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Markus. Alemania

Markus abrió los ojos y se incorporó a toda prisa.

El cielo se había oscurecido de buenas a primeras: la tarde se había convertido en noche en cuestión de segundos. Pero no solo había cambiado la hora; notó unos fríos goterones de lluvia en la cara y el aire se enfrió de pronto y se llenó de un fuerte olor desagradable, como de orina, heces, sudor y ropa sucia, todo en uno y multiplicado.

Los rectángulos bien delimitados de gravilla grisácea habían desaparecido, así como la explanada. En su lugar había filas de barracones como los que les había enseñado la guía, con tan solo una pequeña plaza entre ellos y el edificio administrativo, y la Jourhaus a un lado. Markus se levantó de un respingo del banco, como si le hubiera picado algo, pero cuando miró hacia atrás el banco no estaba, ni el sauce. Pero sí el olor, ese hedor penetrante y enfermizo que pareció expandirse y arremolinarse en el aire cuando la brisa fresca cambió de dirección.

Nada de aquello tenía sentido. ¿Qué había pasado con el resto de alumnos de su grupo? ¿De dónde habían salido todos esos barracones? Como no podía atravesar la explanada sin más, tomó la senda que había surgido de la nada y se dirigió a la Jourhaus. Era un camino de tierra, aunque estaba allanado y cepillado. Era de locos.

Un sonido escalofriante y agudo le hizo pegar un salto: el restallido de varios silbatos. Miró hacia el lugar de donde provenía y vio que del edificio de administración salían a la plaza cuatro hombres al trote que no paraban de soplar sus silbatos. Los cuatro iban de uniforme. De negro.

No podía ser verdad. La idea le ardió en el cerebro. No podía estar pasando, y punto.

El olor que se había arremolinado en el aire se convirtió en una marea enfermiza cuando se abrieron las puertas de los barracones y salieron a trompicones unas figuras. Aunque eran personas, parecían de otra especie: medio fantasmas, amasijos de extremidades imposiblemente finas enfundados en uniformes carcelarios de rayas y caras cadavéricas bajo gorras informes y sin visera.

El olor provenía de ellos. Markus supo que iba más allá de la suciedad: era el olor a enfermedad y muerte. La guía les había explicado que en los dos últimos meses del campo, y durante los que siguieron a la liberación, la tasa de mortalidad de Dachau había crecido por culpa de una epidemia de tifus.

¿En qué estaba pensando? ¿Por qué estaba racionalizando la experiencia como una realidad pasada? Aquella gente no era real, nada de lo que veía lo era. Simple y llanamente no podía ser verdad.

Los prisioneros arrastraron los pies todo lo rápido que pudieron hasta la Appellplatz y formaron filas. Marcus contempló cómo el balanceo se convertía en precisión geométrica. Todos se quedaron quietos, en posición de firmes, en la medida de lo posible, pues las cabezas les colgaban y los hombros se les hundían. Sonaron varias toses. Estaba mirando un ejército de muertos. De muertos muy antiguos. De medio muertos ya en su época.

Los cuatro de la SS, tres con gorras normales y el cuarto con una de plato, de oficial, dejaron de silbar y adoptaron pose autoritaria: todos con los pies separados, el oficial con las manos en las caderas y los suboficiales con bastones clavados por delante. Entre ellos había una especie de caballete bajo de madera, cuyo fin Markus no acertaba a entender. El oficial dio un paso al frente.

—Nos hemos reunido aquí para una sesión de castigo —gritó con una fea voz atiplada con acento sajón—, para demostraros cuál es la pena por robar en la tienda de los presos.

Markus sabía por la visita guiada que existió una tienda en la que los internos pagaban (si podían permitírselo y con los vales que les daban al llegar a cambio de su dinero) a precios desorbitados un magro suplemento para la dieta de inanición que les daban. Los malos augurios le dieron náuseas: también sabía que los beneficios de la tienda iban directamente a la SS y que si alguien había robado de la tienda, el castigo iba a ser duro.

«¿Por qué estoy pensando todo esto? —Maldijo su locura—. No son ni presos ni soldados de la SS de verdad. Lo que estoy experimentando es un delirio, una alucinación. Piénsalo, Markus, piénsalo bien». Había leído las noticias sobre la gente de todo el mundo que estaba imaginando cosas, personas y hechos que no existían. Se pensaba que era un virus, una especie de infección. «He debido de contraerlo», se dijo.

Pero los malos augurios seguían allí.

Un quinto soldado, otro con gorra de suboficial, salió de la Jourhaus. Llevaba cogido del codo a un prisionero con grilletes y caminaba tan rápido que el otro tenía que arrastrar como podía los pies atrapados por los hierros. Como los demás, el preso estaba encorvado y tenía la tez macilenta, pero aun así le sacaba una cabeza a su escolta. Ya desde lejos Markus vio que el hombre esposado estaba aterrado y le suplicaba al guarda en una voz calma pero aguda, como un niño sollozante, pero este lo ignoraba. Vio también las marcas de una paliza: sangre en la nariz y barbilla y un ojo hinchado y cerrado.

«Para». La orden de Markus no pasó de ser un pensamiento y se quedó sin articular. «Debería gritar, decirles que paren. Tal vez me oigan, a lo mejor consigo que paren».

