Capítulo uno

Para empezar, a mí la idea de escarbar en el pasado me resultaba muy poco atractiva, perteneciendo como pertenecía a esa generación dotada de un pasado tan vistoso como pintoresco, gracias al pequeño festival pirotécnico organizado en nuestro honor en Europa y Extremo Oriente. El colorido de mi propia historia había sido ya de por sí bastante estridente, y yo, debía reconocerlo, le había añadido con los años unos cuantos brochazos más por mi cuenta. En una ocasión, había visto una película sobre un tipo que despertaba en medio de la nada sin recordar quién era ni de dónde venía, y a quien le angustiaba enormemente esa laguna biográfica. Yo, a decir verdad, habría dado un mundo por padecer esa clase de amnesia.

Lo de escarbar, o más exactamente, dragar, en el pasado de Joe Strachan había sido literal, no una metáfora. El río Clyde debía de ser la vía fluvial más ajetreada del mundo, pues cualquier trasatlántico, buque de carga, navío de guerra, cascarón o paquebote herrumbroso que viera uno cabeceando por los mares del planeta tenía una elevada probabilidad de haber sido concebido y armado en sus orillas. Y eso implicaba que el lecho de los canales navegables tenía que mantenerse despejado en anchura y profundidad con la acción constante de una mugrienta procesión de dragas de limpieza.

Cuando un cráneo y un enredo de huesos, acompañados de algunos andrajos y una pitillera de oro, fueron izados de las turbias aguas por una cinta transportadora a la superficie del Clyde, bien pudo decirse que se había dragado literalmente el pasado. Un pasado que mejor habría sido dejar donde estaba.

Los tripulantes de las dragas del Clyde eran tipos bastante flemáticos. Tenían que serlo. Su botín era, principalmente, el sedimento mugriento y aceitoso que se acumulaba en el fondo de los canales y que despedía una pestilencia capaz de asquear a un escarabajo pelotero; pero incluía también desde enormes cornamentas de alce y troncos fosilizados procedentes de un bosque prehistórico inundado, hasta somieres, piezas de motor, bebés abortados y metidos en pesados maletines, armas criminales arrojadas para eliminar pruebas y cualquier objeto imaginable que pudiera lanzarse por la borda de una embarcación.

Los despojos del difunto señor Strachan no eran en modo alguno los primeros restos mortales rescatados del Clyde y, ciertamente, no serían los últimos. Pero había una significativa diferencia entre los cadáveres flotantes recuperados por la Sociedad Humanitaria de Glasgow y la policía portuaria de dicha ciudad, y aquellos extraídos del fondo del río por los tripulantes de las dragas; esa diferencia consistía básicamente en la intencionalidad. Para que un cuerpo se hundiera y se mantuviera sumergido hacía falta un lastre: normalmente, los bolsillos llenos de piedras o un envoltorio de cadenas. Así pues, los cuerpos que sacaban a la superficie las dragas eran los que habían sido sumergidos con la intención de que se perdieran de una vez por todas.

Como el de Joe Gentleman Strachan.

Me imagino la escena: los tripulantes de la draga tomándose un respiro para decidir qué hacer mientras la calavera del todavía anónimo Joe les dirigía una gran sonrisa desde la cubeta llena de lodo grasiento de la cinta transportadora. Seguramente, discutieron si arrojaban otra vez los huesos al río; sin duda se habría producido una riña por la pitillera de oro. Pero me atrevo a aventurar que alguien en ese viejo cascarón estaría lo bastante curtido y poseería la suficiente sensatez como para intuir que las iniciales «JS» grabadas en semejante pedazo de oro podían significar un montón de problemas. En todo caso, tomaron la decisión de informar a la policía de Glasgow.

En un principio, el hallazgo de esos restos me pasó totalmente desapercibido; a mí y a la gran mayoría de los ciudadanos. De hecho, solo mereció un par de líneas en una columna de últimas noticias del Glasgow Evening Citizen. La trascendencia, ya se sabe, es algo que suele incorporarse a los acontecimientos a posteriori. Por acumulación. El significado de aquellos huesos, el del lugar donde reposaban y el de la pitillera con monograma pasaron inadvertidos unos días. Al fin y al cabo, no era tan infrecuente encontrar restos humanos en el Clyde. Más de un pescador bebido o de un poli de ronda cegado por la niebla habían calculado mal las medidas del muelle; y también los remolcadores naufragados y algún que otro caso de botadura calamitosa habían contribuido a poblar aquellas aguas. Y por descontado, el submundo delictivo hacía un uso sistemático de la capacidad del río para ocultar trapos sucios.

