Regresé a mi oficina y me pasé una hora o dos ultimando los detalles de un par de casos de divorcio en los que había estado trabajando. Era papeleo más que nada: la triste y sórdida burocracia de una ruptura marital. O de una aventura extramarital. O de ambas cosas. Repasé cansinamente las declaraciones habituales del encargado del hotel, de la doncella, de cualquier otro testigo que corroborase que había visto al señor X en la cama con la señorita Y. Naturalmente, era todo un montaje: yo me encargaba de prepararlo para algún abogado especialista en divorcios, y los testigos salían con veinte libras en el bolsillo una vez que habían firmado sus declaraciones. El divorcio en Gran Bretaña era complicado y deprimente. Pero en Escocia, que contaba con sus propias leyes sobre este tema, recibía todavía una vuelta de tuerca más gracias a la moral presbiteriana de la que había hablado con Macready.
Pensándolo bien, resultaba toda una ironía que estuviera investigando ahora cómo había urdido alguien el mismo tipo de montaje que yo preparaba habitualmente. Pero se daban dos diferencias: que en esta ocasión se había tratado del señor X y del señor Y, y que al menos uno de ellos no participaba en el montaje.
A primera hora de la tarde, ya había terminado de atar los cabos sueltos. Ahora podría dedicarme por entero a mis otros tres trabajos: el transporte de las nóminas del día siguiente, el asunto de Isa y Violet y el caso John Macready. Entre los tres, iban a acaparar todo mi tiempo.
Llamé a varias personas que conocían bien los bajos fondos y les pregunté por Henry Williamson. Nadie lo conocía. No sé por qué, pero ese nombre, más que los restantes que figuraban en la lista, se me había quedado grabado. Tal vez fuera porque estaba relacionado con el historial de Joe Gentleman Strachan durante la Primera Guerra Mundial, que seguía constituyendo un enigma. ¿Por qué creían sus hijas que había sido un héroe de guerra cuando, según Ferguson, su comportamiento habría podido calificarse de cualquier cosa menos de heroico?
Eran casi las siete cuando llegué a mi casa, tras haber cenado en Rosseli’s, como solía hacer muchas veces en el camino de vuelta. Me alojaba en la planta superior de un caserón situado en Great Western Road, que era una casa familiar subdividida. Mi casera, la señora White, vivía con sus dos hijas, Elspeth y Margaret, en la planta baja.
La señora White —Fiona White— era una mujer muy atractiva. No exactamente para que se te salieran los ojos de las órbitas, como en el caso de la deslumbrante Leonora Bryson; la suya era más bien una belleza descuidada y cansada. Tenía unos preciosos ojos verdes que deberían de haber destellado, pero nunca lo hacían; los pómulos eran como los de Katherine Hepburn. Llevaba el oscuro pelo cortado recatadamente y vestía con gusto pero sin imaginación. El hecho de que la señora White pareciera siempre descuidada y cansada se debía al infortunado encuentro durante la guerra entre un torpedo alemán y un destructor británico que formaba parte de una flota de escolta. El resultado había sido que el destructor se encontró, en cuestión de minutos, en el fondo del Atlántico, llevándose consigo a toda la tripulación, salvo a un puñado de oficiales y marineros.
Cuando me mudé a esa casa, me había parecido que la señora White y sus hijas aún aguardaban a que el padre y marido regresara tras cumplir con su deber y que se tomaban su retraso con filosofía: con esa misma filosofía con la que sobrellevaban los británicos todos los retrasos y las carestías de la posguerra. Pero el teniente George White dormía un sueño todavía más oscuro y profundo que Joe Gentleman Strachan. Él no volvería jamás a casa.
Yo me sentía a mis anchas en aquella morada, con la salvedad de que nunca había invitado a ninguna mujer a subir a mis habitaciones. Me salía caro vivir allí, pero me había apegado a la pequeña familia White. Y sobre todo, albergaba desde hacía mucho tiempo el deseo de apegarme bíblicamente a Fiona White.
La atracción, me constaba, era mutua, pero con muchas reticencias de su parte. Me dirán quizá que soy un tipo melindroso, pero cuando una mujer se odia por sentirse atraída hacia mí, mi ego se resiente lo suyo. Lo curioso era (y a mí me confundía enormemente) que Fiona White lograba sacar toda la galantería que había en mí. Algo realmente insólito, porque, en general, mi único gesto de galantería consistía en pedirle a la joven de turno que me recordara su nombre antes de pasar a mayores en la parte trasera de mi Austin Atlantic.
Había muchas cosas en mí que eran complicadas, pero mi relación con las mujeres no figuraba entre ellas.
O tal vez sí.
Había descubierto que cuando miraba a Fiona White, sentía algo que las demás mujeres no me hacían sentir. Deseaba protegerla, hablar con ella. Estar con ella, así de sencillo. Verla reír. Extraños sentimientos que no necesariamente implicaban desabrocharme la bragueta.
Quizás había sido una estupidez, pero yo le había comunicado mis sentimientos. Había sido en un momento en que estaba especialmente sentimental, después de haberle dado a otra persona una gran suma (el dinero siempre me conmueve) por la sencilla razón de que pensaba que lo merecía más que yo. Así pues, tras haberle sacado brillo a mi reluciente armadura, había llamado con resolución a la puerta de la señora White y le había dicho que quería hablar con ella. Nos sentamos en la exigua cocina de su piso y, prácticamente, parloteé yo solo… Le hablé de lo que la guerra nos había hecho a ambos, de lo que sentía por ella, de mi deseo de dejar el pasado atrás, mejor dicho, de que ambos dejáramos el pasado atrás: tal vez podríamos restañarnos mutuamente las heridas, ayudarnos a sanar…
Ella me escuchó en silencio, con un atisbo de esa chispa que debería de haber habido en sus verdes ojos. Y cuando concluí mi declaración, sostuvo mi mirada sin vacilar y me comunicó que debía desalojar mis habitaciones y abandonar su casa.
Yo me lo tomé como algo menos que un «quizá». Traté, desde luego, de convencerla, pero ella permaneció resueltamente en silencio y se limitó a repetir que me agradecería que abandonara mis habitaciones en dos semanas. Me quedé, debo reconocerlo, no poco abatido. Y esa reacción en sí me resultó reveladora sobre los sentimientos que ella me inspiraba. Aunque resultara difícil creerlo, a veces me había tropezado con mujeres que se las arreglaban para no encontrarme irresistible. Pero esto me escocía mucho más.
No fue hasta el día siguiente que oí una débil llamada en mi puerta. La señora White entró y, permaneciendo rígidamente de pie, procedió a comunicarme que no tenía por qué buscarme un nuevo alojamiento, a menos que ya hubiera encontrado otro, y que deseaba disculparse por haber sido tan brusca. Me sentí aliviado al oírlo, aunque su manera de formularlo fue de una impersonalidad apabullante. Ella siguió diciendo que, aun cuando advertía que mis palabras habían sido bienintencionadas, le resultaba del todo imposible considerar la idea de un «caballero amigo».
Había una agitación casi jadeante en su modo de hablar, y yo le contemplaba la curva del cuello sobresaliendo de los volantes blancos de su blusa roja. Sentía el impulso acuciante de abalanzarme sobre ella y besarle el vello de la nuca, pero decidí que sería mejor conservar mi contrato de alquiler. Cuando terminó, me preguntó si estaba de acuerdo; yo asentí y ella me estrechó la mano con la ternura de un gerente de banco.
Pero la escena no dejaba de ser significativa. Comprendí que me estaba diciendo que no quería que me marchara; y, a decir verdad, sus protestas en el sentido de que jamás podría desarrollarse nada entre nosotros no habían sonado del todo convincentes.
