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Markus. Alemania

Eran veinte sin contar al conductor: dieciséis alumnos del instituto y cuatro profesores. Markus Schwab, quien por lo general nunca abordaba nada con entusiasmo ni odio, se aseguró de subir el primero. Su celeridad no la suscitaba la idea de ir de excursión, ni tampoco ningún interés especial por el destino, simplemente quería llegar el primero al fondo del autobús para asegurarse el último sitio junto a la ventanilla.

No era que odiase a sus compañeros; de hecho, para tener diecisiete años, carecía totalmente de la ponzoña típica de la adolescencia: no odiaba su vida, ni a sus padres, ni a sus profesores ni a sus compañeros de colegio. Lo que pasaba era que le aburrían: lo que entusiasmaba o volvía locos a los demás, la forma que tenían de charlar de cosas que significaban mucho para ellos pero que en realidad no tenían la menor importancia, su obsesión por lo inconsecuente… Eso era lo que habría incordiado a Markus si hubiese reunido la energía suficiente para que le molestase.

Así fue como se aseguró de coger el asiento del fondo, al lado de la ventanilla. De ese modo podría quedarse mirando por el cristal y contemplar el desfile del mundo exterior mientras los auriculares del mp3 le llenaban la cabeza de música.

Les habían explicado en clase que aquella excursión era muy importante por todo lo que estaba ocurriendo en Europa, que estaban viviendo un momento histórico. Había que considerar los acontecimientos del siglo XIX y el XX como los prolongados dolores de parto de una nueva nación. Europa había dejado de ser un término geográfico para convertirse en una identidad.

—Vosotros los jóvenes —les había explicado herr Hartz, el de historia, antes de montarse en el autobús— estáis viviendo una época de importancia capital. Cuando yo tenía vuestra edad Alemania acababa de reunificarse y de la noche a la mañana cambió lo que suponía ser alemán y el papel de nuestro país en el mundo. Lo que vamos a ver hoy acentúa por qué ese progreso es importante, por qué el nacionalismo cerrado es el mayor mal en el pensamiento político.

Bla, bla, bla…

Markus había escuchado la charla que les había dado Hartz antes de la excursión con la misma indiferencia hastiada con la que oía todas sus clases. El instituto era un constructo social redundante y ese hombre un rollo. Markus no le culpaba por su insulsez: era profesor de instituto, ergo su intelecto estaba limado y había perdido el norte.

Ergo.

Pese a sus esfuerzos, las lenguas, muertas o vivas, le interesaban, y destacaba en todas. Lo cierto es que destacaba en casi todas las asignaturas y le molestaba no mostrar el suficiente convencimiento en su propio ennui para fracasar académicamente. Pero esa era la paradoja de Markus: fracasar le costaría un esfuerzo mientras que destacar no le costaba nada. Al menos esa era la excusa que se permitía para evitar la vergüenza interior por experimentar un cierto orgullo burgués cuando lograba algún objetivo que la sociedad esperaba de él.

Pero ese día ya había logrado sus dos objetivos: el asiento del fondo y el aislamiento que le proporcionaba. Había más sitios libres en el autobús que pasajeros y todos se habían puesto juntos en la parte de delante, lo que dejaba a Markus en su pequeño imperio de asiento y ventanilla.

El viaje, les informó Hartz con su tono monótono, llevaría dos horas y cuarto, y pararían a comer de camino. En cuanto el profesor se sentó, Markus se puso los auriculares y centró su atención en el mundo exterior. Dos horas y cuarto. Ciento treinta y cinco minutos de aislamiento. A su pesar sintió que un leve júbilo le acaloraba el pecho.

Una vez en camino Markus pulsó el botón del play del reproductor mp3 y contempló los barrios residenciales de Stuttgart pasar por la ventana de su mirada. Asomaba una casa, a veces una figura en una puerta o saliendo de un coche en la entrada, trabajando en el jardín, un asomo de vida antes y después de que su breve reflejo parpadease por el escudo de cristal del autobús en marcha. Su desapego del mundo que pasaba ante sus ojos no le extrañaba ni le preocupaba: para él era un estado tan natural como otro cualquiera.

Uno de los secretos que escondía al mundo era la música que oía. Los de su edad parecían coincidir en el amor por el metal industrial: letras de una oscuridad cómica al compás de chirridos disonantes y estridentes; el acompañamiento perfecto, suponía, para la adolescencia. Markus, en cambio, escuchaba un gran abanico de formas musicales pero sobre todo le gustaba Bach, que era lo que tenía puesto. La ironía de escuchar música escrita hacía dos siglos y medio no le pasaba desapercibida, pues no le interesaba nada el pasado y la historia le parecía la asignatura más aburrida de un plan de estudios de por sí aburrido. Justificaba la paradoja diciéndose que la música pertenecía a su época, no a la de Bach. Por lo que a él respectaba, y como en todos los saberes y las artes, simplemente nacía en el momento en que él, Markus Schwab, la descubría.

