Capítulo cuatro

Quería averiguar más sobre Donald Fraser y, antes de volver a mi oficina, decidí llamar a Jock Ferguson desde la cabina telefónica de la esquina de Blythswood Square. Era la típica cabina reglamentaria de Glasgow: el exterior revestido toscamente de densa pintura roja que se desconchaba allí donde había empezado a abombarse; y el interior impregnado con el hedor reglamentario a orines rancios, cosa que me obligó a mantener entornada la pesada puerta. Por alguna razón que se me escapa, los glasgowianos han sufrido siempre una confusión que les impide distinguir la diferencia léxica entre «urinario», por un lado, y «cabina telefónica», «umbral de banco», «piscina» o «abrigo del aficionado de delante» en un partido de fútbol.

Tuve suerte y encontré a Jock en su despacho. Le pregunté si sabía algo de Donald Fraser, y él me dijo que nada, pero que indagaría por ahí. Quiso saber a su vez por qué se lo preguntaba, y le conté la verdad: que Fraser era un abogado de la ciudad, que quería contratarme, y que yo, simplemente, deseaba comprobar sus antecedentes antes de aceptar. Ferguson me llamaría más tarde para contarme lo que hubiera averiguado. También me dejó claro que la próxima vez que lo invitara a almorzar habría de ser en un sitio de más categoría que el Horsehead.

Volví a pie a mi oficina. El tiempo seguía demasiado caluroso para la época del año: bochornoso más bien, que era el único tipo de calor que hacía en Glasgow. Incluso en mitad de la ola de calor del verano, había sido como si la ciudad hubiera abierto sus poros y se hubiera puesto a sudar a mares. Algo de esa humedad, en todo caso, se me quedaba pegado en las narices y en el pecho: la vieja sensación que me asaltaba siempre que se avecinaba una buena niebla.

Al entrar en la oficina, vi que había llegado el correo de la tarde. Había un sobre que contenía una sola hoja de papel con una lista de nombres. Sin firma, sin una nota ni nada que indicara quién la había mandado. Isa y Violet no eran tal vez tan ingenuas como parecían.

De los nombres, solo reconocí tres, uno de los cuales resultaba ser el primero de la lista. Confié por un instante en que el Michael Murphy que la encabezaba no fuera el que me había venido a la cabeza de inmediato. Copié su nombre, junto con los demás, en mi libreta de notas.

MICHAEL MURPHY

HENRY WILLIAMSON

JOHN BENTLEY

STEWART PROVAN

RONALD MCCOY

Cinco nombres. Habían sido cinco los ladrones implicados en el robo de la Exposición Imperio. Pero uno de esos cinco era el propio Strachan; y suponiendo que el Michael Murphy de la lista fuera el Michael Murphy que yo estaba pensando, no podía creer que él hubiera formado parte de la banda.

Durante su visita a mi oficina, una de las gemelas, Isa —o quizás era Violet— me había dejado un número de teléfono. Llamé. Era Isa, a fin de cuentas. Le pregunté si el Michael Murphy de la lista era Martillo Murphy; ella me dijo que no lo sabía seguro, pero que era posible. Su padre había conocido a Murphy.

—¿Cuál era la relación de su padre con él? —pregunté.

—Papá conocía a todos los hermanos Murphy. Me parece que hacían algún trabajo para él. De vez en cuando. Mamá decía que eso fue antes de que Michael Murphy prosperase y se volviera importante por propio derecho. Pero él venía a veces de visita. Yo no recuerdo haberlo visto en casa; pero, claro, era muy pequeña entonces.

—¿Y Henry Williamson? —Ese nombre me había llamado la atención; no parecía típico de Glasgow.

—Era un buen amigo de papá. Tampoco lo vi nunca. Según decía mamá, papá lo conocía desde hacía mucho. Desde la guerra. La Primera Guerra Mundial, quiero decir.

—¿Su padre combatió en la Primera Guerra Mundial?

—Sí. Fue un héroe, ¿sabe?

—No se me habría ocurrido que su padre tuviera la edad suficiente para haber participado.

—Fue cerca del final de la contienda.

—¿Y allí conoció a Williamson?

—Eso creo.

—¿Williamson también pertenecía al mundo del crimen?

Hubo un breve silencio. Me pregunté si la habría ofendido al recordarle los orígenes de la fortuna de su padre.

—No lo sé. Sinceramente —respondió al fin—. No creo que el señor Williamson hubiera ido nunca a la cárcel ni nada semejante, pero no lo sé con seguridad. Dejó de venir a casa cuando papá se marchó. Pero antes se veían continuamente.

—¿Sabe dónde puedo localizarlo o dónde vive?

—No. Lo único que sé es que lo conocía de la guerra. Pero no creo que él fuese de Glasgow.

—Ya…

Repasé los otros nombres con Isa. Yo conocía un par de ellos; es decir, advertí que los conocía cuando ella me dio algunos detalles. Ambos eran ladrones, tipos violentos. Empezaba a pensar que había muchas probabilidades, a fin de cuentas, de que tuviera en mis manos los nombres de la Banda de la Exposición Imperio. Pero ¿realmente iba a ser tan fácil? En el año 38, la policía debía de haber manejado la misma lista de nombres, pero no le echó el guante a un solo ladrón.

Ya únicamente me quedaba preguntar por John Bentley.

—Tampoco lo conocí. Mamá decía que había oído mencionar su nombre a papá hablando con los demás. Solo eso.

Antes de visitar a Willie Sneddon, llamé por teléfono y pedí cita. Me atendió una secretaria.

