John Macbeth. Boston
A los de las miradas fijas empezaron a llamarlos «soñadores».
Al igual que todo el mundo, Macbeth estaba acostumbrándose a ver a gente parada por la calle con la vista clavada en algo que no existía. La mayoría de las veces era un individuo en medio de una avenida ajetreada o en un parque pero, cada vez con más frecuencia, era un grupo de gente con relación o sin ella: a veces un puñado, otras cien, todas atrapadas fuera del tiempo y el espacio que habían ocupado hasta hacía un segundo, en una nueva realidad. Lo peor era cuando le pasaba a alguien tras el volante de un vehículo. La mañana de los atentados del MIT hubo más malas noticias por la radio: un camionero había empotrado su vehículo de dieciocho ruedas contra el tráfico de los que iban a trabajar por la autovía Adamski Memorial y se había llevado por delante todo lo que se había puesto en su camino. Quince muertos.
Las autoridades habían recomendado que la gente dejase de conducir sola, y habían reducido temporalmente la velocidad máxima. La capacidad exclusiva de los humanos para adaptarse —para ajustarse a una realidad distinta y normalizar lo anormal— empezaba a arraigar.
Y por las calles había más soñadores.
El Departamento de Salud Pública de Massachusetts había formado equipos de emergencias para el SAT, donde SAT era Síndrome Alucinatorio Temporal. Equipos de uno o dos técnicos de emergencias, o un técnico y un policía local, se encargaban de que a la persona afectada no le pasase nada. Si se trataba de un ataque breve se quedaban con los pacientes; en los casos más prolongados los llevaban a uno de los cientos de refugios que habían habilitado por toda la ciudad.
Aparte de los equipos de respuesta al SAT, había más policías patrullando las calles. Los criminales veían el cielo abierto en la inmovilidad neurogénica que acompañaba a las alucinaciones. Los carteristas y los pervertidos aprovechaban para abordar al incapacitado temporal; los pisos y las casas se veían saqueados mientras el ocupante estaba físicamente en su vivienda pero ocupaba mentalmente otro lugar lejano.
Macbeth cogió un taxi para ir al Belmont. El conductor tras el volante le explicó que la carrera le costaría el doble de lo normal. La subida, sancionada por el ayuntamiento, le pareció razonable teniendo en cuenta que, por su seguridad, ahora tenía a dos conductores sentados delante de él tras la mampara.
En ese trayecto nadie charló ni le dijo a Macbeth que creía haberlo visto antes. La sensación de recuerdo inexplicable era algo que la gente se negaba a reconocer, para no dejar la puerta abierta a un déjà vu.
Sentado en la parte de atrás, sacó del maletín el cacharro tecnológico de titanio que Casey le había dejado, lo abrió y miró el correo. Cuatro mensajes de Georg Poulsen. Desde que llegó a Boston había recibido al menos dos diarios de su jefe, y una media de dos más de otros miembros de su equipo, claramente presionados por Poulsen, para que regresara.
Poulsen empezaba a caerle mal.
El proyecto no llevaba mucho tiempo en pie cuando todo el mundo del equipo de escogidos comprendió que el doctor Georg Poulsen, ese danés bajito y de apariencia modesta que dirigía el proyecto, era un hombre muy motivado.
Con una financiación de dos mil millones de euros —el doble de lo que la Unión Europea le había concedido al proyecto de Düsseldorf— el propósito del equipo de Copenhague era construir un análogo completamente funcional de un cerebro humano, lo que permitiría a los científicos de ese ámbito ahorrarse los tiempos de pruebas en tratamientos con fármacos neurológicos y dar un salto exponencial en la comprensión de la función cognitiva humana. Pero también se pretendía desarrollar las interfaces cerebro-ordenador, y el propio Poulsen se había autonombrado jefe del Equipo de Interfaz. Parecía obsesionado con la búsqueda de maneras más eficientes de interacción entre los humanos y la tecnología informática, y los miembros de su equipo no tardaron en quejarse por las expectativas poco realistas de su jefe, mientras que otros protestaron por el énfasis desmesurado que se estaba poniendo en la investigación de la interfaz.