En cuanto a mí, yo tenía muchas otras cosas en la cabeza en aquel mes de septiembre de 1955. Estábamos en las postrimerías del verano más caluroso de Glasgow del que hubiera noticia, lo cual, hay que reconocerlo, tampoco es una gran hazaña: como ser el mayor amante de Yorkshire, la persona más alegre de Edimburgo o el filántropo más generoso de Aberdeen. Aun así, el verano del 55 había superado de largo al anterior, y las temperaturas, según la ofuscada prensa local, llegaron a ser tan altas que derretían el asfalto. En todo caso, más allá de la veracidad de las estadísticas térmicas, recuerdo ese verano por su atmósfera acre y pegajosa. El espeso y viscoso aire olía a metal recalentado, y el reluciente cielo se veía veteado por los densos humos impregnados de partículas de las fábricas y los astilleros. Hiciera el tiempo que hiciera, el elemento básico de Glasgow era el carbón, e incluso en mitad de la calle te sentías como si caminaras por la nave de una fundición.

Y ahora estábamos cambiando de estación. El verano empezaba a transformarse en otoño, estación que raramente se daba en esta ciudad: el clima del oeste de Escocia estaba proverbialmente suavizado por la corriente del golfo, de manera que el tiempo solo pasaba, por lo general, de ligeramente cálido y húmedo en verano a ligeramente fresco y húmedo en invierno. La industria pesada de la ciudad, con su constante expectoración de humo, le prestaba además a Glasgow un clima urbano único fuera cual fuese la estación, con lo que el otoño quedaba confinado normalmente al calendario y a esos amasijos parduscos de hojas empapadas que taponaban las alcantarillas. Este año, sin embargo, al haber sido precedido por un verano tan notable, el otoño dejaba sentir su presencia.

Los padres fundadores de la ciudad, una pandilla benevolente, habían decidido aliviar el hacinamiento en míseras casas de vecindad, al que habían condenado a la mayoría de glasgowianos, con la creación de grandes parques abiertos al público. Y este año había sido el primero en el que yo había visto un incendio de colores rojos y dorados en las copas de los árboles.

Claro que un montón de cosas eran distintas ese año.

Por primera vez desde que había alquilado mi oficina en Gordon Street, la estaba utilizando como mi centro principal de trabajo. Acababa de resolver tres casos de divorcio y uno de desaparición, y me estaba ocupando de la seguridad en el transporte semanal de las nóminas de uno de los astilleros. Me sentía especialmente satisfecho de este último contrato. Jock Ferguson, mi contacto en la policía de Glasgow, había respondido por mí; lo cual no era poca cosa, considerando que él conocía la relación que yo había mantenido con gente como Jonny Cohen el Guapo, o como Martillo Murphy, ambos figuras principales del clan de aficionados al pasamontañas. Pero Ferguson y yo formábamos parte de esa lúgubre masonería de posguerra cuyos miembros se reconocían entre sí, sencillamente, por haber sobrevivido a la picadora de carne. Yo no sabía cuál había sido la historia de Jock, ni se lo preguntaría jamás, como tampoco él me preguntaría la mía, pero sí sabía que debía de parecerse más a la oscura Edad Media que al Siglo de las Luces.

Igual que la mía.

También sabía que Ferguson me consideraba un tipo recto…, al menos comparativamente. Había habido una época en la que yo habría respondido por él con parecida seguridad. Lo veía como uno de los pocos polis de Glasgow por quien podía poner la mano en el fuego y asegurar que no se hallaba bajo soborno ni practicaba ninguna clase de doble juego. Pero mi fe en él se había deteriorado hacía cosa de un año y, de todas formas, incluso en mis mejores momentos, no tenía demasiada tendencia a ver el lado bueno de la gente.

