Nunca las ve uno venir. O al menos se diría que yo nunca las veo venir. Hasta que Isa y Violet alegraron mi oficina con su hermoso parecido, el año me había ido bien. Muy bien.
Contaba con una lista de clientes y con un impecable libro de contabilidad que presentar ante el inspector de Hacienda o ante el inquisitivo policía de turno para demostrar que mi actividad era totalmente legal. Bueno, como mínimo mucho más que uno o dos años atrás. Y el tipo de casos de los que me ocupaba exigían más de mis meninges (tampoco demasiado, a decir verdad) que de mis puños; vamos, que no me obligaban a liarme a trompazos en cualquier callejón con un matón de poca monta.
Lo cual era bueno. Últimamente, había hecho un verdadero esfuerzo para no acalorarme más de lo debido.
Uno puede traerse de la guerra cosas muy diversas. Muchos hombres volvieron con enfermedades venéreas contagiadas por las putas de Alemania o de Extremo Oriente, que transmitieron a su vez (sin cobrar) a sus fieles esposas. Otros regresaron con una colección de trofeos robados a los cadáveres. Yo volví con un temperamento explosivo y una tendencia a expresarme con elocuente brutalidad física. La verdad era que en ocasiones me había dejado llevar un poco por el entusiasmo. Una vez que me disparaba, resultaba difícil pararme. Mientras servía en la Primera División Canadiense en Europa, mis superiores habían alentado abiertamente ese rasgo; pero ahora que habíamos vuelto a la vida civil, las autoridades se mostraban muy quisquillosas si recurrías a las habilidades que ellas mismas te habían inculcado. Un motivo más, en todo caso, para restringir al máximo mi relación con los Tres Reyes. Esa relación me había introducido en el único mundo que yo era capaz de entender a la sazón cuando, prácticamente, no comprendía otra cosa; un mundo en el que todos hablaban el mismo idioma: la violencia. Y yo lo hablaba con toda fluidez.
Así, mientras que Sherlock Holmes había utilizado el intelecto y una gorra de cazador de ciervos para resolver sus casos, yo había empleado más bien los músculos y una cachiporra flexible. Y para ser franco, había llegado a disfrutarlo un poquito más de la cuenta y quería alejarme de ello. Algo se había roto en mí durante la guerra, y era consciente de que, si quería arreglarlo, habría de evitar toda esa mierda en la que había estado chapoteando. El problema era que, cuando unos tipos como los Tres Reyes te agarraban, no te soltaban fácilmente.
Pero, aun así, lo había llevado bastante bien hasta el momento. Y entonces se presentaron Isa y Violet en mi oficina.
Isa y Violet eran igualmente menudas e igualmente preciosas, y estaban igualmente dotadas de unos grandes ojos azules. Cosa nada sorprendente: eran gemelas idénticas. Eso lo deduje nada más verlas. Es el tipo de detalle que la gente espera que captes cuando eres un detective.
Y ahora ambas estaban sentadas, muy serias y algo remilgadas, frente a mí.
Ya en otra ocasión en mi carrera, me había tropezado profesionalmente con unos gemelos; aunque aquella había sido una historia muy distinta. El tropiezo con ese par de hermanos a juego —Tam y Frankie McGahern— estuvo a punto de costarme la vida, motivo por el cual había desarrollado una aversión supersticiosa hacia los hermanos idénticos. Mientras las jóvenes entraban y tomaban asiento, atisbé a hurtadillas sus exactos traseros, tersos como melocotones, y decidí ser más pragmático y menos maniático.
Se presentaron ellas mismas, simultáneamente, como Isa y Violet, aunque tenían diferentes apellidos, y yo deduje que, bajo los guantes grises, llevaban sendas alianzas. Ambas tenían la tez pálida, el óvalo en forma de corazón, la nariz pequeña, ojos azules y unos labios carnosos, pintados exactamente con el mismo tono carmesí. El pelo, oscuro y ondulado, les caía hasta la mitad de las delicadas orejas, ornadas con grandes pendientes de perlas falsas. Incluso lucían idénticos trajes grises de aspecto lujoso: chaqueta entallada y falda de tubo que se ceñían justo allí donde a mis manos les habría gustado ceñirse.