Pero no gritó ni chilló. Tampoco se acercó. «No tiene sentido, no me oyen», se mintió. Sabía la razón de por qué no gritaba: tenía miedo justo de eso, de que lo oyeran.

La súplica apremiante y aguda se convirtió en un gemido cuando obligaron al preso a arrodillarse delante del caballete. Después de quitarle las esposas, le extendieron los brazos y se los volvieron a atar al caballete, obligándolo a inclinarse sobre la estructura, con la cabeza vuelta y la mejilla presionada contra la madera.

«Dios Santo, no», pensó Markus, pero siguió sin moverse y sin decir nada.

—Esta —proclamó el oficial sajón— es la justicia que debéis esperar por robar propiedades del Reich. —Y luego a sus suboficiales—: Ejecutad la sentencia.

Fue la naturaleza sosegada y parsimoniosa de todos los preparativos lo que más lo asqueó. Los suboficiales se colocaron de dos en dos a los lados del hombre; todos encorvaron y relajaron los hombros al unísono y sacudieron el brazo que blandía el palo grueso. A Markus le recordó cuando los golfistas se preparan para hacer un swing.

Proszę! —rogó el hombre encadenado, con la voz llorosa y ahogada—. Proszę! Wyabacz mi! Proszę, nie rob mi krzywdy!

Los suboficiales lo ignoraron mientras claramente determinaban el orden en que cada uno desempeñaría su trabajo, sin parar de asentir.

Proszę! —Y a continuación, en un alemán desesperado y suplicante con acento polaco—: ¡Por favor! ¡Por favor, señores! ¡Ruego perdón! ¡Ruego perdón! ¡No, por favor, no lo hagan!

El oficial sajón se echó a reír y luego le hizo una seña a sus subalternos con la cabeza. El primer suboficial, un hombre menudo y achaparrado como un cubo, levantó el palo en el aire y lo bajó contra el codo del brazo derecho del prisionero. Un chasquido enfermizo resonó en el aire frío y húmedo, y luego otro que semejaba el silbido de una tetera y que Markus no reconoció de inmediato como un grito humano.

Como peones camineros construyendo los pilares de un puente, los cuatro suboficiales uniformados de negro asestaban sus golpes con un ritmo ágil y coordinado, como una lluvia constante sobre el preso; en los brazos, la espalda y los hombros, pero nunca en la cabeza, no fuese que se quedara inconsciente y los privase de su dolor. El sonido de los golpes era enfermizo y los chillidos inhumanos del prisionero cortaban el aire y le taladraban el cráneo.

Markus clavó las rodillas en el suelo y sollozó. Miró hacia el conjunto de los prisioneros. Estaban todos en silencio, con caras inexpresivas y vacías de emoción, la mayoría con la vista clavada en el suelo.

«¡Haced algo! —quiso gritarles—. Sois más. ¡Haced algo!». Pero una vez más la voz le falló.

La lluvia de golpes seguía arreciando. De tanto en tanto, un suboficial se apartaba y los otros continuaban al mismo ritmo mientras su compañero descansaba, y luego volvía a unirse al grupo para dejar que otro colega se tomara un respiro. Al rato el oficial levantó una mano para detener la paliza.

El preso ya no chillaba. En su lugar, un gemido lloroso y reumático resonaba en la plaza por lo demás en silencio.

Otro gesto desenfadado del oficial y los otros salieron de la explanada ignorando a los demás presos, que seguían en posición inerte de firmes, con los ojos bajos.

Nadie se movió. En diez minutos. Veinte. Una hora. Y todo el rato la plaza resonaba con el gemido acuoso del moribundo. Por fin Markus empezó a andar lentamente, lanzando miradas nerviosas a las torretas de los centinelas y dirigiéndose hacia donde el preso ajusticiado seguía atado al caballete.

Los prisioneros dispuestos en filas no dieron muestras de ver al chico pero también tenía la impresión de que, aunque hubiese sido visible, no lo habrían visto, ciegos como estaban a cualquier otra cosa que no fuese su propio instinto visceral e inmediato de supervivencia.

Se arrodilló junto al golpeado. Vio entonces que no estaba ya lejos de las orillas de la vida e iba ya a la deriva, alejándose cada segundo que pasaba. Al cuerpo no le había dado tiempo de padecer contusiones, o quizás estuviese demasiado anémico para tener moratones, y Markus se fijó en que tenía los brazos y el torso tremendamente deformados por donde los golpes le habían fracturado los huesos de brazos y cuello, y habían convertido las costillas en oquedades. Con los ojos cerrados, la respiración no era ya más que un gemido lloroso, con burbujas viscosas de sangre saliéndole por las narices y los labios amoratados.

—Lo siento —sollozó Markus—. Lo siento mucho.

El moribundo abrió entonces los ojos y lo miró directamente.

Dlaczego? —le dijo casi en un susurro, entre resuello y resuello—. Dlaczego nie możesz mi pomóc?

—No le entiendo —le dijo Markus tras superar el impacto de estar allí, de ser visible y real para aquel hombre.

Alargó la mano para tocarlo, para consolarlo, pero se detuvo en seco al temer que el roce se sumara a su agonía. O tal vez simplemente porque no quiso confirmar otra dimensión de su locura, de su alucinación.

—¿Por qué no me has ayudado? —le preguntó en alemán el prisionero, entre lágrimas, antes de que se le velaran por completo los ojos.