John Macbeth. Boston
Como el plomo se había despejado del cielo, Brian Newcombe, que estaba esperándolo a los pies del edificio de administración, propuso que dieran un paseo por los terrenos del hospital.
Macbeth accedió, aunque seguía hechizado por el delirio de Deborah: en psiquiatría, que la realidad alternativa del delirio de un paciente aceche en los rincones mentales del médico, como un libro que acabara de leer, constituye uno de los gajes del oficio.
Newcombe fue directo al grano:
—Me han pedido que lo convenza para no volver a Dinamarca.
Macbeth se echó a reír.
—Es imposible, mi vuelo sale esta noche…
—Nos encargaríamos de todo. Lo necesitamos más nosotros que el proyecto de Copenhague.
—Bueno, es muy adulador pero ya le he dicho que, si pudieran localizarlo, Josh Hoberman sería mucho…
Newcombe lo interrumpió:
—A Josh Hoberman lo han pescado esta mañana en las aguas del Potomac con el cuello partido.
Macbeth se detuvo en seco.
—¿Lo han matado?
Newcombe asintió con expresión seria bajo el bronceado de regatista de Cape Cod.
—Muy probablemente Fe Ciega. Ha habido más asesinatos. Y más atentados: en Washington, Londres, Jaifa. Tanto los islamistas como Fe Ciega están involucrados. Y un grupo extremista judío ultraortodoxo, antisecular y antitecnológico, ha reivindicado la autoría del atentado de Jaifa. Además, hay una última noticia sobre algo sucedido en Israel, una masacre. Se lo digo, John, estamos ante un mundo al que le han arrebatado la Razón… una nueva Edad Oscura con supersticiones rivales que se matan las unas a las otras en una guerra santa.
—Y están utilizando la epidemia de alucinaciones como justificación… —apuntó Macbeth.
—Toda esta historia antiprogreso y de fanáticos religiosos no hace más que alimentar el fenómeno. No aceptan que sean alucinaciones y creen que son visiones que les manda Dios. Todo mulá, todo evangelista, todo aspirante a chalado de secta ha visto en estos acontecimientos la señal de que se acerca el Arrebatamiento, la Segunda Venida o lo que leches les prometa su particular rama de la escatología. Tenemos que llegar al fondo de todo esto y pararles los pies antes de que el mundo entero pierda la razón.
—Lo entiendo, Brian, pero no puedo dejar tirado a Poulsen. Lo mejor que puedo hacer es seguir con mi trabajo, que es justo a lo que esos lunáticos quieren poner fin. De todas formas, yo no soy epidemiólogo —esgrimió Macbeth cuando pasaban a la altura de la loma con el arce.
—Es que no nos enfrentamos a una epidemia, y lo sabes. No hay ni patrón, ni concentración de casos ni paciente cero. —Suspiró y se tomó un momento para meditar. Macbeth vio que el estrés empezaba a hacer mella en el aplomo profesional de Newcombe—. Nos enfrentamos a algo sin precedentes. Estos acontecimientos empiezan a tener consecuencias fisiológicas. Hay gente que ha resultado herida, con heridas físicas reales, por cosas que no existen. Un ejecutivo de televisión de Nueva York alucinó que se quemaba hasta la muerte. Nadie a su alrededor vivió la alucinación pero vieron cómo se le escamaba la piel y se le ennegrecía la carne. La autopsia confirmó que había muerto por herida térmica, a pesar de que no hubo ningún fuego, y que tenía los pulmones dañados como si hubiera inhalado humo, aunque no había una sola partícula de humo en su tejido pulmonar. No solo alucinó que moría quemado… realmente murió quemado.
—No tiene sentido… —Macbeth sacudió la cabeza.
—Todavía hay más. Hemos identificado diversos factores cronobiológicos del fenómeno. El ritmo circadiano de los sujetos sufre una gran alteración durante las alucinaciones: es probable que sea eso lo que crea el déjà vu del principio y la desorientación de después. Y sé que parece una locura pero hasta la fecha todos han mostrado síntomas de descompensación horaria extrema.
—¿De jet lag? —preguntó Macbeth sin querer parecer incrédulo; él mismo había experimentado algo parecido tras el fantasmoto de Boston.
—Se ven afectados tanto los ritmos ultradianos como los infradianos. Las hembras han informado de desarreglos en sus ciclos menstruales. —Newcombe sacudió la cabeza—. Es casi como si durante la alucinación una especie de mímesis muy potente engañara al cuerpo y le hiciera creer que ha sido transportado a otro tiempo…, tal vez el mismo mecanismo que le causa al cuerpo las heridas mímicas reales.
