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John Macbeth. Boston

Si había un aspecto cultural realmente global, pensó Macbeth, ese era el aeropuerto. La sala de espera de un aeropuerto era precisamente eso, estuvieras donde estuvieses: asientos idénticos, iluminación idéntica, grandes extensiones idénticas de cristal que ofrecían vistas idénticas de hectáreas de pistas de asfalto. Incluso el café era idéntico. Era como si el mismo grupo reducido de arquitectos, diseñadores de interior, escaparatistas y personal de cara sombría fuesen transportados por el mundo de aeropuerto en aeropuerto simplemente para desconcertar al viajero al hacer que el lugar de llegada se distinguiese lo menos posible del de salida. Tampoco el clima marcaba ninguna diferencia: las salas herméticamente selladas tenían calefacción centralizada en Reikiavik y aire acondicionado en Abu Dabi para una temperatura universal de veintidós grados; lo suficientemente cercana a la del cuerpo para hacer que sudes ligeramente y te marchites.

No era un ambiente que relajase a Macbeth. Odiaba los aeropuertos más que los aviones, a los que les tenía una manía considerable. No era por miedo a volar, sino que deploraba las horas de espera, el estrés de los retrasos, las cancelaciones y las escalas; las caras vacías y a menudo claramente hostiles tras los mostradores de facturación o en los controles de la Administración de Seguridad en el Transporte; lo desoladoramente impersonal que era todo. Se le antojaba muy extraño que un lugar tan lleno de gente pudiera estar tan vacío de humanidad.

Se sentó en un asiento de la terminal de Salidas y llamó a su hermano desde el móvil para contarle la insistente oferta de Brian Newcombe de que se uniese al equipo de investigación del SAT, y que el epidemiólogo no se había tomado muy bien el igualmente insistente rechazo de Macbeth.

—Tal vez sea mejor que te alejes de todo esto y te quedes en Copenhague —comentó su hermano—. Llámame cuando llegues.

—Será tarde…

—No me importa, llámame. Por cierto, he estado mirando tu portátil…

—Y yo el que me dejaste —interrumpió a Casey—. La dichosa carpetita ha vuelto a aparecer.

Al otro lado de la línea se hizo el silencio.

—¿Casey?

—¿La carpeta te ha aparecido en el portátil nuevo? —preguntó por fin Casey.

—Eso digo…

—¿Cuándo?

—Estaba mirando el correo esta mañana y la vi allí. Sigo sin poder abrirla. He pensado que…

—Escúchame… Me he puesto en contacto con Jimmy Mrozek, el colega informático del MIT del que te hablé. Iba a pasarle tu portátil para que le echase un vistazo pero la carpeta había desaparecido sin dejar rastro.

—¿Cómo? ¿Estás diciéndome que ha saltado milagrosamente de un ordenador a otro?

—Pues puede que sea justo eso. Parece como si hubiera aparecido otra vez en el portátil nuevo en cuanto te has conectado a Internet.

—Qué raro.

—Y es más raro todavía… Jimmy, el informático, me dijo que era la segunda persona que le pedía que le mirase una carpeta misteriosa que no podía abrir, lo mismo que te pasaba a ti. Pero tampoco tuvo oportunidad de verla.

—¿Desapareció espontáneamente?

—No, John, la carpeta no desapareció espontáneamente… Fueron el portátil y su dueño. Era del profesor Steven Gillman.

Esa vez quien se quedó callado fue Macbeth.

—Lo dicho… —La voz de Casey sonaba tensa y angustiada por teléfono—. No te olvides de llamarme en cuanto estés a salvo en tu piso.

Como no había vuelo directo entre Copenhague y el Logan de Boston, Macbeth volaba con British Airways y hacía escala en Heathrow. Hizo un cálculo mental de las miserias que tenía todavía por delante: otra hora y media antes de embarcar, siempre que no hubiese retrasos, seis horas y veinte hasta Londres, otras tres horas y diez minutos de espera durante la escala, y otra hora y cincuenta y cinco minutos hasta Copenhague. Un total de no menos de doce horas y cincuenta y cinco minutos sin contar retrasos, colas en la aduana de la UE o la espera en las cintas transportadoras de los equipajes. Pasaría la mayor parte del tiempo utilizando la tecnología de la que solía abstenerse para aislarse del entorno: el reproductor de mp3, el lector electrónico y el portátil le proporcionarían un reino encapsulado en auriculares donde confinar su consciencia y mantener a raya a la de los de alrededor. Y a sus compañeros de vuelo.

De pronto se produjo una conmoción en algún punto del vestíbulo de salidas, a un par de puertas de donde se encontraba. Una mujer gritó y luego resonó otro chillido. Macbeth se puso en pie, al igual que otros viajeros que esperaban, y miró hacia la conmoción, que parecía provenir de cerca de la ventana. Había otra cosa en los aeropuertos que era realmente global: en el mundo posterior al 11-S cualquier trastorno en un aeropuerto, cualquier asomo de respuesta oficial, provocaba una alarma inmediata. Nadie habló, solo había cuellos vueltos para intentar ver qué pasaba. Fuera lo que fuese, no se veía desde allí con la cortina de viajeros que rodeaba la conmoción.

