Antes de la guerra, más o menos por la época en que la carrera de Joe Gentleman Strachan estaba en su apogeo, yo había sido un diligente alumno del prestigioso colegio Rothesay Collegiate, de New Brunswick, en la costa atlántica de Canadá, de donde Glasgow quedaba muy, pero que muy lejos. Bueno, no más que Vancouver. Una de las materias en la que había descollado era historia. Luego, sin pausa ni vacilación, respondí a la llamada del rey y corrí a defender, contra un canijo sargento austriaco, el Imperio y la madre patria, que había abandonado antes de que me quitasen siquiera los pañales.
Una cosa curiosa sobre la realidad de la guerra era que perdías de golpe todo tu entusiasmo por la historia. Ver morir a los hombres en el barro, dando gritos, llorando o llamando a sus madres, te embotaba las ganas de memorizar fechas de batallas y de conocer los momentos gloriosos de los conflictos pasados. Si la guerra me había enseñado algo sobre la historia, era que no había en ella ningún futuro.
Seguramente por eso, pese al impresionante fajo de billetes que tenía en el cajón de mi escritorio, decidí postergar la investigación sobre el robo más audaz de la historia de Glasgow y sobre el pintoresco aunque peligroso personaje que lo protagonizó. Desde luego, necesitaba la lista de nombres que Isa y Violet me habían prometido para poder imprimir alguna orientación a mis pesquisas, pero la verdad era que yo sabía por dónde empezar y que prefería aplazarlo un par de días.
El día antes de que se presentaran las gemelas, había recibido una llamada intrigante, en la que me solicitaban una entrevista. La voz masculina al otro lado del teléfono tenía ese acento relacionado normalmente con Kelvinside: nasal, afectado y de vocales tortuosamente articuladas para compensar con disimulo el acento de Glasgow. Yo había residido en esta ciudad un par de años antes de haber llegado a la conclusión de que Kay Vale-Ray no era ninguna cantante de un club nocturno poco recomendable, sino que se trataba de una compañía de caballería.
El comunicante en cuestión, siempre expresándose con frases alambicadas y abundancia de polisílabos, se identificó como Donald Fraser, abogado, y me dijo que me agradecería que pasara a verlo por su oficina, en Saint Vincent Street, para tratar «un asunto sumamente delicado». No estaba en condiciones, añadió, de «divulgar telefónicamente» nada más. Renuncié a exigir más detalles y accedí a reunirme con él. Como investigador privado había descubierto que algunas personas se morían de ganas de contarte su historia (y el único motivo de que se pusieran en contacto contigo era contártela), pero también había aprendido que necesitaban su tiempo para sincerarse, y que en cierto modo esperaban que tú los sonsacaras. Lo cual a mí se me daba bastante bien. De hecho, había pensado más de una vez que mi destreza habría podido emplearse con igual provecho si me hubiese licenciado como especialista en enfermedades venéreas. Seguramente, habría tenido que escuchar historias menos sórdidas.
No le había insistido a Fraser para que me facilitara más información por otro motivo, y era que me resultaba conocida la firma en la que trabajaba como abogado. Para un investigador privado, los abogados de la ciudad constituían una fuente clave de trabajos legales: procesos de divorcio, sobre todo, para los cuales la ley escocesa requiere que un miembro intachable de la sociedad como yo testifique que una persona ha hecho uso con quien no debería de un miembro no tan intachable en tales y tales circunstancias.
Cuando se fueron Isa y Violet, me quedaban aún un par de horas libres antes de mi cita con Fraser. Levanté el auricular y le rogué a la operadora que me pusiera con Bell 3500, el número de la jefatura de policía, en Saint Andrew’s Square, y luego pedí que me pasaran con el inspector Jock Ferguson.
—¿Te apetece una empanada y una pinta? —le pregunté.
—¿Qué quieres, Lennox? —Se oía de fondo el tableteo de una máquina de escribir. Me imaginé a un fornido highlander de mejillas rubicundas tecleando con dos dedos: el entrecejo fruncido y la lengua asomada por la comisura de los labios.
—¿Qué quiero? El placer de tu compañía, desde luego. Y una empanada y una pinta. Pero no me obligues a concretar todavía… Primero tengo que mirar la carta del Horsehead.
—¿El Horsehead? —bufó Ferguson.
—No me preguntes por qué, pero siento el deseo de maltratar mi sistema digestivo.
—Ya. Y el mío, por lo visto. ¿Por qué no nos ahorras la indigestión y me dices sin rodeos lo que quieres?
—Un poco de charla, nada más. ¿Nos vemos allí en media hora?
Ferguson asintió con un gruñido y colgó. Dar palique no era precisamente su fuerte.
Escocia contaba con dos pasatiempos nacionales, los únicos asuntos que despertaban verdadera pasión en el alma escocesa: el fútbol y el consumo de alcohol. Cosa curiosa, eran tan rematadamente malos en lo primero como extraordinarios en lo segundo. Igual que los irlandeses, parecía que los escoceses llevaran inscrita en su ser una sed prodigiosa. Siendo presbiterianos, sin embargo, sentían la necesidad de atemperar, contener y regular cualquier cosa considerada placentera, encajándola dentro de unos estrictos horarios. La ingesta matinal de alcohol solo estaba permitida legalmente, pues, entre las once y las dos y media. Por las tardes, los bares podían abrir únicamente desde las cinco hasta las nueve y media. Y los domingos, abstinencia.
