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John Macbeth. Copenhague

El Diamante Negro, el edificio que albergaba la Biblioteca Nacional, era una premonición arquitectónica. Al igual que algunos edificios están diseñados para rememorar el pasado, el Diamante estaba hecho para presagiar el futuro, hasta el punto de influir en su forma.

Si bien los siglos precedentes se habían basado en la piedra, el siglo XXI estaba siendo moldeado en polímeros, vidrios y aceros. Macbeth sabía que seguían desarrollando nuevos materiales, más ligeros y resistentes, que hacían posible lo que antes se habría tachado de fantasía arquitectónica. En Copenhague, mayoritariamente baja, los arquitectos no se habían dejado llevar por la falocracia capitalista de Londres, Nueva York o Fráncfort sino por el ecologismo, la modernidad y una cultura comprometida con el progreso de la sociedad. Para la biblioteca habían utilizado lo último de lo último: supervidrio con aleación de paladio, cuya plasticidad extra lo hacía más fuerte que el acero. El cristal ya no era un medio para que entrara la luz sino un material estructural. Y el Diamante parecía todo de vidrio: un edificio al que podía mirarse tanto hacia él como afuera y a través.

Ya su propio nombre sugería que tenía la forma de la gema de múltiples caras, con ángulos que sobresalían y plantas altas más amplias que la base. El vidrio con aleación de paladio había hecho posible a los arquitectos diseñar la planta alta del Diamante con un objetivo en mente: quitar el hipo. Esa última planta albergaba un restaurante, una discoteca y el bar de cócteles donde estaba Macbeth. Los ascensores subían por en medio de la planta y en la medida de lo posible todo a su alrededor estaba acristalado; la idea era que, estuvieras donde estuvieses, te sintieras suspendido en el cielo, con vistas a todo Copenhague. Hasta la iluminación y la reflectancia del cristal exterior estaban calculadas para asegurar que los espectros reflejados de los clientes no estropeasen el efecto.

El edificio y las vistas le habrían impresionado de no haber sido por la sensación de desapego y el cansancio de extremidades de plomo que lo atenazaban, como a todo el mundo. Pero el Diamante tenía algo que tiró de los hilachos de su memoria; creía recordar haber leído hacía tiempo un libro sobre un edificio con forma de diamante donde todo el mundo vivía la misma escena de su vida una y otra vez… ¿o era que vivían en edificios de cristal en una ciudad de cristal donde todos se veían? Intentó hacer memoria pero hasta sus pensamientos parecían pesar demasiado, de modo que renunció.

Tanto el bar como el restaurante, para los que normalmente había que reservar con tiempo, estaban casi vacíos e incluso la cordialidad fingida del personal del bar, todos con sus camisas negras, carecía de la habitual exuberancia forzada. Un jazz escandinavo vulgar tintineaba sin mucho ánimo en el hilo musical, pero solo conseguía sumarse a la desolación del escenario.

—Vamos a cerrar antes —le explicó con desgana el barman mientras le ponía un whisky cogiendo la botella con ambas manos para que no se le cayera—. Nos han cancelado todas las reservas del restaurante.

Macbeth asintió.

—He quedado con alguien. No nos alargaremos mucho.

—Cerramos dentro de una hora —atajó el barman, y se dio media vuelta.

Ojalá Mora no hubiese sugerido encontrarse en el Diamante. La sensación de estar suspendido sobre la ciudad no casaba nada bien con la de gravedad aumentada.

Como era el único cliente del bar, Macbeth eligió la mejor mesa y se sentó en un sillón de cuero. Lo único del edificio que era opaco eran los suelos y los muebles, mientras que a su alrededor Copenhague relucía como si nada hubiera cambiado en el mundo. Lo único que podía hacer sospechar que algo no iba bien era la ausencia del centelleo de libélula de los faros de los coches por las calles. Por todo el mundo la gente se había quedado en casa.

Estaba todo patas arriba. Pero Macbeth no sabía cuánto de ese patasarribismo era cosa del mundo a su alrededor y cuánto de su cabeza. Quería dormir, sucumbir a la carga extra de gravedad en sus párpados. «A lo mejor no vienen —pensó esperanzado—, así podría irme a casa a dormir».