Sospechando que lo movían motivos personales, Macbeth hizo en su momento un esfuerzo por conocer a su jefe danés. Las descripciones que le habían hecho antiguos colegas de Poulsen —del típico danés afable y tranquilo con sentido del humor, que disfrutaba con los aspectos sociales de la vida académica tanto como con los retos intelectuales— no cuadraban con su experiencia con él. Le parecía un jefe lejano, como un empresario, hasta el punto de la hostilidad. Nadie sabía qué pasaba en la vida privada de Poulsen y nadie preguntaba.
Macbeth leyó los correos: las típicas exigencias de respuesta inmediata a cuestiones que podrían perfectamente esperar a que regresase a Copenhague. Decidió hacer justo eso y se desconectó del correo.
Estaba a punto de cerrar la tapa del portátil cuando vio algo en el escritorio de la pantalla.
—Hija de puta… —masculló mientras clicaba sobre la carpeta que había aparecido de la nada.
Al igual que en su viejo portátil, el icono se negaba a ceder a los clics. Frunció el ceño: su hermano sabía bastante de ordenadores, de modo que era preocupante que, fuera lo que fuese lo que estaba generando esa carpeta fantasma, hubiese burlado a Casey. Cerró el portátil, lo metió en su funda, se recostó en el asiento del taxi y contempló el Massachusetts que corría por la ventanilla.
«La cosa más nimia puede devolverte a la seriedad de una situación», pensó Macbeth mientras paraban en un semáforo en Belmont. Cuando se puso en verde, la cola de coches no avanzó. El típico coro de bocinas fue menos enfático de lo normal y la fila, ordenada y tranquila, pasó por delante del monovolumen que se había quedado parado, a tres coches del semáforo. Cuando pasaron con el taxi, Macbeth vio de perfil a la mujer que conducía, totalmente inmóvil, con las manos en el volante, la boca ligeramente abierta y la mirada perdida al otro lado del parabrisas.
Macbeth se inclinó hacia la mampara y preguntó por la ventanita:
—¿No deberíamos pararnos a ayudar?
Le respondió el segundo conductor:
—Lo siento, amigo… hay demasiados hoy en día. En cada carrera vemos dos o tres. Si nos parásemos cada vez nunca llegaríamos a ninguna parte.
Macbeth no le replicó y se limitó a recostarse de nuevo en el asiento. A pesar de los esfuerzos por quitárselos de la cabeza, los correos de Poulsen lo acosaban. Sacó el portátil y llamó a la aerolínea. La voz femenina de atención al cliente respondió a su pregunta con un guion preparado de relaciones públicas.
—Como sabrá, caballero, siempre hay dos pilotos a bordo, así como un ingeniero de vuelo. Pero para asegurar su total seguridad y tranquilidad, todos nuestros vuelos transatlánticos tendrán una doble tripulación de refuerzo y un médico a bordo hasta que dejemos atrás estos tiempos que tan consternados nos tienen.
Macbeth le dio las gracias y colgó. No le preguntó qué pasaría si todos los del avión tuviesen la misma alucinación al mismo tiempo; se abstuvo también de explicarle que multiplicar las cosas no era precaución suficiente contra un síndrome que se sabía que podía afectar a cientos de personas a la vez.
Marcó otro número: una llamada internacional. Al cabo de un rato le pasaron con la persona por la que había preguntado en danés.
—Me alegro de que esté de vuelta mañana —le dijo Georg Poulsen—. Todos los equipos, salvo el suyo, van adelantados en sus objetivos entregables. Tiene que ponerse al día.
—Profesor Poulsen, me veo en la obligación de recordarle una vez más que si estoy aquí no es de vacaciones, sino como representante del proyecto, del suyo. Y supongo que habrá oído todo lo que está pasando aquí desde que llegué.
—Sí, lo he oído —respondió el danés sin emoción alguna y sin darle mayor consideración al tema—. ¿Podemos reunirnos mañana en la sala de conferencias del proyecto a las…, pongamos…, tres y cuarto?
—No, no podemos. No llego a Copenhague hasta altas horas de la madrugada, y ni siquiera con el desfase horario llegaría bien para una reunión por la tarde. Y de todas formas no estoy seguro de si debo volar. Están produciéndose accidentes de tráfico muy serios por culpa de este brote, o lo que sea.
—Me hago cargo, y supongo que las aerolíneas también. Estoy seguro de que habrán tomado todas las medidas de seguridad necesarias. —Se produjo una pausa. Cuando Poulsen volvió a hablar, la imperiosidad había desaparecido de su tono—. John, siento mucho presionarlo de esta manera. Es solo que estamos tan, tan cerca de hacer un gran descubrimiento… Lo necesito aquí… ¿Puede intentarlo?