Con el transcurso de los meses, nos habíamos amoldado poco a poco a una situación en la cual yo pasaba de vez en cuando una velada en compañía de Fiona y sus hijas, viendo la televisión que yo mismo había comprado tiempo atrás para la casa (sugiriendo que sería más conveniente dejarla en la planta baja). También había organizado alguna que otra excursión al zoo de Edimburgo o al museo de arte Kelvingrove, siempre con Fiona escoltada por sus dos hijas.
En fin, estaba trabajando a largo plazo.
Entretanto, no dejaba de surgir el picor de costumbre que me obligaba a rascar, y yo rascaba como es debido, aunque ahora lo hacía con más discreción que antes. Siempre había intuido que la señora White me juzgaba como un tipo algo turbio, basándose en indicios de lo más endeble: como por ejemplo, que la policía hubiera aporreado mi puerta una vez en plena noche y me hubiera sacado esposado de mis habitaciones, o que una joven dama de la que hacía poco me había separado se hubiera presentado allí y me hubiera montado una escenita. Ahora, pues, procuraba mantener en secreto mis enredos en la medida de lo posible.
La mayor dificultad para ello radicaba en que, según mis deducciones, Fiona White había tomado nota desde el principio de las ocasiones en las que yo no dormía en casa. Tras nuestra conversación íntima, me cuidé muy mucho de no pasar ninguna noche fuera, salvo si la había avisado de antemano, alegando que salía de viaje por motivos de trabajo. Lo cual casi nunca era cierto.
Para ser sincero, volver a casa después de estar con una mujer no me molestaba. Era la diferencia entre los hombres y las mujeres, suponía yo: ellas querían que permanecieras a su lado después de la intimidad. Lo cual, para el escocés medio, venía a ser como si le pidieran que se quedase en el estadio tres horas más cuando ya había terminado el partido. Lo que ellos querían de verdad era largarse cuanto antes para emborracharse con sus amigos mientras les hacían un resumen de las jugadas más interesantes.
Yo me preciaba de ser un poco más considerado y sensible, y desde luego más discreto, pero sí tenía la costumbre de encontrar siempre un motivo para volver a casa. El hecho de que, normalmente, me quedara al menos el tiempo necesario para fumar un par de Players me situaba sin más en las filas de los románticos incurables y de los amantes europeos.
Dicho lo cual, la mera idea de despertarme por la mañana teniendo a Fiona White en la almohada de al lado me parecía totalmente distinta. Y en cierto modo, desconcertante.
Así pues, cuando volví esa noche a las siete, en lugar de subir directamente a mis habitaciones, llamé a la puerta de las White y me puse a ver la televisión con ellas. Fiona me había sonreído al abrirme: un destello de porcelana entre sus labios recién pintados. Últimamente sonreía más. Me invitó a pasar, me senté con ella, Elspeth y Margaret, y vi La familia Grove con una taza de té apoyada en el brazo del sofá. A mi alrededor se veían los signos de mi creciente intrusión: el propio televisor, una lámpara de pie nueva y, en el rincón, una radiogramola Regentone que había adquirido por cincuenta y nueve guineas e instalado allí, alegando que era demasiado grande para mi apartamento. Todo eso hacía que me sintiera a gusto y, a la vez, presa de una sorda inquietud. Si alguien hubiera entrado en aquella sala, habría tenido la impresión de hallarse ante una escena absolutamente normal, con todos los elementos esenciales de una familia normal.
Deliberadamente, centímetro a centímetro, iba ocupando el hueco dejado por un oficial de la Marina muerto. No sabía bien por qué lo hacía. Cierto que les tenía cariño a las niñas, y que mis sentimientos por Fiona eran mucho más profundos que los que me había inspirado cualquier otra mujer, salvo una de ellas, si acaso. Pero si me hubiera sentido lo bastante recuperado, lo bastante equilibrado para intentar llevar una vida normal, ¿por qué no había salido de Glasgow y dejado atrás toda la basura en la que me había enfangado, tomando de una vez aquel barco a Halifax, en Nueva Escocia?
Mi idilio doméstico se vio interrumpido por el timbre del teléfono que compartíamos en el exiguo vestíbulo que había al pie de la escalera. Atendió la llamada la señora White y enseguida me llamó con una expresión algo ceñuda.
—Hola —dije cuando ella regresó a la sala y cerró la puerta.
—¿Lennox? —No reconocí la voz. Tenía un acento de Glasgow, pero no tan fuerte como la mayoría de la gente y, además, mezclado con algún otro matiz.
—¿Quién es?
Solo Jock Ferguson y unas pocas personas más conocían mi número privado. Quienes querían verme sabían que tenían que llamarme a mi oficina o localizarme en el Horsehead.
—Eso no importa. Anda buscando información sobre Joe Gentleman, ¿cierto?
—Está muy bien informado. Y muy rápidamente, no cabe duda. ¿Quién le ha dicho que estoy interesado en Strachan?
—¿Busca información, sí o no?
—Solo si vale la pena.
—Hay un pub en Gorbals: Laird’s Inn. Lo espero allí en media hora.
—No pienso ir a verlo sin previo aviso ni a la Taberna del duque, ni al Culo del montañés ni al Emboscada entre los brezos. Dígame sin más lo que tenga que decirme.
—No pienso hacer eso. Quiero cobrar por la información.
—Ya le mandaré un giro postal.
—Tiene que reunirse conmigo.
—De acuerdo. Mañana por la mañana, a las nueve en punto, en mi oficina. —Colgué antes de que pudiera protestar y marqué el número particular de Jock Ferguson.
—¿Qué demonios ocurre, Lennox? El fútbol está a punto de empezar. El internacional.
—Os voy a ahorrar el trabajo a ti y al locutor de la BBC, Jock. Ganará Escocia por un gol hasta el último cuarto de hora, y entonces arrancará una derrota de las mismísimas fauces de la victoria, dejándose meter tres goles seguidos, y tú te pasarás las próximas dos semanas diciendo como todo el mundo: «Nos han robado el partido». Escucha, Jock, ¿a quién le has contado que yo andaba preguntando por Joe Strachan?
—A nadie. Bueno, solo a los pocos policías a los que he tenido que pedir información, como ya te he explicado. ¿Por qué?
—Acaba de llamarme un tipo tratando de atraerme a Gorbals, si es que puede usarse «atraer» y «Gorbals» en la misma frase. Me ha dicho que sabía que estoy buscando información sobre Strachan y se ha ofrecido a vendérmela.
—No vas a ir, ¿verdad?
—Como soléis decir los glasgowianos, no llegué al Clyde en una barca cargada de bananas. Le he dicho que vaya a mi oficina mañana a las nueve. Dudo que se presente. Solo quería saber si podía tratarse de alguien con quien hubieras hablado.
—Tal vez tus clientas se han ido de la lengua.
—No. Yo también lo he pensado, pero no lo creo. Gracias de todos modos, Jock.
Colgué y regresé a la sala de estar.
—No piensa salir, ¿verdad, señor Lennox? —dijo Fiona White cuando volví a sentarme junto a las niñas.
—¡Ah…! No, no. Lo siento. Era un asunto de trabajo, pero no sé cómo han conseguido este número. Mañana lo averiguaré.
—Comprendo —musitó ella, volviéndose hacia la televisión. Habría jurado que había una leve sonrisa en sus labios.
Tenía razón al temerme una emboscada. Me levanté temprano para dirigirme a mi oficina, pero en cuanto salí de casa sentí como si me agarrasen del cuello. Aunque no se trataba de un matón que iba a por mí, sino del clima de Glasgow: septiembre daba paso a octubre y un viento frío de Siberia, o peor aún, de Aberdeen, había llegado a la ciudad y entrado en colisión con el aire cálido, formando una espesa niebla. Y la niebla en Glasgow no tardaba en convertirse en un humo tóxico denso y asfixiante de color verduzco-grisáceo-amarillento.
