Capítulo seis

Entrar en un banco con una pistola no deja de ser una pequeña tradición en Glasgow. Así y todo, me puso nervioso.

Tenía un acuerdo con un garaje de Charing Cross Mansions, que me proporcionaba a una tarifa reducida la furgoneta para efectuar el transporte de las nóminas todos los viernes. Recogí el vehículo temprano, me presenté en el banco antes de la hora y solicité que me dieran acceso a mi caja de seguridad.

Aunque el transporte de nóminas era sin duda un objetivo potencial para los atracadores, y aunque el propio banco había sido asaltado en más de una ocasión, a mí me constaba que las cajas de seguridad de esa entidad eran las más fiables de Glasgow. Y no se debía a que tuvieran muros más gruesos, cerraduras más sólidas o mejores medidas de seguridad; la razón, mucho más convincente, era que al menos dos de los Tres Reyes también tenían cajas de seguridad en aquel banco. Si se te ocurría desvalijarlo, la policía sería la menor de tus preocupaciones.

Dejé en la caja la pistola y el volumen de Wells relleno de billetes, y volví a subir a la planta principal para reunirme con Archie, el policía retirado al que había contratado para hacer el trabajo conmigo.

Como siempre, Archie me esperaba puntualmente charlando con el señor MacGregor, el director administrativo del banco. El expoli tenía cincuenta años, pero parecía mayor y caminaba cojeando levemente: el regalito de una caída por el tejado de una fábrica mientras perseguía a unos ladrones de plomo. Yo suponía que estos no debían de llevar el plomo encima durante la fuga.

Archie era un tipo delgado, prácticamente escuálido, y mediría más o menos un metro noventa, aunque su manera de andar encorvado le restaba al menos cuatro o cinco centímetros. Una mata rebelde de pelo negro en forma de herradura rodeaba la circunferencia de su ahuevado y pelado cráneo; tenía unos grandes ojos acuosos de spaniel y mostraba constantemente una expresión cansada y tristona. Había sido esa expresión la que me había hecho dudar al principio de si debía darle el trabajo o no, pues le confería a veces un aire perezoso e indiferente.

Me había sorprendido descubrir que tras esa máscara doliente se ocultaba un cerebro mucho más agudo de lo que cabría esperar en un poli de Glasgow, y un sentido del humor negro y lacónico. Era tan digno de confianza, además, como Jock Ferguson me había prometido. Según me explicó el propio Jock, Archie se las había arreglado siempre para dar la impresión a sus superiores de que les estaba tomando el pelo, sin que estos pudieran concretar jamás cómo lo hacía. Seguramente, me acabé de convencer para contratarlo a causa de ese detalle.

Inicialmente, él me ayudaba en el transporte de nóminas para redondear su pensión de policía y el sueldo que se sacaba como vigilante nocturno de un astillero. Pero este último puesto lo perdió porque los sindicatos se habían quejado de que acosaba a sus miembros. Era un hecho universalmente aceptado a lo largo de las orillas del Clyde que casi todo aquello que podía arramblarse —y la mayor parte se podía—, tenía muchas probabilidades de salir de los astilleros bajo el abrigo de un mecánico, o en una carretilla disimulada entre la multitud que abandonaba las instalaciones durante el cambio de turno.

Los hurtos eran un problema endémico en los astilleros. Los hogares de los obreros en Clydebank tenían fama por su ecléctica decoración: el chic propio de las viviendas suburbiales se combinaba a menudo con un salón de trasatlántico, y el esquema de colores solía basarse en un gris-acorazado. Archie había comprendido mal su misión como vigilante nocturno, impidiendo que salieran del astillero cientos de kilos de madera, pintura y accesorios de latón. La dirección no había podido perdonarle que cumpliera su deber con tan inaceptable eficiencia y lo había despedido. Desde entonces, yo procuraba pasarle todo tipo de trabajillos, incluido algún que otro papel de testigo para un divorcio. La entrega de las nóminas de los viernes era su única ocupación regular.

