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Un año después

John Macbeth. Copenhague

Tenía un sueño nuevo. Se le repetía siempre el mismo y empezaba igual, con su repentina existencia. En el sueño Macbeth nacía de la nada, plena e instantáneamente. No tenía cuerpo pero era un ser de energía insustancial. De entrada, aunque tenía pocos pensamientos, su mente estaba llena, con conexiones que centelleaban y refulgían; cada pensamiento e idea nuevos, una supernova que explotaba en un universo que se expandía más rápido de lo que podía medirse. Y más allá de su mente no había nada. Un vacío que no era siquiera oscuridad porque ser oscuridad era ser algo.

Luego pasaba algo: un contexto, un entorno. Aunque no tenía ojos con los que ver, supo que estaba en el estudio de su padre, quien se encontraba allí, con Marjorie Glaiston y el Hombre Sin Ojos. Los tres lo miraron con asombro, y comprendió que ya no le daba miedo el extraño señor.

—Hemos construido una mente —le dijo su padre al niño pequeño que tenía a su lado y que Macbeth reconoció: era Casey—. Estamos convirtiéndonos en dioses porque hemos construido una mente.

Todas las mañanas cuando se despertaba del nuevo sueño, tardaba entre cuarenta y cincuenta segundos de pánico y amnesia en recordar quién era, dónde estaba y por qué. Siempre pensaba primero que estaba en Boston y luego recordaba que había regresado a Dinamarca, y de eso hacía ya un año.

Un año.

Era un inmueble caro en una ciudad de por sí cara. Más que cuando elegía un hotel, Macbeth necesitaba que el entorno de su residencia permanente fuese perfecto. Se entraba por la calle Toldbodgade pero el bloque daba en realidad al puerto y al embarcadero adoquinado de Larsens Plads. Era un edificio voluminoso en todos los sentidos: su función original como atarazana era contener todo el volumen posible. El almacén de ladrillo rojo reconvertido, con sus tejas azules acanaladas, era uno de los tres que se elevaban en Larsens Plads, a modo de recios porteros de la ciudad. Algunos lo habrían considerado funcional y sin gracia, pero a Macbeth le habían atraído la solidez y la robusta geometría del edificio. Por lo demás, al estar en una cuarta planta, el piso tenía unas vistas estupendas de Copenhague a un lado y del puerto al otro.

Macbeth estaba mirando la lluvia desde la ventana. Dinamarca representaba para él constancia: allí nada parecía cambiar mucho, como no fuera en fases mesuradas y discretas. Lo mismo podía decirse del clima, que, al contrario que el de Massachusetts con el que se había criado, con sus cuatro estaciones bien marcadas, parecía pasar gradualmente, como de puntillas, de una estación a otra. Era finales de primavera, y tenía la esperanza puesta en que se presentase un buen verano. Lo necesitaba.

Había pasado un año.

Un año desde que Casey muriera asesinado en Oxford. Un año desde que Macbeth asumiera el puesto de director del proyecto de Copenhague. Un año desde que parara la epidemia de alucinaciones.

Seguía habiendo casos aislados y, aunque era extraño, la mayoría parecía darse cerca de Macbeth, en Dinamarca o el norte de Alemania. Habían sido, sin embargo, episodios esporádicos en los que únicamente se veían envueltos individuos sueltos o grupos de solo dos o tres personas. Pese a las teorías de Casey y Newcombe de que debía haber otro elemento involucrado, empezaba a dar la impresión de que las alucinaciones no habían sido en realidad más que el resultado de una especie de brote vírico psicoactivo que empezaba a reducirse hasta núcleos localizados a modo de coletazos finales.

Macbeth, sin embargo, no estaba nada convencido.

El problema era que otros tampoco: la derecha ultrarreligiosa, los fundamentalistas islámicos y los anarcoprimitivistas apuntaban a la destrucción de la Respuesta Prometeo y la purga simultánea de los mejores físicos del planeta como la razón de que el orden se hubiese restablecido en el mundo. La voluntad de Dios, de Alá o de Gaia había triunfado sobre los falsos dioses de la ciencia. La arrogancia del hombre se había puesto en jaque y había sido castigada.

La verdad era que mientras los religiosos echaban humo de indignación conservadora, nadie quería admitir que la coincidencia de ambos sucesos era más que sorprendente. Entre tanto, seguían ardiendo centros de investigación en células madre, laboratorios de física de partículas continuaban sufriendo atentados y científicos particulares eran víctimas de ataques.

Fe Ciega declaró la Nueva Inquisición.