Cuando hablaban, cada una terminaba la frase de la otra sin romper el ritmo de lo que iban diciendo y sin mirarse siquiera.
—Nos han dicho que es usted… —empezó Isa; o quizás era Violet—… detective privado —remató Violet, o Isa, sin interrupción.
—Necesitamos su ayuda…
—… es por nuestro padre.
—Supongo que habrá leído todo lo publicado sobre él…
—… en los periódicos.
Sonreí, confuso. Lo cierto era que me había desconcertado un poco su aparición. Las dos eran muy guapas. Bueno, exactamente igual de guapas. Y eran gemelas. La típica fantasía lujuriosa, que surgiría espontáneamente en mi imaginación ante un conjunto de bellas curvas, se veía multiplicada vertiginosamente, hasta tal punto que me vi obligado a cortar las especulaciones sobre qué otras actividades estarían dispuestas a llevar a cabo por turnos.
—¿Su padre? —pregunté con ceño profesional.
—Sí. Papá.
—Verá, nuestro apellido de solteras…
—… es Strachan —concluyeron a la vez.
Incluso entonces me costó un segundo caer en la cuenta. Les prestaría atención.
—¿Se trata de los restos hallados en el Clyde? —cuestioné.
—Sí —respondieron otra vez a coro.
—¿Se refieren a Joe Gentleman Strachan?
—Nuestro padre se llamaba Joseph Strachan. —Las dos caritas con forma de corazón adoptaron una expresión más severa.
—Pero ustedes apenas debieron de conocerlo. Según he leído, Joe Strachan lleva desaparecido casi dieciocho años.
—Nosotras teníamos ocho… —dijo Isa, o Violet.
—… cuando papá tuvo que marcharse.
—Nunca lo hemos olvidado.
—Estoy seguro —asentí sagazmente.
Cuando te pagan para averiguar cosas, la sagacidad es una virtud que hay que demostrar a la menor ocasión. Por la misma razón que cuando uno va al médico, quiere que este exhiba un dominio magistral de su arte (aunque, a decir verdad, la mecánica del cuerpo humano lo deje tan perplejo como a todo el mundo). Yo deseaba impresionar a las gemelas diciendo igual que en las películas: «Entonces ustedes quieren que averigüe…», anticipándome a su petición.
Pero no me funcionaba el truco, porque no tenía ni la menor idea de qué podrían querer de mí, aparte de descubrir quién había lanzado al agua a papá. Y no podía tratarse de tal cosa, pues la policía ya estaba volcada en esa investigación. Además, todavía seguía pendiente el caso del policía muerto: el agente que, dieciocho años atrás, había aparecido en el lugar de los hechos en el peor momento posible. Quienquiera que hubiera arrojado a Joe Gentleman por la borda sabría tal vez quién se había cargado a aquel poli de barrio. La policía de Glasgow no se caracterizaba por su inteligencia, y si el caso había sido demasiado para ellos dos décadas atrás, no me los imaginaba ahora sacando nada en claro. Y yo aún sacaría menos.
—Bien, ¿y qué puedo hacer por ustedes? —Apagué por un instante la bombilla de mi omnisciente sagacidad.
Ellas alzaron sus bolsos simultáneamente, se los pusieron en el regazo, los abrieron y sacaron sendos fajos idénticos de billetes, que colocaron en silencio sobre el escritorio. Ambos fajos, que hacía un momento abultaban en sus bolsos, tuvieron un efecto similar en mis ojos, que poco faltó para que se me salieran de las órbitas. Los grandes billetes del Banco de Inglaterra estaban nuevecitos. Y eran de veinte: un billete de un valor demasiado elevado para ponerlo, digamos, en el mostrador de un tugurio de pescado con patatas. Por un instante creí que se trataba de un anticipo y, a juzgar por el grosor de los fajos, ya me veía trabajando en exclusiva para las gemelas los próximos tres años.
—Cada año recibimos esto…
—El 23 de julio…
—Mil libras exactamente. Cada una de nosotras.
No pude resistir la tentación de coger un fajo con cada mano, solo para tantearlos, obedeciendo a un impulso similar al que había sentido al ver entrar a las dos hermanas.