Así se habían puesto las cosas para tratar con Sneddon: secretarias, citas concertadas, reuniones en oficinas…

El tipo era con diferencia el más pérfido y peligroso de los Tres Reyes. Lo cual era mucho decir teniendo en cuenta que Martillo Murphy no se había ganado su apodo por sus destrezas de carpintería precisamente. Pero lo que volvía a Sneddon más peligroso que nadie era su cerebro. Cada año aparecían varios Willie Sneddon en los barrios bajos de Glasgow: gente que, pese a la falta de estímulos, poseía la inteligencia natural suficiente para abrirse paso y salir de las alcantarillas. Más de la mitad de ellos no lo conseguiría: la obsesiva conciencia de clase británica ponía barreras en su camino a cada paso. Los demás lo lograrían contra todo pronóstico y se convertirían en cirujanos, en ingenieros, o incluso en ese tipo de magnates de los negocios que se han hecho a sí mismos.

Y un par de individuos, como Willie Sneddon y Joe Gentleman Strachan, utilizarían el cerebro para ejercer un dominio de terror entre el hampa de la ciudad. Sneddon era demasiado poco importante veinte años atrás para llamar la atención de Strachan; pero si este no hubiese desaparecido, seguro que los caminos de ambos se habrían cruzado tarde o temprano. En el sentido de «esta ciudad no es lo bastante grande para los dos hombres».

Pero sus caminos no llegaron a cruzarse, y Willie Sneddon había encontrado pista libre para tratar de dominar el submundo criminal de Glasgow, cosa que había logrado, para gran frustración de los otros dos Reyes, Murphy y Cohen. En principio, se habían repartido la ciudad a partes iguales, aunque la parte de Sneddon había resultado ser más igual que las otras. Él era el más joven de los Tres Reyes y había llegado más lejos y mucho más deprisa que los otros dos. Y todo el mundo sabía que la carrera de Sneddon hacia la cima no había concluido.

Igual que Strachan, Sneddon se había cuidado especialmente de ver solo la prisión de Barlinnie desde lejos cuando pasaba con su Jaguar por la A8. Había tenido, cómo no, algunos encontronazos con la policía de Glasgow, pero su reputación no había sufrido ningún borrón indeleble. Gracias a su relación con el untuoso abogado George Meldrum y a su liberalidad a la hora de repartir sobres marrones llenos de billetes, no había estado jamás entre rejas. Corría el rumor incluso de que era amigo del comisario McNab, dado que ambos eran miembros de la Orden de Orange, de los francmasones y de vaya usted a saber qué otra sociedad secreta del tipo «montemos un ritual estrafalario para demostrar cuánto odiamos a los fenianos[1]».

Sneddon, además, era rico. Casi inexplicablemente rico. Tenía más dinero que los otros dos Reyes juntos, más de lo que nadie habría sido capaz de justificar. Yo, personalmente, nunca había visto mucha diferencia entre los hombres de negocios y los gánsteres, dejando aparte que, seguramente, me habría fiado más de la palabra de un gánster. Sneddon combinaba la crueldad despiadada del jefe de una banda criminal con la codicia y la perspicacia de un magnate de los negocios, y era esa particularidad, a mi modo de ver, la que lo convertía en una fiera de otro tipo, en un depredador situado en lo alto de la cadena alimentaria: en un superdepredador, como los llaman los zoólogos.

Las cosas estaban cambiando deprisa para Sneddon. En los últimos años había reinvertido la mayoría de sus ganancias ilícitas en negocios legales. Estos habían empezado siendo meras tapaderas, pero él había descubierto con el tiempo que, aunque los beneficios no fueran tan elevados como los de sus actividades ilegales, los riesgos eran mucho menores. En la actualidad dirigía una próspera empresa de importación totalmente legal, una agencia inmobiliaria y tres concesionarios de coches, además de poseer acciones de uno de los principales astilleros de reparación del Clyde.

Y pagaba íntegramente sus impuestos con toda puntualidad. Escrupulosamente.

Ahora, pues, Willie Sneddon (de quien se contaba que una vez, en uno de sus gestos más imaginativos, le había hervido los pies a uno de sus rivales hasta que se le desprendió la carne a trozos, simplemente porque el criminal en cuestión había hablado de «dejar que Sneddon se cueza en su propia salsa»), ahora, como digo, se codeaba con terratenientes, con dueños de astilleros, con magnates y altos cargos de las grandes empresas.

Pero, según se decía, aún mantenía a su servicio a Deditos McBride, su torturador en jefe, así como a un séquito de matones trajeados al estilo de los Teddy boy, entre los que figuraba Singer[2], un mudo apodado así irónicamente. A veces me preguntaba cómo se las habría arreglado Deditos McBride —un tipo tan sobrado de músculos y crueldad como falto de cerebro y sutileza— para adaptarse a aquel nuevo entorno comercial. Me lo imaginaba ataviado con bombín y traje de raya diplomática, y llevando su cortapernos (el que usaba para arrancarles los dedos a las víctimas poco locuaces) en un maletín.

La secretaria de Sneddon intentó aplazar mi cita hasta el día siguiente, pero yo tiré de mi encanto y tenté la suerte, diciéndole que se trataba de un asunto acuciante y de gran importancia, aunque solo le robaría diez minutos de tiempo. Ella me pidió que aguardase mientras consultaba a su jefe y, cuando volvió a ponerse al aparato un minuto más tarde, me dijo que Sneddon podía recibirme en un cuarto de hora.

El teléfono sonó casi en cuanto colgué. Era Jock Ferguson.

—He preguntado por ahí sobre Donald Fraser. Es un tipo tan kosher como un carnicero de Tel Aviv. Se ocupa sobre todo de derecho contractual. No me habría imaginado que llevara también casos de divorcio. —Ferguson había asumido la hipótesis más obvia; yo decidí no desengañarlo.

—Creo que está llevando este caso como un favor. Un favor personal a un cliente. ¿Has averiguado algo más sobre él?

—No hay nada que averiguar. Se educó en el Fettes College de Edimburgo y, durante la guerra, estuvo en la Guardia Local, esa organización de defensa local integrada por voluntarios y dedicada a la vigilancia de costas y puntos estratégicos del Reino Unido. La mala vista le impidió alistarse en el ejército regular, al parecer. Su padre había sido oficial en la Primera Guerra Mundial.