Existían, por supuesto, clubs de todo tipo que se las arreglaban para esquivar las normas, pero los escoceses en general habían aprendido a consumir cantidades impresionantes de alcohol a una velocidad pasmosa. Por ese motivo, cuando entré en el Horsehead a la una, el bar estaba a rebosar. Apenas podías moverte y había tanto humo en el ambiente que te escocían los ojos. Era el típico pub céntrico de Glasgow a la hora del almuerzo, o sea, gorras de lana mayormente, entreveradas con algún que otro traje de raya diplomática. Divisé a Jock Ferguson y me abrí paso entre el océano de bebedores. A trancas y barrancas, llegué a la barra y apoyé los codos.
—¿Cómo va, Jock? —dije jovialmente y en voz bien alta, para hacerme oír pese al alboroto reinante. No nos dimos la mano. Nunca nos la dábamos—. ¿Llevas mucho esperando? —Observé que no tenía ninguna bebida delante. Me estaba aguardando para pedir la primera ronda. Me imaginé que yo pagaría la segunda y la tercera.
—Unos minutos —replicó, agotando de nuevo con esas dos palabras su capacidad para dar palique.
El barman, Big Bob, envuelto detrás de la barra en una niebla de humo de tabaco, manejaba los grifos de cerveza igual que un ferroviario movería las palancas de una garita de señales. Como siempre, llevaba las mangas de la camisa por encima de sus antebrazos tatuados de Popeye. Capté su atención, y nos sirvió dos pintas de la más fuerte.
—Tráenos un par de empanadas para acompañar, Bob —grité cuando nos puso los vasos delante.
—Bueno —dijo Ferguson, dando el primer sorbo a su cerveza y saboreándolo un instante—, ¿a qué viene esto?
—¿Tiene que haber un motivo? Es solo por departir. Quizás en parte para agradecerte que me ayudaras a conseguir ese contrato en los astilleros.
—Ya me habías dado las gracias. —Me miró con suspicacia. Claro que, siendo inspector de la policía de Glasgow, era más o menos así como miraba a todo el mundo.
—¿Tú estás metido en esa historia de Joe Strachan, Jock? —le pregunté con tono informal—. Esos huesos que han dragado del fondo del Clyde, ¿sabes?
Ferguson dejó su cerveza en la barra, y comentó:
—¿Por qué habría de interesarte a ti Joe Gentleman Strachan, Lennox? Es muy anterior a tu época.
—Pues parece que ha vuelto a salir a la superficie. Literalmente. ¿O me equivoco? ¿Hasta qué punto estáis seguros de que esos restos son de Joe Gentleman?
Ferguson se giró para mirarme de frente y subió el volumen de sus suspicacias. Y yo sentí un hormigueo en las muñecas, como una premonición del frío tacto de las esposas.
—Bueno, Lennox. Sospecho que esto es algo más que simple curiosidad ociosa. Sea cual fuere el motivo de tu interés por Strachan, te aconsejo que te lo guardes por completo. Es un tema que toca de lleno la sensibilidad de muchos policías de Glasgow.
—Ya lo entiendo, Jock —dije haciéndome el ingenuo—. Pero es una pregunta inocente y razonable: ¿era Strachan o no?
—Sí, el cuerpo era de Strachan —afirmó soltando un suspiro.
—No debía de quedar gran cosa después de casi veinte años en el fondo del Clyde —observé esforzándome otra vez para adoptar indiferencia. Laurence Olivier no habría sentido amenazado su prestigio como actor.
—Había lo suficiente para identificarlo. ¿Debo repetirlo? ¿Oficialmente?
—Tranquilo, Jock. Pero es que me han pedido que confirmara que es Joe Gentleman el fiambre que tenéis en el depósito.
—¿Y quién te lo ha pedido? Creía que ibas a dejar toda esa mierda. ¿Estás trabajando otra vez para los Tres Reyes? Mira, Lennox, he dado la cara por ti en ese trabajo. Si se te ocurre…
Lo interrumpí alzando enfáticamente una mano y meneando la cabeza con indignación.
—No, Jock, nada de eso. No puedo decirte quién es mi cliente, pero no es ninguno de los Tres Reyes ni nadie tan turbio.
—Secreto profesional, ¿eh? —Ferguson soltó un bufido desdeñoso—. Dime al menos si quienquiera que sea no es una persona de interés para nosotros.
—Créeme —contesté con mi tono más encantador—. Mis clientes no han roto un plato en su vida.
—¡Ah, las gemelas! —El policía arrugó el entrecejo, tratando de recordar sus nombres—. Isa y Violet, ¿verdad?
Lo miré estupefacto.
—Tendré que aprender a ser un poco más críptico —murmuré—. ¿Tanto se me ve el plumero?
—Si no estás trabajando para un criminal, ha de tratarse de la familia. Y las hijas de Joe Strachan son las únicas parientes a quienes les podría importar el tema. Han tenido la ventaja de no haberse criado con su padre. Mira, Lennox, te lo advierto: deja este asunto de inmediato. Por mucho que te paguen las chicas de Strachan, no vale la pena.
—¿Por qué tanto drama?