—¿Estás diciéndome que estos sucesos son una especie de viaje psíquico en el tiempo?
—Claro que no. Pero el caso es que la sensación de cambio temporal afecta a todos los sentidos y causa cambios físicos. Como esas pocas personas a las que les da un mareo muy real al jugar a videojuegos.
—No son tan pocos… A mí me pasa.
—Hay algo más… Mira esto y dime qué ves.
Newcombe sacó un smartphone del bolsillo, pulsó algo y se lo pasó a Macbeth. La fotografía que ocupaba toda la pantalla mostraba una pieza de museo: un ser gigante con colmillos y dientes enormes que hacía que la persona que estaba al lado pareciera enana.
—Es un lobo… —respondió Macbeth—, aunque no uno real, claro está. Es demasiado grande y se han pasado un poco con lo de «qué dientes más grandes tienes». A no ser que me equivoque y que haya algún lobo gigante por ahí suelto.
—No, no te equivocas, pero lo que estás viendo fue lo suficientemente real y de diez veces el tamaño de cualquier lobo viviente. El andrewsarchus mongoliensis, el mamífero carnívoro más grande que ha caminado sobre la faz de la Tierra. Parece un lobo gigante pero estaba muy lejos de serlo. Era más parecido a una oveja o una cabra. Una oveja gigante e hipercarnívora que podría haber mordido a un hombre y partirlo en dos, si hubiera habido humanos en su época. Es un ejemplo perfecto de evolución convergente, por la que una especie acaba pareciéndose mucho a otra, pese a no tener parentesco alguno.
—Ya…
—El andrewsarchus se extinguió hace más de treinta millones de años. Su principal hábitat era la actual Mongolia y el oeste de China. Nuestro equipo del Lejano Oriente nos ha informado sobre una chica que se lo describió —clavó el dedo en la pantalla táctil del teléfono—… al dedillo. Hasta el punto de que afirmó que no tenía garras normales sino unas patas con garras en forma de pezuñas. Y aquí mismo en Boston una mujer fue capaz de describir con todo lujo de detalles unos insectos prehistóricos gigantes que solo un paleoentomólogo habría sabido identificar. Es más, describió la «riqueza» del aire de su alucinación y cómo fue capaz de recorrer largas distancias corriendo sin fatigarse. Todo cuadra con una época (hace trescientos millones de años) en que los niveles de oxígeno eran más altos que los actuales: un treinta y cinco por ciento en lugar de un veinte, lo que permitía que los insectos crecieran hasta tamaños desorbitados. Al igual que la chica china que retrató perfectamente al andrewsarchus, esta mujer describió un escorpión marino gigante, el jaekelopterus, con detalles que han confirmado lo que hasta hoy era pura teoría.
Newcombe dejó que asimilara la información.
—Podría ser criptomnesia… Los pacientes ven fotografías o documentales que olvidan haber visto pero luego la información sale a flote durante las alucinaciones…
Newcombe sacudió la cabeza.
—Es demasiado detallado y correcto. En todos los incidentes las alucinaciones han sido coherentes con un suceso que sabemos que tuvo lugar, o es factible que lo tuviera, en algún punto del pasado. ¿El avión de pasajeros que se estrelló justo en Harrisonburg, en Virginia? Los datos de la caja negra muestran que se estrelló porque el piloto hizo una maniobra repentina de emergencia poco después del despegue para esquivar una fumarola de ceniza y un cráter montañoso, cuando en realidad sobrevolaban una colina de solo 275 metros. Resulta que esa colina insignificante del paisaje de Virginia, Mole Hill, es el muñón erosionado de lo que fue un volcán activo enorme, de cientos de metros, hace cincuenta millones de años. Y ya sabe que lo que todos vivimos aquí en Boston concuerda a la perfección con el terremoto de Cape Ann de 1775.
—Brian, no sé qué intenta decirme con todo esto pero no es muy científico…
—A lo mejor no es médicamente científico. Pero puede que estos sucesos no sean ninguna manifestación clínica… A lo mejor tienen que ver con otra cosa…, no sé…, con la física. Y con el tiempo.
Macbeth volvió a detenerse; se quedó parado en medio del camino y miró al cielo, que se había aclarado un poco, hasta un difuso gris sodio.
—No eres el primero que me sugiere eso mismo hoy, Brian…