Esta ciudad había sido el corazón industrial del Imperio británico durante un siglo. Las fábricas soltaban gruesas columnas de humo hacia el cielo y, por si fuera poco, las grasientas emanaciones de cien mil chimeneas miserables se combinaban para formar una difusa masa caliginosa sobre toda la urbe. Si se sumaba a ello la niebla, el día se convertía en noche y te quedabas sin aliento. Literalmente.
No me entretuve mucho en sopesar si iba en coche a la oficina. Había adoptado, en general, el principio de que si no veía el coche desde la puerta, no era buena idea conducir. Lo mismo valía para los autobuses; lo cual me dejaba la opción del metro, los trolebuses o el tranvía. Los tranvías eran el transporte más fiable en medio de una niebla tóxica, hasta el punto de que se formaban largas colas de coches detrás de ellos: era el único modo de orientarse entre aquellos miasmas; aunque, con frecuencia, los conductores acababan encontrándose en la terminal de tranvías, y no allí adonde creían que iban.
Caminé por Great Western Road, siguiendo la línea del bordillo para no desviarme e ir a parar a mitad de la calzada, y finalmente encontré una parada de tranvía. Distinguí la silueta de una ordenada cola junto a ella y, como siempre ocurre en Glasgow, observé que aquella colección de extraños charlaban unos con otros como si se conocieran de toda la vida.
Cuando me hallaba a poco más de un metro del final de la cola (la máxima distancia a la que veías en medio de la niebla), sentí un impacto en la parte baja de la espalda. Iba a girarme en redondo, pero una mano me agarró del brazo y me lo retorció. Después de todo, la niebla tenía un cómplice.
—Ni se le ocurra darse la vuelta… —Reconocí la voz en el acto: la que había oído por teléfono. La misma extraña mezcla de acentos, pero esta vez con un tono autoritario y tranquilo—. Si me ve la cara, tendré que matarlo. ¿Lo ha entendido?
—No es tan complicado —dije. En la niebla te veías privado en gran parte de la visión pero, supuestamente, se te aguzaban los demás sentidos. Me sorprendía que no hubiera percibido cómo se me acercaba el tipo por detrás.
—Debería haberse presentado a nuestra cita de anoche, Lennox. Vamos a retroceder lentamente hacia el callejón que hay a mi espalda. Si se mantiene calladito y no arma alboroto, no le sucederá nada adverso.
«Adverso». La peculiaridad de su vocabulario y de su acento se manifestaba a cada paso.
—Lo único que pretendo es hablar con usted. Nadie tiene que acalorarse ni salir herido.
—Entiendo que es una pistola lo que me ha puesto en la espalda —dije—, y no un ejemplar enrollado de Reveille. Déjeme ver la pistola o no obedeceré.
—Buen intento, Lennox. Yo levanto la pistola y usted trata de sujetarla. Hagamos una cosa: yo aprieto el gatillo y usted observa cómo salen volando entre la niebla un fragmento de su espina dorsal y quizá un trozo de hígado. ¿Así se convencería?
—Con eso bastaría, desde luego… Pero pensándolo bien, creo que aceptaré su palabra.
Habían pasado más de diez años desde el final de la guerra, pero todavía había en circulación una enorme cantidad de pistolas, sobre todo en Glasgow. El fuerte golpe que había sentido en la zona lumbar no era ningún farol, y mi nuevo amigo poseía la tranquila seguridad que solo se adquiere con la experiencia, de modo que decidí portarme bien. Al menos mientras pareciera que podía salir de allí entero.
El tipo me arrastró hacia atrás, y la vaga silueta de la cola del tranvía desapareció otra vez en medio de la niebla. Entramos en una travesía lateral, apenas una callejuela, y me obligó a retroceder unos veinte metros antes de hacerme volver contra la pared de ladrillo. El suelo era de adoquín: esos típicos adoquines negros y relucientes de la ciudad que resonaban bajo los tacones de mis zapatos, pero no bajo los de aquel hombre. Igual que cuando se me había acercado, parecía moverse silenciosamente.
—Ponga las manos contra la pared a la altura de la cabeza.
Obedecí, aunque traté de calcular por el sonido de su voz a qué distancia se encontraba de mí. Si quería pegarme un tiro en la nuca, ahora era el momento.
—Anoche me indicó por teléfono que tenía una información por la que valía la pena pagar —dije—. Le comunico que me parece un poco agresiva su técnica de venta.
—Guárdese los chistes, Lennox, y quizá podamos cerrar el trato de una vez.
—Agresivo pero persuasivo —murmuré, todavía intentando calcular la distancia. Decidí al fin que la situación no se prestaba probablemente a una maniobra repentina—. De acuerdo, amigo. ¿A qué viene todo esto?
—Está metiendo las narices en el asunto Strachan. Quiero saber por qué.
—Soy un tipo curioso por naturaleza —bromeé. Él me devolvió la broma con un puñetazo en los riñones. A causa del impacto me di en la mejilla contra la pared y me quedé bruscamente sin aliento. Con los dedos hundidos en las ranuras del ladrillo, respiré entrecortadamente aquella húmeda niebla impregnada de alquitrán. El tipo me dio tiempo para recobrarme.
—Voy a repetirle la pregunta, Lennox, pero si vuelve a pasarse de listo, acabará meando sangre un mes. ¿Entendido?
Asentí, todavía incapaz de hablar, aspirando trabajosamente con los pulmones doloridos.
—Va a dejar todo el asunto Strachan, ¿me oye? Se va a apartar para siempre de esa historia. Si no, acabará también en el fondo del Clyde. Y ahora, quiero saber por qué ha estado preguntando por Joe Strachan. ¿Qué significa él para usted?
—Trabajo —mascullé—. Nada más. Me han contratado para investigar.
El dolor en el costado era muy intenso y me provocaba náuseas. Sentía palpitaciones en la cabeza. El tipo sabía lo que se hacía, pero yo intuía que si le seguía la corriente y no cometía una estupidez, saldría vivo del aprieto.
Aunque la verdad era que ya me había tocado los cojones. De mala manera. Hasta el punto de que me estaban entrando unas ganas locas de portarme mal. Y cuando yo me ponía en esa tesitura, era como si me despojara de golpe de diez años de vida civil y retrocediera a un estado en el cual no le convenía verme a nadie.
—¿Quién lo ha contratado? —preguntó, olvidando imprimirle a la erre un timbre céltico. Quienquiera que fuese estaba haciendo un gran esfuerzo para disimularlo.
Solté un largo jadeo, me puse la mano en el costado, allí donde me había dado el puñetazo, y me incliné de lado.
—Voy a vomitar… —Me agaché, apartándome un poco de la pared, con la mano apoyada contra ella. Oí un paso amortiguado hacia atrás. El tipo debía de estar calibrando si me sentía mal de verdad o se trataba de una maniobra. Me incliné aún más y di unas arcadas. Le vi los zapatos: ante marrón de suela blanda. Por eso no lo había oído acercarse. Tenía los pies firmemente plantados en el suelo: no había la menor vacilación en su actitud. Si intentaba algo, el tipo estaba preparado.
Pero lo hice igualmente.