—Porque hay un policía muerto, por eso. Y porque el nombre de Joe Strachan tiene mucha historia detrás. De la peor especie. Tú has tenido algún tropiezo con el comisario McNab…
—¿Con Willie McNab? Sí, ya lo sabes. Es el presidente de mi club de admiradores, aunque últimamente lo veo muy calladito. Lo habré decepcionado.
—Ya, qué gracioso. Escúchame bien, Lennox: si llega a los oídos del comisario que estás husmeando sobre el asunto Strachan, te colgará las pelotas de las orejas.
—¿Y por qué tanto interés de su parte?
—Por el agente Charles Gourlay, el joven policía abatido de un disparo por los ladrones de la Exposición Imperio. Ya conoces a McNab y sabes que aplica siempre el principio de ojo por ojo, diente por diente cuando atacan o asesinan a un policía.
—Justicia bíblica, sí. Su vengativo espíritu deja a Moisés con sus plagas contra el faraón como un simple aficionado.
—Exacto. Bueno, resulta que Gourlay no era un poli de barrio cualquiera. Entonces, en 1938, el propio McNab no pasaba de ser un joven agente. Y Gourlay era amigo suyo, compañero de copas de la Logia Masónica, de la Orden de Orange y vaya usted a saber de qué más. El comisario se tomó muy a pecho el asesinato de su amigo policía. Para él, se convirtió en una obsesión personal encontrar a Strachan y verlo caer por la trampilla en Duke Street o en la prisión de Barlinnie. Ahora que Strachan ha aparecido en el fondo del Clyde, McNab siente como si a él y al verdugo se les hubiera privado de la oportunidad de hacer justicia.
—Pero quizá no fue Strachan quien mató al agente. Tal vez el que se ventiló a Gourlay, se lo ventiló también a él.
La cara de Ferguson se ensombreció bruscamente.
—Escucha, Lennox, tú y yo tragamos nuestra buena dosis de mierda durante la guerra. Los dos sabemos lo que significa estar en un sitio donde la vida humana vale muy poco. Pero nunca más vuelvas a hablarme del asesinato de un policía en esos términos. Nadie «se ventiló» al agente Gourlay. Fue asesinado mientras cumplía con su deber: asesinado a sangre fría por un matón que sabía que iba desarmado y no podía defenderse. Yo no soy Willie McNab, pero siento lealtad por mis compañeros.
—De acuerdo, Jock…, no pretendía ofender. —Alcé las manos para aplacarlo. Había sido una torpeza por mi parte expresarme de ese modo. El cuerpo de policía de Glasgow constituía un grupo muy unido y extremadamente susceptible cuando se trataba de alguno de los suyos. Daba igual si tu colega recibía sobornos, bebía más de la cuenta o no era un tipo de fiar. Bastaba con que fuese un poli de la ciudad. Por encima de todo, tú cuidabas de los tuyos. Y esperabas lo mismo a cambio.
—De todas formas, te das cuenta de que es posible, ¿verdad, Jock? Tal vez Strachan no fue el asesino.
—Pero él estaba detrás de todo el asunto. Él lo planeó, reunió a la banda y dirigió la operación. Tenía el mando. Por tanto, fue instigador y encubridor del crimen. Al morir ese agente, Strachan se puso automáticamente la soga al cuello; no importa quién apretara el gatillo. Además, hubo un testigo. Y dijo que había sido el tipo más alto de la banda el que había disparado.
—¿Un testigo?
Un par de bebedores apartaron de un empujón a Ferguson, y él puso mala cara. Habíamos mantenido la conversación casi a gritos para oírnos, y ahora adoptó una expresión exagerada de hastío. Pero yo deduje que estaba utilizando la interrupción para decidir si esquivaba o no (y cómo) la pregunta.
—El conductor del furgón —dijo al fin—. El tipo declaró que eran cinco ladrones. Todos se tapaban la cabeza con calcetines, pero uno de ellos era alto, mientras que los demás no pasaban del metro sesenta. Lo cual, a mi modo de ver, apunta sin lugar a dudas a Strachan como autor de los disparos. A lo mejor no es tan misterioso que Joe Gentleman acabara durmiendo ese oscuro y profundo sueño: él le puso la soga alrededor del cuello a cada uno de los miembros de la banda. Y quizás ellos se lo hicieron pagar.
—¿Cómo sabes que se trataba de Strachan siquiera? Yo creía que nunca llegó a saberse quiénes integraban la Banda de la Exposición Imperio.
—Strachan… —Ferguson volvió a hacer una pausa mientras Big Bob nos ponía delante dos platos, cada uno de ellos con una pequeña empanada redonda de carne situada en el centro de un viscoso charco de grasa—. Strachan desapareció justo después del robo. Se esfumó. Y no era, precisamente, un tipo que no destacara.
—¿Eso es todo? Joder, Jock. Nosotros sabemos que estaba en el fondo del Clyde. Es lo menos destacable que se me ocurre. Podría ser pura coincidencia que lo hubieran tirado por la borda, coincidiendo más a menos con el robo.