Como ya he dicho, cuando regresé a la planta principal del banco, mi compañero estaba hablando con MacGregor, el director administrativo que se encargaba de organizar la operación. Este era el tipo de joven chapado a la antigua que solías encontrar en los bancos: un hombre de veinticinco años que procuraba parecer de más edad. Archie se empeñaba en confundirlo con sus bromas a la menor ocasión.

Mientras mi ayudante firmaba el registro del envío, colgándole de la muñeca la porra como si fuera un bolso, me echó un vistazo con sus tristones ojos.

—Aquí hay una confusión, jefe —aseguró sin sonreír ni una pizca—. El señor MacGregor dice que el dinero tiene que ir al astillero como de costumbre, pero yo creía que usted había dicho que esta semana nos lo llevábamos a Barbados.

—No le haga caso, señor MacGregor —dije—. Le está tomando el pelo. Barbados tiene tratado de extradición. Nos lo vamos a llevar a España.

—Una suma de dinero semejante no es para bromear, señor Lennox —observó MacGregor, mirándome por encima de las gafas colocadas hacia la mitad de la nariz (otro rasgo torpemente afectado de un hombre maduro de clase media)—. ¿Telefoneará como de costumbre para confirmar la entrega?

Asentí y le indiqué a Archie que se apostara en la calle mientras yo cargaba las sacas en la furgoneta.

El trayecto, afortunadamente, transcurrió como siempre sin incidentes: yo, al volante, y Archie sentado lúgubremente con las sacas en la parte trasera. Entregamos las nóminas en la oficina del astillero, y llamé al director administrativo para confirmarle la entrega. A la vuelta, Archie se sentó delante conmigo.

—Oye, Archie, sé que la pérdida de ese puesto de vigilante ha sido un duro golpe para ti —le comenté—. El trabajo se está animando y no me vendría mal un poco de ayuda. Solo sería media jornada, al menos por el momento, pero si la cosa sigue así podría llegar a ser a tiempo completo. ¿Te interesa?

Él me miró con sus grandes ojos afligidos, e inquirió:

—¿Sería el mismo tipo de trabajo que he venido haciendo para usted últimamente?

—Sí…, casos de divorcio, vigilancia, personas desaparecidas. Mucho gastar suelas y andar de puerta en puerta.

La verdad era que cada vez utilizaba más a Archie para los casos de divorcio. Las pruebas ante un tribunal siempre sonaban mejor viniendo de un policía retirado. Además, su perpetua actitud sombría parecía añadirle gravedad a su testimonio. El arreglo me venía de perlas porque yo me ponía bastante nervioso en la tribuna de testigos, cosa que los abogados tienden a aprovechar. Me inquietaba que algún joven y brillante letrado se dedicara a cuestionar mi reputación como testigo. Y mi reputación, o al menos mi historia, era mejor dejarla tranquila.

—Humm… —Mi ayudante se arrellanó en el asiento y se frotó el mentón, pensativo—. Yo estaba sopesando la presidencia de las Industrias Químicas Imperiales…, pero supongo que podría combinar ambos trabajos. ¿Con gastos aparte, pensión y vales de comida?

—Cobrarás diez chelines la hora, más los gastos. La pensión la dejo en manos de las Industrias Químicas.

—Lo consultaré con el Consejo, desde luego —dijo colocándose los pulgares en la sisa del chaleco—, pero entretanto puede dar por hecho que mi respuesta será afirmativa.

—Bien. Tengo dos casos en marcha en los que necesito colaboración. Uno de ellos tiene que ver con Joe Gentleman Strachan y con el robo de la Exposición Imperio. Jock Ferguson me dijo que tú debías de estar en el cuerpo entonces…

—Sí, así es. Lo recuerdo bien. Un mal asunto. —Increíblemente, su expresión se volvió todavía más triste—. Muy mal asunto.