Haber obtenido ese contrato para la entrega de las nóminas era importante sobre todo porque había hecho un gran esfuerzo para mantenerme alejado de los Tres Reyes: Cohen, Murphy y Sneddon, el triunvirato de gánsteres que controlaban todo cuanto valiera la pena controlar en la ciudad, aun cuando la paz entre ellos fuese tan frágil como la castidad de una corista. No había realizado más que unos pocos trabajos para ellos y, a menudo, no del todo legales, pero me habían permitido establecerme en Glasgow al ser desmovilizado. Y ese tipo de misiones, además, encajaban mejor conmigo en aquel entonces, todavía bajo la sombra de la montaña de mierda de los tiempos de guerra que acababa de dejar atrás.

Ahora, en cambio —así lo esperaba—, las cosas habían empezado a cambiar. Yo estaba empezando a cambiar.

Me había preocupado, eso sí, de hacer saber a todos aquellos que debían saberlo que me estaba encargando del transporte de las nóminas de una empresa en particular, y que era capaz de desarrollar una prodigiosa memoria si alguien intentaba asaltarnos. Mi mensaje era: que nadie ponga las manos en mi territorio, o si no…

Seguro que mi aviso tenía a los tres jefes criminales más temidos de Glasgow temblando de pies a cabeza. En realidad, casi me esperaba —y me temía— alguna propuesta para hacer la vista gorda, pero hasta el momento no se había producido ninguna. Igual que Jock Ferguson, cada uno de los Tres Reyes sabía que yo era un tipo recto. Comparativamente, al menos.

En todo caso, como decía, el hallazgo de un montón de huesos en la cubeta de una draga no removió al principio las aguas tranquilas de la conciencia colectiva glasgowiana. Aunque una semana después, empezó a salpicar. A salpicar a base de bien. Los periódicos no hablaban de otra cosa:

HALLADO EN EL RÍO EL CUERPO

DEL LADRÓN DE LA EXPOSICIÓN IMPERIO.

TRAS 18 AÑOS, RESUELTO EL MISTERIO

DE LA DESAPARICIÓN DE JOSEPH STRACHAN.

EL BOTÍN DEL AUDAZ ROBO DE LA EXPOSICIÓN

DE 1938 TODAVÍA NO HA SIDO RECUPERADO.

Joe Gentleman Strachan era anterior a mi época. Claro que también lo eran Zeus y Odín, y yo había oído hablar de los tres. El mundillo del hampa de Glasgow tenía más mitos y leyendas que la antigua Grecia, y Strachan se había convertido en una imponente figura en el folclore de aquellos que pretendían ganarse la vida de un modo deshonesto.

Mientras leía el artículo recordé que había oído susurrar su nombre con veneración a lo largo de los años; pero como mi relación con la segunda ciudad del Imperio británico se había iniciado solo al concluir la guerra, cuando fui desmovilizado, Strachan nunca había sido una figura destacada de mi educación sentimental. Me constaba, no obstante, que antes de la guerra se habían producido una serie de robos, los mayores de la historia de Glasgow, que habían culminado con el perpetrado en 1938 en la Exposición Imperio. Todos ellos atribuidos a Joe Gentleman. Atribuidos, aunque nunca se hubiera probado.

También había oído decir que si Strachan hubiera seguido dando vueltas por estos pagos (aunque no fuera pendiendo del extremo de una soga, por el asesinato de un policía), seguramente habría sido el Cuarto Rey de Glasgow. O tal vez, incluso, el único Rey de Glasgow, mientras que Cohen, Murphy y Sneddon habrían tenido que conformarse con un simple feudo bajo su corona. Pero resultaba que se había producido ese robo de espectacular audacia, con el saldo de un policía muerto, y que Joe Gentleman había desaparecido repentinamente sin dejar rastro. Lo mismo que el botín de cincuenta mil libras.

Nadie había creído entonces que Strachan estuviera muerto; más bien pensaron, de acuerdo con el halo mítico y heroico de su creciente leyenda, que había entrado en el Valhalla del hampa de Glasgow, lugar que muchos tomaban por un chalé de lujo en la costa de Bournemouth o de algún sitio parecido.

Todo lo cual no tenía, a decir verdad, nada que ver conmigo y revestía escaso interés.

Hasta que recibí una visita de Isa y Violet.