Me impulsé con la mano que había mantenido apoyada en la pared, y me lancé a la carga con el grito más estridente que pude: era a él a quien le preocupaba llamar la atención, pero a mí, no. Distinguí que era un tipo de mi edad, de fuerte complexión; desde luego no se trataba de Joe Gentleman, ni en espectro, ni en carne y hueso. Con toda mi atención centrada en la pistola, no obstante, no pude captar sus facciones. Él se hizo ágilmente a un lado, anticipándose a mi acometida, pero yo le lancé un puñetazo que le rozó la mandíbula. Me respondió con una patada que me dio en la espinilla y me mandó sobre los adoquines.
Empecé a rodar en cuanto aterricé en el suelo para no ofrecer un blanco fácil, pero el tipo no disparó. Mientras intentaba levantarme, observé que la pistola trazaba un arco en la niebla y que iba a asestarme un trallazo brutal en la sien. Paré gran parte del golpe con el antebrazo izquierdo e intenté vanamente agarrar la pistola con la otra mano, al tiempo que le lanzaba un taconazo a la ingle. Fallé, pero le di en el vientre, y el tipo se dobló sobre sí mismo. Cuando se produce una pelea con una pistola de por medio, lo decisivo es apoderarse de ella; intenté quitársela otra vez. En lugar de resistirse, como habría hecho instintivamente la mayoría de la gente, él me empujó mientras yo estiraba, y estrelló el cañón de la pistola contra mi mejilla, aprovechando mi propio impulso. Obviamente, habíamos ido a la misma escuela de buenos modales. Noté algo húmedo en la piel y sentí que el mundo se bamboleaba un instante.
El tipo se incorporó tambaleante. Vi que alzaba la pistola para apuntar. Yo estaba a medio levantarme y me lancé hacia un lado, rodando varias veces antes de ponerme de pie de un salto y salir corriendo. Había perdido el sentido de la orientación a causa de la niebla, pero me pareció percibir que corría cuesta arriba y supuse que estaba adentrándome todavía más en el callejón, lejos de la avenida principal. La niebla me ocultaba. Aunque también a él, claro; y sus zapatos, a diferencia de los míos, no hacían ruido sobre los adoquines.
Corrí a ciegas unos metros y, deteniéndome, me pegué a la pared. Avancé con sigilo, lo más silenciosamente que pude. Encontré un umbral tapiado, me apretujé dentro y aguardé a que sonara el primer disparo, esperando que, con un poco de suerte, fuera hacia mi posición anterior, y no hacia donde me encontraba ahora. Pero no hubo ningún disparo.
Solo había conseguido echar un vistazo fugaz a la cara de aquel individuo, y en ese momento sus facciones estaban contraídas por un gruñido de dolor. Me había dado el tiempo justo para detectar que tenía el pelo oscuro y un rostro recio y anguloso. Estaba prácticamente seguro de haberle entrevisto una fea cicatriz en la frente. No lo conocía de nada.
Seguí apretujado en el hueco de la puerta tapiada, aguzando el oído para captar cualquier sonido. En medio de la niebla, en las mejores circunstancias, puedes sentirte aislado, recogido en ti mismo, como si hubieran apagado el interruptor y no existiera nada más allá de un metro o un metro y medio. Pero esta vez no estaba solo: había otro vagabundo cerca persiguiéndome con una pistola. En cualquier momento podía irrumpir en mi diminuto círculo de percepción, y entonces todo dependería de quién reaccionara más rápido. Aunque por la misma razón, el tipo bien podía estar ahora a medio camino de Paisley.
Aguardé inmóvil, escrutando la niebla con mis cinco sentidos, dispuesto a saltar sobre cualquier cosa o persona que surgiera de ella. Nada. Me pasé por la mejilla el dorso de la mano y comprobé que tenía sangre. Me dediqué a pensar en aquel individuo: en su fingido acento, en su destreza con los puños y la pistola… Aunque se tratara de un gánster, tenía que ser uno que hubiera pasado por una clase de entrenamiento que solo podías obtener en un grupo de comandos o similar. Tres minutos se convirtieron en cuatro; luego en cinco. Supuse que se había escabullido, sabiendo que venir a por mí con esa niebla era tan peligroso para el cazador como para el cazado. Pero esperé un minuto más. El tipo había demostrado ser un hombre de sangre fría, y los de esa calaña suelen tener mucha paciencia.
Estaba a punto de echar a andar hacia la avenida principal cuando lo vi. Apareció frente a mí, como si se hubiera materializado súbitamente a partir de la propia niebla. Era más una silueta que otra cosa, y no me vio acurrucado en el umbral.
Avanzaba muy despacio, barriendo el callejón neblinoso con la automática, como si fuese una linterna. Mi escondite en el hueco del umbral quedaba fuera de su campo visual. Deslicé la mano en el bolsillo de mi chaqueta, olvidando que hacía meses que no llevaba encima mi porra de mango flexible. Este era el tipo de rival al que no convenía enfrentarse con las manos desnudas. Sopesé mis posibilidades, pero en esa fracción de segundo de indecisión, su silueta se esfumó callejón arriba.
Transcurridos unos instantes, me agaché, me desaté los cordones y me quité los zapatos. Con uno en cada mano, me alejé tan rápida y sigilosamente como pude hacia Great Western Road, dejando que mi compañero de baile siguiera explorando el callejón. Pero me prometí a mí mismo que volveríamos a bailar en otra ocasión.
Y la próxima vez, el baile lo dirigiría yo.
Iba calzado de nuevo como es debido cuando llegué a casa. Pensé que, debido a la niebla, la señora White no me vería cruzar el sendero desde la ventana del salón, y albergaba la esperanza de subir inadvertido a mis habitaciones para adecentarme. La suerte quiso, empero, que ella abriera la puerta justo cuando me disponía a entrar.
—¡Señor Lennox! —exclamó, consternada por mi apariencia—, ¿qué le ha ocurrido, por el amor de Dios?
—Esta niebla del demonio —rezongué—. Disculpe mi lenguaje… He tropezado con el bordillo y me he ido directo contra una farola. —Era una excusa perfectamente creíble: se producirían docenas de accidentes similares a lo largo de la mañana.
—Venga a la cocina —me ordenó, agarrándome con firmeza del brazo—. Tendré que echarle un vistazo a esa herida.
Yo estaba atontado y obedecí sin rechistar. Ella cogió una silla de la mesa de la cocina y me hizo sentar. Se me escapó una mueca de dolor.
—¿Tiene alguna otra herida? —me preguntó.
—Me he caído después de darme el golpe en la cara…, y se me ha clavado el canto del bordillo en el costado. Pero es la herida de la mejilla más que nada… —Confié en que se lo tragara. Fiona White ya me había visto con algunos trofeos de batalla; una de las veces, otorgados por el mismísimo cuerpo de policía de Glasgow. Ese era, me constaba, el principal motivo por el que deseaba guardar las distancias conmigo, el motivo que me convertía a sus ojos en un «personaje turbio».
Preparó una solución de antiséptico y agua hervida y me la aplicó en la herida. Observé que el líquido se teñía de rosa cuando volvió a empapar la gasa.
—Quizá debería pedir que le den unos puntos —dijo frunciendo el entrecejo. Se situó frente a mí y se inclinó para examinar la herida desde ese ángulo. Aproximó su cara a la mía. Y yo percibí una leve fragancia a lavanda y sentí su aliento en mis labios. Sus ojos se detuvieron en los míos. Bruscamente avergonzada, se incorporó y volvió a adoptar un aire práctico; pero algo había habido en la mirada que acabábamos de intercambiar. O tal vez no. Yo estaba dolorido y atontado, y tenía una confusión del demonio en la cabeza por muchas razones; la propia Fiona White entre ellas, claro.
—No se preocupe —dije—. Bastará con un esparadrapo.
—Realmente, creo que tendrían que vérselo. Es en el mismo sitio… —Dejó que la frase muriera en sus labios.