—Vaya, Jock, tu departamento de inteligencia es mucho mejor de lo que pensaba.

—No creas. Uno de los veteranos de aquí, el comisario en jefe Harrison, conoció a Fraser durante la guerra. Son amigos, por lo visto. Así que deduzco que es de fiar.

—Perfecto. Gracias, Jock. Es lo único que quería saber.

—¿Y qué tal van tus pesquisas sobre el robo de la Exposición? ¿No te ha soltado nadie una patada en los dientes?

—Todavía no. Pero ya que estamos…

—Me lo temía. —Ferguson suspiró al otro lado de la línea.

—Ya que estamos… —proseguí—, ¿qué sabes de Henry Williamson y John Bentley?

—Esta es fácil —dijo Ferguson—. Nada. Nunca he oído hablar de ellos. Bueno, conozco a un par de Williamson, pues no es un apellido infrecuente, pero ninguno de ellos está relacionado con ese mundillo y menos aún que pudieran haber conocido a Joe Strachan. Y no recuerdo que ninguno de los dos se llame Henry. Podría preguntar, supongo, pero entonces quizá me invites a otra empanada Horsehead, y sospecho que se llaman así por la carne de rocín viejo con la que está hecha, y no por el nombre del bar.

—De acuerdo. La próxima vez será en un restaurante italiano…

Ya lo había llevado en alguna ocasión a Rosseli’s. En Glasgow, la comida italiana era tan exótica como la que más, y Jock se había pasado cinco minutos hurgando recelosamente con el tenedor en sus espaguetis. Cuarenta minutos y dos botellas de Chianti barato después, parecía habérsele desarrollado un verdadero entusiasmo por la cocina italiana. O al menos tanto entusiasmo como Jock Ferguson era capaz de mostrar. A un tipo como él no podías imaginártelo rodeándole los hombros al camarero con un brazo y entonando O sole mio.

—¿Sabes alguna cosa más concreta sobre ellos? —me preguntó—. Para que sepa por dónde empezar a averiguar.

—Bueno, creo que Williamson fue compañero de armas de Joe Strachan en la guerra. En la Primera Guerra Mundial. —Acababa de decirlo cuando oí al otro lado de la línea algo tan inusitado como el ruido de un váter en el barrio de Dennistoun: Ferguson riéndose.

—¿Dónde está la gracia?

—¿Un compañero de armas? —exclamó—. ¿Es una manera educada de decir un compinche de deserción?

—Creía que Strachan tenía una hoja de servicios deslumbrante —comenté—. Su hija me dijo que fue un héroe de guerra.

Más risas.

—Mira, Lennox, Strachan era capaz de convencer a quien quisiera de las chorradas más increíbles. ¿Sabes por qué todos lo llamaban Joe Gentleman?

—He oído decir que vestía ostentosamente y que le gustaban los lujos y la buena vida. Claro que cuando procedes de Gorbals, un papel higiénico que no te deje el trasero manchado de tinta ya cuenta como un lujo, supongo.

—Strachan no vestía con ostentación, Lennox. Vestía bien. Sabía escoger la ropa, sabía cuándo, cómo y dónde llevarla. Era al cien por cien de Gorbals, como dices, pero podía hacerse pasar por cualquier otro tipo de persona del círculo social que fuera. De hecho, lo creas o no, fue esa capacidad la que indujo en un principio al departamento de Investigación Criminal a sospechar que era él el responsable del golpe de la Exposición y de los otros grandes robos.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Una cajera mencionó por casualidad que había atendido a un gentleman alto, bien vestido y bienhablado, un par de semanas antes de que el banco fuese atracado. El tipo había ido a cobrar un giro postal, pero ella recordaba que el caballero le había formulado muchas preguntas. Luego, al investigar los otros robos y pedir a los testigos que hicieran memoria, varios de estos recordaron a un gentleman alto, bienhablado y bien vestido que había mantenido algún tipo de contacto con ellos unas semanas antes del golpe.

—¿Y la descripción encajaba con Strachan?

—Realmente, era algo distinta cada vez, pero había suficientes semejanzas. Fue por casualidad como salió todo a relucir: a nadie se le había ocurrido sospechar, porque un gentleman no perpetra delitos. ¿Y sabes dónde aprendió Strachan ese truco de salón? Pues en el ejército, al final de la Primera Guerra Mundial.

—Entonces, ¿llegó a estar en el servicio activo? Me habían dicho que se presentó voluntario a los quince años…

Ferguson soltó un bufido desdeñoso y me explicó:

—Joseph Strachan no era de los que se presentan voluntarios. Durante la mayor parte de la guerra no tenía la edad suficiente, pero cuando ya estaba concluyendo, lo llamaron a filas. Todavía no había sonado el último disparo, y el joven Strachan mostró su iniciativa largándose de permiso sin causarles a sus superiores la molestia de autorizarlo.

—Fue entonces cuando desertó…

—Más que desertar… Strachan poseía una peculiar habilidad para imitar voces, acentos, gestos…

—¿Quieres decir que lo que perdió el mundo del espectáculo lo ganó el arte del robo a mano armada?

Un breve silencio. Me imaginé a Ferguson poniendo cara de impaciencia: no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran.

—En fin, podía hacerse pasar por cualquiera. Por personas de la clase o la nacionalidad que fuera: escocesas, inglesas, galesas… Cuando desertó, no puso pies en polvorosa y procuró pasar desapercibido, como habría hecho la mayoría. ¡Ah, no! El joven Strachan birló además un par de uniformes de alférez para hacerse pasar por un oficial de permiso. Engañó a todo el mundo. Se pasó seis semanas acumulando deudas en la cantina militar y en los burdeles.

