John Macbeth. Boston
«Esto es un sueño —se dijo—, no una alucinación».
Había dormido a trompicones y, en los momentos en que lo había logrado, su sueño se había visto entreverado de ensoñaciones en las que era consciente de que dormía. En la que vivía en esos momentos se vio de pequeño, en la puerta del estudio de su padre; salvo por que la habitación era enorme, con unos techos que desafiaban la gravedad y paredes desmesuradas, llenas de estanterías abarrotadas de libros que se extendían en ortogonal hasta un punto en el que se desvanecían en la distancia.
Su padre no estaba en la silla, sino junto a otro hombre y una mujer delante del escritorio. La visión del otro señor, cuyo rostro no lograba ver ni cuando miraba hacia él, lo aterraba. La mujer era la más bella que había visto en su vida: Marjorie Glaiston, o al menos la que se le había aparecido en el otro sueño. Ninguno reparó en la presencia del joven Macbeth cuando este entró y se puso a su lado, agarrando contra el pecho el tomo de una enciclopedia. Estaban demasiado interesados en lo que miraban para prestarle atención: algo enorme centelleaba, parpadeaba y resplandecía suspendido en el aire del estudio, delante y por encima de ellos. Era una cosa de luz, sin materia, una bola inmensa de color y luminiscencia que formaba dibujos de la nada: de una complejidad extraordinaria, estos tomaban forma, cambiaban y se desarrollaban antes de desaparecer, solo para ser sustituidos por otros aún más complejos. Macbeth, que en su sueño era un niño tanto de mente como de cuerpo, se quedó hipnotizado mirándolo. Se pegó a su padre y deslizó su manita por la de él, haciendo un gran esfuerzo por no mirar al otro hombre.
—¿Qué es eso? —le preguntó a su padre.
—Hemos construido una mente —le respondió sin apartar la vista del universo inmaterial que centelleaba y flotaba en el aire del estudio—. Estamos convirtiéndonos en dioses porque hemos construido una mente.
El otro hombre se volvió hacia el niño. Macbeth esperaba que fuese la versión adulta de sí mismo pero no fue así. Era otra persona y otra cosa: algo oscuro, malo y gigante comprimido en la forma de un hombre. Lo miró a la cara y, al hacerlo, sintió que un cosquilleo caliente le bajaba por la pierna. El hombre le devolvió la mirada pero no tenía ojos, solo unos párpados que se abrían y se cerraban como si los hubiera tenido. Macbeth vio que no había nada en las cuencas, y no era que estuviesen vacías sino que estaban llenas de nada, de un vacío gris oscuro que se extendía hasta el infinito.
—¿Quieres saber quién soy, muchacho? —le preguntó el hombre.
Tenía una voz profunda y cultivada de barítono y un acento que costaba ubicar, tal vez de Nueva Inglaterra, podía ser británico o incluso irlandés. Su tono era neutro a la par que hostil, como si no tuviera interés real en Macbeth pero aun así quisiera causarle un gran daño.
No quiso responder, y ni siquiera negó o asintió con la cabeza, sino que se limitó a quedarse en un charco de miedo y orina.
—Tú sabes quién soy, sabes mi nombre y lo que soy. ¿Cómo me llamo?
Macbeth siguió sin responder, perdido en el oscuro vacío de las cuencas.
—¿CÓMO ME LLAMO? —gritó el hombre haciendo que Macbeth pegara un respingo y soltara la enciclopedia.
—Eres John Astor —respondió con voz temblorosa, al tiempo que se pegaba con fuerza al cuerpo de su padre y le apretaba la mano.
—Es una mente completa para que la exploremos —dijo su padre, ajeno a lo que ocurría entre su hijo y el hombre—. Completa.
—Es lo más maravilloso que existe —intervino Marjorie Glaiston con su deje de brahmin de Boston—. Extraordinario. —Macbeth se fijó entonces en que iba vestida muy elegante, con ropas de su época.
El hombre sin ojos se inclinó sobre Macbeth con aire intrigante. Ladeó la parte superior del cuerpo y la cabeza y torció la boca, que se escudó con la hoja plana que tenía por mano, en un gesto muy de conspirador de película muda.
