Medió un momento de silencio. John Astor dejó que el anuncio que acababa de hacer quedara suspendido en el aire artificiosamente constante de la sala del ordenador central.

—¿Que Macbeth se ha suicidado? —se extrañó Yates, la directora del proyecto—. ¿Eso es lo que me está diciendo?

—Exacto —respondió Astor.

—¿Y cómo puede ser? ¿Cómo iba a suicidarse Macbeth?

—Justo antes de autocerrarse se produjo un pico grande en su actividad neuronal que sugiere un estado mental muy alterado.

—Lo siento pero escúchese: «estado mental», «suicidio»… —La mujer miró las cuatro cajitas gris oscuro, cada una encerrada en su urna de cristal.

—Pero es que estamos lidiando precisamente con esos conceptos.

—Si está diciéndome que Macbeth se ha autodestruido, entonces significa que tenía un concepto de sí mismo, que se volvió completamente autoconsciente.

—Es que creo que eso es justo lo que ha pasado. He de decir que ya expresé mis preocupaciones cuando se me encargó la ejecución del proyecto. Cada uno de los cuatro cerebros sintéticos estaba ejecutando un programa de trastorno distinto, pero solo en núcleos neuronales concretos. El único que empezó a desplegar actividad global fue Macbeth, a ser un cerebro que trabajaba en toda su extensión. Yo diría que, en ausencia de información sensorial real, empezó a simular su propia realidad.

—Pero eso va en contra de todo lo que establecimos al empezar el proyecto… ¿cómo ha podido pasar?

—Creo que, hasta que no se retiró del proyecto al doctor Hoberman al año de su inicio, este estuvo probando en secreto sus polémicas teorías sobre el trastorno de personalidad disociativa con Macbeth, dotando al programa de diversas personalidades, de álter. De un modo u otro el programa fundió todo esto en una única identidad.

—¿Y sabía todo esto cuando programó la esquizofrenia paranoide?

—Claro que no —replicó Astor—. De haber sabido que habíamos generado algo parecido a una mente completa o a la autoconsciencia, habría ido en contra de los protocolos del proyecto. Me temo que hemos creado sufrimiento de verdad.

—¿En una máquina? —Yates sacudió incrédula la cabeza.

—En una mente. Hay pruebas de que Macbeth empezó a tener acceso a un amplio abanico de datos del ordenador central y de más allá. Cultura general, por decirlo de algún modo: historia, geografía, ciencias (incluida la neurociencia), filosofía y literatura. Muchos libros. También se conectó con otras simulaciones: programas geofísicos y astrofísicos que se ejecutan en otros puntos del planeta. Creo que estaba intentando darle un sentido a su existencia.

—¿Y ahora qué?

—Pues ahora se ha apagado del todo, no hay actividad neuronal alguna. No sé cómo pero es evidente que Macbeth ha acabado con su propia vida neurológica. Lo dicho, ha sido un suicidio. Y es una pena porque podría habernos dado unas respuestas muy interesantes sobre nuestra realidad.

—¿Y el resto de programas?

—Sin problema. Como le he dicho, de momento no son más que simulaciones parciales. Hamlet, Lear y Otelo siguen totalmente operativos.

—¿Conseguiremos reflotar a Macbeth y hacer que funcione? Nada más que el equipo ya vale mil millones de dólares…

—Se podría decir que el programa se ha autoeliminado pero la arquitectura neuronal está intacta, de modo que sí. Solo tengo que reconectarlo al ordenador central y reactivar los elementos relevantes para el trastorno que decidamos programarle.

—Bien.

Ambos se quedaron mirando los visores holográficos que había encima de las tres unidades en funcionamiento: representaciones virtuales de las actividades sinápticas de cada cerebro sintético. Por la pantalla destellaban, refulgían y brillaban las conexiones; se formaban dibujos de la nada antes de desaparecer y sustituirse por otros aún más complejos. Solo el visor sobre el programa de Macbeth estaba vacío.

—De acuerdo, John. Lo dejo al cargo. Tengo que ir a una reunión. ¿Ha oído las noticias sobre las alucinaciones masivas?

—No…

—Humm… Pues en poco tiempo se han producido varios incidentes, en distintas ubicaciones de todo el mundo. Al parecer quieren conocer mi opinión. Nos vemos luego.

Cuando Elizabeth Yates salió de la sala del ordenador central, John Astor se quedó mirando los visores virtuales de Hamlet, Lear y Otelo, los tres programas en funcionamiento. Al cabo de un rato introdujo los códigos para reconectar el ordenador principal con la unidad de la pequeña urna de cristal que contenía el programa Macbeth. Un único rayo de luz surcó la pantalla y luego lo siguió otro.

—Bienvenido a la otra vida, amigo mío —le dijo Astor antes de salir de la sala.