Proyecto Uno. Copenhague
Hubo un pico.
Turov no lo vio en tiempo real; duró solo una fracción de segundo, demasiado rápido para que el cerebro humano lo registrara, pero el ordenador observador, el que examinaba la computadora central de Proyecto Uno sin conectarse a ella, lo alertó de que se había producido un pico. Repasó el registro de datos del ordenador: tras el pico no había cambiado nada. No había habido más actividad neuronal, como si nunca hubiera pasado. La arquitectura sintética de Proyecto Uno siguió siendo eso: arquitectura vacía. Sin ocupar, sin usar, sin actividad. Pero Turov supo que había pasado algo.
Se quedó mirando en blanco la pantalla, aislado por un momento del aquí y el ahora mientras su mente asimilaba la importancia de lo que acababa de presenciar. No había nadie más con él y se encontraba sumido en el silencio y en la luz tenue de la habitación insonorizada y sin ventanas. Proyecto Uno ocupaba un espacio muy reducido: el equipo del proyecto de Copenhague tenía asignada toda la tercera planta del instituto Niels Bohr, en Blegdamsvej, pero Proyecto Uno estaba confinado a tres habitaciones a las que se entraba por un único acceso con teclado numérico. En una, casi siempre cerrada, estaba el ordenador central virtual de base computacional. La siguiente contenía una copia de seguridad independiente que subía todos los datos para asegurar su almacenamiento y protegerlo contra una pérdida de información ante un incendio o un atentado terrorista. Solo Lars Dalgaard y John Macbeth conocían el emplazamiento de este almacenamiento remoto. La tercera era donde se encontraba Turov: el centro de control de Proyecto Uno. Y en esos momentos al ruso bajito y calvo le pareció el sitio más solitario pero a la vez más excitante de la Tierra.
Hizo que el ordenador de control repasase lo sucedido; deceleró la acción y la analizó. Confirmó lo que había pensado: la red neuronal de Proyecto Uno se había testeado a sí misma con algo que a Turov le pareció un chispazo global de transmisión efáptica, seguido de un potencial de acción de cinco milisegundos: lo mismo que se vería en un cerebro humano al contraerse un músculo; salvo porque, en ese caso, había sido de una amplitud enorme, así como de una escala sorprendente: habían vibrado todos los circuitos y todas las interneuronas habían participado. La trasmisión efáptica solo sucedía entre neuronas físicamente conectadas, y Turov vio que al hecho en sí le había sucedido inmediatamente una activación global similar de sinapsis: miles de millones de mensajes eléctricos y químicos simulados surcando la red.
Y luego nada.
El registro de datos del ordenador de control confirmó que en total había durado menos de una centésima parte de segundo.
El ruso sintió una excitación rayana en el pánico. Nadie había iniciado el pico: ni él ni nadie lo había programado ni le había dado a ningún botón. Al menos nadie del equipo. Había ocurrido de forma espontánea y autónoma.
Lo había hecho Proyecto Uno él solo.
Cogió el teléfono y llamó primero a Macbeth y después a Dalgaard.