—¿Seis semanas? Me sorprende que aguantara tanto. Hacerte pasar por un oficial simulando un acento distinguido me parece factible episódicamente. Pero no es solo cómo hablas, sino las conversaciones que has de mantener para resultar creíble.

—Sí… Me imagino que tú eres un experto en la materia, Lennox. —Ferguson no trató de ocultar la inflexión desdeñosa de su voz—. Siendo como has sido oficial y alumno de un colegio elegante… ¿Qué me estás diciendo?, ¿que Strachan inevitablemente se habría delatado al usar la cuchara equivocada, o al sujetar mal la taza de porcelana?

—Simplemente, no veo cómo un matón de Gorbals podía resultar convincente en el papel de un oficial educado en un colegio privado.

—Pues te equivocas. Por eso lo llamaban Joe Gentleman, ya te lo he dicho. Era capaz de adoptar un papel sin pensárselo siquiera. Puedes imaginártelo quizá como un palurdo de Gorbals, pero era un palurdo avispado. No solo imitaba el acento, sino que sabía cómo moverse. Aunque hubiera dejado el colegio a los trece años, saltaba a la vista que era un cabronazo con mucho cerebro. Cuando no estaba apuntándole a la cara al cajero de un banco, tenía las narices metidas en algún libro. Sentía la obsesión de aprender cosas. Y por eso, según cuentan, se salió con la suya en esa comedia del oficial de permiso. Sabía qué debía decir en cada momento. Se rumorea que llegó a conocer a Percy Toplis, el famoso criminal e impostor a quien se le atribuyó la responsabilidad de un amotinamiento de las tropas británicas durante la Primera Guerra Mundial, y que fue de ese tal Toplis de quien sacó la idea de interpretar el papel de un oficial.

—Pareces saber mucho sobre la vida de Strachan, Jock.

—Es que era toda una leyenda entre los veteranos del departamento. Yo creo que inspiraba una especie de respeto reticente, ya me entiendes. Pero eso se acabó cuando mataron a tiros a aquel agente. O sea que, sí, no es difícil saber un montón de cosas sobre Strachan si eres un poli de Glasgow. A lo cual hay que añadir que el comisario McNab no ha parado de contarme historias sobre él desde que sacaron esos huesos del río.

Pensé un momento en el interés personal de McNab en Strachan. Presentía que iba a tener que moverme con mucho tiento alrededor del comisario: como esos peces piloto que nadan junto a los tiburones sin llevarse una dentellada.

—Si fue un desertor durante la guerra, ¿cómo es que no acabó delante de un pelotón de fusilamiento? —pregunté.

—No sé gran cosa sobre eso, pero deduzco que debió de salvarse a base de labia. Algo que se le daba muy bien, según dice todo el mundo. Y tenía a su favor las estadísticas: hubo más de tres mil condenados a muerte, pero solo unos trescientos fueron fusilados.

Asentí lentamente mientras asimilaba la información. Los británicos habían sido, durante la Primera Guerra Mundial, casi tan entusiastas disparando a los suyos como disparando al enemigo. Muchos de los que acabaron atados a un poste y abatidos por un pelotón eran soldados con un notable historial militar, cuyos nervios habían sido triturados por unos mandos incapaces de reconocer la llamada «fatiga de combate», ese síndrome mental traumático que nada tiene que ver con la cobardía. Y muchos otros soldados eran niños aterrorizados que habían mentido sobre su edad para servir al rey y a la patria. Uno de los momentos más gloriosos del Imperio británico se produjo cuando fusilaron a un «cobarde» que acababa de cumplir dieciséis años.

—Se rumoreaba, por lo visto —prosiguió Ferguson—, que Strachan había eludido un consejo de guerra sumarísimo y un pelotón de fusilamiento porque se había ofrecido a realizar labores de reconocimiento. Ya me entiendes, salir de las trincheras tú solo por la noche y arrastrarte por el barro para averiguar lo que pudieras sobre la posición del enemigo: alambre de espino, puestos de ametralladoras, ese tipo de cosas. Quizá de ahí sacaron sus hijas la idea absurda de que había sido un héroe de guerra. Era una misión peligrosa, sin duda, pero tenías menos probabilidades de recibir un disparo arrastrándote así, de noche, que atado a un poste frente al pelotón. En fin, ¿ya has ido a ver a Billy Dunbar…, ese tipo cuya dirección te he dado antes?

—Todavía no.

—También tengo el nombre del testigo del que hemos hablado: el conductor del furgón. Pero no vas a sacar gran cosa de él.

—¿Por qué?

—Pues porque Rommel se te adelantó. Si quieres encontrarlo, tendrás que ir al desierto del norte de África y escarbar en la arena. Al parecer, una mina alemana mandó su cabeza hacia Tobruk y su trasero hacia el ecuador.

—Fantástico. Gracias por comprobarlo, de todos modos. Hay otra cosa más, Jock…

—¡Ah, no me digas que quieres algo más! ¿Cómo es que no me sorprende?

—Es otro nombre que necesito comprobar. ¿Podrías ver si tienes algo sobre un tipo llamado Paul Downey? Creo que es actor. Y fotógrafo a tiempo parcial.

—Por qué no, ¡qué diantre! No tengo nada más que hacer que satisfacer tus caprichos. ¿Algo que ver con lo de Strachan?

—No, no. Es un caso completamente distinto. El hijo de alguien que anda con malas compañías, ese tipo de embrollo.

—¿Dices que es actor?

—Eso me han dicho. O fotógrafo, o ambas cosas.

—De acuerdo, ya lo buscaré. Pero te lo advierto, Lennox: voy a cobrarme todos estos favores. La próxima vez que te pida una información espero obtenerla a la primera. Sin rodeos.

—Me parece justo —mentí, aunque de modo convincente.

—Y otra cosa, Lennox.

—Dime.

—Te las has arreglado muy bien últimamente para no meter las narices donde no debes. No vuelvas a hundirlas en la mierda, porque te sale lo peor que llevas dentro. ¿Me entiendes?