—¿Durante cuánto tiempo? —pregunté moviendo los fajos como si los sopesara.
—Desde que papá se marchó. Nuestra madre recibía el dinero para nosotras todos los años y luego, cuando cumplimos dieciocho, nos llegó directamente a nosotras.
—¿Su madre también recibe dinero para ella?
—Mamá falleció hace un par de años…
—… pero antes, recibía la misma cantidad.
—… mil libras al año.
—Lamento la pérdida que han sufrido… —farfullé.
Tras una pausa apropiada, solté un largo silbido.
—Tres mil libras al año es una cantidad considerable —añadí. Lo era sin lugar a dudas, especialmente en una ciudad donde el salario medio oscilaba en torno a las siete libras semanales—. ¿Y dicen que siempre llega el 23 de julio?
—Sí. Con un día o dos de diferencia…
—… si cae en domingo…
—… por ejemplo.
—¿Es la fecha de nacimiento de ustedes? —pregunté.
—No —dijeron simultáneamente, y percibí una idéntica reticencia en el rostro de ambas.
—Entonces, ¿qué tiene de significativo el 23 de julio?
Las gemelas se miraron antes de responder.
—El robo…
—… en 1938…
—… en la Exposición Imperio.
—Fue el sábado 23 de julio cuando tuvo lugar el robo…
—¿Capta usted la dimensión…
—… de nuestro enigma? —preguntaron ambas jóvenes.
Yo me arrellané en mi butaca y entrelacé los dedos frente a mí —sagazmente—, mientras pensaba en cuánto me gustaría verles los enigmas. La verdad era que me estaba debatiendo en mi interior: ya había adivinado a primera vista que Isa y Violet eran gemelas y sentía que, por un día, debería haber bastado con esa deducción holmesiana. Aunque en el rostro de ambas percibía una decepción idéntica.
—Nosotras entendíamos que papá hubiera tenido que irse…
—… después de todos aquellos líos…
—… pero sabíamos que cuidaba de nosotras…
—… al ver que nos mandaba dinero todos los años…
Entonces comprendí. El hallazgo de los restos del hombre en el río significaba que Joe Gentleman Strachan había permanecido dieciocho años en un estado de reposo definitivo. Y que yo supiera, en el fondo del Clyde no había servicio de correos.
—¿Así que ustedes quieren saber quién les ha estado enviando el dinero, si no era su padre?
—Exacto —dijeron Isa y Violet a una.
—A menos que los restos humanos que han encontrado no sean de su padre… —insinué.
Dos cabezas idénticas se menearon con idéntica y lúgubre certeza.
—La policía nos enseñó la pitillera…
—… la reconocimos las dos a la primera…
—… la recordábamos con toda claridad…
—… y nuestra madre siempre decía que papá no iba a ninguna parte sin su pitillera.
—Pero ¿esa es la única prueba? —pregunté.
—No…
—… encontraron ropas…
—… podridas y hechas jirones…
—… pero pudieron descifrar las etiquetas…
—… y eran de los sastres de papá…
—… y nuestro padre siempre fue muy puntilloso con los establecimientos donde compraba la ropa…
—¿Qué me dicen de los archivos dentales? —inquirí. Ambas me miraron confundidas, sin comprender, cosa que no debería haberme sorprendido. Aquello era Glasgow, al fin y al cabo.
—Nuestro padre era alto…
—… un metro ochenta…
—… y la policía dice que los huesos de las tibias correspondían a una persona de esa estatura.
Asentí. Un metro ochenta era mucho para Glasgow. Yo mismo era alto en esta ciudad y medía exactamente lo mismo. Les tendí a regañadientes los fajos. Isaac Newton había formulado la idea de que cualquier masa, ya fuese una taza de café o una montaña, e incluso la Tierra, poseía su propio campo gravitacional. Siempre me parecía, no obstante, que el dinero ejercía una fuerza irresistible que no guardaba proporción con su masa. Y yo, como cuerpo sometido a atracciones gravitacionales, era cualquier cosa menos inamovible.
—He de decirles, señoras —comenté—, que no es aconsejable que anden por las calles de Glasgow con esa suma de dinero encima.