—¿Que mis cicatrices? Lo sé. Pero todas están completamente curadas ya. Un simple arañazo no me causará problemas. —Le sonreí y me vi recompensado con una punzada de dolor en la mejilla y con un reguero de sangre fresca que me bajó hasta el borde del maxilar. Ella chasqueó los labios y volvió a aplicarme el apósito. Me alzó la mano para que lo sujetara en su sitio mientras la señora White sacaba un rollo de esparadrapo de un cajón y cortaba tres trozos.
—¿Cómo se las hizo? Las cicatrices, quiero decir —preguntó, incómoda, mientras usaba los trozos de esparadrapo para fijar una gasa nueva. Giré un poco la cabeza, y ella, chasqueando otra vez los labios, me la volvió a colocar bien con dos dedos. Era la primera vez que me hacía una pregunta personal.
—Escogí mal el cirujano plástico —expliqué—. Él me aseguró que le había hecho la nariz a Hedy Lamarr y la barbilla a Cary Grant, pero lo único que había hecho de verdad eran las orejas de Clark Gable.
—En serio…
—Realmente, son cicatrices de cirugía plástica. Tuvieron que remendarme porque me alcanzó la metralla de una granada de mano alemana. —No le conté que habría podido ser mucho peor si uno de mis hombres no se hubiera llevado la mayor parte de los efectos de la explosión. A mí me había abierto un boquete en la cara, pero los médicos lograron recomponerme; en cambio, los intestinos del soldado derramados por el barro rebasaban la destreza de cualquier cirujano.
El especialista en cirugía plástica que me arregló la cara, de hecho, hizo un trabajo bastante decente: lo único que me había quedado había sido una redecilla de leves y pálidas cicatrices en la mejilla derecha. Y mi sonrisa parecía algo torcida debido a los nervios dañados, aunque solo para darme un aire todavía más ávido y lobuno, como podía atestiguar Leonora Bryson.
Mientras se preparaba el té, Fiona White me trajo un par de aspirinas y un vaso de agua. Pasamos a hablar de cosas intrascendentes, sobre todo de la niebla y los problemas que siempre ocasionaba; pero en mitad de la conversación noté un peso en el estómago y una sensación de náuseas. Había mentido a mi patrona sobre lo ocurrido por el mejor de los motivos, y Dios sabía que la mayoría de las veces no necesitaba una buena razón para mentir. Pero no me gustaba mentirle a ella.
Mas esa no era la verdadera causa de la sensación que tenía en la boca del estómago. Acababa de eludir a un tipo muy peligroso armado con una pistola: la misma persona que me había telefoneado allí la noche anterior. Y era evidente que me había esperado frente a la casa, sabiendo que yo me dirigiría a mi oficina para comprobar si se presentaba a nuestra cita.
Lo cual significaba que sabía dónde vivía. Y eso implicaba, a su vez, que Fiona White y las niñas corrían peligro.
—¿Le sucede algo, señor Lennox? —preguntó la señora White—. ¿Se encuentra peor? Creo que deberíamos llamar a un médico.
Negué con la cabeza. Me debatí unos instantes sobre si debía sincerarme con ella. Si lo hacía, la alarmaría y conseguiría sin duda que mi contrato de alquiler quedara cancelado de una vez por todas. Pero ella tenía derecho a saberlo.
—Debo hacer una llamada —dije.
Me levanté y salí al vestíbulo para usar el teléfono.
Mientras esperábamos a que llegara Jock Ferguson, me senté con Fiona White y le conté con toda exactitud lo que me había ocurrido y por qué. Por alguna razón, incluso le hablé francamente del dinero que recibían Isa y Violet todos los años en el aniversario del robo de la Exposición Imperio, y le aclaré que este hecho se lo había ocultado a la policía porque debía atenerme al secreto profesional. También le expliqué que tenía otro caso de gran relevancia entre manos que podía llegar a provocar todo tipo de dificultades, pero que mi pequeña samba en la niebla no tenía ciertamente nada que ver con esa investigación.
Ella permaneció sentada escuchándome en silencio, con las preciosas manos entrelazadas sobre el delantal y la cara seria y tranquila, aunque por lo demás inexpresiva. Yo me escuchaba con asombro: me consideraba la persona más reservada que conocía (incluso mantenía secretos ante mí mismo) y nunca hablaba con nadie de mi trabajo; mas ahí estaba desahogándome con mi casera.
Sabía que debería haberme callado. Desde mi fuero interno, me estaba gritando a mí mismo que me callara de una vez, pero no podía parar. Hablé a borbotones, ansiosamente, y una vez que la puse en antecedentes sobre lo ocurrido, le expliqué que mi gran preocupación ahora era que ese hombre y sus posibles compinches supieran dónde me alojaba. Le dije que recogería algunas de mis cosas y me mudaría a otro sitio, al menos de momento, pero que seguiría pagándole el alquiler. Entendería, añadí, que ella prefiriese que me trasladara de modo permanente por todas las molestias que le había causado, y le dije que acataría sus deseos, pero que entretanto quería que el inspector Ferguson conociera lo ocurrido, pues quizás él podría conseguir que mantuvieran vigilada la casa y…
Me quedé sin nada más que decir, o sin aliento, o ambas cosas. Y lo rematé todo con un: «Lo lamento…».
—¿A dónde irá? —preguntó ella con un tono indescifrable.
—No lo sé. A un hotel, seguramente. Estaré bien, no se apure.
—Ya… —Imposible descifrar todavía su tono o su rostro.
Sonó el timbre. Le dije que no se moviera. Abriría yo.
Me sorprendió que Ferguson hubiera venido solo. Se lo presenté a la señora White, aunque ya lo había visto alguna que otra vez, cuando él —en raras ocasiones— me había visitado y ella había salido a abrir.
Le expliqué a Jock toda la historia.
—Entonces, ¿era el tipo que te llamó anoche?
—Eso parece, Jock.
—¿Quieres presentar una denuncia por asalto?
—No. Eso podría complicar las cosas. Lo que quiero es que la señora White no sufra ningún percance por este asunto.
—Ah, ¿quieres que coloque a un guardia frente a la puerta sin que haya una denuncia oficial que lo justifique?
—Podrías buscar una excusa, Jock. Un sospechoso que anda merodeando por la zona, o algo por el estilo.
—Lennox, has dicho que el tipo iba armado. No podemos dejar que haya gente recorriendo Glasgow con una pistola.
—Ya. Supongo que eso rebajaría el tono de la ciudad…
Ferguson me echó una mirada.
—De acuerdo —acepté—. Lo comprendo. Pero antes de que empecemos a buscar, dime por qué has venido solo.
—¿Qué quieres decir?
—Ya lo sabes. No te has traído ni a un agente de barrio.
Él miró a Fiona White y sonrió.
—¿Nos disculpa un momento, señora White? —Y volviéndose hacia mí, me indicó—: Vamos arriba. Te ayudaré a preparar la maleta…
Mi abrigo se había llevado la peor parte en la reyerta: tenía un feo desgarrón en la costura de una sisa, y me habían quedado unas manchas negras de alquitrán en una manga y en la parte trasera al resbalar por los adoquines. El sombrero, uno de mis mejores Borsalino, aún estaría tirado en algún rincón de la calleja. No me había manchado el traje, pero quería cambiármelo de todos modos, igual que la camisa, tal como deseas hacer siempre después de una pelea.
Jock Ferguson esperó fumando en la sala de estar mientras yo me lavaba, me cambiaba y recogía mis cosas. Plantado ante el lavamanos, me miré en el espejo. Una zona de piel más pálida rodeaba los esparadrapos de la mejilla, pero no había inflamación y no tenía tan mal aspecto. Supuse que había sangrado lo suficiente como para que no se formara un cardenal.
