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John Macbeth. Copenhague

La visión había terminado pero el mundo seguía enloquecido.

Gillman le dijo a Macbeth que se llevara a Mora con él.

—¿Y tú?

—Yo soy lo de menos. Estaré bien. Tengo donde pasar desapercibido. Pero tienes que eliminar a Proyecto Uno, ¿lo entiendes ya o no?

Macbeth asintió, más para tranquilizar a Gillman que por convicción. Dejaron al científico en el Diamante, rodeado de las luces de una Copenhague resucitada.

Era todo una locura.

Macbeth y Mora lograron llegar hasta donde ella tenía el coche aparcado, con el peso de la insoportable gravedad sobre sus cabezas, tal vez incluso más fuerte que antes. La ciudad, que estaba muda cuando había llegado a su cita, en esos momentos arrojaba por varios puntos sirenas de emergencias y los sonidos inconfundibles de la histeria: grupos de personas gritando, chillando y llorando en medio de la noche.

—¿Crees que ha pasado en todas partes? —le preguntó a Mora—. ¿Que no ha sido solo aquí en Copenhague?

—No lo sé… A lo mejor ha sido solo aquí porque Proyecto Uno está aquí, o quizá haya sido en todas partes. Puede que sea cierto que estamos en las últimas etapas de un apagón total y que entonces todo el mundo haya vivido lo mismo que nosotros. Sube, yo conduzco…

Era un pequeño utilitario europeo en el que Macbeth se sintió atrapado, confinado. Se permitió dejarse llevar lejos de lo que había ocurrido: ya lo pensaría luego. No decidiría nada hasta que lo pensase todo detenidamente. Entre tanto, Mora lo condujo por calles llenas de gente aterrada y medio enloquecida. La avenida Vesterbrogade estaba bordeada de furgonetas azules de la policía, y vieron que docenas de agentes intentaban tranquilizar o impedir el paso a los más alterados. Cuando Mora atajó por una bocacalle vieron que se había desencadenado un disturbio y había coches volcados ardiendo. Con una destreza que lo sorprendió, metió la marcha atrás y retrocedió por la calle siguiendo una trayectoria perfectamente recta hasta que volvió al cruce y le dio la vuelta al coche con una segura maniobra del volante.

La oyó murmurar entre dientes, con los ojos clavados en la carretera.

En Reventlowsgade no había ni coches ni personas y Mora aparcó junto a la entrada de la estación de la planta del sótano. Era la parte trasera y carente de oropeles del edificio de ladrillo de la estación, con el desolador aspecto institucional de una cárcel.

—Te enseñaré dónde está la consigna. Tenemos que darnos prisa. No creo que sea lo ideal permanecer por el centro…

No había nadie tras el mostrador del Garderobe y Mora lo condujo hasta las taquillas. Cuando encontraron la que era, Macbeth metió la llave en el cerrojo pero, antes de abrirla, apoyó la frente contra el metal frío.

—Esto es una locura, Melissa…

—¿Melissa?

Se volvió y por un momento creyó ver otra cara.

—Lo siento… Es que…

—No tenemos tiempo, John, vamos.

Abrió la consigna y cogió la mochila pequeña que contenía. Se le resbaló y la cogió del asa antes de que diera contra el suelo. Por la expresión de Mora supo que contenía lo que creía. Abrió la cremallera y miró el interior. Si no se equivocaba eran cuatro bloques de explosivo plástico, una caja de detonadores y una pistola.

—Esto es una locura —repitió—. Una locura absoluta.

—Tenemos que irnos, John.

Cerró la cremallera y se colgó la mochila de un hombro.

Cuando salieron por la puerta Macbeth divisó a un hombre alto con traje oscuro junto al coche de Mora, mirando por la ventanilla del conductor. Lo reconoció de inmediato y se metió de nuevo por la puerta al tiempo que tiraba de Mora para adentro.

—Bundy…

—¿El qué?

—El agente del FBI que estaba buscando a Gillman. Ha tenido que seguirte hasta aquí. Puede que ya tengan al profesor.

—Ven… He visto otra salida al fondo del pasillo de la consigna.

Corrieron hasta allí. La puerta estaba cerrada pero cedió al rodillazo de Macbeth. Al otro lado había una escalera que llevaba hasta el andén principal.

Titubearon por un momento mientras cada uno intentaba por su cuenta decidir qué paso dar a continuación. Macbeth repasó la estación con la vista. Las únicas personas que había eran una pareja joven junto al andén, abrazándose y besándose, aparentemente ajenos al caos que los rodeaba. El hombre miró a la mujer, le habló con ternura y le acarició el pelo. Macbeth sintió un extraño alivio por aquel breve destello de normalidad.

—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Mora.

—Volvamos a mi casa. —Miró hacia las vías y vio que se aproximaba un tren de mercancías a toda velocidad que no pensaba parar en la estación. Otro reducto de normalidad—. Tengo que pensármelo. ¿Y si nos equivocamos? ¿Y si Gillman ha cometido un error?