Los vio llegar por el ascensor a través de tres capas de cristal. Mora lo saludó con la mano, con movimientos quedos, como los de todo el mundo. Conforme se acercaron distinguió los rasgos del hombre que la acompañaba. Cuando Ackerman le habló de él, se había imaginado a alguien más joven, de su misma edad, pero se trataba de un hombre mayor de unos cincuenta y tanto años, con ropa informal pero cara.

—Hola, John —lo saludó Mora cuando por fin llegaron hasta el bar—. Este es el amigo del que te había hablado.

Macbeth se levantó como pudo del sofá de cuero.

—Hola —le dijo el otro en inglés mientras se daban la mano. Aunque le sonrió parecía cansado desde hacía mucho tiempo.

—¿Es usted de mi país?

—Sí, doctor Macbeth, soy estadounidense. Me llamo Steven Gillman.

A pesar del agotamiento al oír el apellido sintió una punzada.

—¿Gillman? ¿Es usted el profesor Gillman?

—Sí. Trabajaba con Gabriel Rees… y conocía a su hermano Casey. Siento mucho lo que sucedió.

—Ya… —dijo Macbeth con tono rudo—. Casey está muerto y es evidente que usted no. Si es quien dice ser, claro está…

—Eso es fácil de comprobar. En la página web de la universidad y en la del proyecto de modelado aparece mi foto. —Hizo una pausa—. De hecho, ha salido en todos los telediarios. Y sí, estoy vivo cuando casi todo el mundo cree que no es así. Pero tengo una buena razón. Perdone, pero ¿le importa si me siento?

—Pero los atentados… —dijo Macbeth mientras se sentaban los tres.

—Acababa de salir del laboratorio pero no del edificio —le explicó Gillman—. Iba camino del vestíbulo principal del Pierce cuando estallaron las bombas. Como todavía no había pasado el control de seguridad, todo el mundo asumió que me encontraba en el laboratorio. En cuanto las oí supe lo que había pasado y me escabullí aprovechando la confusión. Me alegré de que Fe Ciega pensara que me había matado en las explosiones: destruir el proyecto de modelado cuántico de Gillman no tenía sentido si no destruían al propio Gillman.

—¿Cómo sé que no fue usted quien colocó las bombas, que no los mató a todos? Si lo que Mora me dijo es cierto, y Blackwell mató a todos los que asistieron al congreso de Prometeo, ¿cómo sé que usted no hizo lo mismo con su propio equipo? Al fin y al cabo el proyecto de modelado era una parte fundamental de la Respuesta Prometeo…, y ahora ustedes dos pretenden convencerme de que destruya el de Copenhague.

—Eso es cierto. —Fue Mora Ackerman quien respondió—. Pero lo que estamos intentando es salvar vidas, no eliminarlas. ¿Te confirmó la policía británica lo que te conté?

—No, aunque tampoco lo negaron.

—Mira, John —lo tuteó Gillman—. Pese a lo que creas sospechar, te aseguro que sigo siendo un hombre de ciencia. Para mí la razón lo es todo, como sé que lo es para ti. Y los lunáticos religiosos que han matado a mis colegas, y que creo que le facilitaron al profesor Blackwell los explosivos que necesitaba para matar a tu hermano y al resto…, tienes que creerme si te digo que estarían buscándome para matarme si supieran que sigo con vida.

—¿Por qué no has ido a las autoridades para conseguir protección?

—No puedes ser tan ingenuo… Sabes tan bien como yo que ninguna organización terrorista existe en un aislamiento total. Todas tienen brazos políticos y colaboradores en posiciones influyentes. En el caso de Fe Ciega hay una historial de fundamentalismo religioso que se remonta al principio de nuestra nación. Tienen activistas, simpatizantes, amigos y compañeros de viaje en instancias muy altas. Y algunos dicen que incluso en la más alta: nuestra queridísima presidenta… Si me entrego a las autoridades, ¿cuánto crees que duraré?

—Pero los grupos radicales no te son del todo ajenos, ¿verdad? ¿Me equivoco al pensar que tanto Mora como tú sois simulistas?

—Sí, te equivocas. O al menos ya no lo somos. Aunque sí que compartimos muchas de sus creencias… Pero antes de que saques conclusiones precipitadas te diré que los simulistas originales no tenían nada de religiosos. Eran todos científicos, tecnólogos y filósofos de la ciencia.