—¡Ah, no pasa nada! —exclamó Isa—. El marido de Violet, Robert, nos ha traído en coche. Nos disponemos a depositar el dinero en el banco Clydesdale que queda a la vuelta de la esquina.
—Pero hemos pensado en venir a verlo a usted primero.
—Bueno —dije—, supongo que el punto de partida ha de ser el dinero mismo. Al parecer, es el único indicio tangible que tenemos por ahora. ¿Dicen que les llega por correo?
Otro gesto simultáneo de asentimiento, seguido de otra zambullida coordinada en los bolsos que se concretó en dos sobres marrones vacíos depositados en mi escritorio. Cada uno de ellos ostentaba una dirección distinta, pero ambas con la misma letra. El matasellos era de Londres.
—¿Estas son sus direcciones actuales?
Más aquiescencia armónica.
—¿Y no han mantenido ningún contacto con el remitente?
—Desde luego que no.
—Entonces, ¿cómo averiguó el remitente sus nuevas direcciones? ¿Qué me dicen de su madre? Quien esté enviando estos pagos debe de haber sido informado del matrimonio de cada una de ustedes. ¿No podría ser que su madre supiera, en realidad, de quién se trataba?
—No, no. Ella estaba tan sorprendida como nosotras…
—… las dos nos casamos el mismo año, y los siguientes envíos llegaron a nuestras nuevas direcciones…
—… con un extra de quinientos más para cada una de nosotras.
—Debo decirles, señoras, que todo esto da la impresión de corresponder a un padre arrepentido por su ausencia. Sobre todo si se tiene en cuenta el significado de la fecha. ¿Están totalmente seguras de que era su padre quien apareció en el río?
—Tan seguras como podemos estarlo.
—Nuestra madre decía que ella nunca había creído que el dinero procediera de papá.
—¿Ah, no? —me sorprendí—. ¿Por qué pensaba eso?
—Decía…
—… continuamente…
—… que si papá hubiera seguido vivo, estuviera donde estuviera, habría enviado a buscarnos. Para vivir como una familia.
—Tal vez le resultaba imposible —insinué.
No mencioné que había oído hablar de las proezas amatorias de Joe Gentleman: era improbable que las gemelas fuesen la única familia que él tenía.
—No digo imposible porque estuviera muerto, sino porque no pudiera arriesgarse a volver a Glasgow, dado que la policía lo andaba buscando. Tres mil libras al año es una cantidad muy elevada, y no creo, con el debido respeto, que puedan tener ustedes un benefactor anónimo tan dadivoso.
Ellas fruncieron el entrecejo y yo simplifiqué mi vocabulario para situarlo al nivel de aquella ciudad. A veces utilizo términos más sofisticados de lo conveniente.
—¿Está diciendo usted que no cree que fuese papá quien apareció en el río? —Isa habló por las dos con una firmeza que yo no había apreciado hasta entonces en ellas. Quizás era la mayor. La precedencia en minutos y hasta en segundos tenía su importancia para los gemelos, según había oído decir. Pero tampoco estaba seguro de que no fuera Violet.
—La verdad, no lo sé —respondí—. Díganme, ¿ha intentado alguna de ustedes rastrear los envíos para averiguar de dónde proceden?
—Hasta ahora lo hemos llevado con mucha discreción…
—… pensando que era papá…
—… no queríamos remover las cosas…
—… ni hacer nada que pusiera a la policía sobre su pista.
—Eso es comprensible, supongo —dije, y añadí con un tonillo del tipo «hablemos con toda claridad»—: Entonces, ¿ustedes quieren que averigüe quién les ha estado enviando el dinero?
—En efecto.
—¿Aunque ello me conduzca hasta su padre, a quien buscan por los crímenes más graves que puedan imputarse a nadie?
Ceños idénticos un instante. Y al fin un «sí» enérgico.
—Antes de continuar —observé—, les advierto que si los restos hallados al fondo del Clyde no eran de su padre y mis pesquisas me llevan hasta él, habré de notificárselo a la policía.
Se miraron una a otra, y luego se volvieron hacia mí.