Dio un paso hacia atrás y atrajo a Mora ligeramente hacia sí cuando el tren de mercancías se acercó.

Lo hicieron como si tal cosa. El joven besó a la chica en la frente y ambos saltaron del andén y se pusieron delante del tren. Macbeth no vio ni oyó el impacto: la pareja desapareció sin más. Mora ahogó un grito y él la envolvió en sus brazos, pegándole la cara contra su pecho.

El tren no se detuvo ni deceleró, se limitó a pasar atronando.

—Vámonos.

Corrieron hasta las escaleras de la estación, desde donde pudieron divisar el coche de Mora. Bundy ya no estaba, seguramente estaría esperándolos ya en la estación. Pero entonces Macbeth lo vio aparecer por un momento desde el arco de entrada de la planta baja y mirar por ambos lados de Reventlowsgade antes de volver a sumirse en las sombras.

—Está esperando a que volvamos al coche —dijo Macbeth, que a continuación abrió la mochila y sacó la pistola, un feo bloque pesado que no le cuadraba en su mano—. Nunca había cogido una —le explicó desconsolado—. No tengo ni idea de cómo usarla.

—Tenemos que volver al coche.

Macbeth asintió, bajaron los escalones y recorrieron el lateral de la estación muy pegados al muro para que no los vieran. Cuando se acercaron a la salida, Mora le hizo una seña a Macbeth y luego se adelantó hacia el coche. El hombre del FBI apareció por el umbral y encaró a Mora, lo que permitió que Macbeth se colase por detrás de él. Por un segundo pensó en arremeterle en la nuca con la culata para noquearlo, como había visto hacer tantas veces en la otra realidad del cine. Pero como médico y neurocientífico, Macbeth sabía lo difícil que era noquear en la vida real a alguien con un golpe en la cabeza o en el cuello sin causarle graves daños neurológicos. Apuntó la pistola contra la cabeza de Bundy.

—Dese la vuelta muy lentamente. Mantenga las manos donde pueda verlas o le pego un tiro.

Bundy obedeció pero la expresión de su cara al volverse hablaba de una violencia reprimida. Una vez más Macbeth notó la extraña intensidad de los ojos de dos colores.

—Apártese de mi camino —le ordenó Macbeth—. Lo digo en serio, Bundy. —El agente se hizo a un lado.

Mora ya había llegado al coche y lo había arrancado.

—¿No la ha visto? ¿No ha visto la ira del Señor con sus propios ojos? Usted y los de su calaña nos han hecho esto. Esto es el Arrebatamiento… es la hora de la Vara de Medir.

—Lo que tú digas… —le dijo Macbeth, que hizo ademán de ir hacia el coche.

Bundy sin embargo se abalanzó sobre él y le quitó la pistola de la mano.

Fue un mero reflejo. Al cogerla con más fuerza, se produjo un sonoro crujido y un fogonazo en el cañón. No había comprobado antes si tenía echado el seguro o no, ni siquiera sabía dónde estaba. Miró el pecho de Bundy, de donde le surgía algo oscuro por la camisa, y luego los ojos del agente del FBI.

—Nos has matado —dijo Bundy al tiempo que se le doblaban las rodillas y la luz desaparecía de la insólita heterocromía de sus ojos.

Cuando volvieron a su piso Mora le sirvió a Macbeth un whisky escocés, que este se bebió de un trago. Acto seguido le acercó el vaso para que se lo rellenara. No era lo más indicado y lo sabía: estaba conmocionado y no debería beber alcohol. Pero acababa de matar a un hombre; lo más indicado había dejado de tener sentido.

Se quedaron una hora viendo el telediario por la televisión. El «suceso», tal y como lo describían, se había sufrido por todo el globo, todo hombre, mujer y niño del planeta lo había vivido. Aunque la duración real había sido de menos de un segundo, universalmente la experiencia se había sentido como si durara varios minutos. Lo más preocupante eran las secuelas, que ya se habían cobrado miles de vidas. Habían estallado los disturbios por las principales ciudades de todo el mundo. Oriente Medio ardía mientras los fundamentalistas se armaban, alentados por el fervor religioso. En Estados Unidos la presidenta Yates había declarado el estado de emergencia.

—¿Cómo hemos llegado a esto? —le preguntó implorante a Mora—. ¿Por qué todo se ha convertido en una locura? Tengo que ir a la policía… a entregarme.

—Puede que en el mundo normal fuese lo correcto. Pero el mundo normal ya no existe. Ya sabes lo que tienes que hacer.

—¿Ah, sí?

Mora fue hasta la mesita que había junto a la ventana que daba a Larsens Plads, cogió el portátil de Macbeth y se lo tendió. Como había hecho innumerables veces en los últimos dieciocho meses, Macbeth clicó en la carpeta fantasma que estaba riéndose de él en el escritorio.

Se abrió.