—Te entiendo, Jock. —¡Vaya si lo entendía!

Mi última reunión con Willie Sneddon había tenido lugar en un burdel, provisto también de un local de peleas a puño limpio, que acababa de adquirir por entonces. No le faltaba creatividad a la hora de combinar rubros distintos. El lugar en el que ahora me encontraba, sin embargo, era harina de otro costal.

Las oficinas de Paragon Importación y Distribución estaban cerca del muelle Queen’s, en un enorme palacio comercial de ladrillo rojo que el hollín había transformado en un negro oxidado. Era el tipo de lugar que los victorianos habían construido como si fuese una catedral mercantil, y a mí me recordaba a los inmensos almacenes decorados que había visto en Hamburgo al final de la guerra.

La oficina era enorme y estaba revestida de paneles de una madera noble tan exótica y lustrosa que daba la impresión de que habría sido más barato empapelar las paredes con billetes de cinco libras. Sneddon se encontraba sentado tras un descomunal escritorio de marquetería que habría merecido ser botado en el Clyde como un portaaviones. Encima, había tres teléfonos: uno negro, uno marfil y uno rojo. El resto de los objetos que decoraban el escritorio parecían de anticuario. A un lado, reposaba un pequeño montón de libros; y justo frente a él, sobre el papel secante, había una pila de carpetas.

Willie llevaba un lujoso traje de espiga gris, camisa de seda y corbata de color borgoña. Yo nunca lo había visto vestido con nada que no pareciese de Savile Row. Su presencia física, en conjunto, inspiraba recelo automáticamente. No era muy alto y tenía un aire más bien fornido sin resultar corpulento: pura fibra y músculo, como si estuviera hecho únicamente de soga de barco. Esa impresión y la fea cicatriz de un navajazo en la mejilla derecha te revelaban que la violencia surgía con toda naturalidad de aquel hombre.

Me pregunté qué pensarían de aquella cicatriz sus nuevas y distinguidas amistades.

—¿Qué coño quieres, Lennox? —soltó a modo de saludo. Supuse que Cómo ganar amigos e influir en las personas de Dale Carnegie no debía de figurar entre los libros de su escritorio.

—Ha pasado mucho tiempo —dije tomando asiento sin que me invitara a hacerlo—. Parece que las cosas le van muy bien, señor Sneddon.

Él me miró en silencio. Su capacidad para dar palique convertía, en comparación, a Jock Ferguson en un charlatán.

—Quería saber si podía echarme una mano —proseguí jovialmente, sin arredrarme—. Usted era amigo de Billy Dunbar. Me gustaría saber si podría indicarme dónde encontrarlo. Parece haberse borrado del mapa.

—¿Billy Dunbar? —repitió frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué cojones iba a saberlo? No he tenido noticias suyas desde hace más de diez años. Billy Dunbar… —Se detuvo un momento, pensativo—. ¿Para qué coño quieres a Billy Dunbar?

—Es solo una idea. Quizá descabellada. La policía lo atrapó y le dio una buena tunda en el año 38 a cuenta del robo de la Exposición Imperio. Quería hablar con él del asunto.

Un destello cruzó fugazmente el rostro de Sneddon antes de que respondiera. Pero no me dio tiempo de descifrarlo.

—¿Para qué? —preguntó—. ¿Tiene algo que ver con la aparición de Joe Gentleman Strachan en el fondo del Clyde?

—Bueno, sí…, de hecho, sí.

—¿Y qué tienes tú que ver con esa historia?

—Me han contratado para investigar. Para que me asegure de que el cuerpo encontrado era realmente de Strachan.

—¿Y por qué coño no habría de serlo? Tiene sentido; encaja con el momento de su desaparición.

—¿Usted conoció a Strachan?

—No. Había oído hablar de él, claro. Era el tipo con más cojones en aquel entonces…, pero nunca llegué a conocerlo. ¿Y por qué crees que podría no ser Strachan el que encontraron?

—No he dicho que lo crea. Pero me han pedido que me cerciore. Quería hablar con Billy Dunbar y he pensado que acaso usted tendría una dirección más reciente de él.

—Deja al margen a Billy. Era un buen elemento, un tipo de fiar. Pero decidió reformarse hace un montón de años y quería que lo dejaran en paz. Los polis le dieron la mayor paliza de su vida, y él no les contó nada. Vamos, ellos andan siempre repartiendo puñetazos, pero aquello fue distinto. Lo que hicieron con Billy y algunos otros fue auténtica tortura, qué cojones. Pero él no tenía nada que contarles.

—Ya veo. ¿Y seguro que no sabe dónde podría encontrarlo?

—¿Cuántas veces he de repetírtelo, joder?

Me puse de pie.

—Siento haberle molestado, señor Sneddon.

Él permaneció sentado en silencio. Fui hacia la puerta.

—¿Quieres mi opinión? —me dijo desde la otra punta de la inmensa alfombra. Me di media vuelta.

—¿Sobre qué?

—Sobre cómo podría resolver el gobierno la crisis de Chipre… ¿Sobre qué cojones crees, joder? Sobre Joe Gentleman.

—De acuerdo —dije, vacilante.

—Esa persona que encontraron en el fondo del río no era Joe Gentleman Strachan.

—¿Por qué lo dice? Me ha parecido entender que usted no lo conoció. ¿Qué lo induce a pensar que no era él?

—Yo ocupé su lugar, Lennox. Si Joe Strachan no hubiera desaparecido, sería él quien estaría sentado aquí, y no yo. Era una jodida leyenda en esta ciudad. Y el robo de la Exposición Imperio es la clase de golpe con la que sueña cualquier bocazas de mierda. Un trabajo de manual.

—Pero se cargaron a un policía —dije mientras trataba de imaginarme qué manuales leían los hampones de Glasgow.