Más allá de la escalada de terrorismo, la mayor preocupación la causaron las declaraciones cada vez más insólitas de la presidenta de Estados Unidos, Elizabeth Yates. Cuando era senadora ya había suscitado polémica durante su campaña por sus fuertes creencias religiosas y su aparente hostilidad hacia el secularismo y cualquier credo que no fuese el suyo, la Convención Bautista del Sur; como presidenta, había provocado la inquietud de muchos al hacer declaraciones ambiguas sobre la homosexualidad, el multiconfesionalismo y los valores morales, por no hablar de sus principales nombramientos, que habían sido sospechosamente reaccionarios. Se hablaba de que en la Casa Blanca se hacían sesiones de oración evangélica.

Y desde el brote de alucinaciones, la retórica de Yates se había vuelto más de púlpito que de escaño. Frases como «la mano de Dios» o «la voluntad de Dios» habían salido cada vez más de su oratoria política para deslizarse en declaraciones políticas reales. Cuando condenó a Fe Ciega, lo hizo a regañadientes; y creó un conflicto diplomático entre Estados Unidos y la reunificada Unión Europea al declarar que «la mano de Dios» estaba tras la ruptura de la Unión Levantina a la UE, repitiendo los argumentos que habían dado los soldados responsables de la masacre durante su juicio en Tel Aviv.

Había sido una época preocupante para todos, no solo para el doliente Macbeth.

Él siempre había visto el mundo como desde fuera: sabía que sus respuestas emocionales no eran iguales que las de los demás, por mucho que siempre hubiera entendido el poder de la emoción. Durante su época como psiquiatra clínico había visto pasiones reales: fuerzas elementales y titánicas que desgarraban las mentes de los pacientes. Y las entendía, aunque como conceptos abstractos, al igual que veía con confusión y perplejidad la incontinencia emocional de la cultura popular, las lágrimas falsas de las estrellas de los realitys y los invitados de los talk-shows.

Tal vez por eso no estaba pertrechado para el duelo. Había sido como si la bomba que mató a Casey hubiera estallado en su interior. Aun así, como todas sus respuestas emocionales, había merodeado y se había escondido antes de revelarse del todo. Entre tanto, había logrado pasar por las formalidades del duelo con una objetividad casi desapasionada.

En Oxford identificó oficialmente el cadáver de Casey. Le llevó menos de treinta segundos. Treinta segundos que ocupaban un espacio en su mente mayor que ningún otro recuerdo. La imagen del cuerpo fragmentado embistió a su cerebro y expulsó otros recuerdos más amables que tenía de Casey. Macbeth, cuyo punto débil siempre había sido la memoria, sabía que la imagen de la cara de su hermano, perfecta por un lado y aplastada y sin ojo por el otro, permanecería para siempre imborrable en su recuerdo hasta el día que muriera.

Cuando la burocracia inglesa liberó por fin el cuerpo, Macbeth voló con él a Boston. Dispuso una ceremonia humanista, sabiendo que ese habría sido el deseo de su hermano, y lo enterró en el Mount Hope. En uno de los extremos del enorme cementerio, la tumba de Casey estaba junto al camino circundante. Detrás una hilera de robles, una franja de hierba y la verja de forja que rodeaba el cementerio; al otro lado, tras una carreterilla con apenas tránsito, lindaba con las caras inexpresivas de unas naves industriales, con sus costados corrugados llenos de pintadas. Por alguna razón, le irritaba pensar que los restos de su hermano estuviesen en un sitio tan insulso. No sabía por qué: a Casey le iba a dar igual.

Ya no había Casey.

Macbeth no había vuelto a Boston desde entonces.

Hasta que no pasaron un par de semanas de su regreso a Copenhague no se le vino el mundo encima: un dolor intolerable y tan fuerte que lo sentía físicamente. Se pasaba los días en su piso, junto a la ventana, intentando concentrarse en el mundo exterior pero al mismo tiempo desgarrado por dentro por los sentimientos. En su vida había tenido tan solo un puñado de relaciones íntimas y duraderas, y el vínculo con su hermano había sido para él un punto de anclaje. Y ahora estaba a la deriva. Se tomó dos semanas de baja y se hundió en un sitio oscuro y vacío. Lo más extraño de todo había sido la dualidad de su luto: la muerte de Melissa, pese a lo lejano de su ruptura, de pronto se le materializó como algo tangible, como si Casey la hubiese dejado salir del mismo escondrijo en la conciencia de Macbeth.

Pero lo perseguía algo más que su duelo. Al volver al proyecto había hecho un esfuerzo por retomar la rutina de vida que había escogido. La epidemia de alucinaciones había pasado, se decía y se repetía a diario.

No le quedaba más remedio: desde la muerte de Casey John Macbeth había visto cosas que no podían existir de ningún modo.

Lo primero que hizo fue comprobar si había alguna noticia sobre alucinaciones parecidas al síndrome de Boston en alguna otra parte del mundo. Cuando comprendió que no era así, y dejó de ver a soñadores por las calles, se sintió extrañamente decepcionado.

