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John Macbeth. Copenhague

Se había pasado la mañana entera conferenciando con Dalgaard, Turov y su equipo. Nadie dudó de que el pico representaba los primeros parpadeos de un sistema cognitivo autónomo y todo el mundo se quedó impresionado, a pesar de que llevaban tres años trabajando para conseguir justo eso. Examinaron y reexaminaron los datos, los discutieron, les dieron vueltas y lo meditaron hasta que no quedó nada que decir. Era, al fin y al cabo, ciencia, y lo único que podían hacer era retomar la disciplina y la rutina del método científico, aunque todo el mundo lo hizo en un estado de expectación y entusiasmo.

Lo último que quería oír Macbeth eran las teorías de chalada de Ackerman, y la noticia que llegó de Alemania a punto estuvo de hacerle cancelar la cita: nuevos atentados contra instituciones científicas en Karlsruhe y Heidelberg. Tras oír las noticias Macbeth buscó a Mora Ackerman en la base de datos del personal de la universidad. Allí estaba: una arqueóloga que trabajaba en el instituto SAXO, vinculado a la facultad de humanidades. No aparecía ninguna fotografía con la que poder identificarla y, como se quedó intranquilo, le dijo a Lars Dalgaard con quién y dónde iba a reunirse.

Estaba esperándolo en una mesa exterior con vistas al pequeño lago rodeado de árboles que había en el centro del parque. Era uno de esos espacios que te desconcertaban por su naturalidad y te hacían olvidar de que estabas en medio de una ciudad bulliciosa. Macbeth solía preguntarse en qué momento había surgido el concepto de parque: el de simular un entorno natural en medio de uno construido por el hombre.

Independientemente de la imagen que se hubiese hecho de cómo podía ser una arqueóloga danesa, Mora Ackerman no se le parecía. Era una rubia muy atractiva, de unos treinta años, que iba vestida con vaqueros y una camiseta negra y había colgado la chaqueta y la mochila en el respaldo de la silla. Cuando se puso las gafas de sol en la cabeza antes de darle la mano, Macbeth se fijó en lo impresionantes que eran sus ojos azules.

Había ido con la intención de mostrarse brusco, de exigir que le dijera qué pretendía utilizando la muerte de su hermano en cualquiera que fuese la teoría disparatada que quería venderle. Pero en cuanto se sentaron la tensión empezó a disipársele. Le resultaba atractiva, aunque también comprendió que tenía una inteligencia que le hacía difícil verla como una fanática conspiranoide o religiosa. Y había algo más: desde el momento en que la vio, ya desde lejos, tuvo la sensación en su fuero más interno de que la conocía de algo, de que la había visto antes.

Macbeth se fijó en que ella ya se había pedido un café y un botellín de agua, de modo que le hizo una seña al camarero para que le trajera lo mismo.

—Es bonito esto —dijo mirando el parque.

—¿Qué le trajo a Copenhague, doctor Macbeth? —le preguntó ella, en una interrogación incisiva acompañada de una sonrisa igual de incisiva.

Comprendió que Ackerman quería que la danza que tenían que bailar para romper el hielo fuese más un foxtrot que un vals.

—Soy el director del proyecto de Mapeo Cognitivo. Vine para encargarme del equipo de simulación psiquiátrica. —Suspiró—. Pero eso ya lo sabrá. ¿Qué puedo hacer por usted, doctora Ackerman?

La arqueóloga se tomó un momento para volverse a mirar los alrededores, entornando los ojos claros ante la luminosidad pero sin ponerse las gafas que tenía en la cabeza en un nido de pelo rubio replegado. Macbeth seguía distraído por la extraña sensación de familiaridad que le provocaba, como si hubiera mirado ese perfil vagamente aristocrático miles de veces.

—El objetivo de su proyecto es reproducir por ingeniería inversa el cerebro humano, como el del Cerebro Azul de Suiza, el de Cognición Sintética de Los Álamos y el Proyecto Düsseldorf de Alemania. ¿Estoy en lo cierto?

Macbeth tardó en responder. Estaba distraído por una figura a medio formar que estaba pasando a su lado: otra superposición de su realidad. Se disipó hasta no ser más que un perfil y luego desapareció del todo.

—¿Está bien? —Mora Ackerman frunció el ceño.

—Nuestro proyecto va más allá —le explicó redirigiendo su atención—. Superamos a cualquier otro programa neuromórfico en objetivos y en la complejidad de la simulación. Aparte de mapear las conexiones del cerebro (el llamado «conectoma»), estamos haciendo una réplica de toda la actividad cognitiva. Nos permitirá dar un salto sin precedentes en nuestro entendimiento del funcionamiento del cerebro, y de la base genética y bioquímica de cualquier trastorno mental o neurológico.

