John Macbeth. Copenhague
Cada paso que daba era un ejercicio mental aparte de físico. Tenía que recordarse constantemente que todavía habitaba el mundo que había conocido. El piso seguía allí, al igual que Copenhague. Todo seguía allí.
Estaba en medio de su piso, por mucho que tuviese que convencerse de ese hecho una y otra vez: segundo tras segundo reafirmaba la realidad en la que estaba, aislándose del mundo asfixiante y en llamas que se extendía bajo él. Cuanto más se concentraba, más claros veía los bordes de la estancia, los muebles y el edificio existían, aunque no eran más que formas traslúcidas.
Le costó una eternidad bajar las escaleras, sin poder fiarse de sus ojos, palpando los escalones con un pie incierto y cogiéndose con fuerza de la barandilla casi invisible. En cierto momento, cuando hubo alcanzado el segundo rellano, el suelo que había dos plantas más abajo borboteó y despidió un chorro gigante de magma en su dirección. Cerró los ojos justo antes de que la roca fundida lo envolviera.
—¡No es real! —chilló a la escalera—. ¡Nada de esto es real! No sintió ni calor ni impacto. Abrió de nuevo los ojos y se encontró con que los filos de cristal de los escalones eran más claros, y el vidrio del bloque parecía ser de un material ligeramente más opaco que mantenía a raya la furia volcánica del mundo imaginado.
En la calle fue peor. A ras de suelo se sentía totalmente inmerso en la ilusión. Tuvo que volver a centrarse, a abstraerse, reconstruyendo la realidad en su cabeza milisegundo a milisegundo.
Logró abrirse camino entre el asfixiante paisaje de corteza y magma, bajo un cielo de nubes densas y biliosas, pero se orientó gracias a los bordes suavizados del mundo en el que se obligaba a creer que seguía habitando. Larsens Plads se le aparecía como una geometría de cristal por medio de la cual veía el mundo resplandecer, burbujear y estallar. Llegó a la altura de los jardines Amalie: los fantasmas de cristales de la fuente, de los setos cuidados y de los delicados lechos de flores se superponían al mundo de fuego y magma que se contraía y erupcionaba. Utilizó el palacio Amalienborg, una enorme y recargada escultura de hielo en medio del infierno, como punto de referencia para orientarse. No paró en todo el rato de centrar la mente, de bloquear los trucos y los ardides que intentaban engañarle. Copenhague tomaba forma a su alrededor en siluetas vidriosas que se perfilaban contra aquel fondo de lago de fuego y magma. Era como si alguien hubiese puesto una realidad encima de otra, y Macbeth tuvo que concentrarse con todas sus fuerzas para encontrar el camino hasta el Institut.
A cada tanto se detenía, cerraba los ojos y se obligaba a volver a la realidad de su mundo. Cada vez que volvía a abrirlos, el mundo de cristal se redefinía y el tumulto de la Prototierra perdía vida.
Se recordó las palabras de su padre: cada mente tiene un universo en sí misma, un cosmos independiente de una complejidad infinita y una exclusividad inimitable. Macbeth estaba dispuesto a seguir siendo el dueño y señor de su universo. Siguió avanzando.
Mientras, pensó en qué iba a hacer. No podía destruir Proyecto Uno destruyendo sin más el hardware. Solo Dalgaard y él sabían que la copia de seguridad remota del proyecto estaba almacenada en el DIKU, el departamento de informática del campus de Nørre. También tendría que eliminarlo, aunque podía esperar. Si lograba destruir las instalaciones centrales, detendría el funcionamiento de Proyecto Uno, haría que dejara de pensar: lo mataría.
Si lo hacía, y si la locura que se había visto compartiendo con Gillman y Blackwell estaba justificada, entonces la monstruosa alucinación se detendría.
En todas las calles veía gente de cristal en edificios de cristal, y volvió a recordar vagamente una novela que leyó de un autor ruso olvidado tiempo atrás. Todas las figuras insustanciales que veía estaban congeladas, y se dio cuenta de que también esas personas de vidrio que habitaban en esos momentos su mundo eran soñadores, cada uno atrapado en aquella visión de infierno, indefenso y a merced de sus sentidos engañosos. Solo él podía ayudarlos, solo él podía acabar con la alucinación.
