John Macbeth. Copenhague
La noche se hizo día.
Pasó en un segundo, sin salidas de sol ni amaneceres paulatinos. Una explosión de brillo intenso y doloroso cuando del cielo manó la luz y el sol se coló por las paredes de cristal y llenó el bar.
—John… ¿qué está pasando? —Mora lo agarró del brazo.
—Es demasiado brillante… —murmuró Macbeth—. El sol es demasiado fuerte. Y está demasiado cerca… es muy grande…
Gillman se levantó y se puso la mano en la frente para escudarse los ojos del resplandor demasiado cercano y grande del sol, que brillaba despiadadamente.
—Ha empezado… Es demasiado tarde, ya ha empezado… Que Dios nos asista, es demasiado tarde…
Macbeth se puso también en pie y ayudó a Mora a incorporarse al tiempo que le pasaba un brazo protector por la cintura. Cuando la miró —por un momento y pese al color distinto de pelo— creyó que era Melissa.
—Es una alucinación —les dijo a los otros dos, y a sí mismo—. Recordad que no es real…
Se quedó callado, hipnotizado por la escena tras las ventanas. El cielo empezó a oscurecerse como si hubiesen corrido un velo por encima de aquel sol demasiado grande y brillante. No era azul, sino de un verde anaranjado con mal aspecto que no había visto nunca.
Aunque las paredes de cristal del Diamante estaban diseñadas para no verse, Macbeth supo que habían desaparecido. Una brisa cálida y espesa barrió el bar, y sintió su beso en la mejilla.
—Ay, Dios… —oyó que decía Gillman.
Las mesas, las sillas, el sofá y la barra se difuminaron y se volvieron transparentes, como si estuvieran hechas de cristal o hierro derretido, hasta desaparecer. Lo único que quedó fueron unos bordes ondulados que acabaron también por evaporarse. El pánico cundió del todo cuando el suelo, y el resto de las plantas de debajo, el edificio entero, empezó a difuminarse.
—¡Vamos a caernos! —chilló Mora. Macbeth se miró los pies mientras el suelo ondeaba, temblaba y desaparecía.
—¡No, no! —Cogió a Mora por los hombros y la obligó a mirarlo—. ¡Todavía lo siento! ¡El suelo sigue aquí!
Otro cambio en la luz, que volvió a atenuarse. El sol siguió igual de grande pero el aire se volvió más espeso y viscoso.
Rodaban por el cielo como una ola de maremoto, provenientes de todas direcciones, despidiendo vapor, hinchándose y enturbiándose. Con kilómetros de extensión y un verde oscuro y sulfuroso, eran nubes que no se parecían a nada que hubiese visto Macbeth en su vida.
Se les acercaron, bordearon el sol y oscurecieron el día una vez más, dejando una luz apagada y verde grisácea que no llegaba a ser noche. Se habían sumido en una calma perpleja y aterrada. Al igual que a los otros dos, a Macbeth le costó un momento ajustarse a la penumbra después del brillo cegador del sol.
Al bajar la vista exclamó:
—¡Ay, madre…! ¡Madre mía, no!
Estaban sobre la nada, suspendidos por encima de la Tierra, salvo porque no era el planeta que habían conocido. Copenhague no estaba, las calles habían desaparecido y no había ni coches, ni luces ni edificios. No había marcas del paso del hombre sobre la Tierra.
Ni tampoco de la naturaleza: ni litoral, ni Báltico, ni ríos, lagos, árboles ni hierba. No había animales ni vida. Ni siquiera había tierra como tal sino algo entre sólido y líquido, un terreno que se pulverizaba y se revolvía, con grandes terrones oscuros que se quebraban en una brecha espesa y viscosa que escupía roca fundida. Se extendía hasta donde les llegaba la vista en cualquier dirección. El mundo era plano y sin rasgos, una extensión interminable de roca, magma y humo.
De tanto en tanto aparecía por unos segundos una colina, una hinchazón de la Tierra, con una costra abovedada y renegrida por encima y un naranja y un carmesí malvados que relucían por debajo, una gran tumescencia que se extendía y se contraía, hasta que explotaba en una fuente de lava que se propulsaba miles de metros por el aire espeso y duchaba el paisaje infernal que lo rodeaba con fragmentos encendidos de tefra. Por todo alrededor, unos dedos reptantes de fango volcánico humeante, como babosas gigantes y grises como el acero, se abrían camino por la superficie resquebrajada y en llamas.
El infierno.
Era igual que todas las representaciones del infierno que había visto: el lago fundido de fuego que prometía una eternidad de agonías.