—¿Y probablemente de todo eso surja la autoconsciencia?

—La autoconsciencia no es lo mismo que la consciencia…, al menos en una mente, sea lo que sea. Pero habrá un grado de función cognitiva sin precedentes. ¿Por qué le interesa mi trabajo? ¿A qué se dedica usted, doctora Ackerman? Tengo entendido que es arqueóloga.

Asintió.

—Paleografía y paleosemiótica, el desarrollo de los sistemas de escritura y su simbolismo en las culturas antiguas.

Macbeth asimiló la información.

—Pues tengo que volver a preguntárselo: ¿por qué le interesan tanto mis actividades? Queda bastante lejos de su ámbito de trabajo.

—¿Tan difícil es entender por qué la ciencia cognitiva puede ser importante para alguien que estudia la evolución del pensamiento registrado? Lo que yo busco en mi trabajo son los signos de una evolución que no puede hallarse en el registro fósil físico. —Ackerman miró de nuevo hacia el parque y el lago—. Trabajo sobre todo en Oriente Medio. Estoy especializada en el periodo de los asentamientos, en la época en que se establecieron las primeras ciudades y en cómo eso derivó en los lenguajes escritos. En el nacimiento de la civilización, se podría decir.

—Suena fascinante.

La chica lo miró con mala cara.

—Lo digo en serio… —protestó Macbeth.

—Bueno, siempre he querido estudiar eso… ese periodo en concreto. Ocurrió algo monumental en la evolución social humana. Construimos poblados, ciudades, pasamos a vivir de la ganadería y la agricultura y no de la caza y la recolección. Creamos reservas de grano para poder gestionar y regular el suministro de comida, empezamos a hacer cuentas, que se convirtieron en listas que a su vez se convirtieron en registros. El nacimiento de la escritura. En cuanto empezamos a escribir, pudimos externalizar y retener nuestras ideas sin tener que depender solo de la memoria. Literatura, el inicio de la «mente extendida», según lo denominó usted mismo, si no me equivoco.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con Casey? ¿Y por qué dijo que lo que ocurrió el año pasado volverá a suceder?

—Porque es verdad. Y ya ha ocurrido antes, en el pasado. Mis investigaciones me han llevado a conclusiones… —buscó la palabra adecuada— sorprendentes.

—¿Y cuáles son?

—Que a lo largo de la historia ha habido saltos cuánticos en el desarrollo intelectual de la humanidad: periodos concretos en los que se ha producido un salto inexplicable en la inteligencia humana. Pero eso ya lo sabe: la neurociencia y la antropología comparten la creencia de que ha habido periodos en la historia de la humanidad en los que dimos un salto radical hacia la evolución cognitiva. Por fuera, en el plano físico, no cambió nada, pero aquí arriba… —Se tocó la sien con el índice—. Aquí arriba nos cambiaron todo el cableado. Y el mayor salto se produjo hace entre cuarenta y cincuenta mil años.

—La Revolución del Paleolítico Superior.

—Exacto. El Gran Salto Adelante, como lo llaman los antropólogos. El hombre moderno, anatómica y físicamente idéntico a nosotros, lleva caminando por la Tierra doscientos mil años. Y pese a todo mediaron ciento cincuenta mil años en los que no avanzamos nada… Utilizábamos las mismas herramientas y teníamos el mismo estilo de vida primitivo y rudimentario. Durante ciento cincuenta milenios estuvimos en un punto muerto intelectual. Y luego, hace unos cincuenta mil años, se produjo la Revolución del Paleolítico Superior. Sin que se produjera ningún cambio físico, algo pasó aquí arriba… —Volvió a tocarse la sien—. Dentro del cerebro. Y nos cambió como especie. Lo conseguimos todo, el lote completo, de golpe: modernidad conductiva plena. De la noche a la mañana tuvimos lenguaje complejo, arte, empezamos a crear instrumentos musicales, desarrollamos una tecnología infinitamente más sofisticada, pusimos los cimientos de la agricultura… Los humanos empezaron a adornar sus cuerpos con joyas, a hacer estatuillas y ornamentos, la pintura rupestre…

—Soy psiquiatra… Ya sé todo eso…

—Lo sabe… pero no puede explicarlo. No hay consenso alguno en ninguna teoría sobre lo que sucedió. Pero sucedió, y sin eso el hombre no habría aprendido a volar, no habría aterrizado en la luna, ni desarrollado ordenadores para simular su propio cerebro. Pero ¿sabe a que se reduce el Gran Salto Adelante?

