50

Casey. Oxford

—¿Más vino? —le preguntó la risueña camarera.

Habían instalado una gran carpa por lo que pudiera tramar el impredecible clima británico, pero el cielo había querido llevar la contraria manteniéndose sin una nube y todo el mundo había preferido quedarse fuera, formando corrillos alegres, dándole al vino y disfrutando de un tiempo agradable, de la luz dorada de la tarde-noche y de las vistas de los parques de la universidad.

—¿Por qué no? —Puso su copa de vino vacía en la bandeja y cogió una llena—. Al fin y al cabo es un simposio, ¿no?

La chica, que era bastante mona, con el pelo corto rizado, puso cara de no entender. La blusa blanca y la falda negra no parecían pegarle; Casey se imaginó que era una voluntaria de la universidad que quería sacarse un dinero extra.

—Un simposio… —le explicó—, en la antigua Grecia los simposios eran fiestas para beber vino, no una reunión de viejos pedorros físicos…

—Ah… vale.

Tenía uno de esos acentos británicos que a Casey le costaba ubicar, tanto geográfica como socialmente. Por su sonrisa notó que le interesaba, al igual que ella a él. Estaba a punto de añadir algo cuando notó que le daban una palmada contundente en la espalda.

—Casey Macbeth… Pero hombre, ¿cómo estamos? Supongo que deseando oír la respuesta al sentido de la vida, el universo y todo lo demás. —Era Juergen Franke: un alemán que cumplía todos los tópicos: enorme, rubio, con ojos azules y tez rubicunda y que a la vez tenía una disposición alegre y un sentido del humor de lo menos típicos. Siempre había tenido aspecto de ser una especie de granjero rudo, apegado a la tierra del norte de Alemania. Casey sabía, sin embargo, que tenía una mente de una brillantez que daba miedo. Franke se inclinó hacia delante con aire conspirativo—. Creo que la respuesta es cuarenta y dos…

—Estoy bien, Juergen. ¿Cómo van las cosas por la CERN?

—Seguimos dándole vueltas al tema —dijo, y rio con ganas su propio chiste malo: formaba parte del equipo del Gran Colisionador de Hadrones, que lanzaba fotones a casi la velocidad de la luz, en sentidos opuestos por un círculo de 27 kilómetros, en las profundidades de Europa central. Había desempeñado un papel significativo en la búsqueda del bosón de Higgs y había hecho un trabajo pionero en el campo de las partículas virtuales. También era capaz de beberse hasta el agua de los floreros—. ¿Y tú?

—Muy bien. Me alegra verte. ¿Una copa? —le preguntó Casey.

—¿Tiene cerveza? —le preguntó Franke a la camarera.

—No, lo siento, solo vino. Es un simposio, al fin y al cabo —dijo la chica, que sonrió a Casey.

—¿Cómo? —Franke frunció el ceño y luego, captando el pase de miradas entre los otros dos, sonrió abiertamente—. Ah, vale, vale, entiendo… ¿Conque esas tenemos, eh? No te dejes engañar por su encanto de muchachito americano. Este es de esos mormones… con esposa y quince chiquillos en su país. ¿O son quince esposas y un chiquillo?

Los otros dos lo miraron con desgana.

—Hum… Creo que me necesitan urgentemente en… —Franke rastreó el gentío para elegir una dirección y luego, tras escoger al azar, se dirigió hacia ella—… allí… Nos vemos en el auditorio, Casey. Si logras escapar…

—En realidad es muy inteligente —comentó Casey cuando su amigo se hubo ido—. Es solo que lo disimula muy bien.

—Será mejor que siga con mi ronda —le dijo la chica encogiéndose de hombros, como disculpándose por irse—. Esta panda está sedienta… —Se refería a los ciento setenta físicos de todo el mundo que se habían dado cita en la explanada del complejo Martin Wood del Departamento de Física de la universidad de Oxford.

—¿Estudias aquí? —Casey se aferró a cualquier cosa para que no se fuese.

—Física, sí. Estoy en segundo.

—Buena escuela… ¿Qué asignaturas tienes?

—Pues este año estamos con electromagnetismo, óptica, física térmica y cuántica. Todo el mundo parece más listo que yo.

—Vete acostumbrando… ¿Cómo te crees que me siento yo con esta panda? —Describió un arco con la copa para señalar a los físicos presentes.

—¿De dónde eres? —le preguntó—. De qué parte de Estados Unidos, me refiero.

—De Boston, del MIT. He venido para la presentación del profesor Blackwell.

—Hasta ahí llego.

—Eh… perdón. Casey Macbeth, por cierto…

Le tendió la mano y la chica se encogió de hombros, en una nueva disculpa, al tiempo que le señalaba la bandeja llena de copas.

