John Macbeth. Copenhague
El incidente del tren no fue la única razón para contactar con Mora Ackerman y decirle que estaba dispuesto a verse con su amigo. En los últimos dos días la cosa había cambiado mucho.
Habían vuelto los soñadores.
Se había pasado el último año —plagado para Macbeth de figuras espectrales y sucesos improbables que solo él veía— buscando cualquier asomo en los demás de atención desviada, de distanciamiento del mundo. Pero cada vez que creía haber visto algo, resultaba no ser más que alguien distraído momentáneamente, dentro de la normalidad de la mente. Casi le alivió ver que la gente volvía a estar afectada.
Empezó como un día alentador. Saltándose las convenciones danesas, el sol brillaba en los inicios de la primavera en Copenhague; Macbeth tenía una conferencia en el campus que había en el centro y decidió ir andando.
En cuanto vio al primero supo que era un soñador. Fue testigo de un accidente de tráfico en el que un joven, posiblemente un estudiante, bajó a la calzada en plena Nørregade y un coche lo atropelló. Por suerte el que lo embistió iba despacio, el conductor reaccionó pronto y el estudiante no sufrió más daños que un par de moratones. Sin embargo la falta de expresión y de reacción en la cara del estudiante lo inquietó. Tanto antes como después del choque pareció ajeno al suceso y a los gritos del conductor del coche. Se limitó a incorporarse y seguir andando.
En una parada de autobús dos mujeres no se subieron al vehículo que las esperaba, haciendo oídos sordos a las protestas del conductor. Un niño pequeño con mirada perdida no respondió a las llamadas de sus padres. Un anciano sollozaba mientras fijaba los ojos en la nada.
A la hora de comer el telediario solo hablaba de que el Síndrome de Boston había vuelto por todo el mundo.
La preocupación de Macbeth por su salud mental se relajó con el regreso de los soñadores. A lo mejor solamente era más sensible que el resto a lo que quiera que causase el fenómeno. Sabía que se engañaba a sí mismo pero era una excusa para no tener que enfrentarse a su deteriorado estado mental.
Otra razón para acceder a encontrarse con Mora y su amigo era la sensación que lo había perseguido desde que Proyecto Uno se había vuelto consciente. La noticia lo había entusiasmado pero había venido acompañada de una sensación muy extraña: una especie de disonancia creciente, como si la música del mundo sonase cada vez más desafinada. Sin embargo lo que terminó de convencerlo fue la llamada que hizo a Owens, el policía británico encargado de la investigación de Oxford.
—¿Qué le hace pensar eso? —le había dicho este cuando le sugirió que el profesor Blackwell había puesto la bomba, o al menos la había detonado.
Su tono de voz no sugirió en modo alguno que hubiera posibilidades de que esa afirmación fuese cierta, pero tampoco hubo entonación alguna: ni sorpresa, ni sospecha ni interés. Había sido la respuesta de un experto profesional entrenado para mantener un flujo de información de un solo sentido.
—Tengo que saberlo —le insistió—. ¿El profesor Blackwell es sospechoso o no?
—De momento estamos siguiendo todas las líneas de investigación abiertas —respondió el otro con cautela—. Debe entender que se trata de un caso muy complejo y que tenemos muchos rastros que seguir. Le prometo que le daremos toda la información en cuanto estemos en posición de hacerlo.
Cuando colgó, se había convencido de que Mora le había dicho la verdad, aunque seguía preguntándose cómo lo sabría ella.
Sintió la necesidad de despejarse y, puesto que el tiempo le daba la razón, decidió comer en la cafetería de cemento que daba a la plaza de Sankt Hans Torv, no muy lejos del Institut. Solía ir con frecuencia porque le gustaba el distanciamiento que le daba observar a tantos otros seres humanos al pasar, mientras llevaban a cabo sus rutinas diarias, sin necesidad de relacionarse o interactuar con ellos. Le permitía practicar su deporte de inventar historias y futuros para gente a la que nunca conocería.
Pidió una cerveza, un café y un bocadillo y se acomodó para la observación. En cualquier gentío, en cualquier encrucijada de tráfico humano, existían patrones. Sabía que los demás no siempre los veían pero a él no le costaba nada, y se perdía en su complejidad. Después, como un anzuelo que engancha un pez, escogía a un individuo e imaginaba adónde iba, de dónde venía, qué le pasaba por la cabeza. Pero ese día era distinto: los patrones se habían roto, la gente chocaba entre sí, y otros se detenían en seco y se quedaban mirando el vacío mientras se convertían en soñadores. La observación de ese día le produjo de todo menos relajación.