Pasaron con andares decididos tres vigilantes de seguridad del aeropuerto y una policía de caderas anchas en dirección al tumulto. El nudo de gente junto a la cristalera se desató para dejarlos pasar y volvió a cerrarse tras ellos. Se oyeron los sonidos ahogados por la distancia de un debate acalorado, entre protestas vehementes y tonos autoritarios. Otros pasajeros se quedaron de pie mirando pero Macbeth volvió a sentarse. Al cabo de unos minutos volvieron los de uniforme escoltando a dos mujeres de treinta y pico años, ambas visiblemente angustiadas.

—Pero estoy diciéndole que lo hemos visto las dos —protestaba una mujer con tono suplicante a la agente, que la ignoró—. Ambas.

Cuando pasaron por delante, se fijó en que la otra mujer no hablaba y tenía la mirada vidriosa y vacía y comprendió que estaba en estado de shock. Todos los ojos siguieron el avance del grupo hasta que desapareció. A continuación, tras intercambiar un encogimiento de hombros, los pasajeros volvieron a sus asientos.

Macbeth pensó que la gente parecía empezar a acostumbrarse a los comportamientos extraños.

Llegó entonces otra persona, un inglés de mediana edad con traje arrugado que se abrió camino entre piernas y equipajes de mano hasta un sitio vacío. Cuando se instaló en su asiento sacó el móvil, pulsó una tecla y empezó a mantener una de esas conversaciones inapropiadamente altas y personalmente detalladas que tanta gente parece sentirse libre de compartir en los aeropuertos. Era un fenómeno que le interesaba como psiquiatra: el anonimato que alguna gente sentía en medio de una muchedumbre de extraños, como si la rodearan zombis filosóficos. El inglés hablaba con un acento nasal de lo más plañidero, y Macbeth intentó aislarse de la charla en la que le contaba a su mujer que tendría que coger un vuelo más tardío.

Muy a su pesar, sin embargo, acabó pegando la oreja en la última parte de la mitad de conversación del inglés.

—Creo que acabo de asistir a uno de esos fenómenos extraños de los que hemos leído… Sí, lo de las alucinaciones. Sí, sí, aquí en el aeropuerto, hace unos minutos… Dos mujeres que… se han vuelto locas. La cosa ha empezado cuando una se ha quejado al personal de tierra de que nadie les dijera a los pasajeros que el vuelo se iba a retrasar por culpa de la niebla. «¿Qué niebla?», le ha dicho la chica de la aerolínea. «¿Cómo que qué niebla?», se han puesto a chillar, «Mire por la ventana. ¡Esa niebla!». Imagínate que aquí hace un día buenísimo, todo despejado y soleado, sin una nube en el cielo, pero las dos chaladas han empezado a alucinar diciendo que había una niebla baja, que se extendía como una manta sobre las pistas y, según ellas, no se veía ni tres palmos por delante si estabas a ras de tierra… ¿Cómo?… Sí, lo sé… No, eran de aquí. De todas formas eso no es todo: una se ha puesto a chillar como una loca. Y luego la otra. Histéricas como ellas solas. Decían que acababan de ver cómo se estrellaba un avión y, claro, como comprenderás, el resto de los pasajeros se ha puesto de los nervios… ¿El qué? No, claro que no se ha estrellado nada… Han seguido hablando del avión que acababan de ver estrellarse al tomar tierra. Nadie más lo ha visto pero se han puesto a gemir y chillar diciendo que el avión se había estrellado en la niebla… Decían que lo habían visto sobrevolar la niebla y luego meterse dentro y explotar al fondo de la pista. De locos. Ahora está todo el mundo con la mosca detrás de la oreja, intentando ver eso que decían pero no hay nada que ver: ni accidente, ni niebla ni nada. Nadie más veía nada… Que no, que no estoy inventándomelo… Ha sido raro de cojones. El caso es que se han puesto de tal manera, chillando y todo, que han conseguido que las arresten… Ya, ya, lo sé…

La conversación se centró entonces en aspectos más personales, que siguió compartiendo con todo el que estaba en su radio de alcance, y Macbeth desconectó. Pensó en lo que las dos mujeres conmocionadas habían afirmado ver y le vino un recuerdo que lo inquietó, uno de su infancia: era finales de julio de 1973 y estaba en casa de sus abuelos viendo el telediario cuando se conoció la noticia; unas imágenes borrosas de residuos desperdigados por el fondo de la pista, un banco de niebla que seguía pendiendo malicioso por encima del puerto de Boston.

Un acontecimiento real del pasado repetido en una alucinación, tal y como le había contado Brian Newcombe.

Miró primero la hora, después hacia donde se habían ido las dos mujeres con la escolta policial y por último a la pantalla de información sobre la puerta de embarque.

Suspiró, sacó el móvil y llamó a Newcombe.