—Yo me llamo Emma Boyd. Encantada, Casey Macbeth. Lo siento pero tengo que seguir con la ronda…

—Claro… —le dijo Casey, que sonrió con cara de decepción—. Me alegro de conocerte.

La chica le devolvió la sonrisa y se dispuso a irse pero se detuvo:

—Estaré por aquí tras la presentación. Van a servir café aquí en la carpa. ¿Te veo luego?

—Cuenta con ello. Tal vez entonces…

Casey se vio interrumpido por alguien que estaba anunciando algo desde la puerta que daba al vestíbulo principal.

—¿Podrían, por favor, todos los delegados dirigirse al auditorio principal? La presentación del profesor Blackwell empezará dentro de diez minutos y las puertas se cerrarán dentro de cinco…

—Será mejor que me vaya. ¿Nos vemos?

—Nos vemos…

Dado lo sucedido en el MIT y en el resto del mundo, a Casey no le extrañó el nivel de seguridad. Aparte de la sensación que compartía la comunidad científica de estar siendo sitiada por fundamentalistas, toda Europa parecía conmocionada: la Masacre del Mar Rojo, como se conocía ya, había disparado una vez más las escaramuzas en Oriente Medio y los seguidores de la Ley de Mayor Integración Europea luchaban por su supervivencia; incluso los italianos, los británicos y los búlgaros, que habían sido los principales promotores de la Unión Levantina, habían tenido que aceptar que la violencia que había estallado como consecuencia de la masacre hacía la adhesión imposible en el futuro más cercano. La Unión Europea había elevado a roja la alarma de atentados terroristas por todo su territorio.

Debido probablemente a que no había visto ninguno de carne y hueso, Casey siempre había imaginado que los policías británicos eran alegres bobbies que iban de dos en dos en bici, con una sonrisa y una porra victoriana bajo el abrigo por únicas armas. Sin embargo los que había apostados a las puertas del complejo Martin Wood distaban mucho de esa imagen: con gorras, chalecos antibalas y ametralladoras Heckler y Koch cruzadas por el pecho, miraban con cara de desconfianza y de pocos amigos a todos los que llegaban.

Unos fornidos guardas de seguridad privada, con uniformes más bien cutres, tatuajes y pendientes, custodiaban las salidas, y en cuanto todos los delegados estuvieron congregados en el auditorio, con las puertas cerradas con llave, Casey empezó a sentir una claustrofobia extraña.

Estaba apoyado en la butaca cerrada, junto a Franke. La jovialidad paternalista del alemán le alivió un poco esa angustia indescriptible. Era muy consciente de la ausencia del profesor Gillman. El plan había sido que ambos científicos del MIT volasen juntos a Inglaterra. Casey había querido hablarle a Gillman de los simulistas y de Gabriel Rees, y el vuelo habría sido una oportunidad estupenda para sacarle un tema tan sensible. Los atentados contra el MIT, sin embargo, habían acabado con todo eso: el cuerpo de Gillman no había sido identificado pero, como estaba en el laboratorio a la hora de la explosión y no se le había visto desde entonces, ya formaba parte del recuento oficial de muertos. Gabriel seguiría siendo un misterio sin resolver.

Cuando repasó el público con la mirada vio que conocía a casi todos los ciento setenta delegados; y no solo de nombre. A ese nivel la física de partículas era una comunidad pequeña, por muy desperdigada que estuviera por el mundo. Era una audiencia imponente: los cerebros de aquella sala eran los mejores de los mejores, y Casey sintió una punzada de entusiasmo orgulloso por estar entre ellos. Notó que la misma corriente eléctrica se descargaba por todo el público cuando un hombre alto y chupado de unos setenta años entró por la puerta lateral y, tras cerrarla, caminó hasta el escenario. Mientras se acomodaba en su sitio tras el atril, las tres pantallas que había tras él cobraron vida y se llenaron con una misma imagen: en aquel salón de ciencia el dios de Miguel Ángel alargó la mano y le dio la vida a Adán rozándole con el dedo.

—Señoras y señores… —A Blackwell le salió un gallo y tuvo que beber agua antes de volver a empezar—: Amigos y amigas, antes que nada me gustaría daros las gracias a todos por haber venido. Sé que algunos habéis viajado desde muy lejos y habéis interrumpido trabajos importantes para estar aquí hoy, y para mí es un honor que agradezco enormemente. También debo daros las gracias por soportar las medidas de seguridad poco habituales a las que os habéis visto sometidos. Estoy convencido de que lo perdonaréis cuando comprendáis la magnitud de lo que tengo que contaros. Os prometo que este sitio y este día serán recordados como los más importantes en la historia de la ciencia.