—Tienes razón: no conocemos la identidad de los otros miembros de la banda. Pero eso mismo apunta a Joe Gentleman. Él era un obseso de la seguridad. Nunca pudimos atrapar a ese hijo de puta porque nadie se iba de la lengua si trabajaba con él; nadie conocía por anticipado dónde iba a darse el golpe, ni cuándo, ni quién formaba parte del equipo. Si algo puedo decir en su favor es que, a la hora de planear y ejecutar robos a gran escala, era el mejor. Nadie se le aproximaba siquiera. Aunque no hubiera desaparecido, él habría encabezado la lista de sospechosos por el golpe de la Exposición Imperio. Una lista de un solo nombre. Además, ese golpe fue únicamente una parte del asunto: el de la Triple Corona.
—¿La Triple Corona? —Yo ya conocía la historia, pero a veces ser un forastero ayudaba: podías alegar ignorancia, y la gente te acababa contando más de lo que había pretendido.
—Así lo llamaban los más veteranos: los que tenían años suficientes para recordarlo. Fueron tres robos de gran magnitud cometidos en rápida sucesión, pero planeados hasta el último detalle. Y hay muchas probabilidades de que estuvieran vinculados con otra serie de pequeños golpes que tuvieron lugar unos meses antes. Ensayos previos, dicen, con el fin de preparar a la banda para los grandes golpes.
—¿Y el más importante de los grandes fue el robo de la Exposición Imperio?
—Los blancos de los tres robos eran muy distintos, pero todos se llevaron a cabo con precisión militar. El primero fue el banco Nacional de Escocia, en Saint Vincent Street: veinte mil libras en nóminas y vete a saber cuánto más se llevaron de las cajas de seguridad. Después, un furgón que transportaba el dinero de los salarios al astillero Connell, en Scotstoun: la clase de operación de la que tú te encargas ahora. Los muy cabrones llevaban uniformes de policía en ese robo. Treinta y dos mil. Y luego se sacaron el premio gordo: la Exposición Imperio. Cincuenta mil.
Solté un largo silbido y, probablemente, me mostré más impresionado de lo que me convenía ante Ferguson. Ciento dos mil libras en total era una suma enorme de dinero, más aún en el Glasgow de antes de la guerra. No era de extrañar que todo el mundo hubiera dado por sentado que Joe Gentleman había escenificado su desaparición. Con ese dinero podías emprender una lujosa vida en cualquier parte, y todavía te sobraría para comprar el silencio de los demás. Era más que suficiente, también, para poder enviar tres mil al año: pura calderilla.
—¿Y tú estás seguro de que fue siempre la misma banda?
—Completamente. No pretendo hablar mal de tus amistades, pero no me imagino a Martillo Murphy ni a Jonny Cohen desplegando todo ese estilo y ese talento.
—Como te he dicho, ya no tengo mucho trato con ellos. Cada vez menos. Pero entiendo qué quieres decir.
Y era cierto: la banda de Jonny Cohen era de lo más eficiente en los robos a mano armada, pero sus golpes no pasaban de ser una menudencia en comparación con lo que Ferguson me había descrito. Observé que no había mencionado a Willie Sneddon. De los Tres Reyes, este era el único con grandes ambiciones. Y con grandes influencias también. Sneddon no había llegado a ser condenado por ningún crimen, y su imperio personal incluía ahora tantas empresas legales como ilegales.
—Ya te he comentado, Lennox, que el nombre de Strachan tiene mucha historia detrás. Y dejó todo un reguero de rencores y cuentas pendientes. Si sabes lo que te conviene, no te metas en esto. Diles a Isa y a Violet que, realmente, era papá quien estaba durmiendo ese oscuro y profundo sueño en el fondo del río; y luego quédate el dinero y olvídate del tema.
—¿Y si no fuera él? —insistí—. ¿Y si lo que tenéis son los huesos de otro hombre?
—Es Strachan sin duda. Pero si no lo fuera, todavía con más razón deberías mantenerte alejado. Si ese hombre está vivo, no te conviene en absoluto buscarlo, ni mucho menos encontrarlo. Él es una verdadera leyenda entre la escoria de Glasgow. Pero no hay que fiarse de esas chorradas sobre Joe Gentleman. Créeme, conozco el historial del auténtico Strachan y he leído los expedientes: era un despiadado cabrón de primera. Hazme caso, Lennox: no te metas en esto si sabes lo que te conviene. Algunos esqueletos es mejor dejarlos en el armario…, o en el fondo del Clyde, ya puestos.
—Escucha, Jock. No estoy interesado en profundizar más de lo necesario. Únicamente, debo confirmarle a la familia que fue a Strachan al que encontraron. Nada más. —No mencioné que también estaba buscando a la persona que enviaba aquellas grandes sumas a las gemelas—. Proporcióname alguna pista para seguir avanzando, o el nombre de alguien que pueda orientarme.
Ferguson se quedó observándome largo rato con esa mirada suya tan gélida y vacía. Nunca sabías muy bien si pretendía calibrarte, penetrando en tu alma con su mirada de poli y desvelando tus secretos más recónditos, o si estaba sopesando simplemente si tomar pescado o costilla de cerdo para cenar.
—Lo que voy a hacer —dijo al fin con hastío— es darte un nombre. Pero a mí no me metas en esto, Lennox.
Sacó una libreta y garabateó algo con un cabo de lápiz.
