano con la calidez de un enterrador. Era sin duda una dama contradictoria.