Blackwell hizo una pausa y le dio otro sorbo al agua. Casey notó que le temblaba la mano, algo que nunca le había visto hacer en ninguna de las charlas suyas a las que había asistido. Pero aquel temblor tenía algo que hizo que a Casey se le erizase la piel de la nuca. También se había dado cuenta de que el discurso del inglés estaba siendo menos confiado de lo habitual. Fuera lo que fuese lo que iba a contarle al público allí presente, era de tal magnitud que hacía humilde hasta al científico vivo más importante del mundo.

—Estáis todos aquí porque habéis sido invitados específica y personalmente —prosiguió Blackwell—. Colegas, compañeros, amigos. Reunidas ante mí están las mejores mentes del planeta, todas y cada una dedicadas a la busca del saber y la comprensión del mundo. No ha habido una llamada más noble en la historia de la humanidad, y estoy orgulloso, y me siento honrado de ser uno de vosotros.

Blackwell hizo una pausa y pulsó un botón en el atril. Las dos pantallas laterales se quedaron igual y Dios siguió dándole la vida a Adán, pero en la central se leía ya LA RESPUESTA PROMETEO en letras blancas sobre fondo azul. La sola visión de esas tres palabras envió otro impulso eléctrico por la columna de Casey.

—Todos sabemos quién era Prometeo, el titán que se coló en la cámara de Zeus y, pegando una cañaheja a unas ascuas, robó el fuego de los dioses y se lo dio a un mortal, a quien el propio Prometeo había moldeado en arcilla y a quien Zeus le había prohibido tener conciencia del fuego. El castigo por el robo fue un tormento eterno: lo encadenaron a un acantilado donde un águila iba todos los días a mordisquearle el hígado, que se le regeneraba por las noches para que persistiera la angustia al día siguiente, y al otro, y así por los restos de los restos.

»Podría decirse que en ese relato reside una advertencia de que el saber tal vez esté más allá del entendimiento o, al menos, sea demasiado peligroso para conocerse. Todos los que estamos aquí, como físicos cuánticos que somos, estamos familiarizados con el concepto de saber que reside más allá de los límites de la expresión, incluso más allá de los del entendimiento humano. Intentamos construir máquinas para aumentar nuestras habilidades intelectuales, para ayudarnos a saber lo que no se puede saber y comprender lo que está por encima de la comprensión. Todos y cada uno somos un titán que se ha pasado la vida intentando colarse en la cámara de Zeus.

Blackwell hizo una pausa y se agarró a los bordes del atril, con una mirada repentinamente concentrada e intensa.

—Os he reunido hoy aquí a todos para contaros que lo he conseguido: he construido esa máquina y, gracias a ella, sé lo incognoscible. Me ha permitido otear en el momento más pequeño de la creación universal; he visto escritos en él la historia y el destino de todo lo que conocemos y todo lo que estamos por conocer. He visto cómo empieza y cómo acaba todo. He estado en la cámara y le he robado a los dioses lo que no querían que supiera el hombre. Tengo la Respuesta Prometeo —Blackwell repasó las caras de su público, pero en su gesto la intensidad había dado paso a algo parecido a la pena—. Soy un hombre de ciencia. Como físico he escrutado dos universos: el inconcebiblemente enorme que nos rodea y el inconcebiblemente diminuto de la realidad cuántica. Cada uno funciona según leyes totalmente contradictorias, pero aun así existen al mismo tiempo…, y dependen el uno del otro. Hemos presentido durante décadas que ha de existir una conexión que se nos ha pasado por alto, algún mecanismo que no hemos visto y que los une. —Una pausa de un latido de tiempo—. He encontrado la conexión, he visto cómo funciona el mecanismo.

El zumbido excitado del público estalló en aplausos y vítores pero Blackwell levantó una mano. No fue el gesto del físico lo que detuvo a la audiencia sino la visión de las lágrimas bajando por las oquedades de los carrillos enjutos del científico.

—Lo siento, amigos míos… —La voz de Blackwell tembló de la emoción. El silencio era total y absoluto—. Lo siento muchísimo pero lo que he descubierto es que todo eso a lo que he dedicado mi vida, al igual que vosotros, es una farsa. Me he puesto delante de un ordenador y he visto cómo me contaban un mal chiste. Pretendía robarles a los dioses y lo único que he conseguido ha sido oír sus risas en mis oídos.

—Dios Santo —le susurró Franke a Casey—. Se le ha ido totalmente. Es como si estuviera sufriendo un ataque…

Casey sacudió la cabeza con impaciencia, centrado como estaba en la figura alta y frágil del estrado; pensó en Gabriel Rees, y en lo que le había contado Macbeth del estado mental del becario de investigación.