—Billy Dunbar —dijo y, arrancando la hoja, me la dio—. Esta es la última dirección que tengo de él. Era especialista en cajas fuertes, aunque también intervenía a veces en asaltos a mano armada. Solía andar con Willie Sneddon en su momento, cuando este todavía no contaba gran cosa. Dunbar había pasado diez años en la cárcel por uno de sus primeros trabajos, pero ya no volvieron a condenarlo nunca más. Fue uno de los detenidos después del robo de la Exposición.
—¿Crees que formaba parte de la banda?
—No. Tenía una coartada irrebatible. No era el típico cuento de «estaba con mis tíos; pregúnteles a ellos». No. Una coartada auténtica. Y jamás había habido ningún vínculo entre Joe Strachan y él. Claro que, por otra parte, nunca era posible demostrar que Strachan tuviera relación con nadie. Lo cual no impidió que algunos miembros del departamento de Investigación Criminal albergaran sospechas. Dunbar, además, estaba haciendo un verdadero esfuerzo para reformarse. Pero, en fin, no dejaba de ser un delincuente conocido… De modo que durante unas cuantas horas lo pasó bastante mal.
—Me lo imagino. —Con un agente muerto de por medio, el pequeño detalle de que fueses inocente no te salvaba de una buena paliza si la policía sospechaba que poseías aunque fuese una pizca de información—. Dices que andaba con Willie Sneddon antes de que este se volviera un pez gordo. ¿Y respecto a Martillo Murphy…? ¿Hay alguna conexión por ese lado?
—No, que yo sepa. Me parece muy improbable. Como Sneddon, Billy Dunbar es un ultraprotestante. El único contacto que estaría dispuesto a mantener con un católico sería, si acaso, con una navaja en la mano.
—¿Y dices que ahora se ha reformado?
—Sí, desde antes de la guerra. O al menos no lo han pillado. Pero, por lo me han dicho, no atracaría hoy en día ni un salón de té.
Asentí, desechando la imagen de un grupo de enmascarados huyendo con veinte libras en monedas de media corona y una caja de Darjeeling. Aunque se me ocurrió que los salones de té, seguramente, también habían sido objeto de asaltos en Glasgow. ¿Y qué otro lugar no hubiera sido asaltado? Para los ladrones de la ciudad, todos los negocios que manejaban dinero en efectivo eran un blanco legítimo. En una ocasión, un antiguo cajero de banco, reconvertido en agente de policía, me contó que uno de los motivos de su cambio de profesión se debía a que ahora, como policía, tenía muchas menos probabilidades de tropezarse con el cañón de una pistola.
—Quizá ni siquiera siga en Glasgow —prosiguió Ferguson—. Alguien me dijo algo así como que estaba trabajando en una hacienda rural como guía de caza. O como guardabosque.
—Debe de destacar entre sus colegas. Será, seguramente, el único guardabosque con una escopeta de cañones recortados. ¿Se te ocurre alguien más que pudiera darme una pista, Jock? ¿Qué me dices del testigo?
Un estallido de carcajadas del corrillo de obreros que teníamos detrás ahogó mis palabras. Jock me indicó por señas que no me había oído.
—¿Qué hay del testigo del que me has hablado: el conductor del furgón?
—No recuerdo ahora su nombre —dijo suspirando—. Te llamaré para decírtelo. Y sabes qué, deberías hablar del asunto con Archie McClelland. —Se refería al policía retirado al que yo había contratado para el transporte de las nóminas—. Él estaba en el cuerpo entonces. Seguro que puede contarte algo. Bueno…, creo que me debes otra pinta.
Sonreí con resignación, me volví hacia Big Bog, que estaba en la otra punta de la barra, y agité mi vaso vacío.
Llegué puntualmente a mi cita con Donald Fraser, el abogado. Decepcionado, observé que era tal como me lo había imaginado por su voz: taciturno y sin el menor rasgo de interés. Se trataba de un tipo alto, anodino como solo pueden serlo los abogados y los gerentes de banco, vestido con un traje caro de sarga azul que parecía deliberadamente pasado de moda; era de un tejido demasiado grueso para la época del año, además, y mostraba los codos lustrosos de tanto apoyarse sobre un escritorio. La cúpula del cráneo del individuo estaba tan gastada como sus codos, y el cuero cabelludo le relucía entre el ralo cabello negro. Los brillantes ojitos que me miraban a través de unas gafas de fina montura metálica tenían una expresión que, supuse, pretendía apabullar o intimidar. Pero conmigo no funcionó. Empleó la mitad del diccionario para indicarme que tomara asiento, cosa que hice, quitándome el sombrero y colocándomelo en una rodilla.
—Me facilitó su nombre de modo fortuito el señor George Meldrum, un colega mío —dijo Fraser.
—Conozco al señor Meldrum —respondí sin añadir que me extrañaba que tuviese relación profesional con él. Todo el mundo había oído hablar de George Meldrum, por supuesto: era el abogado defensor más rimbombante de Glasgow y había representado a los miembros más destacados del hampa, siendo su principal cliente Willie Sneddon, uno de los Tres Reyes. Meldrum era esa clase de bicho untuoso que maltrataba siempre que podía a la gente, pero que ante Sneddon desplegaba un servilismo que habría avergonzado a cualquier lameculos con algo de dignidad.
—Agradezco su recomendación —dije, como si de veras lo sintiera.