Una curiosa característica de mi personalidad era mi inclinación a vestir con elegancia. Siempre compraba la ropa de mejor calidad que podía permitirme con mis ingresos. Y a menudo, prendas que no podía permitirme. Metí en la maleta una docena de camisas, pues no quería tener que volver a recoger más, dos trajes, cuatro corbatas de seda y media docena de pañuelos. También incluí un par de zapatos nuevos de ante marrón con suelas de goma, que eran el último grito en calzado. Había decidido arrancar una hoja de mi carné de baile.
Cuando terminé el equipaje, le di un grito a Ferguson desde la habitación para saber si seguía ahí y disculparme por mi tardanza; él replicó con un gruñido. En realidad, mi intención era comprobar dónde estaba y asegurarme de que no iba a entrar mientras yo cogía del estante mi ejemplar de La vida futura de H.G. Wells y lo arrojaba dentro de la maleta. Luego me puse a gatas y, metiendo el brazo bajo la cama, alcé dos tablas sueltas e introduje la mano en el hueco. Saqué un bulto envuelto en un hule, lo guardé entre los pliegues de una camisa vieja y lo dejé en la maleta junto al libro.
—Bueno, Jock —dije cuando reaparecí en la sala de estar—, vamos a aclararlo. ¿Por qué estás volando solo?
Por primera vez desde que nos conocíamos, Jock Ferguson parecía incómodo.
—Tengo que preguntarte una cosa, Lennox —dijo con firmeza—. Aparte de mí, ¿has hablado con alguien más de tu interés por Joe Gentleman Strachan?
—¡Ah…! Veo que tus pensamientos van por el mismo camino que los míos. La respuesta es no; tengo entre manos otro caso y me he dedicado a él desde la última vez que hablamos. No he comentado el asunto Strachan con nadie más. —Por supuesto que sí: había hablado con Willie Sneddon, pero yo sabía que si este hubiera querido asustarme, habría sido más directo. También sabía que Sneddon siempre mantenía la boca cerrada. En todo caso, me pareció mejor que Ferguson no supiera que había contactado con uno de los Reyes.
—Es lo que pensaba… —dijo lúgubremente. Estaba sentado en el borde del sofá, echado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas.
—Y tú solo has hablado con algunos de tus compañeros; y acto seguido, alguien me asalta y me amenaza. Te preocupa eso, ¿no?
—Es que no se entiende. —Meneó la cabeza—. Puedo comprender que te hayan hecho una advertencia, porque hay policías decididos a localizar al resto de la banda… Pero apuntarte con una pistola…
—No nos anticipemos, Jock. Me parece improbable que haya sido un policía. En cualquier situación, siempre cabe otra posibilidad. Tú mismo lo has sugerido: mis clientes, Isa y Violet. Tal vez ellas le han explicado a alguien que pensaban contratar a un detective para investigar la aparición de los restos de su amado padre. Ellas mismas me dijeron que habían estado preguntando por ahí y que había salido a relucir mi nombre. Es posible, simplemente, que alguien se haya enterado y haya sumado dos más dos.
—¿Y…? —preguntó Ferguson, leyéndome el pensamiento.
—Violet tiene un marido que parece sabérselas todas.
—¿Nombre?
—Robert… —Traté de recordar los apellidos de casadas de las gemelas. Me había acostumbrado a llamarlas para mis adentros Isa y Violet Strachan—. Robert McKnight. ¿Te suena?
—Así de pronto, no. Ya averiguaré. Discretamente. Entretanto, yo en tu lugar procuraría pasar desapercibido, Lennox.
—Haré lo posible. Mientras yo me vuelvo invisible como Greta Garbo, ¿puedes encargarte de que alguien vigile a la señora White? Y darle a ella un número de teléfono por si acaso…
—De acuerdo, Lennox. Ya pensaré en algo: un sospechoso que anda merodeando por el barrio, como decías. Pero no se te ocurra entrar furtivamente por la parte trasera si necesitas volver a buscar algo. Y otra cosa, Lennox…
—¿Sí?
—La verdad es que estás abusando. De mi buena voluntad, quiero decir. Podrían ponerme de patitas en la calle si llegaran a saber que he encubierto un asalto a mano armada.
—Te lo agradezco, Jock. Si este asunto acaba mereciendo una condecoración, ten por seguro que llevará tu nombre.
Fiona White estaba esperando en el vestíbulo con los brazos cruzados y una expresión severa.
—¿De veras es necesario todo esto? —preguntó cuando puse mis maletas junto a la entrada.
—Es más seguro. No quiero que usted y las niñas se vean envueltas en esta historia. No creo que nadie se atreva a aparecer otra vez por aquí, pero lo mejor es que me traslade.
—Le guardaré sus habitaciones, señor Lennox. Doy por sentado que esto solo será temporal.
—Me gustaría que lo fuera, señora White.
Por un momento nos quedamos los tres sumidos en un silencio embarazoso. Ferguson le dio una tarjeta donde había anotado su número particular y el de la jefatura de policía de Saint Andrew’s Square.
—Haré que el agente que patrulla por el barrio venga a echar un vistazo de vez en cuando —dijo—. Pero si ve a alguien sospechoso por las inmediaciones, llámeme de inmediato.
—Yo la llamaré para darle mi número en cuanto me haya instalado —añadí por mi parte. Ella asintió rígidamente. Ferguson y yo llevamos las maletas a mi coche.
Todavía había una niebla infernal. O tal vez en el infierno se quejaban de que había tanta niebla como en Glasgow. Dejé las maletas en la entrada de mi oficina y estuve en mi escritorio hasta que oscureció y tuve que encender la lámpara. Las demás oficinas empezaban a vaciarse, y yo me fui fumando medio paquete de cigarrillos mientras reflexionaba de nuevo en mi patética situación. La cara me dolía como una hija de puta cada vez que me la rozaba levemente con los dedos, aunque por lo que veía reflejado en la ancha hoja de mi abrecartas, no se me había inflamado. El costado, a la altura de la zona lumbar, me seguía doliendo horriblemente, pero la suya ya no era una actuación en solitario: todos los golpes y los tirones de la refriega en el callejón cantaban ahora al unísono.
La niebla se veía cada vez más oscura por la ventana de mi oficina. Decidí que no sería sensato aventurarse por las calles en busca de un hotel. Ya empezaba a imaginarme los dolores adicionales con los que me despertaría después de dormir en el suelo encerado de mi reducida oficina. Y pensándolo bien, la idea de hacer mis abluciones en el lavabo compartido con las otras cuatro oficinas de mi planta y de la planta inferior, no me resultaba tampoco muy atractiva.
En un impulso, levanté el teléfono. Me sorprendió que la persona por la que había preguntado aceptara mi llamada.
—Hola —dije sin conseguir ocultar el cansancio en mi tono de voz—. Soy Lennox. Escuche, estoy en mi oficina, justo enfrente de su hotel. Quiero pedirle un favor… ¿Podría reunirse conmigo dentro de diez minutos en el salón-bar?
Leonora Bryson se presentó con retraso. Nada que objetar. Existe un protocolo para estas cosas: una mujer no puede dejarse ver esperando a un hombre en un bar. Eres tú quien ha de esperar. Y las mujeres como Leonora Bryson saben bien, además, que cualquier hombre las esperará todo el tiempo que ellas deseen.
Al fin apareció en el salón-bar del hotel Central, vestida con una falda de riguroso corte, chaqueta a juego y una blusa de color azul claro. Un atuendo que en la mayoría de las mujeres habría resultado deslucido y gris, pero que a ella le quedaba más sexy que un bikini a Marilyn Monroe. Desde luego consiguió llamar la atención al entrar; yo habría jurado que incluso el busto de mármol del rincón ahogaba una exclamación. Aunque la había esperado en la barra, le propuse que ocupáramos una de las mesas. Le pregunté qué quería tomar. No me sorprendió que pidiera un daiquiri, pero me dejó boquiabierto que el barman glasgowiano supiera cómo prepararlo.