—Pues si ese es el caso, y no tienes nada que ver con los atentados del MIT, ¿por qué un agente del FBI llamado Bundy, que investiga a los simulistas, tiene tantas ganas de encontrarte?

—Bundy no trabaja para el FBI. Responde directamente a la presidenta y ha venido para asegurarse de que he terminado igual que tu colega, el profesor Josh Hoberman. Si quieres encontrar a alguien que realmente esté vinculado con una secta, entonces deberías echar un buen vistazo a nuestro amigo de los ojos raros y a quien lo tiene a sueldo, la presidenta Yates… y su conexión con Fe Ciega. Y no a mí y a los simulistas.

—Pero si los simulistas no son una secta, ¿por qué sus miembros se comportan como si así fuera, con sus suicidios colectivos y sus eslóganes esotéricos?

—Como vas a averiguar dentro de nada, la ciencia ha dado un giro muy espiritual… pero no en sentido religioso ni supersticioso. Tu amiga, Melissa Collins, así como sus compañeros de trabajo, era simulista, al igual que Gabriel Rees. Como en todas las creencias, sean religiosas, políticas o científicas, siempre hay quienes se pierden en ellas. Pierden de vista la orilla, por así decirlo.

Pensó en Melissa y en lo imposible que le parecía que se perdiese en un sistema de creencias, fuera cual fuese.

—Entonces, ¿en qué creen exactamente?

—A grandes rasgos los simulistas son transhumanistas radicales —intervino Mora Ackerman—; creen que el hombre se enfrenta solo a dos posibles futuros: un cambio evolutivo en bloque o la extinción. Lo que desencadenará tanto lo uno como lo otro será la Singularidad tecnológica, cuando la inteligencia artificial y la tecnología superen la inteligencia humana y sus capacidades. Como te conté sobre la revolución del Paleolítico Superior, creo que atravesamos una especie de salto en la evolución neurológica: que en el último siglo nos hemos vuelto de pronto más inteligentes y hemos dado un paso hacia la Singularidad. Los transhumanistas creen que tenemos que encargarnos de la siguiente etapa de nuestra evolución utilizando la ciencia (la cibernética, la genética, la neurotecnología) para potenciarnos a nosotros mismos. Los simulistas, por su parte, lo llevan un paso más allá y creen que debemos evolucionarnos a nosotros mismos hasta una realidad distinta.

—No te sigo… —reconoció Macbeth.

—Que no importa lo que les hagamos a nuestras mentes y nuestros cuerpos, estamos a merced de la física del universo en el que vivimos —le explicó Gillman—. Los simulistas creen que deberíamos crear nuestro propio universo: uno estable, sin tiempo ni cambios, que podamos habitar sin la amenaza constante de extinción a la que nos someten las fuerzas naturales.

—¿Qué creen, que deberíamos «subirnos» a una simulación informática?

—En pocas palabras, sí. Pero a algo que no se parece a nada que podamos imaginar de momento. Buckminster Fuller concibió la noción de «efemeralización»: la idea de que conforme la tecnología avanza, somos capaces de hacer cada vez más con cada vez menos. Lo único que tienes que hacer es mirar los ordenadores y los móviles que tenemos hoy en día y compararlos con los de hace veinte años para ver que estaba en lo cierto. Materiales nuevos superconductivos como el grafeno y la femtotecnología emergente suponen que no podemos ni imaginarnos cómo será la tecnología dentro de otros veinte años. En teoría la efemeralización supone que al final seremos capaces de hacerlo prácticamente todo con prácticamente nada. Ahora mismo esa tecnología nos parecería mágica o divina.

—La Tercera Ley de Clarke —musitó Macbeth más para sí que para Gillman.

—Exacto. Y eso es lo que los simulistas creen: que seremos capaces de construir simulaciones cada vez más sofisticadas con cada vez menos, puede que incluso solo con energía pura. Creen que nuestro destino como especie es convertirnos en dioses.

—Entiendo… —Macbeth asintió—. Y me parece una patraña.

—Puede ser —concedió Gillman—, pero Henry Blackwell me llamó una noche bien tarde y me dijo que había conseguido que el programa Prometeo funcionase y que teníamos que parar todo el trabajo inmediatamente. Estaba hecho polvo, y sospecho que algo borracho. No paraba de repetir que los simulistas siempre habían tenido razón.