—Prometeo era el proyecto científico más complejo que había abordado —prosiguió Blackwell—: de una complejidad que superaba los alunizajes. Hemos conseguido cosas en la búsqueda de la Respuesta Prometeo que eran, en sí mismas, respuestas a retos científicos mayores. Puedo contarles, por ejemplo, que resolvimos el problema de decoherencia y creamos un ordenador cuántico con una potencia sin precedentes… —Bradwell tuvo que detenerse de nuevo y levantar una mano para acallar el clamor cada vez mayor del público—. Por favor… por favor… —Esperó hasta que volvió a hacerse el silencio—. Lo que Prometeo nos permitió hacer fue ver todo el tejido del universo, desde sus orígenes hasta su destino final. Prometeo nos dio la respuesta: la respuesta definitiva, inequívoca y aterradora… —Le falló la voz—. Y el resultado de mi robo en la cámara es el fenómeno que hemos estado experimentando por todo el mundo. Lo que hemos creído que eran alucinaciones no lo eran en absoluto. Es el tiempo plegándose en dos mientras el tejido de nuestro universo se derrumba a un nivel cuántico.

Se produjo un clamor aún mayor entre la audiencia, mientras lanzaban a gritos preguntas al estrado. Blackwell tuvo que levantar la mano una vez más.

—La razón de todo lo que está pasando reside en el saber que ahora tenemos, en la tecnología que creamos. Estamos convirtiéndonos… Convirtiéndonos en los propios dioses, pero no puede permitirse. Los dioses no piensan aceptarlo. Verán, lo que he descubierto es que todo aquello por lo que he luchado, todo aquello en lo que he creído, en lo que todos hemos creído, es mentira… He desperdiciado mi vida persiguiendo una ficción. He encontrado el gran saber… —Las lágrimas surcaban ya las mejillas del físico y la voz se había vuelto la de un anciano tembloroso y asustado—. Y ahora he de compartir ese gran saber con vosotros. Y por ese pecado imperdonable les pido, amigos míos, que me disculpen… Lo siento mucho…

Emma Boyd pasó el tiempo libre en el césped, disfrutando de los últimos rayos del sol vespertino mientras repasaba los libros que llevaba en la mochila, que había escondido tras la mesa de caballetes de la carpa donde estaba ya todo preparado para servir el café tras la presentación.

Había unos cuantos estudiantes de física ayudando en el acto, vestidos con camisas blancas y faldas o pantalones negros, y Emma se preguntaba cuántos, al igual que ella, habrían intentado pegar la oreja a las conversaciones entre delegados y averiguar qué podía tener tal envergadura como para atraer a los principales cerebros de la física.

Estaba pensando en otra cosa también: en el estadounidense que había conocido. Casey. Tal vez él le contara algo; sabía que tenía algo que hacía que ella quisiera compartir sus secretos con él. Pero no había futuro: él era de Boston y ella estaba afincada allí, en Oxford. ¿Qué hacía pensando ya en eso? Era de locos: apenas habían intercambiado un puñado de palabras, eran unos completos desconocidos. Y además era mayor que ella, y más de lo que parecía, según sus cálculos.

Suspiró. Tal vez salieran pronto. Si Casey se lo pedía, se iría luego a otra parte con él.

La postura de indio era su favorita para estudiar pero con aquella fea falda no podía sentarse bien, le cortaba la respiración de las piernas y la hacía sentirse almidonada. Decidió levantarse para mover el pie, que se le había dormido. Se encaminó hacia el complejo Martin Wood a través del césped. Para ser un edificio moderno —de construcción muy reciente—, era muy bonito y a años luz del monolito de cemento gris de los años sesenta que era el edificio Denys Wilkinson, donde parecía pasar media vida en las clases de astrofísica.

A Emma había una cosa que le resultaba extraña del simposio: la seguridad. Dos hombres que parecían más gorilas de discoteca que vigilantes de la universidad estaban apostados a ambos lados de las puertas de cristal del auditorio. ¿A qué venía tanta seguridad?

Lo notó palpitar.

Lo que más tarde recordaría mejor que nada —en el hospital, durante los meses de recuperación y rehabilitación, en la oscuridad de su vida posterior— fue llegar a ver la plasticidad real del cristal. Emma nunca sabría cómo su cerebro había detectado el pálpito que hinchó el cristal por un tiempo inconmensurablemente corto antes de la explosión que la levantó del suelo y la lanzó cinco metros hacia atrás. Le estallaron los tímpanos y el dolor en la cabeza fue tan repentino como monumental. Supo que se le había desgarrado la ropa del cuerpo pero no sintió calor ni quemazón intensa. El estallido había sido percutor, no térmico. Fue consciente de ese pensamiento mientras estaba allí tirada en el césped, cegada y sorda por la explosión, ahogándose en su propia sangre, y con una lluvia de millones de esquirlas de cristal cayendo sobre ella.

Una bomba. Alguien había puesto una bomba en el auditorio.

No podía hablar pero en el cerebro se le formó el nombre antes de perder el conocimiento.

Casey.