—Bueno… —El tono de Fraser indicaba que no se había tratado de una recomendación, sino más bien de un recurso ingrato pero inevitable—. El señor Meldrum me asegura que puedo confiar en su discreción. En especial en lo que se refiere al lado más desagradable de ciertas investigaciones.
—Ya, ya… —Adiviné que el abogado esperaba que yo empezara sin más a sacarle brillo a mi porra de cuero y acero—. Confío en que comprenda que yo me muevo siempre dentro de los límites de la ley, señor Fraser.
—Desde luego —respondió enfáticamente, con un atisbo de dignidad ofendida—. No se me ocurriría esperar otra cosa. Ni estaríamos manteniendo esta conversación si no lo creyera así.
—¿Por qué no me explica qué quiere que haga? Eso que no deseaba «divulgar telefónicamente» —especifiqué devolviéndole la empingorotada frase que me había lanzado cuando me llamó.
—¿Es usted americano, señor Lennox? Lo digo por su acento…
—No. Soy canadiense. Hijo de escoceses, pero criado en Canadá.
—¡Ajá! —exclamó con aprobación, como si considerara más respetable la latitud de mi infancia. Existía, en efecto, un fuerte vínculo fraternal entre escoceses y canadienses, hecho que podía apreciarse en las colas de tres manzanas de «glasgowianos ansiosos por dejar de serlo» que se formaban frente al consulado canadiense, en Woodlands Terrace. En contraste, los británicos miraban con desagrado la vulgaridad arribista de los norteamericanos, en particular por la insolencia con la que habían salvado a Gran Bretaña de la derrota durante la guerra y de la bancarrota en la posguerra—. ¿Como el actor Robert Beatty? —inquirió Fraser con entusiasmo—. Mi esposa es una gran admiradora suya.
—No exactamente. Beatty es de Ontario. Yo me crie en New Brunswick, en el Canadá atlántico.
—¡Oh! —exclamó el abogado, algo decepcionado. Al parecer, yo tenía la latitud correcta, pero no la longitud.
Abrió una carpeta beis y me deslizó un retrato en blanco y negro de gran tamaño por encima del escritorio. Un rostro extraordinariamente apuesto me dirigía desde la foto una sonrisa de cien vatios. La reconocí en el acto.
—Este no es Robert Beatty —comenté.
—No… Es el actor americano John Macready —aclaró mi interlocutor, como si yo no lo supiera—. El señor Macready se encuentra actualmente en Glasgow, participando en una película que está rodándose en Escocia. La mayor parte del rodaje se realiza en los Highlands: es una historia de aventuras, según he podido colegir. El actor volará de vuelta a Estados Unidos a final de mes, aproximadamente, desde el nuevo aeropuerto de Prestwick. Hasta entonces, reside en el hotel Central que, según tengo entendido, se ubica justo enfrente de sus oficinas, señor Lennox.
—¿Y dónde entro yo en todo esto?
—Mi bufete está asociado con Hobson, Field & Chase, de enorme prestigio, en Londres. Ellos, a su vez, representan en el Reino Unido los intereses de los estudios que están llevando a cabo la producción de la película, ambientada, como le decía, aquí, en Escocia, en la cual actúa el señor Macready.
—Muy bien. ¿Y cuál es el vicio de ese caballero?
—No sé si lo entiendo a usted… —replicó el abogado, frunciendo el entrecejo.
—¿Ah, no? Deduzco que está usted buscando un escolta para Macready. Según mi experiencia, esa gente suele necesitar una gobernanta más que un guardaespaldas. ¿Cuál es la debilidad del actor? ¿Alcohol, prostitutas, jóvenes apuestos o narcóticos? ¿O todos los citados?
Fraser me miró con profundo desagrado, cosa que más bien me complació y me indujo a devolverle la sonrisa con toda la insolencia que pude. Aquel abogado de ojitos brillantes me necesitaba más a mí que yo a él, supuse. Alguien, a quien no podía negarle un favor, le había pedido que metiera la punta del pie en las alcantarillas. Ese, creía sin duda, era el lugar al que pertenecía un tipo de mi calaña.
—No hace ninguna falta ponerse vulgar, señor Lennox.
—Sí, ya sé que no hace falta…, pero acierto, ¿verdad? Usted quiere que haga de niñera a Macready hasta que tome su vuelo.
La expresión de repugnancia en su mirada no remitió.
—En realidad, no. Los estudios han enviado a dos de sus empleados de seguridad para encargarse de ello.
—Humm. ¿Por qué tengo la sensación de que estoy aquí para arreglar un entuerto cuando ya es demasiado tarde?
—Su capacidad para intuir cosas de este género parece muy desarrollada, señor Lennox.
—¿Qué quiere que le diga? Llevo una vida interesante y variada. Al parecer, he acertado: John Macready ha hecho algo cuestionable y se encuentra bajo un arresto domiciliario de cinco estrellas hasta que puedan sacarlo del país. Mientras tanto, usted está buscando a un especialista en atar cabos sueltos. ¿Hasta qué punto están sueltos?
—Mucho, me temo. El señor Macready es todo un «ídolo», como creo que dicen nuestros amigos americanos. Tiene sex appeal, lo cual resulta muy rentable a la hora de vender entradas. Se ha ganado fama de donjuán incorregible y se lo ve siempre del brazo con las actrices más bellas de Hollywood.