Atravesó lo que sabía que era la calle Grønningen, con el parque del Kastellet a la derecha y los árboles asomando a modo de nubes vaporosas congeladas, casi invisibles contra la espuma volcánica. Avanzaba con una lentitud dolorosa: como el borracho que tiene que recuperar el equilibrio a cada paso, él iba redireccionando continuamente su mente, concentrándose en las formas de los árboles, la carretera y los edificios. A mitad de Grønningen se detuvo en seco. Como si la locura y la confusión de surcar dos mundos superpuestos no fuera suficiente, de pronto se sintió más desorientado aún. Por un segundo creyó que el parque que lo rodeaba era el Common de Boston. ¿Qué nuevo ardid era aquel? Borró la idea de la cabeza y volvió a lograr orientarse para seguir su camino.
Sobre su cabeza el cielo se había oscurecido aún más y las nubes empezaron a refulgir y crepitar con relámpagos. No le quedaba mucho tiempo.
Llegó a Østerbrogade y la zona de Los Lagos, pero de nuevo tuvo que concentrarse no solo para seguir la estructura trazada de su mundo, mientras la tierra primitiva gruñía y escupía lava hacia el cielo oscuro, sino también para rechazar la creencia temporal de que el brillo insustancial a su izquierda era de los lagos y no del río Charles. ¿Qué estaba pasándole?
Una vez más se desorientó por completo y por un momento creyó reconocer la calle de cristal líquido en la que estaba y el edificio que tomó forma insustancial delante de él. Pero no podía ser: habría jurado que estaba en Beacon Hill mirando la mansión fantasma de Marjorie Glaiston. Cerró los ojos y volvió a centrarse. Su madre…, a ella le recordaba Marjorie. Cuando miró de nuevo supo dónde estaba, se volvió y se encaminó hacia Blegdamsvej y el instituto Niels Bohr.
Toda la consciencia del mundo.
¿De veras había vivido la vida que creía? ¿Por qué su memoria autobiográfica era tan mala? ¿Era esa la razón por la que siempre había trabajado por comprender la naturaleza de la consciencia?
Si no hay mundo a nuestro alrededor, nos lo inventamos.
¿Qué se había inventado él? ¿Estaba inventándose aquello? ¿Tenía razón Astor, y todo aquello solo ocurría en su propia cabeza?
Echó a correr por un paisaje, un suceso y una época que no podían existir.
El libro. John Astor. ¿Había puesto él el libro en su ordenador? ¿Lo había escrito él y se había olvidado? ¿Era él John Astor?
Había gente en el edificio de la universidad, personas inmóviles y transparentes que soñaban con su propia extinción. Nadie se movió, lo desafió o intentó detenerlo. Le había costado más de dos horas hacer un trayecto que normalmente le habría llevado media.
Fue hasta donde sabía que estaba el almacén de mantenimiento y cogió un hacha para incendios cuyo aspecto transparente le pareció ridículamente frágil.
Estaba subiendo hacia el laboratorio cuando la casi noche, que se veía claramente a través de la estructura de gasa del instituto, dejó pasó a un nuevo resplandor repentino. Levantó la vista y lo vio: la belleza terrible e hipnótica de Tea en el último tramo de su trayecto. Pronto impactaría contra la Prototierra y expulsaría al espacio miles de millones de toneladas de residuos que se fusionarían y formarían el improbable sistema planetario dual de la Tierra y la Luna; la insólita combinación que crearía océanos profundos, placas tectónicas, el núcleo externo de hierro líquido de la Tierra y una magnetosfera para protegerla de los vientos solares; en definitiva, las condiciones extremadamente peculiares que permitirían que no solo se desarrollase la vida, sino que persistiera y lograse tener una forma avanzada.