La primera visión la tuvo en el S-train, el metro de Copenhague.

Había sido algo ínfimo y bien podría haberle pasado desapercibido; es más, si hubiese sido la única alucinación, la habría descartado sin más y la habría achacado a un simple recuerdo erróneo. La mujer que tenía enfrente estaba enfrascada en una biografía de Jackie Kennedy Onassis, y solo apartó los ojos del libro cuando vio que se acercaba su parada. Recordaba haber sentido algo de lástima por la pasajera: en torno a los treinta años, de rasgos insulsos y vestida sin gracia. Parecía haber algo triste en alguien que vivía tan ramplonamente a través de la vida de los glamourosos. Tras ponerle un marcapáginas amarillo chillón, la mujer cerró el libro, se lo guardó en el bolso, se levantó y dejó a Macbeth en su querida soledad.

Cuando el metro volvió a ponerse en marcha, se quedó contemplando la Copenhague que se extendía más allá del cristal. Nunca trabajaba ni estudiaba sus apuntes durante el trayecto: el espacio entre acontecimientos o lugares era para él un tiempo para reflexionar. El problema era que esos apreciados momentos se habían visto monopolizados por las reflexiones y los recuerdos de Casey. Por alguna razón estaba pensando en los juegos a los que jugaban de pequeños en la playa, en Cape Cod, cuando el fogonazo de luz roja y el traqueteo atronador de otro metro pasando en sentido contrario le hizo volver a la realidad. Vieron que se paraban en la estación de Østerport, cosa que le extrañó porque estaba seguro de haberla pasado ya. Se volvió y vio enfrente a la mujer de cara insulsa, que de nuevo levantó la vista de su inmersión en la vida de otra persona infinitamente más glamourosa. Una vez más colocó el marcapáginas amarillo chillón, esa vez varios capítulos por delante, antes de guardar el libro con cuidado en el bolso, levantarse y prepararse para apearse en su parada.

Más que confusión, había sentido pánico. Estaba seguro de haberla visto bajar antes y de que el metro ya había parado en Østerport. Se repetía lo mismo. Pero no era exactamente igual: había puesto el marcador en otra página, la ropa era ligeramente distinta. Pensó en decirle algo pero se dio cuenta de que lo iba a tomar por loco y decidió dejarla bajar una vez más. Después, al pensarlo, comprendió que había sido una alucinación; pero ni aunque le hubiese ido la vida en ello habría podido decidir cuándo se había bajado la mujer de verdad.

Después de ese primer episodio todos los días estuvieron salpicados de algún pequeño absurdo. A veces era el mismo extraño bucle temporal; otras sentía como si al mundo que lo rodeaba lo solapara otro, como una realidad de gasa, casi transparente. Solo duraba un momento, y en él los perfiles borrosos de la gente, de los edificios o de las formas terrestres, o incluso las nubes pasando, recubrían el mundo que lo rodeaba. Duraba tan solo un momento y luego desaparecía.

Macbeth comprendió que algo no iba bien. Normalmente, como psiquiatra, habría reconocido que necesitaba tomar antipsicóticos. Pero en los últimos dos años y medio nada había sido normal y las alucinaciones habían pasado de ser una experiencia poco común a una diaria. Decidió, no obstante, que si la cosa empeoraba, le pediría a algún colega que le recetase clozapina o trifluoperazina.

Entre tanto no le contó a nadie los episodios.

Tenía buenas razones para guardarse sus deslices mentales. Su nombramiento como director del proyecto de Copenhague, pese a lo trágico de las circunstancias, había sido el único faro que lo había guiado a través de la melancolía distímica de los últimos doce meses y estaba decidido a aferrarse al puesto. Había vertido todo su ser en la tarea y, en el tiempo que llevaba en el cargo, había logrado un mayor éxito en ese corto periodo que Poulsen, ese hombre de motivación excesiva.

Por fin todos comprendieron a qué se debía esa motivación suya: resolver el tema de la interfaz cerebro-ordenador era para él tanto una cruzada profesional como una carrera personal. Una que había perdido.

Del equipo solo unos pocos, los que habían trabajado anteriormente con Poulsen, sabían que su mujer había sufrido un accidente de tráfico; nadie sabía, sin embargo, que estaba con soporte vital permanente y que padecía síndrome de enclaustramiento.

El mismo día que estalló la bomba en Oxford Poulsen no fue a trabajar. Dada la escalada de atentados contra la comunidad científica, cuando al segundo día seguían sin saber nada de él, su ayudante, Dalgaard, llamó a la policía.

Lo encontraron en su casa.