—¿Quieres saber una cosa, joven John?
Macbeth asintió por miedo a volver a enfadar al hombre.
—Esta mente, esta cosa que hemos creado de la nada… se piensa que es real. Es curiosísimo pero cree ciegamente en su propia existencia… que vive en un mundo real. —Astor rio y luego murmuró—: Pero me lo he inventado todo yo. Es una ficción que cree que es real y yo soy su autor.
Macbeth se echó a llorar. Miró al suelo, donde estaba la enciclopedia, que tenía una esquina de la sobrecubierta empapada por el menisco convexo del charco que había dejado el orín sobre el suelo de teca.
—Quiero que pare —rogó—. Por favor, señor Astor, quiero que pare el sueño.
El hombre sin ojos se inclinó aún más sobre él y puso su cara a la altura de la del niño, que estaba aterrado. Macbeth miró las cuencas huecas, un vacío tan grande y a la vez tan huero que hacía que le dolieran sus propios ojos.
—Todo el mundo sueña —le dijo Astor con voz maliciosa y serena—. Todo está hecho de sueños. Te gustan los libros, ¿verdad? Te escondes tras ellos y encuentras respuestas a las preguntas que todavía no has hecho para así llenar la cabeza de sabiduría y verdad, salvo porque ese saber es un embuste y la verdad es toda mentira. —Hizo una pausa, cogió al niño por los hombros, clavándole sus dedos huesudos en la carne joven, y luego le gritó a la cara—: ¡DESPIERTA!
Macbeth se despertó. El corazón le latía con fuerza mientras hacía inventario de lo que lo rodeaba. Seguía siendo de noche aunque sabía que estaba en el cuarto de invitados de Casey, y lo veía todo en penumbra. Sintió una punzada de puro pánico al ver a alguien en una esquina, mirándolo en silencio, hasta que comprendió que no era más que su chaqueta colgada en el respaldo de la silla y los pantalones del traje doblados sobre el asiento.
Se rio brevemente de su propia estupidez. Un adulto, psiquiatra e investigador, un racionalista convencido, y aun así se asustaba de las sombras… A pesar de reconocer todas esas verdades, y de querer obligarse a dormir de nuevo, alargó la mano para encender la lámpara de la mesilla, atendiendo a la necesidad de llenar de luz todos los rincones.
Parpadeó ante la claridad.
Astor estaba encorvado junto a la cama, mirándolo desde arriba. Al contrario que en su sueño, ya no estaba comprimido en la estatura de un hombre normal: era enorme, de unos cuatro metros y medio, atrapado en la habitación, con las piernas dobladas, los hombros gachos y comprimido contra el techo. La cabeza, girada en un cuello retorcido, estaba justo por encima de la cama, mirando a Macbeth con sus ojos aún huecos pero llenos de un vacío gris oscuro. Pese a su terror, se dio cuenta de que sabía lo que era ese vacío, qué significaba.
Intentó gritar pero no salió nada por su boca. Probó a escapar de la cama pero estaba totalmente paralizado. «No puedo moverme», pensó.
—No puedes moverte —corroboró Astor.
«No puedo respirar», pensó Macbeth.
—No puedes respirar —volvió a corroborar Astor, que esbozó una sonrisa desproporcionada, una de cien dientes, y bajó la cabeza hacia un Macbeth indefenso y paralizado que gritaba en silencio.
Se despertó. En la habitación había luz pero era natural, no eléctrica. Era de día.
Meditó sobre lo sucedido. Una alucinación… una alucinación hipnopómpica, creada en ese mismo lugar, en estado de consciencia, entre el sueño y la vigilia. Despertares falsos, alucinaciones vivas, parálisis del sueño: todos rasgos comunes del estado hipnopómpico, que va casi siempre acompañado de sueños lúcidos, donde quien sueña es consciente de estar haciéndolo.
No era más que un fallo en el sistema de activación reticular, se dijo, en la conexión entre el tallo cerebral y el córtex que regula los estados de vigilia.
Sabía todo eso, lo había aprendido durante su formación.