—Teníamos entendido que es usted…
—… discreto…
—… que no se lleva demasiado bien con la policía.
—¿Ah, sí? —Me incliné hacia delante—. ¿Y quién se lo ha dicho?
—Hemos preguntado por ahí…
Las estudié un momento. Más allá de su numerito de gemelas preciosas y atolondradas, no dejaban de ser las hijas de un legendario gánster de Glasgow. Ya me imaginaba de dónde habían sacado referencias mías.
—Hacer la vista gorda ante alguna que otra infracción técnica de la ley es una cosa, señoras. Pero distorsionar el curso de la justicia, dejar de informar sobre una grave fechoría o encubrir un robo a mano armada y un asesinato es otra cosa muy distinta. En todo caso, no me dedico a quebrantar la ley. —Lo dije con tanta convicción que hasta yo lo creí.
—Nuestro padre está muerto, señor Lennox…
—… nosotras queremos saber quién nos envía el dinero.
Me tomé unos instantes para pensar en todo cuanto me habían dicho. Finalmente, se me encendió la bombilla.
—Bien, desean que averigüe quién les ha estado enviando dinero porque, si no se trata de su padre, esa persona debe de tener un motivo muy serio para desprenderse de tales cantidades. Ustedes creen que dicha persona quizá lo haga por sentimiento de culpa. Si de veras era su padre quien estaba en el fondo del río, alguien tuvo que mandarlo allí, ¿no es eso?
Lo dije como si lo hubiera tenido claro desde el principio.
—Nosotras solo queremos saber quién nos lo envía.
—Y luego, ¿qué? ¿Avisarán a la policía? Me atrevo a aventurar que ustedes no han importunado al fisco respecto a estos pagos. Pero la policía se pone muy quisquillosa cuando se trata del botín de un robo a mano armada. ¿Qué piensan hacer? Debo advertirles que si lo que planean es una especie de venganza personal, no estoy interesado.
—Nosotras solo queremos saber quién nos lo envía —repitió Isa. Esta vez había un punto acerado en su voz, y las dos caritas con forma de corazón tenían de nuevo un aire muy severo.
—¿Los matasellos que figuran en los sobres son siempre de Londres? —pregunté con un leve suspiro, mientras ellas deslizaban los fajos en sus bolsos respectivos.
—No siempre…
—… en ocasiones de Edimburgo…
—… y una vez de Liverpool.
—¡Vaya! —Fruncí el entrecejo para impresionarlas antes de soltar la frase crucial—: Les prevengo, señoras, de que esta investigación puede salirles cara. Quizá me vea obligado a hacer muchos viajes (todos los gastos, desde luego, serán justificados con los recibos correspondientes). Y llevará tiempo. Quienquiera que les esté enviando ese dinero aprecia sin lugar a dudas su anonimato. Y el tiempo, me temo, cuesta dinero.
—¿Bastará con esto…?
Ambas volvieron a sacar los fajos de billetes, empezaron a extraer billetes nuevecitos de veinte libras y los fueron depositando sobre el escritorio. Al final, cada muchacha había colocado ante mí seis retratos de la reina.
—¿… para empezar?
—Si necesita más, solo tiene que comunicárnoslo.
Observé las doscientas cuarenta libras. La irresistible fuerza había encontrado un cuerpo sensible a su gravitación.
—Vamos a ver qué puedo averiguar —dije, y sonreí con mi sonrisa más obsequiosa—. Me parece, señoras, que me están pagando para mirarle el dentado a caballo regalado. Acaso harían mejor dejando las cosas como están. —Pero yo ya había cogido los billetes. Y había decidido para mi coleto que, si Isa y Violet no habían importunado al fisco, sería diplomático por mi parte hacer lo mismo.
—Nosotras solo queremos saber quién es… —indicó Violet.
—… pero no queremos que sepan que lo sabemos —añadió Isa—. Después ya decidiremos qué hacemos.
—Eso podría resultar difícil —opiné.
Me preguntaba a dónde me llevaría el asunto y pensé si no debería haberme resistido un poco más a la fuerza gravitatoria.