—Sí…, ahí fue donde se jodió todo. Escucha, Lennox: después de la guerra, yo me puse al frente de todos los asuntos que manejaba Strachan. O al menos de los que nosotros conocíamos. Ese tipo lo tenía todo planeado, era puro cerebro. Yo soy capaz de ponerme en su lugar. Porque me he puesto en su lugar, para que me entiendas. Supongamos, entonces, que yo soy Joe Gentleman. Ahí me tienes: acabo de dar los tres mayores golpes de la historia y, como tú dices, el último se ha saldado con un policía muerto. Incluso si el agente no hubiera caído durante el atraco, la policía me va a andar detrás como la mierda en el faldón de una camisa. Cuestión de orgullo, ¿entiendes? Ningún poli desea que su territorio se recuerde como el escenario del mayor robo realizado jamás con éxito.

»Bueno, como te digo, ahí me tienes, después de ese trabajo, con un montón de dinero que no hace falta lavar y con todo cuanto hubiera en ese furgón de seguridad. Pero resulta que me he ventilado a un policía y que lo tengo jodido para seguir en Glasgow. He contado con otros cuatro hombres para hacer el trabajo. Tal vez fue uno de ellos quien se ventiló al poli; tal vez fui yo. En todo caso, probablemente mi nombre es el único que la policía va a averiguar. Así pues, divido el botín, quedándome una parte más grande, porque he de empezar de cero en otro lugar. Quizás uno de mis hombres arma un escándalo. Yo me lo cargo, lo visto con mi ropa, le meto en el bolsillo la pitillera con mis iniciales que todo el mundo sabe que llevo siempre encima y lo tiro al río. Si no lo encuentran, perfecto. Si lo encuentran, la policía pensará que no vale la pena seguir buscándome.

—Veo que lo ha pensado detenidamente, señor Sneddon.

—Sí, así es. He tenido tiempo para hacerlo, precisamente, porque Strachan desapareció. O sea que, sí, lo he pensando bien. Sobre todo porque siempre me he mantenido un poco alerta por si el muy cabrón volvía a salir a la superficie…, aunque no como han salido esos huesos, claro está. Pero ahora… —Alzó las manos para mostrar lo que lo rodeaba—. Ahora estoy dejando atrás todo eso. Me he convertido en un hombre de negocios, Lennox. Mis hijos podrán hacerse cargo de mis bienes sin tener que tragarse toda la mierda que la policía ha tratado de endosarme a lo largo de estos años. Si Joe Gentleman Strachan regresa de la tumba, será un problema de Murphy y Cohen, pero mío, no.

—¿Tan seguro está de que no ha muerto?

Sneddon se encogió de hombros y replicó:

—Como he dicho, yo nunca me tropecé con él. No lo conocí. Pero por lo que sabía sobre él, me inclino a pensar que era demasiado escurridizo para acabar asesinado por uno de los suyos. Demasiado escurridizo y demasiado peligroso. Por cierto, tampoco creo que Billy Dunbar tuviera nada que ver con él. Me parece que andas desencaminado, además.

—Bueno, gracias por dedicarme tiempo, señor Sneddon. Creía que usted podía ayudarme a localizar a Dunbar.

—Pues resulta que no. Y vete al carajo.

Dejé a Sneddon en su palacio comercial, preguntándome si también concluía así sus reuniones del Rotary Club.

Glasgow poseía tres estaciones de tren principales; cada una de ellas, un colosal edificio victoriano: las estaciones de Queen Street y Saint Enoch, y la Estación Central. Las tres se encontraban a poca distancia a pie, aunque asumían distintos destinos. Si todos los caminos llevaban a Roma, todas las vías de ferrocarril conducían al centro de Glasgow. Cada estación conectaba con su equivalente de Londres, enlazando así las dos ciudades más importantes del Imperio británico: Queen Street asumía el tráfico de King’s Cross; Saint Enoch, el de Saint Pancras y la Estación Central, el de Euston; y cada una de ellas tenía adosado un enorme y magnífico hotel.

Mi oficina estaba en Gordon Street, justo enfrente de la Estación Central y de la imponente mole del hotel Central, incrustada en el conjunto. Este hotel era el tipo de establecimiento donde resultaba más probable tropezarse con una estrella de cine o un miembro de la realeza que con una persona normal de Glasgow, lo cual no dejaba de ser irónico, teniendo en cuenta que me disponía a interrogar a una estrella de cine sobre su tropiezo con un miembro menor de la realeza. El hotel Central había cobijado bajo su techo a personajes tales como Winston Churchill, Frank Sinatra y Gene Kelly; para no hablar del gran Roy Rogers y de su caballo Trigger que disponía, al parecer, de una suite para él solo.

La recepcionista llamó a la suite de Macready y me indicó que aguardara, pues alguien bajaría a buscarme. Yo me dispuse a esperar en el impresionante vestíbulo de mármol.

Al telefonear desde mi oficina para concertar la cita, había hablado con una joven de acento americano y tono tan gélido que el Polo Norte habría parecido cálido en comparación. Ella ya esperaba mi llamada; Fraser debía de haberla preparado.

Acababa de hundirme hasta los sobacos en el mullido cuero rojo de un sillón y estaba hojeando un periódico cuando oí de nuevo aquella voz glacial. Al alzar la vista, me hallé bajo la frígida mirada de una diosa nórdica de unos veinticinco años con una silueta perfecta. Las ondas de su pelo rubio claro parecían naturales, en lugar de ser el resultado de una permanente, y los carnosos labios pintados de rojo intenso acentuaban el tono azul Prusia de los ojos. Llevaba un traje de chaqueta gris y una blusa blanca que realzaban sus curvas. Y sus piernas parecían tan interminables que me sorprendió ver que se detenían en el suelo. Me sorprendí a mí mismo contemplándola de arriba abajo. Ella, a su vez, me sorprendió contemplándola, y el hielo de sus ojos azules descendió varios grados más.