—Estoy seguro de que va a decírmelo.

—A que empezamos a simular nuestro propio mundo. Le pasara lo que le pasase a nuestros cerebros hace cincuenta mil años, nos convertimos en seres con capacidad para la abstracción intelectual y creativa. En la cueva de Geissenkloesterle, en Alemania, se encontraron dos flautas talladas en marfil de mamut de cuarenta y tres mil años de edad: los instrumentos musicales más antiguos que se han hallado jamás. Empezamos a pintar animales y personas en las cuevas de El Castillo, en Altamira o en Lascaux. Fue el inicio de la simulación de la naturaleza, de nuestro entorno y de lo que comíamos. Tal vez creímos que al retratar en las pinturas nuestro éxito en la caza podríamos hacer que pasara en la vida real; o quizá no fuese más que una simulación del pasado, para conmemorar una caza exitosa.

—¿Qué tiene esto que ver con el periodo que estudia?

—Pues todo. Creo que dimos otro salto adelante justo en la época que yo estudio. Otro recableado del cerebro. No tan profundo o impresionante como la revolución del Paleolítico Superior, pero sí un cambio intelectual significativo. Pero la verdadera respuesta a qué tiene que ver todo esto con las alucinaciones radica en un trabajo que realicé en el valle del Éufrates, hace unos años, antes del brote de alucinaciones. Cerca de Uruk, una de las primeras ciudades sumerias, contemporánea de Jericó. El periodo en el que estaba centrada mi investigación era en sus inicios, en la época de su fundación: el periodo de Eridu, que se remonta a siete mil años atrás y que siempre se ha considerado protohistórico. En otras palabras, en la transición entre la prehistoria y la historia. ¿Y sabe qué marca la frontera entre el mundo prehistórico y el histórico?

—Supongo que la escritura…

—Exacto… y estábamos siguiéndole el rastro a un sistema de escritura —prosiguió Ackerman— que creíamos que era anterior incluso a la tabla de Dispilio…

Macbeth le hizo ver su ignorancia encogiéndose de hombros.

—La tabla de Dispilio se encontró en Grecia en la década de 1990 —le explicó—. Su descubrimiento hizo que los orígenes de la escritura se retrotrajeran al Neolítico Medio, mucho antes de lo que se creía. Buscábamos un precursor teórico de los sistemas mesopotámicos. Había leyendas de una comunidad muy poco corriente en los montes Zagros… una especie de miniciudad satélite de Uruk. Se creía que estaba formada solamente por clases sacerdotales y que se dedicaban en exclusiva al desarrollo de la filosofía y la sabiduría. Una especie de centro de estudios de la antigüedad. Y ese tipo de actividad intelectual sugería la existencia de alguna forma de registro literario. Nuestra misión era localizar la ubicación y excavar un yacimiento.

—¿Y lo consiguieron? —preguntó Macbeth, interesado a su pesar—. ¿Lo encontraron?

—No estaba donde decía la leyenda. Hicimos sondeos geofísicos, reconocimientos aéreos… Pero nada. Lo más frustrante era que estábamos seguros de que no podía estar muy lejos del sitio que habíamos escogido aunque, en términos arqueológicos, diez kilómetros cuadrados son un universo. Pero sí, al final lo encontramos. De chiripa. Fue más difícil de localizar porque estaba enterrado.

—Creía que la mayoría de los yacimientos lo estaban…

—No me refiero a que hubiese quedado sepultado por la arena. —Ackerman no logró disimular la impaciencia en su voz—. Me refiero a que lo enterraron, de forma activa y deliberada. Tuvieron que utilizar mucha mano de obra para borrar el sitio de la faz de la Tierra. Nos costó una eternidad llegar hasta una parte.

—¿Y qué encontraron?

—No lo que estábamos buscando… No había ni rastro de tablillas, registros, grabados murales ni nada por el estilo. Habían saqueado todo el complejo y solo encontramos huesos emparedados en construcciones.

—¿Emparedados? ¿Asesinados?

—Todo apuntaba a posibles suicidios. Encontramos unas ampollas junto a los restos, sobre todo de cicuta. Daba la impresión de haber sido una especie de suicidio colectivo, seguido del emparedamiento y el enterramiento del sitio. Lo que más nos sorprendió fue que encontramos una segunda tumba colectiva, a unos quinientos metros. No era más que una fosa enorme con algunos restos amontonados, con cráneos y huesos largos que mostraban marcas de armas. Supusimos que eran los esclavos que se utilizaron para enterrar la comuna y que mataron para que no contaran dónde estaba. —Hizo una pausa, le dio un sorbo al café y volvió a girarse para mirar el parque. Cuando se volvió, su expresión era de una intensidad perturbadora—. Mire, doctor Macbeth, era la comunidad con mayores recursos intelectuales de la época. Se estableció con una función y solo una: averiguar la respuesta de algo. Y fuera cual fuese, resultó ser tan horrible que todo el mundo tuvo que morir. ¿Le suena de algo?

