John Macbeth. Boston
Deborah Canning estaba sentada en el mismo sitio y en la misma postura. Incluso el libro de arte de los trampantojos con la cubierta satinada estaba en el mismo ángulo sobre la mesa junto a la ventana. La única diferencia respecto a su visita anterior era que la mujer llevaba otra ropa y que la ventana estaba cerrada. Era, pensó, como mirar un mismo cuadro por segunda vez, viendo los mismos elementos pero a la vez fijándose en otros.
Al verla de nuevo podría haberse convencido fácilmente de que en realidad Deborah Canning solo existía cuando otros estaban presentes. O tal vez solo cuando él estaba presente.
No era lo uniforme del contexto de Deborah lo que lo inquietaba. Lo tenía atrapado un recuerdo más lejano del cuarto inmutable, como si la imagen borrosa de otro tiempo se le superpusiera. Recordó haber estado allí, hablando con su paciente —el último que tuvo en el McLean—, al que le diagnosticó personalidad múltiple.
Pete Corbin presentó a Walt Ramirez y Deborah. El policía, colosal y bronceado, con sus manos enormes y sus hombros anchos como vigas, parecía llenar la habitación, y a Macbeth le recordó el desagradable falso despertar de su sueño. Deborah no pareció amilanarse ante la presencia enorme de Ramirez. Se limitó a hacerle un gesto con la cabeza y a sonreír sin mucha emoción.
Corbin charló un poco con Deborah, preguntándole cómo había pasado el día, a lo que ella respondió con respuestas vacías y casi automáticas, antes de dejar hablar a Ramirez.
—Parece usted preocupado, detective Ramirez —le dijo Deborah.
—Sargento Ramirez —la corrigió—. Soy sargento de tráfico. ¿Como que preocupado?
—Como si tuviera más preguntas de las que supiese formular.
—Tengo preguntas sobre Melissa. ¿Sabe lo que pasó?
—Sí, lo sé. Ah, ya veo… intenta usted entenderlo.
—Así es. Es importante para mí entenderlo, y no solo como policía, sino como persona.
Deborah asintió.
—Ahora comprendo… ¿estaba usted allí?
—Sí, y por eso necesito entenderlo. ¿Sabe por qué Melissa y el resto hicieron lo que hicieron?
—Estaban convirtiéndose.
—¿Qué significa eso? ¿Convirtiéndose en qué?
—No lo entendería. No está programado para entenderlo.
—Me gustaría intentarlo.
—Melissa, y los otros, yo misma… vimos la verdad. Había llegado la hora de convertirse.
—¿Qué verdad? —Ramirez hacía claros esfuerzos por mantener la paciencia.
—Que nuestro futuro ya ha pasado.
Ramirez suspiró.
—Ya le he dicho que no lo entendería. —La mujer sonrió afable.
—Yo tampoco lo entiendo —intervino Macbeth—. ¿Cómo es posible que nuestro futuro ya haya pasado?
—Significa que lo que usted cree que es ahora, lo que piensa que es el presente, es simplemente el pasado. Salvo porque no somos la gente real que vivió entonces. Ni siquiera somos sus fantasmas. Solo vivimos como en tableaux vivants, como marionetas.
—Eso no tiene ningún sentido…
Macbeth le puso una mano en el codo a Ramirez para interrumpirlo.
—Debbie está aquí para recibir asistencia psiquiátrica —dijo en voz baja—. No puede esperar que todo lo que ella le diga tenga sentido. Para averiguar la verdad tiene que maniobrar, como quien dice, en torno a su síndrome.
Deborah Canning rio, como vagamente divertida.
—¿Pasó algo, algo en concreto que les hiciera hacer eso? —reformuló la pregunta Ramirez.
—Pues que vieron la verdad, solo eso. Estábamos desarrollando un juego nuevo. El proyecto más grande que habíamos tenido nunca… superintuitivo y envolvente… y tenía aplicaciones que iban más allá de los videojuegos. Jane McGonigal me dijo una vez que debería existir un premio Nobel de videojuegos. Pues nuestra criatura habría ganado la primera edición.
—¿Qué tenía de especial? —indagó Ramirez.
—Su tamaño, la pura complejidad de su programación, su mecánica… pero sobre todo el entorno que generó. Melissa logró que nos asociáramos con Jeff Killberg. Se trataba de una nueva generación de videojuegos, un cambio de paradigma; lo llamamos Entornogienería de Realidad Omnipresente.
—¿Podrías explicármelo, Debbie? De forma más sencilla, para que yo lo entienda.