Con todo se tomó un momento para comprobar que no había más personas de sombra por los rincones.
Casey estaba levantado, preparando el desayuno para los dos.
Macbeth había decidido despertarse temprano, sobre todo para apartarse del entorno del sueño, aunque también porque quería averiguar qué había pasado durante la noche. Se habían quedado hasta las dos de la mañana siguiendo las noticias y discutiendo sobre las consecuencias de lo ocurrido. Su hermano había llamado y enviado mensajes como loco a sus colegas; del mismo modo, cada vez que colgaba el móvil, volvía a sonarle, y era otro colega físico del MIT para comprobar que estaba bien. Al final de la noche seguían sin aparecer seis compañeros.
—¿Se sabe algo más? —quiso saber en cuanto entró a la cocina.
—No mucho —dijo Casey de espaldas mientras le servía una taza de café—. Bastante horrible es ya. El recuento de víctimas podría llegar a las doscientas. Todavía no han localizado a Gillman. Estoy que no me lo creo, John.
—Me gustaría que reconsideraras muy seriamente lo de Oxford —le dijo ya sentado a la mesa de la cocina—. Seguro que es un blanco crucial para esos lunáticos.
Antes de acostarse, Macbeth le había rogado a su hermano que no fuera a Inglaterra, pero Casey había insistido en que debía ir. Otra de las razones de levantarse temprano era intentar de nuevo disuadirlo.
—El congreso de Prometeo es demasiado importante para mi carrera, y no pienso permitir que un puñado de colgados anticiencia me asusten. Además, sigo pensando que puede ayudar a comprender qué está pasando.
—¿Sigues creyendo que hay una conexión entre el fenómeno de las alucinaciones y el trabajo de Blackwell? La verdad es que yo no logro ver una relación científica plausible.
—Ya te he dicho que cuando uno trabaja en física cuántica ve las cosas de forma muy distinta… Michio Kaku dijo en cierta ocasión que somos como aparatos de radio o de televisión, siempre sintonizados en la misma emisora. Pero, igual que la realidad en la que estamos sintonizados, existen otras realidades infinitas que ocupan el mismo espacio y tiempo…, otras emisoras que transmiten desde el mismo dial pero en ondas diferentes.
—¿Y crees que tal vez alguien esté toqueteando el dial?
Casey se encogió de hombros.
—Lo único que sé es que están produciéndose todos estos episodios alucinatorios colectivos sin razón aparente y ahora, para colmo, unos chalados religiosos se dedican a atentar contra instituciones dedicadas a la física y la neurociencia, los dos ámbitos de estudio que podrían tener la respuesta. Y por cierto, hablando de blancos, supongo que no vas a volver al instituto Schilder.
—De todas formas aquello ya está más fortificado que Fort Knox. Pero no… no pienso volver antes de irme. Donde sí voy ahora es al McLean a ver a una paciente de Pete Corbin. Por cierto, mañana me voy muy temprano, y no quiero molestarte. Nos vemos esta noche.
El teléfono de la cocina sonó y Casey contestó.
—Claro. Aquí lo tengo… —Le pasó el auricular a su hermano.
—Hola, ¿doctor Macbeth? Al habla Brian Newcombe. Es horrible lo que ha pasado.
—Desde luego. Justo estábamos diciendo que menos mal que el Schilder está bien custodiado.
—Sí, sí, desde luego. Verá, se han producido ciertos acontecimientos… Necesitaría hablar con usted como sea antes de que se vaya a Dinamarca. Siento urgirle de esta manera pero es realmente importante.
—Pues me temo que no tengo mucho tiempo… —A Macbeth le molestó la intrusión: quería pasar su última noche en Boston con su hermano, no hablando con Newcombe—. Ahora por la mañana voy al McLean… ¿hay alguna posibilidad de que nos veamos allí más tarde, tal vez después de comer? No puedo concretarle una hora pero…
—En Belmont me viene bien —lo interrumpió Newcombe—. Puedo aprovechar e ir al centro de neuroimagenología, donde tenía que ir. Le dejo mi número de móvil y me llama usted cuando haya acabado.
—Vale, nos vemos allí entonces.