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Ari. Israel

Ari Livnat tuvo una sensación de lo más extraña: como si alguien, en algún punto en el extremo de su capacidad auditiva, estuviera rayando una pizarra con las uñas.

Tenía calor y estaba cansado y aburrido, algo de lo más normal en ese tipo de misiones, aunque bajo el tedio subyacía una inquietud nerviosa. Pese a estar tan cerca del mar el aire era como desértico: una brisa caliente y seca que te resecaba la piel y los labios. Pero Ari tuvo la sensación de que había algo raro, algo más.

Estaba de pie junto a Benny Kagan y los demás del pelotón, con los hombros caídos enfundados en el verde aceituna de combate, removiendo la arena con las botas y el rifle cogido con el morro hacia abajo, mientras observaban a los manifestantes. Le sorprendió que todos esos jóvenes, que debían de tener más o menos su edad, siguieran los cauces reglamentarios con la misma falta de entusiasmo que él. Tal vez algunos estuviesen allí por obligación, forzados a manifestarse compulsivamente. O tal vez era simplemente porque la Historia así lo exigía.

La aborrecía, sobre todo porque, habiendo nacido cuando y donde había nacido, se la habían estado inculcando desde pequeñito. La Historia había sido la música con la que había crecido y estaba harto de oírla retumbar en sus oídos. La Historia lo definía, más que si hubiese nacido en Italia, Finlandia, Grecia o Estados Unidos. Y en ese momento habría dado lo que fuese por haber nacido en cualquiera de esas naciones sin fijaciones históricas. Desde que tenía uso de razón se había visto obligado a llevar su historia percibida —que si Masada, que si los libelos de sangre, las leyendas antisemitas, los pogromos, el Holocausto, las guerras de independencia y de desgaste— como una estrella amarilla. Y él no quería formar parte de todo eso.

Era soldado muy a su pesar, un recluta más. Pensó en negarse a prestar servicio pero no tenía justificaciones religiosas o políticas para rechazarlo, y tampoco era ni modelo de bañadores ni ningún famoso que pudiese escaquearse con alguna triquiñuela legal o untando a alguien. Y luego, aparte, estaba su padre. Ari era muy cínico con muchas cosas pero no con su progenitor, que había luchado en la guerra de los Seis Días y en la del Yom Kippur; lo habían hecho prisionero en esta última y había acabado recluido en el infierno de la prisión de Al Mazzeh. Joe Livnat era un hombre amable y callado, y Ari, un hijo entregado. Su padre nunca le había contado cómo le habían tratado los sirios pero Ari había sabido por otras fuentes de la miseria y las enfermedades, las torturas y las palizas a las que sometían a casi todos los prisioneros de guerra. Lo que más le entristecía era ver la forma en que su padre se refugiaba en el silencio cada vez que le preguntaban por esos tiempos: un silencio que Ari sospechaba que estaba relacionado con la vergüenza por la rendición.

Y eso era lo que más coraje le daba de la Historia: por mucho que lo intentaras era imposible escapar de parte de ella. Sabía que su padre habría entendido, y tal vez apoyado, su decisión de evitar el servicio militar, pero Ari había sentido la necesidad de hacer lo que se esperaba de él precisamente por su padre, como si negarse a hacerlo hubiera confirmado un rasgo de la familia, y de algún modo hubiera agravado la vergüenza tácita de este.

De modo que ahí estaba, con su uniforme aceituna de las Fuerzas de Defensa de Israel bajo un sol desértico. Y ahora que lo peor del conflicto entre judíos y árabes parecía haber quedado atrás, su esperanza era que lo único que el estado de Israel esperase que matara fuese el tiempo.

Le dio un trago a la cantimplora del agua. Por lo menos no lo habían destinado a un polvoriento cruce fronterizo o a un control de carreteras en medio del Néguev… Aunque preferiría estar en la playa con una cerveza bien fría. A esas horas estaba vacía, las sombrillas plegadas y las tumbonas solitarias. Si miraba hacia las aguas celestes del mar, veía los barcos patrulleros del Shayetet 13 formando un arco que escudaba la orilla de terroristas y turistas por igual, y oía el vago zumbido de un helicóptero Sea Cobra controlando el horizonte brumoso entre mar y cielo. Ese día estaban haciendo más historia allí en Eilat: a sus espaldas, en el hotel de lujo climatizado que custodiaba junto al resto. Más historia que a Ari le importaba una mierda, más allá de que la conferencia pudiera ayudarlo a obtener un pasaporte de la Unión Europea.

