John Macbeth. Copenhague
Macbeth se dio cuenta de que llevaba horas leyendo. Al otro lado de las ventanas salía ya el sol. Mora Ackerman dormía en el sofá, sumida en el sueño. Se quedó mirándola, el movimiento suave de su cuerpo mientras respiraba, y se preguntó si estaría realmente soñando en el sueño en el que parecía dormir.
Cerró el portátil y se quedó un buen rato pensando en todo lo que había leído. Los argumentos de Astor eran irrefutables pero también eran indemostrables. Al igual que las religiones que él tanto denigraba, le pedía a su lector que pusiera toda su fe en un único texto inverosímil. ¿Era suficiente para justificar que pusiese una bomba y destruyese el proyecto al que le había dedicado los cuatro últimos años de su vida?
Pensó en Casey, descuartizado y muerto en una camilla de una morgue inglesa. Pensó en Bundy, el hombre al que había matado. Pensó en la locura de las visiones que habían atormentado al mundo y en el caos consiguiente. Repasó toda una vida de episodios de despersonalización y desrealización en los que había estado totalmente convencido de la falsedad de su propia existencia y de todo lo que lo rodeaba.
Con todo y con eso, no conseguía convencerse para creer en la fantasía paranoide de Astor. «Lo que necesito —pensó con ironía cansada mientras se levantaba lentamente de la silla del escritorio— es una zarza ardiente, una columna de humo o cualquiera que sea la teofanía que se estile entre los dioses posthumanos».
Apenas había formulado el pensamiento cuando el piso se llenó de una luz cegadora. El cuarto —los muebles, las paredes, el suelo— empezó a desvanecerse y a hacerse traslúcido. Incluso la forma durmiente de Mora en el sofá se volvió borrosa y vidriosa.
Macbeth se vio de nuevo suspendido sobre una Copenhague que desaparecía. Pero seguía sintiendo el suelo bajo él. Se puso a cuatro patas y fue gateando por el salón hasta que se dio en la frente contra la mesa de centro que ya no veía. Tanteó desesperado con la mano por la superficie invisible hasta cerrarla sobre el asa de la mochila. Se la acercó a la cara y pasó las manos por la superficie de lona. Podía sentirla, y el peso de su contenido, por mucho que para sus ojos y sus manos estuviese vacía.
—Sigue aquí —se dijo en voz alta—. Sigue siendo real. Y lo sé.
Miró hacia abajo.
—Ay, madre…
A sus pies vio a través del suelo invisible que la Tierra crepitaba y hervía. Sintió que le subía una oleada de vómito por el pecho.
Cerró los ojos con fuerza y obligó a su mente a salir del rincón oscuro donde se había refugiado y tomar el control de la situación. Respiró lenta y profundamente. Los sonidos del mundo falso que lo rodeaba intentaban empujar y tirar de su resolución pero se centró todo lo que pudo en cerrarse a todo, retirándose al bastión de su propia mente.
—No es real —se repitió—. ¡No es real!
Macbeth recordó que Astor decía que las alucinaciones eran tan reales como la experiencia normal, que solo dependía de en qué realidad estuvieras sintonizado. Las palabras parecieron reírse de él mientras utilizaba cada neurona de su cerebro y cada fibra de su ser para sintonizar con la realidad que quería. Se acordó de lo que le había contado Casey sobre Cosmas Rossellius, que se podía reconstruir una realidad como un espacio de memoria en tu cabeza. Eso era lo que tenía que hacer: debía utilizar su memoria y concentrarse.
Abrió los ojos y se puso en pie. Miró a su alrededor y comprendió que existía en dos realidades. Hasta donde podía ver, estaba rodeado de un planeta extraño que no paraba de resquebrajarse, hervir y echar humo bajo un cielo asfixiante y nauseabundo, pero al mismo tiempo lo contemplaba como a través de un cristal esmerilado. Veía su piso y todo el interior, aunque tan solo como formas vidriosas y transparentes, más bordes ondulados y siluetas que cuerpos sólidos. Pero tal vez le bastasen para orientarse.
Macbeth comprendió que el otro mundo que veía a través de la gasa insustancial era uno en que ningún humano podría sobrevivir. Se parecía a todas las descripciones que había leído del Infierno, por mucho que supiese que no lo era: se trataba de la Prototierra, del mundo en pañales que tomaba forma, el mundo antes de la Luna, con una masa, una rotación, una inclinación y una dinámica distintas de las del mundo que había conocido. Lo que estaba mirando por la ventana de su presente era un pasado de cuatro mil millones y medio de años de distancia: una época antes de todas las coincidencias e improbabilidades de las que Astor hablaba y que habían concurrido para crear un mundo capaz de subsistir lo suficiente para evolucionar en su complejidad.
Macbeth sabía también qué era lo que había hecho que la Prototierra diera a luz a la Luna: el impacto de Tea, un planeta del tamaño de Marte que chocó contra la Prototierra y liberó cien millones de veces la energía provocada por el meteorito que había extinguido los dinosaurios.
Eso era lo que iba a ocurrir. Esa era la mayor alucinación que iba a ver, y la más letal. Gillman tenía razón: el principio de la Tierra iba a ser el fin de la humanidad.
Se estaba haciendo tabla rasa.
Morirían miles de millones de personas. Se ahogarían en la atmósfera sin oxígeno, morirían quemados a una temperatura imposible, aplastados por fuerzas atmosféricas y geológicas: y nada de eso existía más allá de sus cabezas.
Tenía que detener a Proyecto Uno.
Volvió a mirar la mochila que tenía en las manos. La veía como esculpida en hielo y agua.
Debía ir a la universidad.