La ausencia de suelo bajo sus pies le daba vértigo y lo mareaba, la misma sensación que cuando de adolescente intentaba jugar a las maquinitas o a los videojuegos; se tambaleó y se agarró con más fuerza a Mora. La atmósfera se había vuelto calurosa, espesa y acre. Cada aliento le quemaba las membranas de la mucosa nasal, la boca y la garganta, todo ello exacerbado por la necesidad de respirar atropelladamente hasta el resuello. En el aire apenas había oxígeno y, contuviera lo que contuviese, era tóxico. Volvió a mirar a los otros dos. Mora estaba de rodillas, con los ojos rojos, la boca abierta e hilachos de saliva colgándole de los labios espumosos. Gillman estaba tirándose desesperadamente del cuello de la camisa.
«Nos va a matar —comprendió Macbeth—. Nos va a matar y no es real».
Cerró los ojos con fuerza y se hundió en la oscuridad negra rojiza tras sus párpados. Contuvo la respiración y sus pulmones privados de oxígeno protestaron. Cerró a cal y canto su consciencia, ignorando la temperatura asfixiante del ambiente.
«Que lo vea no significa que sea verdad. Que lo vea no significa que sea verdad. Que lo vea…».
Raciocinio.
Apoyó las palmas contra el suelo y recordó que eran unas baldosas que imitaban el mármol. Sintió el frío de la losa en la piel, y la dureza bajo las rodillas. «Siguen aquí —se dijo—. Y yo también». Reconstruyó el suelo en la mente, dejando que el tacto conectara con su memoria y moldeara la estancia. Mantuvo los ojos cerrados y se centró en el aire de los pulmones. «Es aire normal, no me estoy asfixiando. No me estoy quemando». Se le pasó la urgencia y soltó el aliento, para concentrarse en el siguiente que tomó. El aire le supo como un vaso de agua fría.
Una alucinación como las de hacía un año pero de una escala y de una complejidad sin precedentes. Era una alucinación que podía matar, que podía ahogar y quemar. Mora. «Tengo que ayudar a Mora».
La oyó entonces escupir y toser ahogándose en la atmósfera tóxica imaginaria, con la cara azul y gris, la respiración laboriosa y gimiendo. Estaba a gatas y mirando el infierno que tenía debajo.
—¡Sigue aquí! —le gritó Macbeth—. ¡El suelo sigue aquí! Escúchame: ¡el suelo SIGUE AQUÍ! No puedes verlo pero está.
Consumida por su propio terror y aislada de todo sonido que no fuera el rugido de la Tierra turbulenta, no le oyó. Macbeth la cogió entonces por los hombros y la levantó como pudo.
—Mora, escúchame… ¡esto no es real! —gritó, para que lo oyese por encima de los chillidos de la Tierra—. Nada de esto está ocurriendo de verdad. —La sacudió con fuerza—. ¡Que me escuches!
Mora lo miró entonces con sus ojos hinchados y enrojecidos.
—¡Cierra los ojos! —le gritó volviendo a zarandearla—. Cierra los ojos y escucha mi voz. Nada de esto es real. Cierra los ojos…
Por fin le hizo caso.
—Puedes respirar —chilló—. Puedes respirar perfectamente… Es tu mente la que está diciéndole a tu cuerpo que no hay aire. Respira hondo.
Inspiró pero sin convencimiento, tan solo un jadeo desesperado.
—¡Despacio! —le ordenó—. Respira despacio, normal. Escucha mi voz. ¿Cómo podría hablar tan normal si no hubiese aire?
La idea le caló hondo, y abrió los ojos y lo miró. Volvió a inspirar, esa vez con una respiración más profunda y prolongada, y luego otra. Cuando recuperó el ritmo normal, se restregó la boca y la nariz con la manga. Aunque seguía aterrada algo había vuelto a su interior, una fracción de racionalidad que había logrado vencer a su pánico. Pero miró a su alrededor y vio que la Tierra seguía hirviendo y echando humo, que el bar y el restaurante seguían sin aparecer y estaba con los pies sobre la nada, a unos metros por encima de la Tierra humeante.
—¡Dame la mano!
Se la cogió y la guio hasta donde sabía que tenía que estar el borde aún invisible de la mesa. Vio cómo la mano de Mora se doblaba en torno a la mesa que no estaba. Volvió a mirar a Macbeth como un resorte, los ojos llenos de asombro.
—¿Lo ves? ¡Sigue aquí! Lo que pasa es que están engañando a nuestros sentidos. —Se acercó a Mora y pegó la cara a la de ella, a tiro de beso—. Concéntrate, Mora. Usa tu mente.