—Tiene pinta de venir de la guerra, señor Lennox —dijo señalando la gasa de mi mejilla con la copa de su daiquiri. No percibí el mismo hielo en su voz, pero tampoco la menor calidez.
—Ah, ¿esto? Sí, una estupidez realmente… He tropezado en la niebla. —Me abstuve de aclararle que el tropiezo había sido con un fornido matón provisto de una pistola.
—Sí, ya sé… —afirmó animándose repentinamente—. En San Francisco también hay una niebla tremenda a veces. Pero esta es increíble. No es solo espesa: es que está teñida de color verde.
—La colorean para los turistas. San Francisco… ¿Es usted de allí?
—No. Soy de la Costa Este; de Connecticut.
—Entonces el sitio donde se crio estaba mucho más cerca de mi ciudad natal que de Hollywood. Yo crecí en New Brunswick.
—¿De veras? —dijo con un interés tan ínfimo que habría sido necesario un telescopio gigante para detectarlo—. ¿De qué quería hablar conmigo, señor Lennox?
—Necesito un sitio donde dormir esta noche…
Todavía no había pronunciado la última sílaba cuando la temperatura descendió un millar de grados.
—No, no… —Alcé las manos—. No me malinterprete… Con la niebla y demás, y estando mi oficina justo enfrente, me preguntaba si no podría usted conseguirme una tarifa especial para alojarme aquí. Solo por esta noche. Está fuera de mis posibilidades normalmente, pero qué le vamos a hacer…
Ella me examinó con sus glaciales ojos azules y, por un instante, yo me entretuve pensando en las travesuras que debían de hacer las doncellas del Rin y las valquirias en el Valhalla. Ella pareció tomar una decisión por fin, y dijo:
—A decir verdad, tenemos una habitación de sobra al final del pasillo. La utilizaba un ejecutivo de los estudios, pero se ha marchado antes de lo previsto; hemos mantenido la reserva por precaución. Supongo que esta noche es el caso.
—La pagaré, por supuesto…
—No es necesario. —Sacó de una lujosa pitillera de plata un largo y delgado cigarrillo de una marca que nunca había visto. Le ofrecí lumbre en cuanto se lo posó en los labios. Ella dio una calada y me dedicó una leve inclinación—. Está pagada, tanto si se usa como si no. Y además, usted trabaja para el señor Macready. ¿Solo por esta noche?
—Solo por esta noche.
—¿Algo más, señor Lennox? —Me miró con el entrecejo fruncido mientras tomaba su daiquiri, como si mi presencia constituyera un grave obstáculo para que pudiera disfrutarlo a sus anchas.
—Sí, hay algo más. ¿Hasta qué punto está usted al corriente del motivo por el que me ha contratado la productora? Me refiero a la situación del señor Macready.
—Estoy totalmente al corriente —respondió con aire inexpresivo—. Soy la ayudante personal del señor Macready. Para hacer mi trabajo debo saberlo todo: bueno, malo o regular. Él se conecta con todo el mundo a través de mí.
Estuve a punto de decirle que el actor se había conectado con mucho entusiasmo por su propia cuenta, pero lo dejé correr.
—¿Conocía usted sus…, sus gustos antes de este incidente?
—Por supuesto. —Un leve tono de desafío ahora. Y de rencor.
—¿Dónde se encontraba usted mientras Macready estaba con su amigo en la casita de campo?
—En el hotel. No este hotel…, sino uno que queda en el norte, pasado ese gran lago. Estábamos allí por el rodaje.
—¿Y Macready le dio la noche libre?
—Así es. Él estaba en el bar del hotel con Iain, tomándose una copa.
—Cuando interrogué a su jefe, me dijo que la decisión de ir a la casita de campo la tomaron de improviso.
—Eso me contó —respondió ella, clavándome su glacial mirada azul—. La familia de Iain es la propietaria de la hacienda donde estábamos rodando, y él utilizaba esa casita de vez en cuando. Iain pinta, ¿sabe? Es un artista. —Pronunció la palabra con desdén—. El señor Macready me dijo que ese joven le había propuesto ir a la casita para seguir bebiendo.
—Pero siendo como era cliente del hotel, Macready podía pedir copas después de que cerrasen el bar…
Leonora Bryson se encogió de hombros y replicó:
—No creo que tomar copas fuera lo que tenían entre ceja y ceja ninguno de los dos.
¿Qué importancia tiene eso?
—¿Ha visto las fotografías?
Un segundo de indignación; luego la tormenta pasó.
—No, señor Lennox. No las he visto.
—Yo sí. Tuve que hacerlo. Fueron tomadas con algún tipo de cámara oculta. Colocada en un hueco de la pared o algo parecido. No puedo saberlo con certeza porque la otra parte…, Iain…, no debe, según me han dicho, tener conocimiento de esta complicación. Eso significa que no puedo registrar la casita. Pero se trató sin duda de un montaje complejo. Un montaje que implica organización y planes trazados de antemano.
—Lo cual no encaja con la idea de que ellos fuesen a la casita improvisadamente… ¿Es eso lo que está diciendo?
—Exacto, pero la conclusión sería entonces que el hijo y heredero de Su Señoría, ¿se dice así?, estaba implicado en el montaje. Y eso es completamente absurdo. Él y su padre tienen tanto que perder como John Macready. Más, probablemente.
—¿Qué camino le queda a usted entonces?
—Tratar de localizar al chantajista: Paul Downey. Lo crea o no, señorita Bryson, no es nada fácil esconderse en esta ciudad. Y yo cuento con los contactos adecuados para averiguar dónde buscar.
—Entonces, ¿por qué no ha recurrido ya a sus contactos? ¿No debería seguir sufriendo misteriosos tropiezos en la niebla, en lugar de quedarse aquí sentado?
—No es tan sencillo. Esos contactos, para hablar con franqueza, son delincuentes. Si existe algún modo retorcido de ganarse un pavo, esos tipos lo han probado. En un asunto tan delicado, he de medir muy bien qué digo y a quién. —Advertí que se había terminado su daiquiri y le hice una seña al camarero—. ¿Le apetece otro?
—No. —Cuando vino el camarero, ella hizo caso omiso de mis protestas y le indicó que cargara las copas en su cuenta—. Dejaré dicho en recepción que le den la llave de la habitación.
—Muy bien, gracias. Pasaré un momento por mi oficina, si es que la encuentro en la niebla, para recoger mis maletas.
—¿Maletas? —Arqueó una ceja.
—Es que tengo algunas cosas en mi oficina.
Era una pobre respuesta, y ella captó lo precario de mi situación. Noté que volvía a examinarme la herida de la mejilla.
—Señor Lennox, espero que podamos confiar en usted. Debo decirle que yo no era partidaria de contratarlo. Por lo que nos contó el señor Fraser sobre usted, hay en su historial episodios de todos los colores. Y no me gustaría que ese vistoso colorido pueda resultar un obstáculo para que resuelva este embrollo.
—No tema. Para su información, señorita Bryson, es precisamente ese «vistoso colorido» el que puede permitirme encontrar a Downey y recuperar las fotos. ¿Puedo hacerle otra pregunta?
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué le desagrada tan intensamente de mí?
—No le he dedicado tantos pensamientos, señor Lennox. Pero si se empeña en obtener una respuesta, le confesaré que no hay nada en particular que me desagrade de usted. Probablemente, es más cierto decir que me desagrada todo en usted.