—¿Qué ocurrió? Quiero decir, ¿qué sabes?

—Casi todo cuanto hay que saber. Cada detalle prácticamente, como cualquier agente de Glasgow en aquella época. Nos machacaron con esa historia una y otra vez. Supongo que está informado sobre todo el asunto de la Exposición…

—Sí. Creo que fue imponente.

—En efecto. La Exposición Imperio fue un acontecimiento muy importante para Glasgow en 1938 —continuó Archie—. «El» acontecimiento. Yo fui a ver la exposición con mi esposa. La construyeron en Bellahouston Park, pero no habría creído usted que se encontraba en mitad de Glasgow. Había torres, pabellones, representaciones de fenómenos de feria, parque de atracciones… ¡Ah, sí! Y un modelo gigante de las cataratas Victoria que medía treinta metros de ancho. Había incluso un pueblo entero de los Highlands, con su castillo, su lago y todo. Sí, un montaje sensacional. E incluso los de su tierra, los canadienses, digo, tenían un pabellón, con agentes de la Policía Montada y demás. Y también estaban esas mujeres: las llamaban «mujeres de cuello de jirafa», y todo el mundo fue a verlas. Venían de Burma y llevaban un montón de anillas alrededor del cuello: añadían una anilla cada año hasta que su cuello medía más de un palmo…

Hizo una pausa, perdido en sus recuerdos, mientras una leve melancolía cruzaba su tétrico semblante.

—Sí —afirmé—, realmente suena imponente.

—Fue justo después de la Depresión, claro está. Pensaron que sería muy beneficioso para Glasgow, aunque la verdad era que esta ciudad iba a recuperar la plena actividad de todas formas a causa de la guerra. Y no podías permitirte entrar en ninguno de los pabellones, al menos si eras un glasgowiano corriente como nosotros. Te cobraban un chelín solo por cruzar la entrada. Hasta los niños tenían que pagar seis peniques. Se suponía que todo aquello era sobre el futuro, pero a la parienta y a mí nos pareció un futuro inasequible. Había salones de té y demás, pero el restaurante Atlantic era prohibitivo para todo el mundo, excepto para los ricos de verdad. Como la mayoría de la gente, Mavis y yo nos pasamos el tiempo paseando y mirando los pabellones desde fuera. ¿Sabía que no podíamos sentarnos siquiera? Te cobraban dos peniques por una tumbona, y la entrada era válida solo por tres horas.

Llegamos a Charing Cross Mansions. Paré frente al garaje que nos alquilaba la furgoneta, justo detrás de donde había dejado el Atlantic, y escuché a Archie terminar su relato.

—El tiempo fue una verdadera mierda —dijo—. El peor verano de lluvias que se recordaba, lo cual es mucho decir en Glasgow. La Exposición quedó casi totalmente pasada por agua. Un desastre, vamos. Pero fue imponente de verdad. Decían que eso era el futuro, que así sería el mundo a la larga. Todos aquellos edificios de lujo…, como los que hay en Hollywood.

—Art déco.

—No sé. En todo caso, pese a la lluvia, la exposición recaudó una fortuna en metálico —entre las atracciones, los restaurantes, los espectáculos y demás—, y el dinero se envió a un banco del centro de la ciudad. El mismo tipo de transporte que acabamos de hacer nosotros, por así decirlo, pero en la dirección opuesta. Aquellos chicos, de todos modos, tenían un furgón reforzado: blindado, vamos. Estaba previsto que ese vehículo recogiera la recaudación de la exposición en el trayecto de vuelta por Glasgow Road desde un almacén textil de Paisley, y que se dirigiera luego al centro de la ciudad. El banco contaba con personal en el turno de noche para guardar el dinero en la caja fuerte principal, en vez de meterlo en la caja de seguridad nocturna.

—Entonces, ¿había algo más que la recaudación de la Exposición Imperio en el furgón?

