John Macbeth. Copenhague
Macbeth estaba en el S-train leyendo el International Herald Tribune. Había comprado también un ejemplar del Politiken en el kiosco de la estación, pero su cansado cerebro no estaba por la labor de leer en danés de modo que lo dejó en el regazo, sin abrir. Tras su experiencia con la pasajera que había reaparecido, evitaba estudiar a sus compañeros de vagón pero se dio cuenta entonces de que era el único viajero que leía en papel, rodeado como estaba por decenas de pasajeros silenciosos que utilizaban portátiles, reproductores de mp3, teléfonos, tabletas y tabletófonos para conectarse con el mundo. Independientemente del formato de las noticias, pensó, no eran buenas.
Volvió a leer sobre los atentados de Alemania: una bomba contra el centro de computación Steinbuch en el Instituto de Tecnología de Karlsruhe había destruido los ordenadores más rápidos de la República Federal. Habían colocado los artefactos con mucha antelación y habían utilizado explosivos de contacto para destrozar las estructuras, seguidos por otros incendiarios para quemarlo todo hasta las cenizas. Igual que en el MIT hacía un año, todo apuntaba a que Fe Ciega era responsable de ambos ataques.
A la vez que el atentado de Karlsruhe, la universidad de Heidelberg había quedado destrozada por seis ataques suicidas sincronizados. Tanto el Instituto de Cálculo Astronómico como el de Física Teórica eran historia. Los suicidas, por increíble que pareciera, eran estudiantes de física y de astronomía de los que la policía sospechaba que pertenecían a Fe Ciega. La ironía estaba en que esos fanáticos religiosos habían coordinado los atentados con precisión científica.
El ataque contra la razón, la ciencia y el laicismo cobraba fuerza por todo el mundo. Dominaba cada vez más una cultura de ignorancia orgullosa, voluntaria y desafiante. Macbeth sabía que el reloj estaba yendo hacia atrás. Había crecido en una época de un progreso sin precedentes, de un saber y una comprensión que siempre habían ido a más. Pero había caído el telón: estaba imponiéndose una nueva Edad Oscura de superstición y credulidad sumisa. Cada vez más el futuro estaba en manos de los imanes y los curas, de los evangelistas y los fundamentalistas, de la estulticia fanática y la ceguera deliberada.
Proyecto Uno era ya autoconsciente. Era el mayor paso adelante en la informática cognitiva, y algo que podría tener beneficios ingentes para la humanidad: y había nacido en un mundo cada vez más hostil con la ciencia que lo había creado.
Dobló el periódico, lo dejó sobre el ejemplar sin abrir del Politiken y volvió la atención al mundo al otro lado de la ventanilla. Como hacía varias veces al día, pensó en Casey. Con cada recuerdo de su hermano le venía una punzada de culpabilidad tan inexplicable como dolorosa. No había logrado averiguar por qué se sentía tan responsable de su muerte; tal vez fuese porque creía que debería haber hecho más por convencerlo de que no fuera al congreso de Oxford, o quizás era solo el recuerdo de no haber sido el hermano que tendría que haber sido, que su distanciamiento de la gente había afectado hasta a su relación más importante. Pero no era nada de eso, y la idea lo inquietaba.
Estaba cansado. Cerró los ojos.
El sueño de siempre volvió. Una vez más era un niño pequeño que se apretaba una enciclopedia contra el pecho a modo de armadura de saber, y estaba de nuevo en el rincón del estudio de su padre.
Como en el primer sueño, la arquitectura del estudio aparecía en dimensiones exageradas: unos techos imposiblemente altos y paredes recubiertas de librerías tan altas que desafiaban la física. De nuevo su padre estaba delante de la mesa con Marjorie Glaiston y el Hombre Sin Ojos, que ya sabía que era John Astor; y de nuevo estaban mirando hacia arriba, a la enorme esfera cambiante de luces y fogonazos: la mente que habían creado. Casey estaba al lado pero no era un niño como Macbeth, sino un adulto con la mitad de la cabeza volada. A su lado aparecía Gabriel Rees, con su párpado medio cerrado. Se fijó en que Marjorie no iba vestida con la ropa de su época sino que llevaba un elegante traje pantalón y una blusa que era muy de los años sesenta. Gabriel fue el único que se fijó en el joven Macbeth y le hizo señas de que se acercara al grupo. El niño, sin embargo, siguió plantado en el sitio, con los ojos clavados en el contorno de la espalda del Hombre sin Ojos.