—Ya sabrá lo realistas que se han vuelto con el tiempo los videojuegos. Pues bien, nosotros lo llevamos a un nivel completamente distinto: creamos un entorno virtual de juego más complejo y convincente que cualquiera. Todo el mundo se queja de que los juegos de realidad alternativa y virtual apartan a la gente del mundo real…, pero el juego que desarrollamos era una simulación perfecta de nuestro mundo. Calles, monumentos, todo era exactamente como en la vida real. La diferencia era que el jugador podía moldear el tiempo y la realidad…, como tener superpoderes en el mundo real. Pero lo más fuerte de todo era la omnipresencia del juego… Mezclaba realidad virtual, aumentada y real. —Por primera vez Macbeth vio entusiasmo real en la expresión de Deborah—. Conseguimos superponer un mundo de juego sobre el mundo real. Comprendimos que podíamos borrar por completo la línea que dividía la vida en el juego de la vida real.
—Pues suena más como algo para celebrar —comentó Ramirez—, no por lo que hacer un pacto de suicidio.
—Usted no lo entiende. —En ese momento le llegó el turno a Deborah de sentirse frustrada—. Lo que vio no fue un acto de desesperación o tristeza. Fue una conversión.
—Cuéntenos más sobre el programa —la instó Macbeth.
—¿Ha oído hablar del síndrome de juego omnipresente, al que a veces se llama también «efecto Tetris»?
Macbeth asintió: es un fenómeno psicológico donde las formas de las piezas del Tetris cayendo, o imágenes de cualquier otro juego, se quedan durante un buen rato en la mente de los jugadores después de jugar.
—Pues el entorno de nuestro juego era lo último de lo último en ese aspecto. Por eso lo llamamos realidad omnipresente. El potencial que tenía el juego para aumentar la vida de la gente era ilimitado: gente que padecía parálisis o coma, todo tipo de discapacidades, podían vivir una vida real sin sus enfermedades, llevar una vida plena en una realidad generada.
—¿Como en la peli de Avatar? —preguntó Ramirez.
—No, no se parecía a una animación generada por ordenador, sino a esto… —Extendiendo las manos señaló la habitación que los rodeaba.
—Entonces, ¿qué fue lo que hallaron mientras desarrollaban el programa? —preguntó Macbeth—. ¿Fue esa la verdad que descubrió?
—El programa empezó a autoampliarse, a construir complejidad en sí mismo y por sí mismo. Y entonces descubrimos que se conectaba sin necesidad de cables con otros programas que no habíamos construido nosotros. Y no solo con el programa TIME de Killberg, sino con otros. Y con uno en particular.
—¿Qué programa era ese? —le preguntó Corbin.
—No pudimos localizarlo. El programa se había vuelto independiente y tomaba sus propias decisiones. Conexiones…, como conexiones neuronales…, un cerebro. Pero fuera lo que fuese, era enorme. Algo que debía estar en manos del gobierno o de algún proyecto de investigación, así que nos temimos que nos acusaran de hackear algún sistema de alta seguridad. Pero nosotros no habíamos hecho nada, era el programa solo.
—Nada de eso explica por qué se mataron ni Melissa ni los demás.
Deborah se volvió y miró por la ventana, que estaba salpicada de lluvia. Se quedó callada por un momento.
—Era una broma —dijo por fin—, para divertirnos. Era un mundo realmente generado por ordenador idéntico al nuestro pero con la habilidad de solaparlo.
—Pero ¿cuál era la broma? —intervino Ramirez.
—¿Sabe lo que pasa si se busca la palabra «recursión» en Google, sargento?
—¿Qué es recursión?
—En programación es cuando el resultado de una operación te devuelve la propia operación y su resultado, una y otra vez. En arte y otros ámbitos es cuando una imagen se repite dentro de sí misma, hasta el infinito. El caso es que si escribe «recursión» en la casilla de búsqueda le dirá: «Quizá quisiste decir: recursión». Humor de informáticos… Pues nosotros hicimos algo parecido, un chiste.
—¿El qué?
—Nos programamos a nosotros mismos. Versiones alternativas de nuestros yoes. No eran más que avatares pero cuando el programa empezó a autogenerarse…
—¿Qué pasó?
—Lo vimos… —Había una gran tristeza en la cara de Deborah, así como en su voz—. Vimos todos los niveles del juego. Vimos todos los niveles de nosotros mismos, todas las realidades que se solapaban, y ninguna era real.
Ramirez miró a Macbeth y se encogió de hombros sin saber qué hacer.
—Debbie, ¿qué quieres decir? —intervino el psiquiatra.
—Significa que ambos tenían razón.
—¿Quiénes?
—Sé que el doctor Corbin sospecha que sufro personalidad múltiple, y tiene razón, es así. Todos la tenemos. ¿Se acuerda de que le hablé de nuestros reflejos?
—¿Quién más tenía razón? —quiso saber Ramirez.
—John Astor. Es verdad que el futuro ya ha pasado y que somos fantasmas que nos hemos creado nosotros mismos.