—Eso me consta. Pero el hecho de que usted me lo recuerde indica que el embrollo en el que el actor está metido tiene algo que ver con la verdad, o la falsedad, de esa fama.
Fraser se dirigió a un robusto archivador y lo abrió con una llave que llevaba en el bolsillo. Sacó un sobre marrón y me lo tendió antes de volver a sentarse tras su enorme escritorio.
—Se dará usted cuenta de que nos encontramos en una situación muy seria y delicada…
Abrí el sobre y me preparé antes de sacar las fotografías.
—¡Dios mío…! —musité, aunque no en suficiente voz baja como para que Fraser no me oyera.
—En efecto… —La voz del abogado se había henchido de maliciosa satisfacción—. Me había impresionado con ese aire cínico de estar de vuelta de todo, señor Lennox, pero observo que la cosa tiene un límite. Supongo que ha reconocido a quién aparece en las fotografías con el señor Macready…
Las observé en silencio. Durante unos instantes me resultó difícil asimilar aquello. El joven caballero que aparecía en las imágenes agachado bajo Macready no parecía tener los mismos problemas, obviamente, para asimilarlo todo.
—No sigo las crónicas de sociedad, pero claro que lo reconozco. Es el único hijo y heredero del duque de Strathlorne, ¿no? Creo que es un noble linaje que se remonta a… —Ojeé las fotos lo más aprisa posible, aunque no lo bastante para evitar que se me revolviera el estómago—. ¿Chantaje? —pregunté por fin.
—Sí. En la práctica, sí. La persona que tiene en su poder las fotografías no oculta su identidad y se cuida mucho de formular sus exigencias de tal forma que puedan parecer una amenaza. De hecho, alega muy convencido que la divulgación de estas imágenes es un asunto de interés general.
—¿A menos que alguien se las compre?
—Exacto.
—No me imagino al Picturegoer o al Everybody’s sacando a la luz esta escena bajo el título: «Estrella de Hollywood penetra el círculo íntimo de la alta sociedad». La otra… parte, digamos, tiene aún más que perder. ¿Cómo es que no lo chantajean a él?
—La otra «parte», como dice usted, y su familia no conocen la existencia de estas fotos. Todavía. Supongo que comprenderá que las repercusiones serían muy graves. Ellos cuentan con el poder suficiente para que no aparezca en la prensa británica la menor alusión al asunto. Los medios de comunicación americanos, en cambio, le sacarían el máximo partido. No necesito señalarle, estoy seguro, que la sodomía y el ultraje a la moral pública constituyen graves delitos. Haría falta mucha sangre fría para atreverse a chantajear a un miembro de la familia real, aunque se trate de un miembro periférico.
Fraser recogió las fotografías del escritorio y volvió a meterlas en el sobre.
—Comprenderá, señor Lennox, que tiene ahora en su conocimiento una información que muy pocos llegarán a tener jamás. Si le cuenta a alguien lo que ha visto, yo negaré tajantemente la existencia de las fotografías (las cuales, ya se lo adelanto, no permanecerán en esta oficina) y, dado el estatus de la otra parte implicada, se ganará usted la animadversión de personas e instituciones infinitamente más peligrosas que aquellas con las que se relaciona en la actualidad.
Era la amenaza más prolija que me habían hecho en mi vida. Pero resultó eficaz.
—No sé si quiero verme implicado —murmuré. La verdad era que no estaba seguro—. Esto queda muy lejos de mi terreno.
—Entiendo perfectamente que se sienta así. Estoy autorizado a hacerle un pago de cincuenta libras si decide no aceptar el encargo. A cambio, le pediré que me firme una declaración comprometiéndose a no comentar nada de lo hablado.
—¿Cincuenta libras? —Sonreí, incrédulo—. Por favor, no dude en llamarme siempre que tenga un trabajo rechazable.
—Si acepta el encargo, estoy también autorizado a hacerle un pago en efectivo de mil libras, en el bien entendido de que cobrará otras cuatro mil al recuperar los negativos. Y debo añadir que, realmente, agradeceríamos su ayuda profesional en este asunto, señor Lennox.
Solté otro de esos largos silbidos que las grandes sumas de dinero parecen suscitar en mí.
—¿Cinco mil? No lo entiendo. ¿No sería más barato pagar al chantajista?
—¿Acaso cree que el dinero que ha exigido es una cantidad similar? Estas fotografías podrían alcanzar en el mercado un precio astronómico. Y naturalmente, un chantajista es un chantajista; no importa cómo lo presente él. No me imagino ni por un momento que el asunto vaya a concluir para siempre si cumplimos sus demandas iniciales. Pero incluso si no hubiese demandas adicionales, no contaríamos con la garantía de que todas las copias y todos los negativos hubiesen sido destruidos. Para lo que nosotros le retribuimos, señor Lennox, es para que efectúe el pago, recupere los negativos y se asegure de que las copias en su totalidad, aparte de las que tengo aquí, son destruidas.
—¿Y el chantajista?
—Con franqueza, señor mío, nosotros desearíamos que el responsable de estas fotografías llegue a ser consciente, plena e inequívocamente, de la seriedad de nuestros propósitos.