Sonreí.
—Qué maravillosa simplicidad y qué abarcadora.
—Creo que se ha apresurado a juzgar a John. No lo considera propiamente un hombre por lo que es. Bueno, pues puedo asegurarle que es mucho más hombre de lo que usted llegará a ser nunca. Me basta con mirarlo para saber de qué calaña es: arrogante, agresivo, violento… Usted usa a las mujeres sin el menor escrúpulo. Apenas hacía unos minutos que me conocía y ya ensayó conmigo sus trucos. Los hombres como usted me dan náuseas.
—Ya, ya —murmuré apurando mi copa—. Si le pido referencias una vez terminado este trabajo, ¿le importaría omitir ese detalle?
Ella se echó a reír, pero con una risa llena de aversión.
—Y se cree muy gracioso, además. Muy listo. Bien, procure serlo lo suficiente para resolver este lío, porque me encargaré de que no cobre ni un penique más hasta que lo consiga. Buenas noches, señor Lennox. —Se volvió bruscamente y salió airada del salón-bar.
Yo me quedé allí de pie, algo escocido por la exhaustiva descripción, o ejecución, que había hecho de mi carácter.
Pero eso no me impidió mirarle el trasero mientras se alejaba.
Me traje al hotel mis maletas de la oficina, y un botones se encargó de subírmelas a la habitación. Le di una propina exagerada, como solía hacer cuando trataba con glasgowianos. Ellos charlaban y bromeaban siempre contigo, y el hecho mismo de que no lo hicieran por la propina, sino porque era su manera de ser, te impulsaba a ser más generoso.
La habitación era una versión reducida de los lujos que había contemplado en la suite de Macready, lo cual me hizo pensar, no por primera vez, que me había equivocado de oficio. Una vez solo, cerré con llave y puse la pesada cadena de seguridad. Abrí las maletas, cogí el bulto cuidadosamente envuelto y el ejemplar de La vida futura y los dejé encima de la cama. Retirando la camisa y el hule encerado, saqué la pesada Webley de calibre 38, de apertura vertical, y la caja de municiones. Después de cargarla, puse el seguro, volví a envolverla con el hule y la camisa y la guardé de nuevo en la maleta. Me entretuve algo más de tiempo con la obra maestra de H.G. Wells; la abrí y examiné su contenido: la parte central de las páginas estaba ahuecada y, en su interior, había billetes de cincuenta estrechamente enrollados y una bolsita con un puñado de diamantes.
Este era mi tesoro de los Nibelungos. Lo había empezado con el dinero que había ganado en Alemania, y había tenido la suerte de poder salir con él de la zona ocupada, pues la policía militar no hubiera entendido ni apreciado mi espíritu empresarial, ni mi labor pionera en la creación de vínculos comerciales con los alemanes durante la posguerra. Después, ya en Glasgow, había engrosado considerablemente mi pequeño fondo, dado que la gente para la que trabajaba no llevaba una contabilidad muy ortodoxa. Que quede entre nosotros: le habíamos aligerado significativamente el trabajo al inspector del fisco.
El repentino cambio de alojamiento no había sido el único motivo de que me trajera al hotel mi fondo de pensiones encuadernado en piel. Me preocupaba hacía tiempo la falta de seguridad que implicaba guardarlo en mi alojamiento. No podía ingresarlo en un banco sin que Hacienda se enterase; y llevarlo de aquí para allá en una maleta o dejarlo en mi oficina tampoco eran opciones viables. Sin embargo, desde que me cuidaba de la entrega de las nóminas, había abierto una cuenta en el banco comercial que administraba el dinero de aquellas, y también había alquilado una caja de seguridad. Puesto que al día siguiente debía transportar las nóminas, había decidido depositar la pistola y el dinero en la caja.
Aunque quizá recogería la pistola al terminar el trabajo.
Después de colgar los trajes, cerré con llave las dos maletas —la pistola y el dinero en una de ellas—, las guardé en el armario y volví a bajar al bar. Me pasé una hora y media fumando, bebiendo bourbon (bastante bueno, aunque no tanto como el que me había servido Macready), y charlando medio borracho de chorradas con el barman. Ya que el bar y el barman eran de categoría, procuré que mis chorradas de beodo también fueran de más categoría, y la verdad era que el tipo consiguió dar la impresión de escucharme con interés. Siempre había admirado profundamente las habilidades de un buen barman.
Regresé a mi habitación antes de empezar a ver doble. Me quité los pantalones y la camiseta, me lavé la cara, me tumbé sobre la lujosa colcha de algodón bordado y fumé un rato más.
Debí de quedarme dormido. Me desperté de repente y sentí esa oleada de náusea que te entra cuando sales demasiado deprisa de un sueño profundo. Incorporándome, me giré y puse los pies en el suelo. Aún no sabía qué me había despertado. Me dolía la cabeza y notaba la boca pastosa. Volví a oírlo: un golpe en la puerta. Sigiloso, pero sin timidez.
Por un instante pensé en abrir el armario y sacar la pistola de la maleta. Pero al final me decidí por la porra, que había dejado debajo de la almohada. No me explicaba cómo mi amiguito de la niebla me había seguido los pasos hasta el hotel.
—¿Quién es? —Quité la cadena y puse una mano en el picaporte, mientras sujetaba la porra con la otra.
—Soy yo. Leonora Bryson.
Abrí la puerta y ella entró. Iba en bata.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Algún problema? ¿Ha sucedido algo?
Ella cerró la puerta y, sin sonreír, me empujó hacia el interior de la habitación. Mientras yo la contemplaba inmóvil, se desabrochó la bata y dejó que se le escurriera de los hombros. No llevaba nada debajo. El detective innato que había en mí dedujo que no íbamos a volver a analizar el caso. El cuerpo de Leonora Bryson era una obra de arte; a su lado, los esfuerzos de Miguel Ángel no pasaban de ser una chapuza. Cada parte estaba firme, impecablemente modelada. Me sorprendí contemplando sus perfectos pechos.
—No comprendo… —musité aún sin mirarla a los ojos. Tal vez debería haber dejado de estudiar tan fijamente sus pechos, pero, ya que había sido obsequiado con ellos, habría sido una grosería o una ingratitud no hacerlo: como estar en la Capilla Sixtina y negarse a levantar la vista al techo.
—No diga nada —dijo todavía sin sonreír—. No quiero que hable.
Vino hacia mí y pegó su boca a la mía, introduciéndome la lengua, con lo cual la orden de no hablar estaba de más. Me sentía perplejo, pero decidí seguir el juego. Soy así de atento.
Me tumbó en la cama y me arrancó la poca ropa que llevaba de un modo casi frenético. Había en ella algo salvaje que logró contagiarme. Era más que pasión: mientras hacíamos el amor, los ojos le ardían con algo similar al odio; me arañaba con las uñas, me tiraba del pelo, me mordía la cara y el cuello.
Fue una sesión salvaje y apasionada de sexo, pero no pude evitar sentir que no me hubieran venido mal junto a la cama un árbitro y un ejemplar del reglamento de boxeo del marqués de Queensberry. Al acabar, a falta de unas sales aromáticas y de un segundo entrenador que me diese aire con una toalla, encendí un cigarrillo para cada uno. Ella permaneció recostada un rato fumando en silencio, antes de levantarse bruscamente, ponerse la bata y salir de la habitación sin decir palabra.
No me moví de la cama ni dije nada para detenerla. Todavía aturdido y confuso, deduje que acababa de ser usado, y tenía una idea bastante clara del motivo.
Ese pensamiento me hizo sentir sucio e indigno. Por eso, probablemente, no dejé de sonreír hasta quedarme dormido.