—¿En qué sentido?

—No logré entender nada de lo que me dijo. Me quedé muy preocupado y lo llamé al día siguiente pero lo encontré muy cambiado, totalmente sereno, y me dijo que no pasaba nada, que había estado trabajando demasiado. Casi le creí, hasta que empezó a sugerirme que cerrásemos los programas un tiempo porque había ciertos fallos que tenía que pulir. No tenía sentido y me di cuenta pero decidí seguirle la corriente. Entre tanto, redoblé los esfuerzos en el programa de modelado cuántico y conseguí echarlo a rodar. Después vi también, o al menos en parte, lo que debió de ver Blackwell en el programa completo.

—¿El qué?

—Esto… —Gillman señaló a su alrededor con una mano—. Todo lo que nos está pasando. En mi simulación el universo alcanzaba el punto en el que estamos ahora y empezaba a romperse a escala cuántica. El tiempo se torcía y se desplomaba, se plegaba sobre sí mismo. El pasado y el presente se superponían: había sucesos que ocupaban dos lugares a la vez y ninguno. Eso era lo que estábamos viendo, las alucinaciones.

—Pero ¿por qué? —preguntó Macbeth con el ceño fruncido.

—Por las propias simulaciones. La de Blackwell, la mía y ahora la simulación neuromórfica. Es como si alguna ley física prohibiera que se ejecutaran simulacros de casi-realidad y el universo no permitiera que se crearan otros universos dentro de él. La causa-efecto es evidente: en cuanto tanto el programa Prometeo como el mío de modelado se destruyeron, se detuvieron las visiones. Empezaron otra vez por culpa del tuyo, el de Copenhague. Y si no me equivoco, en los últimos días habéis conseguido algún tipo de descubrimiento, ¿no es así?

Macbeth se lo pensó antes de contestar.

—Proyecto Uno se ha vuelto autoconsciente.

—¡Lo sabía! —La expresión de Gillman sorprendió a Macbeth porque parecía realmente conmocionado—. Sabía que tenía que ser algo serio. Eso significa que tenemos menos tiempo de lo que creíamos.

—Pero no tiene sentido. Tú mismo has dicho que son visiones. Si los sucesos se pliegan sobre sí mismos, ¿no debería haber efectos físicos?, ¿terremotos reales?

—La realidad solo existe en la mente: eso es algo en lo que coinciden la ciencia cognitiva y la mecánica cuántica. Es solo lo que percibimos mediante nuestros sentidos, y el universo solo toma forma definitiva cuando lo observamos. Lo que estamos sintiendo ahora, esta gravedad intensificada, es real. Y a pesar de que ninguna herramienta de este mundo ha podido registrar el aumento, lo sentimos. Es real porque lo sentimos. Pero más allá de eso es real porque es algo que ya ha pasado en otro momento de la historia de la Tierra.

—¿Y qué hay de la alucinación del Mar Rojo dividiéndose en dos? ¿Es verdad que Moisés tenía una varita mágica que hizo que las olas se replegasen? ¿Eso es lo que estás diciéndome?

Le respondió Mora Ackerman:

—En 2010 el Centro Nacional de Investigaciones Meteorológicas de Estados Unidos creó una simulación por ordenador para medir el efecto de lo que los meteorólogos llaman una depresión del nivel del mar o set-down. ¿Y sabes qué? Que se formó un espigón de tierra a través del Mar Rojo, justo en el sitio donde tuvo lugar la masacre el año pasado. Se trata además de un punto geológicamente inestable, el lugar donde se encuentran las placas tectónicas de África y de Arabia. Por lo que cuentan los soldados, se produjo también una especie de fenómeno sísmico que pudo haber recrudecido las circunstancias. Ahí tienes su elemento bíblico, su mano de Dios: las placas tectónicas y el mal tiempo.

—A grandes rasgos el tiempo está plegándose sobre sí mismo —dijo Gillman—. No son alucinaciones… lo que experimentamos es el colapso cuántico, el apagón del universo. Y tú eres la única persona que puede detenerlo.

Se metió la mano en el bolsillo, sacó algo y lo dejó en la mesa baja delante de Macbeth: una llave con una chapa numerada.

—¿Qué es eso?