—No puede estar diciéndome en serio que…

—Los suicidios que vimos el año pasado en San Francisco, Japón, Berlín… Eran todos jóvenes de gran intelecto dedicados a una de estas tres disciplinas: física cuántica, modelado computacional o neurociencias. Y he de decir que el atentado de Oxford donde murió su hermano…, todos estos acontecimientos son análogos a lo que encontramos, con una distancia de siete milenios, sí, pero análogos.

—Pero no puede decir en serio que un puñado de místicos de hace siete mil años se acercaron a los mismos descubrimientos que unos físicos de partículas o unos científicos cognitivos contemporáneos…

—No eran místicos. Eran las mentes más privilegiadas del mundo antiguo. Somos unos arrogantes respecto a nuestra tecnología actual, y todo el mundo está intentando desarrollar el ordenador cuántico pero ya existe uno desde la revolución del Paleolítico Superior: el cerebro humano. La Antigüedad está llena de «improbables»: gente que, solo con el poder de su mente, llegó a propuestas científicas y filosóficas que hasta ahora no se han podido probar. Zenón de Elea vivió en el siglo I antes de Cristo pero la gente que intenta hoy resolver sus paradojas espacio-temporales no son filósofos sino físicos cuánticos. Lo de que antes del descubrimiento de Colón la gente pensaba que la Tierra era plana es solo un mito: hace unos dos mil años Eratóstenes salió un mediodía al sol, plantó unos palos en el suelo y midió sus sombras. Calculó la circunferencia de la Tierra con un error de tan solo un dos por ciento. Y sin tecnología, solo con el poder del cerebro, que puede que sea la mejor tecnología de todas.

—¿Cree entonces que esa academia era una comuna de «improbables»?

—Descubrieran lo que descubriesen esos sacerdotes, el caso es que se mataron para que nadie lo averiguara. Después el rey se aseguró de que no quedara ni rastro de dicha academia.

—Pero lo encontraron…

—Una semana antes de tener que volvernos a casa, seis miembros del equipo nos fuimos a dar un paseo por los montes a la caída del sol. No tengo palabras para describirle cómo es allí la luz, en el desierto, a esas horas de la tarde. Bueno, el caso es que llegamos a lo alto de un cerro y contemplamos el valle desde allí y entonces vimos la comuna. No es que de pronto viésemos el perfil del enterramiento porque estuviésemos por encima, fue que vimos la comuna de verdad, vivita y coleando: los edificios, las calles adoquinadas, los sacerdotes paseando, los candiles encendidos. Lo vimos todo a nuestros pies, justo como había sido siete mil años atrás. Igual de claros y reales que los veo a usted y a este parque ahora mismo.

—¿Tuvieron el mismo tipo de alucinación colectiva que se ha experimentado en casi todo el mundo?

—Sí, pero tres años antes de que empezara el supuesto síndrome. Por el bien de nuestra credibilidad académica nos abstuvimos de dejar constancia de cómo lo encontramos.

—No estoy seguro de adónde quiere ir a parar con todo esto, doctora Ackerman.

—Por favor, tuteémonos —dijo sin sonreír, como si el trato informal fuese simplemente más práctico—. Adónde quiero ir está demasiado lejos para llevarte en un solo trayecto. Quiero que conozcas a alguien más. Pero, de momento, digamos que estoy afirmando que algo muy grande le ocurrió a la inteligencia humana hace cincuenta mil años, que algo más pequeño pero similar ocurrió hace siete milenios y que lo mismo está sucediendo ahora. Estamos experimentando otro Gran Salto Adelante, pero es uno que no creo que nos esté permitido dar.

—¿Por qué no?

—Tienes que conocer a mi amigo, él te lo explicará mejor. Mientras, tengo que pedirte algo.

—¿El qué?

—Que detengas el proyecto. O que al menos lo ralentices hasta que escuches lo que tiene que contarte mi amigo. No puedes permitirte hacer más progresos.

Macbeth se puso en pie.

—Por un minuto he pensado que tenías realmente algo importante que decirme…

—Por favor, John… siéntate. Sí que tengo algo importante que contarte.

—¿El qué?

—Sé quién mató a tu hermano. Sé quién fue y por qué lo hizo.