Vio que el orbe sin masa de luz centelleaba más que antes, con mayor complejidad. Parecía comprimir energía pura y viva, y a través de su miedo vio su belleza y su prodigio.
Oyó una voz incorpórea que no provenía de un sitio en concreto sino de todos.
—Yo estoy despierto.
No distinguía si era una voz femenina o masculina, si era vieja o joven, y comprendió entonces que no la oía con los oídos sino con la mente.
—Está despierto.
Al volverse vio que el Hombre Sin Ojos estaba de pronto a su lado, sin haber cruzado la habitación. Se le echó encima, con la espalda encorvada y cara de maldad, enorme pese a estar en aquella habitación inmensa.
—Está despierto —repitió—, está despierto y tú también.
—No, yo no —respondió el niño Macbeth, sorprendido por hablar con voz de adulto—. Estoy dormido y soñando.
El hombre Sin Ojos se le acercó aún más y abrió la boca mostrando su gran cantidad de dientes.
—Te dije que te despertaras. Te desperté. Soy John Astor y despierto al mundo.
—Lo siento… —Macbeth logró como pudo exprimir las palabras de su cuerpo a través del miedo abrumador de tener tan cerca a John Astor, el Hombre Sin Ojos.
El hombre lo miró fijamente y Macbeth sintió que lo arrastraba hacia su vacío.
—¿De qué color crees que son mis ojos? —le preguntó Astor.
—Grises.
—¿No son negros?
—No, grises.
—Es verdad. Eigengrau… el gris oscuro de la mente, el color que todo el mundo ve cuando no hay nada que ver. —Hizo una pausa para añadir luego con calma—: Voy a matarte. Voy a por ti, a reclamarte. No quedará nada de ti.
Macbeth se despertó de un sobresalto, pero no por el sueño, sino por algo del mundo despierto.
Del despertar pasó directamente a una sensación de déjà vu de lo más intensa. La luz del vagón parecía de pronto más brillante y, al mismo tiempo, se sintió más pesado, como aplastado contra el asiento.
Miró a su alrededor: la gente ya no estaba enfrascada en su tecnología, había apartado la vista de tabletas y teléfonos y sacado los auriculares de los oídos. Todo el mundo estaba sintiendo lo mismo, se dijo. Pero era más poderoso que cualquier cosa de lo que había experimentado el año anterior, y por un momento se preguntó si la expresión de su cara denotaba la misma perplejidad y alarma que las del resto de los pasajeros.
Notó un nudo en el estómago. Tuvo la sensación de que cambiaba el tiempo: la hora del día y la época del año. Era una alucinación compartida, no era solo suya. Estaba volviendo a pasar.
Respiró hondo y se preparó.
—Que todo el mundo… —se oyó decirle al resto del vagón, en danés—, que recuerde todo el mundo que solo va a ser una alucinación. Nada de lo que estamos a punto de vivir será real…
Al repasar las caras de los demás, tuvo la sensación de haber causado más alarma que tranquilidad. Se preparó para lo que venía.
El déjà vu se intensificó, barriendo sus ideas y sus recuerdos, y haciéndole sentirse desplazado de su propia cronología.
Desapareció. No hubo ni crescendo ni decrescendo. El déjà vu, la gravedad redoblada, la sensación de desorientación temporal, todo desapareció de golpe y porrazo. Como los demás, miró a su alrededor para comprobar que el mundo era como debía ser.
Sintió una oleada de alivio. Se había convencido de que iba a vivir algo grande, que iba a ocurrir un suceso inabordable, pero el episodio había terminado.
El alivio se le disipó cuando comprendió que lo que acababan de vivir no había sido un suceso, sino un premonitor, como en los terremotos.
Iba a pasar algo —algo grande—, y sería pronto.