—¿Señor Lennox? —preguntó con inequívoco desagrado, como si hubiera hundido el fino tacón en los excrementos de un perro.

—Yo soy Lennox —dije arreglándomelas para no añadir «y tu rendido servidor».

—Yo soy Leonora Bryson, la ayudante del señor Macready.

—Afortunado Macready… —murmuré con una sonrisa que una ramera habría encontrado grosera, y me zafé con un esfuerzo considerable del sillón de cuero rojo.

—Sígame, señor Lennox —indicó ella, girando sobre sus tacones.

Sonaba como una orden, aunque la verdad era que seguirla podría haberse convertido muy bien en mi segundo pasatiempo favorito. Tenía una cintura de avispa que realzaba la maravillosa turgencia de los muslos y del trasero. Y me quedo corto. Lamenté de veras que llegáramos al ascensor. El ascensorista que nos abrió la puerta de acordeón era un glasgowiano raquítico de rostro arisco y macilento que, cuando la señorita Bryson entraba en el camarín, me sostuvo la mirada una décima de segundo. «¡Ay, sí, hermano —pensé mientras nos mirábamos—. Ya lo sé!».

Salimos del ascensor, y Leonora Bryson me guio por un laberinto de pasillos revestidos de lujosos paneles de madera. A mí no me preocupaba encontrar el camino de vuelta: me bastaría con seguir el rastro de babas que iba dejando. Las puertas que íbamos dejando atrás estaban tan espaciadas que se deducía que allí se encontraban las suites del hotel. Deteniéndose ante una de ellas, la señorita Bryson abrió sin llamar aquella plancha de roble de cincuenta kilos y accedimos a una habitación enorme. A solo un par de kilómetros, un espacio semejante habría dado cabida a tres familias. Esa era una de las cosas de Glasgow que más me habían llamado siempre la atención: no solo que existiera un inmenso abismo entre ricos y pobres, cosa que percibías prácticamente en cualquier ciudad de Gran Bretaña, sino que allí se diera a mucha mayor escala, de un modo más estentóreo y brutal. La riqueza en Glasgow era vulgar y ostentosa —cosa nada británica—, como si tratara de hacerse oír acallando la ensordecedora pobreza general. Yo no era izquierdista, pero, a pesar de la revolucionaria política asistencial implantada en la posguerra por el viejo Clement Attlee, a veces toda aquella injusticia me enfurecía.

En el salón de la suite había un par de gorilas: tipos corpulentos que vestían trajes chillones, camisas todavía más chillonas y corte de pelo a lo marine. Obviamente, eran los guardaespaldas enviados por la productora. Se los veía totalmente fuera de lugar en Glasgow; habría jurado que su bronceado de California desaparecía a ojos vistas. Un hombre, posiblemente tan alto y fornido como los propios gorilas, se puso de pie cuando entramos. En voz baja, con tono amistoso pero firme, les dijo que nos dejaran solos. Mi nórdica doncella de hielo salió con ellos.

—¿Señor Lennox? —John Macready lució la misma sonrisa de cien vatios que le había visto en la foto publicitaria. Le estreché la mano—. Siéntese, por favor. ¿Le sirvo una copa?

Yo le dije que un whisky escocés estaría bien, pero que un bourbon todavía estaría mejor.

—No sabía que era americano, señor Lennox.

—No. Soy canadiense. Pero prefiero el whisky de centeno.

Me tendió un pesado trozo de cristal lleno de licor y hielo.

—¿Canadiense? ¡Ah…! No acababa de identificar su acento. —Macready se había sentado frente a mí. Iba meticulosamente bronceado, ataviado y acicalado —manicura incluida—, incluso hasta cierto grado artificioso: una irrealidad agravada por el hecho de que era extremadamente apuesto. Ahora redujo los vatios de su sonrisa—. Sé que ha sido contratado por el señor Fraser. Supongo que él se lo habrá contado todo.

—Me ha contado todo cuanto necesito saber sobre el chantaje, si se refiere a eso, señor Macready.

—¿Y las fotografías? ¿Se las mostró?

—Me temo que tuvo que hacerlo.

Me sostuvo la mirada abiertamente, sin el menor atisbo de vergüenza.

—Doy por supuesto que comprende usted qué podría significar para mi carrera que esas fotos fueran publicadas.

—La naturaleza misma de las fotografías implica que no pueden hacerse públicas. Cualquier periódico o revista que las sacara en sus páginas, aunque fuera con bandas negras estratégicamente situadas, sería procesado según la ley de Publicaciones Obscenas. Pero no radica ahí el peligro. Lo que sí puede hacer un periódico es proclamar que se halla en posesión de las fotografías y describir su contenido en términos generales. Le corresponde entonces a usted negar tales afirmaciones, cosa que no puede hacer porque, aunque sean impublicables, son plenamente admisibles como prueba ante un tribunal en un juicio por libelo. Y también, hay que añadir, en un proceso criminal. Estará enterado, supongo, de que los actos reflejados en las fotos son ilegales bajo la ley escocesa.

—También bajo las leyes americanas, señor Lennox.

—Sí, pero los escoceses sienten un especial entusiasmo por llevar este tipo de casos a juicio. Es el celo presbiteriano.

—Créame, señor Lennox, estoy perfectamente enterado. Macready no es un nombre artístico; soy de origen escocés. Mi padre y mi abuelo eran diáconos de la iglesia presbiteriana de Virginia Occidental.

—¿Su padre tiene conocimiento de…? —Me devané los sesos, buscando un término apropiado, pero me quedaba atascado a medio camino entre «inclinación» y «problema». Macready captó mi incomodidad y soltó una risita amarga.