—¿Le importa si me siento aquí? —le preguntó una voz en inglés.
Macbeth levantó la vista y vio a una figura alta con traje negro y los ojos escudados del sol primaveral tras unas gafas ahumadas.
—¿Agente Bundy? ¿Qué hace usted aquí?
—¿Me permite? —Bundy señaló con una mano la silla de enfrente y Macbeth asintió—. Tenía que atar unos cabos sueltos —le dijo cuando se sentó.
—¿Cabos sueltos? ¿En Copenhague? Yo habría dicho que esto está un poco lejos de su jurisdicción, y la verdad es que el único denominador común que se me ocurre soy yo. ¿Soy su cabo suelto?
Bundy le sonrió y se quitó las gafas de sol. Las pupilas se le contrajeron con la claridad del día, que enfatizó el contraste de colores de sus iris.
—Siento decirle que no es usted tan importante. He venido por otra persona…, un ciudadano estadounidense que hace poco que se ha… reubicado… aquí. Alguien que creo que puede estar implicado en los acontecimientos de nuestro país, los de San Francisco y Boston.
—Entiendo. Entonces no tiene nada que ver conmigo…
—No he dicho eso exactamente. Creo que tienen una amiga en común: Mora Ackerman.
—¿La doctora Ackerman? En realidad no la conozco de nada.
—Pero la ha visto, ¿no?
—Creo que eso no… —empezó a protestar Macbeth pero Bundy lo cortó levantando una mano.
—Solo quería que supiera que Mora Ackerman está en contacto con alguien con quien me gustaría hablar. He pensado que tal vez se lo hubiera mencionado.
—¿Para qué oficina del FBI trabaja usted, si puede saberse?
—Tengo lo que podríamos llamar «competencias itinerantes». Y por eso estoy aquí. ¿Le ha mencionado Mora Ackerman a algún conocido estadounidense que viva aquí en Copenhague…?
—No —respondió Macbeth, consciente de que Bundy le escrutaba el rostro con mirada penetrante—. Como le he dicho solo la he visto una vez y fue algo breve.
—¿Y por qué quedaron? ¿Cómo se puso en contacto con usted?
—Fue una cita a ciegas —mintió—. Nos emparejaron unos amigos.
—Entiendo. —Bundy sonrió y volvió a ponerse las gafas de sol—. Bueno, si la doctora Ackerman le menciona o le presenta a algún compatriota, le agradecería que me llamara. —Deslizó una tarjeta por la mesa y Macbeth la dejó allí, adrede—. Mire, como psiquiatra, no tengo que decirle que a veces la gente no es quien o lo que parece. Como por ejemplo la doctora Ackerman.
—Ah… ¿y qué me dice de usted, agente Bundy?
—¿De mí?
—El sargento Ramirez de la Patrulla de Carreteras de California no sabía nada de usted a pesar de su supuesto interés común en la investigación del suicidio del Golden Gate. Y según la oficina regional con la que contactó no existe ningún agente Bundy en el FBI.
—Como le he dicho, tengo competencias itinerantes. La mayoría de mi trabajo entra dentro de la categoría de «información clasificada». El sargento Ramirez no está acreditado para acceder a esa información. Pero bueno, al fin y al cabo tal vez yo soy un caso especial. ¿Se ha fijado en el color de mis ojos?
—¿En su heterocromía central? Sí, claro.
—Tengo dos colores porque soy dos personas.
—¿Es una quimera tetragamética?
Bundy asintió.
—No me lo diagnosticaron hasta hace poco. Fue toda una conmoción, y me costó bastante entenderlo. Me dijeron que dos espermatozoides fertilizaron dos óvulos distintos, se formaron dos fetos de gemelos no idénticos, y entonces uno se apoderó del otro y absorbió su ADN. El resultado soy yo: partes de mí tienen un ADN y otras partes otro. Y tengo los ojos de los colores de los dos gemelos. Cuando me enteré, cambió mi forma de ver a la gente. Todo el mundo, Mora Ackerman, yo e incluso usted, doctor Macbeth, podemos ser más de una persona a la vez. —Se puso en pie—. Bueno, gracias por su tiempo. Buen provecho. Y si Mora Ackerman vuelve a ponerse en contacto con usted…
Macbeth se quedó mirando cómo Bundy se mezclaba con el gentío de compradores y trabajadores de Copenhague. Intentó imaginar un pasado y un futuro para él pero se dio cuenta de que no le era posible.