Macbeth suspiró.
—Allí estaré. Siempre que al piloto no le dé por alucinar que capitanea un submarino.
Colgó justo cuando el taxi llegaba a la entrada principal del hospital. Se detuvieron sin embargo ante un control de carretera improvisado con dos coches patrulla. Hasta que Macbeth no les enseñó la identificación y la policía llamó al hospital para confirmar su cita, no dejaron pasar al taxi.
Al contrario que en su última visita, los cielos sobre los terrenos arbolados del hospital McLean estaban plomizos. Cuando el taxi lo dejó en la puerta del edificio principal de administración, dio media vuelta y desapareció por el camino. Mientras lo veía irse sintió una extraña sensación de abandono. Un hombre de unos treinta años, vestido con vaqueros y una sudadera con capucha, estaba a los pies de las escaleras, ligeramente a un lado, mirándolo. A Macbeth le llamó la atención por la peculiar intensidad de su mirada. Había aprendido con los años que la franqueza desinhibida era algo que venía de la mano de una gran variedad de trastornos mentales. Era evidente que se trataba de un paciente y no de un visitante o alguien del personal.
Le sonrió al pasar a su lado pero este lo agarró del brazo y tuvo que detenerse.
—¿Este es el sustrato? —le susurró en modo conspirativo, pegándose a él.
—¿Cómo?
—Que si esta es la realidad de sustrato. Ando confundido. —Mirando a lo lejos el hombre arrugó el ceño. Se volvió hacia Macbeth con una sonrisa—. Creía que nunca volverías, que no te atreverías…
—Pues aquí me tienes… —dijo sonriéndole al hombre, que tenía una cara tan olvidable que bien podía haber sido paciente suyo cuando trabajaba en el McLean, aunque lo más normal era que estuviese dando rienda suelta a su delirio.
—No sabía qué hacer… —El paciente, de nuevo ansioso, frunció el entrecejo. Macbeth miró a su alrededor en busca de un celador—. Ha empezado. Ha empezado. Ha empezado y no sé qué hacer porque no me lo ha dicho. Se fue y no me dijo lo que tenía que hacer cuando empezara, aunque me dijo que lo haría. Lo único que necesitamos es que nos diga qué hacer, qué tenemos que hacer. Hemos estado esperándolo.
—Está bien, no pasa nada —le dijo con tono tranquilizador al tiempo que se zafaba de la mano del hombre—. Creo que me confunde usted con otra persona.
—No, yo sé quién es. Lo sé perfectamente. Tiene que decirme qué hacer, señor Astor…
De la nada apareció entonces un celador y muy tranquila pero firmemente se llevó al paciente antes de que Macbeth pudiera responderle. Mientras se alejaba el hombre le gritó:
—¡No lo olvide, señor Astor! ¡No olvide la Tercera Ley de Clarke!
Corbin estaba en la recepción principal cuando entró Macbeth. Una calma y una contención poco habitual pendían sobre el psiquiatra del McLean igual que las nubes sobre el edificio.
—Brian Newcombe me ha pedido que te recuerde que está aquí para hablar contigo en cuanto estés libre —le dijo mientras lo conducía a la sala de reuniones.
—Ya, ya…, hoy todo el mundo quiere algo de mí.
Cuando entraron en la sala a Macbeth le pilló desprevenido la presencia física de un hombre alto, moreno y con aspecto rudo que estaba esperándolos.
—Este es el sargento Walt Ramirez, de la patrulla de carreteras de California —le presentó Corbin.
Macbeth le estrechó la mano al policía.
—Hablamos por teléfono. —El psiquiatra reconoció su voz serena de barítono. Ramirez llevaba su traje oscuro con la incomodidad propia de alguien que se pasa la mayor parte del tiempo en uniforme—. Muchas gracias por sacar tiempo para verme.
—Haría todo lo que fuese por llegar al fondo de lo que le pasó a Melissa, aunque como comprenderá tendrá que detener el interrogatorio si así se lo pide el doctor Corbin. El tratamiento y los derechos de Deborah como paciente están por encima de cualquier otra consideración.
—Me hago cargo. El doctor Corbin ya me ha puesto al tanto de todas las normas. ¿Asistirá usted también?