—Mi padre nunca lo ha hablado conmigo, ni yo con él, pero no me cabe duda de que lo sabe. Pese a mi hoja de servicios en la guerra, mi éxito en la gran pantalla y la riqueza que he acumulado, lo único que veo en sus ojos cuando me mira es una gran decepción. Y una gran vergüenza. Y como ha señalado usted, señor Lennox, mis preferencias sexuales me convierten por alguna razón en un criminal. Pero quiero dejarle esto absolutamente claro: no me avergüenzo en modo alguno de lo que soy, de quién soy. Es mi naturaleza, no un rasgo criminal ni una perversión sexual. No me he convertido en lo que soy porque alguien me toqueteara de niño, ni porque padezca una libido ilimitada que no se vea capaz de contener un solo género. Dicho sea de paso, esta última descripción sí puede aplicarse a un famoso héroe de aventuras de capa y espada.

—Pero los estudios…

—Ellos están al corriente. Hace años que lo saben. Les inquieta, desde luego, pero no por ningún retorcido concepto de moralidad sexual. Lo único que les importa es el impacto que podría tener en la recaudación de taquilla. En la última línea del balance. Le aseguro que Hollywood tiene una visión mucho más liberal del mundo que el condado de Fayette, de Virginia Occidental…, o que Escocia. Mi homosexualidad es un secreto a voces en los círculos de Hollywood, señor Lennox. Pero se mantiene bien oculta a las multitudes que hacen cola frente a los cines de Poughkeepsie, Pottsville o Peoria. El personaje que aparece en la pantalla como «John Macready» es una falsedad…, pero una falsedad en la que han de creer los espectadores.

Reflexioné en lo que me había dicho, y le respondí:

—No estoy aquí para juzgarlo, señor Macready. Con franqueza, me tiene sin cuidado qué hace la gente tras una puerta cerrada, con tal de que no se perjudique a nadie. Y pienso, en efecto, que la policía podría ocupar su tiempo en cosas más importantes. Pero usted es una estrella de Hollywood y la otra parte implicada es el hijo de uno de los aristócratas más destacados de Escocia. Se trata de una situación muy seria.

Hice una pausa y di un sorbo de whisky. Era un bourbon añejo, intenso, y deduje que no procedía de las reservas del hotel. Me encontraba a solo cuatro manzanas y a un millón de kilómetros del Horsehead.

—A la otra parte…, ¿le ha explicado la situación? —pregunté.

—No, todavía no. Me han aconsejado que no lo haga, pero creo que tiene derecho a saberlo.

—Yo me atendría al consejo que le han dado, señor Macready. La…, la categoría del joven caballero en cuestión es un factor que seguramente puede favorecernos. No creo que las autoridades vayan a dejarle las manos libres a la prensa. Es muy posible que la amordacen con una nota-DE.

Macready me miró sin comprender.

—Una nota-DE es una orden promulgada por el Gobierno para impedir la publicación de noticias que podrían perjudicar los intereses nacionales.

—Nada como la libertad de prensa… —comentó Macready con exagerada ironía, mientras daba un sorbo de bourbon.

—Bueno, es un sistema que quizás acabe agradeciendo.

—¿No sería eso un motivo para informar a «la otra parte»? Así podríamos parar toda la historia antes de que haya empezado.

—Creo que hemos de reservarnos esa carta por ahora. Es una posibilidad a la que tal vez hayamos de recurrir. Pero entraña sus riesgos: podría ser que el Gobierno decidiera que no es un asunto tan importante como para emitir una nota-DE. Si fuera así, ese joven estaría tan rematadamente jodido como nosotros.

La frase me salió espontáneamente, sin tiempo para pensarla, pero Macready no pareció darse por enterado. Di otro sorbo, avivando el calorcillo que sentía en el pecho.

—¿Por qué tanto revuelo a propósito de Iain, de todos modos? —preguntó el actor, llamando por primera vez por su nombre a «la otra parte»—. Yo ya sabía que era una especie de aristócrata, pero ignoraba que estuviera tan bien relacionado…

—Su padre es uno de los grandes duques de Escocia. Y primo (Dios sabe en qué grado) de la reina. La madre de la reina es escocesa, ¿entiende? Lo cual lo convierte a él, aunque sea muy abajo en la línea de sucesión, en un miembro menor de la familia real. La realeza es muy importante aquí, señor Macready. Es simbólica. Curiosamente, estoy investigando otro caso que se remonta a 1938, año en que se celebró en Glasgow una gran exposición en honor del Imperio. Bueno, el Imperio ha desaparecido por completo, y por eso la monarquía se vuelve aún más importante. Nosotros, los canadienses, nos aferramos a ella para demostrar que no somos americanos. Todavía. Y los británicos se aferran a ella porque es lo único que les queda del pasado. Si los británicos perdieran su monarquía, tendrían que afrontar lo que más temen.

—Que es…

—El futuro. O quizá, simplemente, la realidad del presente. La monarquía se está convirtiendo en un monumento nacional, como Stonehenge. Y exactamente igual que Stonehenge, no sirve para una mierda en el presente, pero resulta bonito contemplarla y es una excusa para regodearse en el pasado. Usted, señor Macready, acaba de mearse en Stonehenge: así es como lo verá la gente. Por ello, me parece mejor mantener al margen a «la otra parte» todo el tiempo que podamos. Ellos tal vez lo arrojarían a usted a los leones.

—De acuerdo. Pero ¿qué hacemos ahora?

—Trataré de localizar al tipo que tiene las fotografías y utilizaré mi encanto natural para convencerlo y recuperar los negativos. Pero antes debo formularle algunas preguntas…

Y eso hice.

Leonora Bryson me acompañó de nuevo al ascensor cuando terminamos. Yo di el paso que ambos esperábamos que diera, pero ella me dijo que estaba muy ocupada; su tono traslucía que seguiría ocupada el resto del siglo. Impertérrito, le solté mi mejor «otra vez será» con aire filosófico, aunque decidí no darme por vencido tan fácilmente. Algunas mujeres merecían más el esfuerzo que otras. Y yo tenía tres semanas por delante.