El cielo se iluminó por un momento y luego se cubrió.

Ari había bebido demasiado la noche anterior y estar allí en medio de aquel sol desértico estaba haciéndole sentir raro. Experimentó un ligero mareo y un brote desagradable y perturbador de algo parecido a un déjà vu pareció apoderarse de él. Le dio dolor de cabeza, le palpitaron las sienes y la presión del aire caliente era casi palpable. Se aproximaba una tormenta. La brisa poco convencida que había soplado durante toda la mañana de pronto se recrudeció hasta convertirse en un viento persistente que arremolinó la arena a sus pies.

Miró hacia la mole de Gershon Shalev, una persona que no sentía que la Historia fuese ningún peso, sino que la llevaba como si fuera una insignia que él mismo se hubiese hecho. Al alto y robusto jaredí lo habían transferido desde el batallón Netzah Yehuda por razones que no habían querido contarle ni a Ari ni al resto. Los rumores habían corrido, claro: alguien conocía a alguien que había dicho que Shalev tenía fama de haber sido muy activo en una banda de justicieros en la época de las ocupaciones ilegales de Cisjordania. Fuera lo que fuese, Ari lo odiaba por lo que representaba. Detestaba a todos los judíos fundamentalistas que intentaban decirle quién y qué era y de qué formaba parte. Había habido muy poco contacto entre ellos: Shalev tenía poco o nada que ver con Ari y probablemente le había colgado ya el sambenito de apóstata, de min. Aunque lo cierto era que Shalev no había dicho o hecho nada para inspirar la ira de Ari. El simple hecho de su presencia le bastaba y le sobraba: sus payots, la observación de sus oraciones, su disciplina soldadesca.

En esos momentos, mientras experimentaba esa sensación extraña, el aire cambió a su alrededor. Tenía los nervios a flor de piel por una razón que no sabía definir. Se quedó mirando a Shalev y su odio creció y manó por su boca.

—Míralo —le dijo a Benny Kagan, el cabo menudo, delgado y apuesto que estaba a su lado, al tiempo que señalaba a Shalev con la barbilla—. El guardián de Israel… Esperando una señal de Dios para ir a meterle un par de hostias a esos palestinos.

Ari señaló hacia el núcleo de manifestantes mustios que habían llegado en autobuses hasta la ciudad costera y turística para protestar contra el acuerdo que iba a firmarse. Eran unos cincuenta o sesenta; habían prohibido otras protestas pero esa la habían permitido para aparentar.

—Eso no lo sabes, Ari —le dijo Benny encogiendo sus hombros huesudos en algún punto bajo su camisa del uniforme, que le quedaba enorme—. Gershon tiene razón: eres demasiado duro con él.

—Pero míralo. Me juego algo a que está fastidiado con todo esto. Los Acuerdos de Paz del Cuarteto le han jodido la posibilidad de convertirse en el guerrero protector de Eretz Yisrael. Es de esos que creen que la política la dictan zarzas ardientes, en lugar de que el pueblo tome decisiones por sí mismo. A ver, ¿qué sabemos en realidad de él? La ha tenido que cagar muy gordo para que lo manden a esta unidad. ¡Que le den! —profirió Ari mientras el aire se arremolinaba a su alrededor y le lanzaba una nube de arena del Néguev contra la cara—. ¡Que le den! —repitió, y se quitó las gafas de sol para restregarse el ojo derecho con el dorso de la mano. Le costó un momento quitarse los granos del ojo, de espaldas al viento. Volvió a ponérselas, con el protector del ejército, y se fijó en que Benny y los demás hacían otro tanto.

—¿De dónde coño ha salido este viento? No había pronóstico de nada… —Miró hacia los manifestantes, que parecían impertérritos ante el repentino cambio de tiempo.

El día se había puesto de un feo gris amarillento cuando una niebla de arena arremolinada nubló el aire. Ari se tapó la boca y la nariz con el pañuelo del cuello.

—Estupendo… —gritó Benny—. Lo que nos faltaba: una tormenta de arena. Vendrá del Néguev…

Ari miró hacia el cielo, donde el aire se había vuelto visible, como granulado.

—No… viene del otro…

El sonido lo interrumpió.

Un ruido que sacudió la tierra bajo sus pies y que pareció resonar en su interior y zarandearle los huesos.