—Si no le importa…
—Por mí no hay problema. —Ramirez encogió sus grandes hombros—. El doctor Corbin me ha dicho que es usted una especie de experto en el tema.
—Sí, eso me dice a mí también.
—¿Cómo está Casey? —le preguntó Corbin—. No le ha pasado nada, ¿no?
—No, pero está muy afectado por todo el asunto. —Le explicó a Ramirez entonces—: Mi hermano trabaja como físico en el MIT.
—Vaya… Ha sido horrible. Eso y lo del Caltech.
—¿El Caltech?
—¿No te has enterado? —Corbin frunció el ceño—. Esta noche han estallado tres bombas en el centro Annenberg. El blanco era un proyecto de investigación.
—¿De qué?
—De informática. Tecnologías de la información —contestó el californiano—. Algo relacionado con un proyecto de inteligencia artificial. Y la gente que se tiró del puente trabajaba en algo muy parecido. Sé que tenía que ver con videojuegos pero era una cosa bastante fuera de lo normal, si no he entendido mal.
—¿Cree que el suicidio colectivo de unos creadores de videojuegos podría estar relacionado con estos ataques contra instituciones científicas? Yo no veo la conexión.
—Hay muchas cosas que no parecen guardar relación pero la tienen. Después de Boston voy a Nueva York. ¿Leyó hace un par de meses más o menos lo del tipo ese que se mató de hambre en su domicilio, en un bloque pijo de Nueva York? Hasta poco antes Tennant había mantenido una relación con Melissa Collins.
—Sí, me he enterado. ¿Y lo está investigando porque cree que Melissa pudo haber convencido de algún modo a Tennant para que se suicidase, para que se matara de hambre?
—No, no… para nada. Ya habían roto un tiempo antes de eso. Y Tennant no pretendía suicidarse, no fue una cosa deliberada. Tanto Melissa Collins como Samuel Tennant eran transhumanistas. Supongo que sabrán de lo que hablo.
Macbeth asintió distraído. Había algo que empezaba a dibujarse en su mente pero lo veía todavía demasiado difuminado para entenderlo.
—El departamento de policía de Nueva York sigue investigando su muerte. Y no porque crean que fue un suicidio o un asesinato como tales, sino porque, justo antes de morir, Tennant transfirió por Internet medio millón de dólares a una cuenta en el extranjero, al parecer como pago por un extraño manuscrito o algo así. No hay rastro ni del dinero ni del manuscrito. Tal vez no fuese en formato físico.
—Pues sería una descarga muy cara —comentó Corbin.
—En cuanto a su muerte, por lo que la policía ha podido descubrir, parece que Tennant estaba obsesionado con las calorías. No comía comida de verdad, sino complementos vitamínicos y esos rollos. Creía que así viviría más. Desde luego andaba un poco desencaminado…
—El consumo de calorías… Al parecer se ha demostrado que si subsistes con un contenido calórico extremadamente limitado, puedes extender tu vida más de un cuarto. Pero si te pasas de la raya…
—Eso mismo. Estaba obsesionado con algo que se llama la Singularidad, que creía que pasaría en algún momento de aquí a diez o cincuenta años. No sé muy bien de qué va todo eso pero tenía la descabellada idea de que podía lograr la inmortalidad si conseguía llegar a la Singularidad. Respecto al grupo, es por eso por lo que voy a Nueva York. Pero antes he querido venir aquí a hablar con Deborah, para ver si puede arrojar alguna luz sobre el tema.
—Ese grupo… ¿se hacían llamar simulistas?
Ramirez miró a Macbeth y por primera vez fue una mirada de poli: valorando, calibrándole.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo Bundy.
—¿El agente del FBI con el que habló?
—Sí. Me contó que Tennant estaba vinculado con los simulistas pero no me dijo nada de que Melissa también.
—No he podido localizar al agente Bundy para preguntarle. De hecho en el FBI se han mostrado menos cooperadores de lo habitual y han insistido en que no existe ningún agente Bundy. Esperaba que Deborah Canning pudiera ayudarme.
—Entonces sugiero que vayamos a preguntarle —dijo Corbin indicándoles la puerta con la mano—. ¿Vamos?
—Una última cosa —intervino Macbeth parando a Ramirez ya en la puerta—. El manuscrito por el que pagó medio millón de dólares… ¿sabe de qué era?
Ramirez asintió.
—Los fantasmas que nos creamos, de un tal John Astor.