—Comprendo. —El halo de rectitud del abogado empezaba a desvanecerse: después de todo, parecía que iba a tener que sacarle brillo a mi porra—. No sé qué le habrá contado George Meldrum, señor Fraser, pero yo no soy un matón a sueldo. Aunque estoy seguro de que el señor Meldrum, dadas su relaciones, conoce a mucha gente mejor cualificada para este tipo de trabajo…
Fraser alzó una mano y me dijo:
—Esta no es tarea para un matón, señor Lennox. Me han asegurado que es usted un exoficial y un hombre de considerable inteligencia, que suele darle, además…, un enfoque enérgico a su trabajo. Usted ha visto las fotografías y se da cuenta de la gravedad de la situación. Necesitamos a alguien capaz de conducirse con decisión, pero también con discreción. Bueno, señor Lennox, ¿le pago cincuenta o mil libras?
Contemplé su anodino rostro un instante.
—Tengo trabajo ahora mismo. Otros compromisos.
—Espero que olvide todo lo demás hasta que haya recuperado los originales de las fotografías.
—Eso me es imposible. Me encargo del traslado de unas nóminas cada viernes.
—Seguro que puede encontrar a alguien que lo sustituya.
—No. Me ocupo de ello personalmente. Y estoy investigando otro caso. Ya he cobrado un anticipo; no debería robarme mucho tiempo, pero no puedo abandonarlo. Aun así, podría encargarme de su asunto, siempre dependiendo de las pistas que me facilite, pero no dejaré de lado mi cartera de clientes.
Últimamente, usaba mucho la expresión «cartera de clientes», en lugar de «trabajos»: sonaba más profesional. Más parecido a un abogado que a un fontanero.
—De todas formas, el manejo de esos otros casos es problema mío, no suyo.
—Me temo que nosotros lo veríamos como un problema nuestro.
—¿Nosotros?
—Los estudios, mis colegas de Londres y yo mismo, desde luego. Usted tratará directamente conmigo, señor Lennox. —Se inclinó sobre el escritorio y me tendió una tarjeta—. Puede localizarme en uno u otro de estos números durante las veinticuatro horas del día. Si ha de informarme de algo, quiero saberlo de inmediato.
—Desde luego. Escuche, señor Fraser, estoy plenamente dispuesto a asumir el caso, pero le repito que no puedo comprometerme a trabajar en ello en exclusiva.
Me observó unos segundos con sus brillantes ojitos de picapleitos.
—Muy bien —aceptó, como consintiendo a un niño, aunque advertí entonces que no le quedaba otro remedio. Quienes formaran parte de aquel «nosotros» estaban desesperados.
—¿Ha dicho que conoce la identidad del chantajista?
—Paul Downey. Es fotógrafo, por así decir. Y al parecer, aspirante a actor. Ahora ha desaparecido y ha dejado instrucciones para que todas las «ofertas para su exclusiva», como él dice, sean remitidas a un apartado de correos de la oficina postal de Wellington Street. —Hurgó otra vez en el sobre—. Aquí tiene su última dirección conocida y una fotografía de él. Relativamente reciente según me han hecho saber.
Observé la foto. Downey era un joven de poco más de veinte años y tenía el aire celtibérico de un católico de Glasgow: pelo oscuro y tez pálida. Había algo vagamente afeminado en su apariencia: el pelo un poquito demasiado largo, aunque no al estilo Teddy boy; los ojos grandes y claros, una boca delicada y el mentón redondeado.
—El señor Downey también es un… —Fraser dejó la palabra flotando en el aire—. Está metido en ese mundo.
—Ya… —Reflexioné un momento—. ¿Y dice que la otra parte implicada no conoce la existencia de las fotos?
—Correcto.
—¿Cuánto tiempo exactamente va a permanecer Macready en Glasgow?
—Le queda ya muy poco que hacer en el rodaje propiamente dicho, pero ha de llevar a cabo otras tareas antes de su regreso: tareas de carácter técnico y publicitario. Definitivamente, está previsto que regrese a su país a principios del mes próximo. Tiene reservado un vuelo de la British Overseas que sale de Prestwick.
—Si quiero avanzar en la investigación, tendré que hablar con él. Supongo que lo entiende, ¿no, señor Fraser?
—Ya me imaginaba que le haría falta, señor Lennox. Por eso he preparado este programa detallado del resto de su estancia en Escocia. Su ayudante personal es la señorita Bryson. Aquí lo tiene… —Me entregó una hoja de papel—. ¿No hay manera, supongo, de soslayar la necesidad de que aborde usted directamente el asunto con el señor Macready?
—Me temo que no. Esas fotos que me ha enseñado no fueron realizadas deprisa y corriendo. Huelen a montaje premeditado. Quienes las tomaron sabían lo que se hacían. Y teniendo en cuenta con quién se estaba divirtiendo Macready, deduzco que eran plenamente conscientes de lo que estaba en juego. Tendré que hacerle a Macready algunas preguntas incómodas.
—Ya sé que esto que voy a decirle no le interesa ni lo incumbe, señor Lennox, pero, en mi opinión, por desagradable que resulte para cualquier persona honrada ese aspecto de su vida, John Macready es un buen hombre.
—Estoy seguro de que es un devoto feligrés. Por lo que he podido apreciar en las fotografías, no cabe duda de que sigue al menos un principio cristiano. —El abogado frunció el entrecejo inquisitivamente—. Me ha parecido que cree sinceramente que «es mejor dar que recibir».