Al cabo de unos días se supo que, tras recibir una llamada del hospital, Poulsen había llegado por los pelos al lecho de muerte de su mujer. Le dijeron que el corazón había decidido rendirse, ni más ni menos. Según el doctor Larssen y otros miembros del personal, Poulsen había dado muestras de resignación, había aceptado la noticia e incluso había asentido cuando le sugirieron que quizá era lo mejor para su mujer que la hubiesen liberado de la prisión de su cuerpo.

Según la hora que dictaminó el forense, resultaba evidente que debió de matarse poco después de llegar a su casa, y que tan solo se tomó un tiempo para escribir unas detalladas instrucciones sobre el futuro del proyecto, inclusive a quién escogería él como sucesor. La policía lo encontró colgando de un cinturón atado a una lámpara del salón, de cara a la cristalera con vistas al fiordo. Al parecer, en un esfuerzo por aligerar la muerte, se había llenado los bolsillos de libros.

Macbeth ya había estado en Oxford cuando se descubrió el suicidio de Poulsen. La policía británica que investigaba el atentado en que había muerto su hermano no parecía tener idea alguna sobre cómo había conseguido Fe Ciega, que evidentemente estaba la primera en la lista de sospechosos, introducir un aparato explosivo tan grande en el auditorio. El detective encargado de la investigación, Owens —un hombre tan corpulento como soso, con la cabeza rapada y ojos bajos y plomizos de burócrata—, no le había inspirado ninguna confianza a Macbeth en lo que a encontrar pronto a los autores se refería. Había respondido amablemente a sus preguntas, muy comprensivo y profesional… y sin emoción alguna. Supuso que la fatiga de compasión de Owens se debía probablemente a haber tenido que dar la misma respuesta a los miembros de las ciento setenta familias de todo el mundo afectadas por la desgracia.

Para cuando se sintió con fuerzas para volver a trabajar, ya había desaparecido la presión de unirse al equipo de Newcombe. El brote alucinatorio seguía siendo un misterio epidemiológico, y el comité de expertos no cejó en su empeño por establecer su etiología y aislar el virus, el contaminante o el estímulo físico responsables de las visiones. Pero la urgencia de la búsqueda se había relajado al reducirse los casos registrados, y Newcombe había aceptado a regañadientes que Macbeth tenía preocupaciones más acuciantes.

De vuelta a Copenhague, a Macbeth le sorprendió tanto como al que más que Georg Poulsen lo hubiera recomendado como director, cuando la elección automática habría sido Dalgaard, su segundo. Por supuesto, se cuestionó el criterio de una mente perturbada hasta el punto de suicidarse; pero tras varias reuniones inacabables de la junta, y con el claro apoyo de Dalgaard, se decidió que Macbeth tomara el testigo, tal y como Poulsen había querido.

Poco a poco se fue adaptando a su nueva rutina diaria, llevándola como una armadura contra las púas de duelo que se le hundían en momentos de calma. Como en esos instantes, mientras contemplaba desde la ventana del piso que daba al muelle el cielo pálido y la fina lluvia de la primavera danesa.

Recibió de buen grado el sonido del teléfono.

—¿Doctor Macbeth? Me llamo Mora Ackerman… —Era una voz joven que hablaba inglés con acento danés—. He intentado contactar con usted en su oficina pero no hay manera de pillarlo. Y mis correos… ¿no los ha recibido?

A Macbeth lo cogió con el pie cambiado. Recordó el nombre en la bandeja de entrada a la que tan poco caso hacía.

—Ah, sí… Doctora Ackerman… —Recobró la compostura—. Me temo que he tenido mucho trabajo. —Hizo una pausa y frunció el ceño cuando le vino una idea—. ¿Cómo ha conseguido este número?

—Siento molestarlo en casa —dijo ignorando la pregunta—, pero necesitaba hablar con usted como fuese. Es muy importante que hablemos.

—¿Que hablemos de qué?

—Preferiría no hacerlo por teléfono. ¿Podríamos vernos?

Macbeth se echó a reír.

—Siento decirle que tendrá usted que ser menos misteriosa, doctora Ackerman. ¿De qué va todo esto?

Se produjo un silencio.

—Es sobre su hermano…

La mención a Casey lo agitó.

—¿Qué pasa con él?

—¿Conoce el Ørstedsparken, al lado de la universidad?

—Mire…

—Hay una cafetería al lado del estanque. Veámonos allí mañana a las dos y media.

—Esto es absurdo —dijo riendo—. Si trabaja en la universidad, sugeriría que, en lugar de hacerse la espía de película cutre, haga el favor de concertar una cita como es debido.

—Lo que le ocurrió a su hermano… Las visiones del año pasado… Va a pasar de nuevo pero esta vez será peor. Tenemos que detenerlo ya, antes de que sea demasiado tarde. Le estaría muy agradecida si viniese mañana —dijo, y colgó.