Buscó entonces a Gillman con la mirada. El científico estaba ahogándose en una habitación llena de aire, pero había cerrado los ojos y se había obligado a recuperar el ritmo respiratorio; era evidente que estaba ejecutando el mismo ejercicio mental que había hecho Macbeth.
La Tierra volvió a rugir, esa vez con más intensidad aún. Macbeth sintió como si lo arrastraran de vuelta al delirio cuando una hinchazón enorme que ocupaba todo el espacio de Copenhague, se infló, con una filigrana de rajas carmesíes resplandeciendo maliciosamente en la corteza oscura. La maraña de pequeñas fisuras resplandecientes se abrió en grietas y hendiduras más profundas mientras la Tierra seguía hinchándose hacia arriba y hacia abajo.
Se abrió del todo.
Macbeth se quedó transido. Fue como un tsunami piroclástico, de un kilómetro de altura, que salió despedido hacia ellos: un maremoto en ebullición de roca, gas y lava, una capa inflada de humo marrón y negro que subió otros miles de metros hacia el cielo. Resplandecía en amarillo y rojo por los bordes de nebulosa de su frente, en el que surgían miles de rocas, del tamaño de una manzana de edificios, como otras tantas motas de polvo. Macbeth vio que se acercaba sin remisión, y supo que ninguna fuerza de voluntad ni ningún acopio de lógica podría borrar esa aparición o hacer que su impacto fuese menos letal.
Oyó que Mora gritaba.
Justo antes de que impactara tuvo el tiempo mental de calcular que la ola de tefra debía de viajar a una velocidad de 800 kilómetros por hora.
Cerró los ojos.
Terminó tan rápido como había empezado. En un instante volvió a ser de noche; tras las ventanas no reflectantes se hizo de nuevo la oscuridad. El bar y todos los muebles reaparecieron, así como el mármol bajo sus pies. El aire que respiraban era normal. El crujir y el rugir titánico de la Tierra habían parado y el insulso jazz escandinavo tintineaba de nuevo en el hilo musical.
Mientras Mora seguía agarrada a Macbeth, Gillman estaba doblado en dos, con las manos sobre las rodillas como un corredor tras una carrera. Los tres estaban tomando grandes bocanadas de aire. Macbeth miró hacia el frente y vio al camarero apoyado en la barra, intentando recuperar el aliento. También él lo había vivido.
Gillman se abalanzó sobre la llave de la mesa, agarró a Macbeth y se la puso contra el pecho.
—Tienes que hacerlo… —El anciano seguía luchando por recobrar el aliento—. Tú también lo has visto. Es lo que nos espera…
—Parecía el infierno… —Macbeth lo dijo casi con asombro—. Pero eso es una imagen de la Biblia… No es real, es un delirio. Una especie de recuerdo o miedo folclórico instalado…
—¡Escucha! —espetó Gillman—. Eso era el infierno, sí… pero no uno de cuento. ¿Es que no lo ves? Por eso nos hemos sentido más pesados… Lo que acabamos de ver era una época en que la Tierra tenía más masa, era un planeta distinto. No ha sido una visión bíblica: era la Prototierra. Y se parecía en todo al infierno, era clavada (ardiendo, hirviendo y sin vida), por eso los geólogos llaman a ese periodo el Hádico. Tienes que irte. Vete ya y detén todo esto.
—Pero si se ha acabado… —protestó no muy convencido Macbeth.
—¡No, no se ha acabado! ¿No sientes la gravedad? Esta alucinación no ha terminado: lo que acabamos de ver no son más que los primeros coletazos de vida. Si no detienes a Proyecto Uno, condenarás a todos los seres de este planeta al infierno.
—No puedo creérmelo…
—Tienes que creerlo, ¿no lo entiendes? Todo el mundo experimentará plenamente esta alucinación, con todos los sentidos. Se ahogarán y se quemarán. Sus mentes les dirán que es la realidad y que van a morir allí.
Macbeth cogió la llave y se quedó mirándola.
Mora lo buscó con unos ojos todavía llorosos por la atmósfera de hacía tres mil millones de años, las manos aún temblorosas por la conmoción.
—Iré contigo a la estación. Tenemos que actuar ya.
—¿Sabéis lo que pasó en el Hádico? —les preguntó Gillman—. ¿Por qué ahora la Tierra tiene menos masa?
Macbeth sacudió la cabeza.
—El impacto de Tea, un planeta del tamaño de Marte que chocó contra la Prototierra y despidió trillones de toneladas de tefra al espacio. La tefra es ahora la Luna. Sin el impacto de Tea no habría habido ni océanos, ni estaciones, ni vida compleja en la Tierra. Tienes que destruir a Proyecto Uno, John. —Gillman le imploró con los ojos—. O nuestro principio va a ser nuestro fin.