—La manera de destruir Proyecto Uno. La llave que abre una consigna que hay en la entrada de Reventlowsgade de la estación central de Copenhague. Allí tienes todo lo que necesitas.

Macbeth la miró pero no la cogió.

—¿De veras crees haberme convencido para que me vuelva una especie de terrorista neoludita?

—Sabes que este último episodio ha empezado en cuanto tu cerebro artificial se ha vuelto consciente. Tu instinto te dice que no te miento. Y lo más importante, al igual que hizo conmigo, John Astor te ha dado un ejemplar de Los fantasmas que nos creamos. Ahí tienes todas las respuestas.

Macbeth se quedó mirándolo, confundido.

—No, a mí no me ha dado nada. Yo ese libro no lo tengo. Todo el mundo habla de él pero yo no he conocido a ninguna persona que se lo haya leído. —Macbeth hizo una pausa mientras pensaba en Deborah Canning, que estaría en su habitación del hospital McLean, convencida de que solo existía cuando los demás estaban allí, mirando un vacío informe por su ventana—. Bueno, puede que a una… ¿Por qué crees que tengo un ejemplar?

—Por dos razones. Porque tienes un papel principal en todo lo que está pasando.

—¿Yo? —Macbeth puso cara de incredulidad—. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Todo. Percibes todo lo que está pasando y sé que has tratado de negártelo a ti mismo. Toda tu vida has tenido experiencias similares a las que todo el mundo ha vivido en los últimos dieciocho meses. Sabes, por instinto, que en esta realidad hay algo que falla. ¿Y no te has fijado en que los últimos reductos de alucinaciones se han dado precisamente en Dinamarca y en el norte de Alemania? Es como si los reductos de este supuesto brote te siguieran allá donde fueses.

Macbeth se echó a reír.

—¿En serio crees eso?

—¿Te soy sincero? No. Creo que lo de Boston pasó allí porque el elemento que quedaba del proyecto Prometeo, mi programa de modelado, estaba ejecutándose allí. Y creo que los episodios residuales están sucediendo cerca de Copenhague por el trabajo que haces con Proyecto Uno.

—¿Y por eso crees que tengo un ejemplar del libro de Astor?

—Por eso y porque tu hermano mandó tu ordenador para que Jimmy Mrozek, del MIT, intentara abrir una carpeta fantasma.

—Tú tenías la misma… —Macbeth recordó cuando su hermano le contó que Gillman le había pedido que hiciera lo mismo con su portátil. Sacudió la cabeza sin dar crédito—. ¿Es eso? ¿La carpeta contiene el libro de Astor?

Gillman asintió.

—Pero ¿cómo…? ¿Cómo la has abierto?

—No puedes abrirla… Se abre sola cuando está preparada… O más bien, cuando lo estás tú. No lo sé exactamente, ocurre sin más.

—¿Cómo llegó a mi ordenador? Además, cuando cambié de portátil, se pasó de uno a otro.

—La puso Astor.

—¿Está vivo?

—No lo sé. Parece estar siempre por todas partes. No sabría decirte si John Astor es un solo hombre o muchos, o tan solo la suma de los pensamientos registrados de un hombre. Es posible que no sea más que una idea implantada, algo codificado en la experiencia humana. Pero estoy convencido de que ya podrás entrar en la carpeta y leer el libro. Ha llegado la hora.

Los tres se quedaron callados, con la llave intacta sobre la mesa, Gillman y Ackerman deseosos de ver en Macbeth alguna muestra de aquiescencia. No la hubo porque no podía dársela. Sabía que habían sido sinceros con él pero, en circunstancias normales, como psiquiatra habría considerado que la una avivaba el delirio paranoide del otro. Sin embargo las circunstancias eran de todo menos normales, y en esos momentos ni siquiera estaba seguro de poder él mismo someterse a una evaluación psiquiátrica con éxito.

En cualquier caso Gillman no le había ofrecido ninguna explicación real, no le había demostrado ninguna vinculación comprensible entre Proyecto Uno y el derrumbe del tiempo.

Al final lo que logró convencerlo no fue la argumentación de Gillman.

—Ay, madre… —dijo Mora.

—Ay, madre… —repitió Macbeth al tiempo que se sentía sobrepasado, arrastrado al vórtice de un remolino de déjà vu.

En un instante algo cambió en el mundo.

De repente, sin explicación alguna, era de día.