—En efecto. Ahora bien, ¿cómo se enteraron los ladrones? Eso fue un misterio. El departamento de Investigación Criminal conjeturó que los tipos habían contado con ayuda o recibido información. Que tenían a alguien dentro, vamos. Pero todo el personal fue interrogado, y los de Investigación Criminal no sacaron nada en claro. El caso es que la exposición había cerrado al final de la jornada, y cuando el furgón acababa de recoger la recaudación, cayó en la emboscada de aquellos hombres armados. Cinco hombres. El conductor y el vigilante obedecieron sin rechistar; supondrían que los tipos iban en serio cuando uno de ellos le dio un buen meneo al conductor. Pero resulta que en la exposición había una oficina de policía que formaba parte de las instalaciones. A esa hora no debería haber habido nadie en ella, pero el joven agente que había estado de servicio ese día se había retrasado por algún motivo.

—¿Te refieres a Gourlay?

—Sí, Charlie Gourlay… Salía de la exposición y fue a toparse con el furgón justo mientras se producía el robo. El conductor dijo en su declaración que el más alto de los ladrones le descerrajó dos tiros sin vacilar ni un segundo. Asesinato a sangre fría.

—¿Tú te viste implicado en el caso?

—No… Yo estaba destinado en la otra punta de la ciudad. Pero claro, fue muy gordo, una auténtica bomba. El asesinato de un policía se consideraba —y se considera hoy en día— una agresión al cuerpo policial. Como le decía, nos convocaron a todos y nos informaron una y otra vez de los más mínimos detalles del robo. Se lo aseguro, la totalidad de los policías de la ciudad estaban ojo avizor por si veían a Joe Strachan. Un par de tipos que encajaban con su descripción se llevaron una buena tunda.

—¿Y la búsqueda se centró en Strachan de inmediato?

—Sí. Habían corrido rumores sobre el golpe al Comercial Bank y también sobre el robo anterior. Pero yo creo que había otra razón.

—¿Ah, sí?

—Si quiere saber mi opinión, yo diría que alguien había recibido un soplo sobre Strachan. Es que no buscábamos a nadie más.

—Pero ese hombre no tenía fama de causar víctimas, ¿verdad?

—No, no la tenía. No… —Archie se encogió de hombros y dejó la respuesta en el aire. Torció hacia abajo las comisuras de los labios y su sombría expresión pasó a ser directamente fúnebre—. No conozco todos los pormenores, claro, pues yo no era más que un agente de barrio; pero por lo que sé, Strachan no tenía antecedentes de ninguna clase. Nadie había conseguido cargarle ningún delito. Era un tipo reservado y se cuidaba de que no hubiera nada que lo pudiera incriminar, así que Dios sabe qué otros delitos había cometido. Tal vez el de Gourlay no era su primer asesinato. No sé más de este asunto. Debería hablar con alguien que hubiera estado en Investigación Criminal en aquella época. O con Willie McNab.

—¿Con el comisario McNab? —Me eché a reír—. Él me arrancaría las pelotas si supiera que estoy metido en este caso. Tengo entendido que él y Gourlay eran muy amigos.

—¿Ah, sí? —La enorme frente de Archie se arrugó—. No lo sabía. Si usted lo dice.

—¿Alguna vez te tropezaste con un tipo llamado Billy Dunbar?

—No. La verdad es que no —contestó Archie tras un momento de reflexión.

—Esta es su última dirección conocida. —Le entregué la dirección que me había proporcionado Jock Ferguson—. Es un punto de partida. ¿Puedes mirar a ver si lo localizas?

—¿O sea que ya he empezado? —Enarcó las cejas—. ¿Cuándo me entregan mi gabardina y mi revólver?

—Creo que estás confundiendo a Humphrey Bogart con John Wayne. Sí, esto ya forma parte del trabajo. Lleva la cuenta de las horas y de los gastos. A ver si puedes localizarlo. Pero procura no asustarlo. Solo quiero hablar con él, ¿de acuerdo?

—Me moveré como una pantera en la noche.