Tenía que destruir a Proyecto Uno. Tenía que matar la consciencia de su interior, terminar su ensoñación. La idea de que su propia mente era sintética, de que la habían creado para entender un pasado que no podía revivirse, lo tenía aterrado. Tal vez la de Proyecto Uno fuese su consciencia, la suya; quizá él era todos los que habían experimentado las visiones y era todos y nadie.
«Si no hay mundo a nuestro alrededor, nos lo creamos».
Tea se cernía cada vez más sobre el planeta, eclipsando toda la luz del sol, aunque iluminándolo todo con su propia violencia térmica, conforme la mayor gravedad de la Prototierra la hacía pedazos.
—¡Demasiado tarde! —se oyó chillar—. ¡Es demasiado tarde!
Y con esas, el mundo de bordes de cristal se volvió más insustancial. Dejó caer el hacha y le sorprendió ver que no se rompía en añicos. En lugar de eso resonó con el sonido fuerte y metálico que debía tener y que le reafirmó su solidez invisible.
«¿Cómo puedo pararlo? —pensó desesperado—. ¿Cómo puedo solucionar todo esto? Aunque destruya Proyecto Uno, la gente no olvidará, lo recordará y sabrá que todo es falso, que es una simulación. ¿Cómo puede solucionarse esto? Yo sé la verdad —se dijo—. No puede solucionarse nada mientras yo la sepa».
Cerró los ojos una vez más y pensó en su padre, en Casey, en Melissa, y en Mora. Al abrirlos decidió no volver a mirar el cielo y vio que el Instituto tomaba aún más forma.
Resuelto a bloquear todo lo demás, atravesó los pasillos hasta Proyecto Uno. Fue directo a las habitaciones y en la puerta tanteó los botones que medio distinguía en el teclado de entrada. Tiró de la puerta pero no cedió. Había introducido mal el código. Se produjo un llanto prolongado y bajo que le hizo estremecerse, y le costó un segundo comprender que era la Tierra la que chillaba ante el impacto de Tea, que empujaba su superficie y la abría de par en par.
Bajó el hacha contra la puerta y el teclado, una y otra vez. La madera traslúcida se astillaba en esquirlas de cristal. La embistió con el hombro pero se negó a abrirse. El hacha de cristal cortaba el aire al tiempo que Macbeth dejaba escapar un chillido animal a cada golpe. Una vez más estampó el hombro contra la puerta, que apenas veía. Cuando por fin cedió, entró.
Volvió a sentir la Tierra temblar bajo sus pies, removerse y gemir en protesta por la atracción cada vez mayor de Tea.
«No mires hacia arriba».
Se centró en la sala de mandos. Todo seguía moldeado en cristal líquido y era imposible leer nada en la pantalla etérea. No cabían formateos o eliminaciones, solo valdría la destrucción física y total del ordenador y sus copias de seguridad. Llegó hasta la máquina central del ordenador, una hilera de discos duros. Tal vez si destruyera aquello primero y luego las copias… quizá funcionara…
A su alrededor, a través de las paredes espectrales del laboratorio y la universidad, Macbeth veía esputos gigantes de magma arqueándose hacia el cielo mientras la tierra abrazaba a la compañera con la que iba a reunirse. Solo le quedaban segundos.
«Sé la verdad», volvió a pensar. Y la Tierra siguió chillando con sus contracciones de vida y muerte y Tea acercándose. «Sé la verdad y no bastará con que destruya el ordenador».
Después de sacar la automática, dejó la mochila en el suelo. La alucinación proseguía y Tea ocupaba ya todo el cielo.
«Yo sé la verdad. Nadie puede saberla».
Aunque era consciente de que no tenía ni idea de cómo instalar los detonadores, comprendió que no importaba. Todo se restauraría, se reiniciaría, para todos. Salvo para él, que sabía la verdad. Era una paradoja que tenía que resolver.
«El saber reside en mi consciencia, de modo que solo puede borrarse si la borro».
«No sé cómo activar los detonadores», volvió a decirse.
John Macbeth, quien nunca había creído mucho ni en sí mismo, ni en su identidad o su existencia, apuntó la automática contra el espectro vidrioso de la mochila llena de explosivos que tenía a sus pies.
Apretó el gatillo.