—Yo soy un investigador. Me dedico a hacer pesquisas. Y la gente suele enterarse cuando andas preguntando sobre ella. Propongo que manejemos las cosas paso a paso. ¿Podría ver uno de los envoltorios con los que llega el dinero?
Isa me tendió la faja de papel. Era sencilla, sin marca alguna y de cierre adhesivo.
—No es de ningún banco —observé—. La única manera de rastrear este dinero sería pidiendo a la policía que comprobara los números de serie. Pero supongo que eso no vamos a hacerlo. —Puntué mi suspiro con una sonrisa amable—. Déjenme ver qué consigo averiguar. Preguntaré un poco por ahí.
—Gracias, señor Lennox —dijeron a la par.
—¿Pueden dejarme una fotografía de su padre? No me la voy a quedar. Solo la necesito el tiempo necesario para sacar una copia, y se la devolveré.
Isa, o Violet, meneó la cabeza.
—No tenemos ninguna fotografía de papá…
—A él no le gustaba que lo retrataran…
—Y después, cuando desapareció, las pocas fotos que había de él también desaparecieron…
—Ya veo —dije pensando que los fantasmas no roban fotografías—. ¿Y podrían darme el nombre de las personas con las que se relacionaba su padre antes de desaparecer?
—Nosotras nunca conocimos a los colaboradores de papá.
—Pero están los nombres que encontramos…
—… detrás del escritorio…
—¿Qué nombres? —pregunté.
—Era una lista que papá había hecho…
—… hacía muchos años…
—… se había caído detrás del escritorio…
—La encontró mamá, limpiando…
—Había algunos nombres allí…
—¿Le serviría?
—Me sirve cualquier cosa que me dé un punto de partida para empezar a investigar —dije, aunque no podía imaginarme a Joe Gentleman anotando en un papel la lista de sus cómplices en el robo de la Exposición Imperio.
Me acerqué a la ventana de mi despacho mientras los tacones de las gemelas resonaban todavía en la escalera. Gordon Street, a mis pies, y la entrada de la Estación Central, en la acera de enfrente, rebosaban de gente. Como era antes de mediodía, no había restricciones de aparcamiento y, en efecto, un coche se hallaba estacionado justo frente a la puerta de mi edificio: un Ford Zephyr recién salido de fábrica, negro y lustroso. Un hombre elegantemente vestido se apoyaba contra el guardabarros fumando un cigarrillo; no llevaba sombrero, y observé que tenía una mata de pelo oscuro y tupido. El traje parecía caro y hecho a medida para adaptarse a los musculosos hombros que abultaban bajo la tela. En cuanto las gemelas salieron, tiró el cigarrillo al suelo y les sostuvo obedientemente la puerta. Bien, ese era Robert, el marido de Violet. Incluso desde cuatro pisos más arriba, se veía que debía de ser «mañoso» con los puños, como dirían mis colegas más turbios.
Me sorprendí preguntándome qué parte de su atavío habría sido costeada gracias a la generosidad del anónimo benefactor de su esposa, y qué parte procedería de ingresos que eludían al fisco. No podía distinguirle la cara y no sabía, pues, si me lo había tropezado alguna vez en mis tratos con los círculos sociales menos recomendables de Glasgow.
Cuando se alejaron, volví a sentarme ante mi escritorio con el entrecejo fruncido, aunque sin saber por qué lo fruncía. O quizá sí lo sabía: llevaba mucho tiempo marcando distancias con los Tres Reyes. Todavía recibía de ellos algún encargo ocasional, y no era fácil rechazar una petición de Willie Sneddon, Jonny Cohen el Guapo, o de Martillo Murphy. Este último, en particular, no soportaba que nadie le dijera que no, y tenía un mal genio que un psicópata habría considerado impropio. Era más que evidente que este caso, afectando como afectaba al famoso —o infame, dependiendo desde qué lado mirases una escopeta de cañones recortados— Joe Gentleman Strachan, iba a arrastrarme otra vez a aquel mundo.
Pero no era eso siquiera: había algo más en el runrún intranquilo del fondo de mi cerebro. Mantuve fruncido el entrecejo un rato más.
Luego saqué del cajón el dinero que las gemelas me habían entregado y lo conté. Volví a contarlo. Desarrugué el entrecejo.