Al otro lado de la ventanilla las casas empezaron a escasear y los árboles se espesaron al compás del Concierto de Brandemburgo. La carretera los llevaba por el curso del Neckar: el río a la derecha, en el lado que iba Markus, y una pronunciada pendiente de viñedos a la izquierda. Hacía buen día, el agua relucía bajo la luz del sol y el cielo estaba muy bonito con los hilachos de nubes que lo cruzaban. Todo parecía perfectamente cuidado y limpio: la naturaleza dominada por el hombre.

Pararon en Ulm a comer. Era una especie de comedor de carretera y Markus se vio obligado a compartir mesa con Imke Pauling y las dos tontas de sus amigas. El trío se dedicó a intercambiar sonrisas y susurros medio velados, con caras vacías y estúpidas. De vez en cuando Imke le lanzaba a Markus una mirada que pretendía decir algo. Optó por ignorarla, lo que solo consiguió alentarla más.

Los cuchicheos se volvieron más apremiantes y serios en cierto momento y Markus no pudo evitar pegar la oreja mientras hacía como que miraba la ventana. Las chicas estaban hablando sobre las noticias de Boston y Estados Unidos, donde había una especie de virus que hacía que la gente tuviera visiones muy vivas: veían cosas que no existían, como cientos de personas viviendo un terremoto que no se había producido. Pero eso era solo en Boston.

—¿Sabéis lo que yo creo? —preguntó Stefanie, la amiga morena de Imke—. Creo que es por todos los medicamentos que se meten los americanos. Tiene que ser un fármaco nuevo que les ha salido mal.

Markus no pudo reprimirse.

—Ya… yo también lo he oído. Y hay otra droga nueva… aquí en Alemania. Y es más peligrosa aún.

—¿En serio? —preguntó Stefanie echándose hacia delante.

—Sí… Tiene unos efectos secundarios horribles… Al parecer afecta tanto al cerebro como al ano. Se te sube toda la mierda al cerebro y empiezas a pensar con el culo.

Stefanie se levantó y se fue de la mesa. Las otras la siguieron, aunque Imke se quedó la última y le dijo:

—¿Sabes qué, Markus? Aquí el único que piensa con el culo eres tú, que eres tonto del culo.

Markus se encogió de hombros, en plan «me importa una mierda», y se quedó mirando la espalda de Imke mientras esta atravesaba el comedor. Pero supo, muy a su pesar, que sí que le importaba lo que la chica pensara de él.

Vio que herr Hartz había interceptado a las chicas porque se había dado cuenta de que ocurría algo. El profesor de historia se encaminó hacia él, con unos andares desenfadados tan poco logrados que no conseguía disimular su misión. Se sentó a su lado.

—¿Sabes una cosa? —le dijo Hartz mirándolo con sus ojillos negros, que parecían los de un tiburón en un cráneo humano—. Tienes mucha suerte de poseer los dones intelectuales que se te han dado. Si quieres ir de superior con todo el mundo, allá tú… pero si te propones hacer que los demás se sientan inferiores y actúas en consecuencia entonces sí que tenemos un problema.

—Yo no tengo ningún problema con la inferioridad de los demás, herr Hartz. Lo que sí me molesta es la estupidez.

—La gente no tiene la culpa de la capacidad intelectual que tiene o deja de tener.

—Yo no estoy hablando de eso —replicó exasperado Markus—. Como usted ha dicho, la gente no puede evitar ser mediocre. Lo que me da asco es que lo celebren. La estupidez es algo de lo que compadecerse, algo de lo que huir como de la peste. Es lo que acabará matándonos a todos. Tal vez me equivoque, pero tengo la sensación de que ese es el propósito de esta excursioncita.

—Doy por hecho que no te entusiasma.

Markus se encogió de hombros.

—No le veo el sentido. Bueno, mentira, sí que se lo veo pero no veo en qué puede afectarme a mí. Ya lo pillo, siempre ha sido así, no hace falta que me lo restrieguen por la cara.

—Bueno, tal vez puedas aprender lo peligroso que es creerse superior. Eso sí que podrías aprenderlo. —Hartz hizo una pausa y repasó el comedor por un momento con sus ojos de escuálido—. Mira, Markus —le dijo cuando volvió a él—, destacas en todos los exámenes de historia que pongo porque conoces las respuestas esperadas. Tienes una gran capacidad para recordar datos y fechas…

—Entonces no sé dónde está el problema —le dijo Markus, a pesar de que comprendía perfectamente lo que quería decirle el profesor.

—Estás dentro del juego, del sistema. Mi trabajo consiste en reconocer y desarrollar las mentes de los jóvenes, sobre todo una con tanto potencial como la tuya. Y eso supone ir más allá de lo que se espera. Tienes una cabeza especialmente brillante, Markus. Pero necesita desarrollarse.

—Ya lo hago yo. Pero si me habla de desarrollar un interés por la historia, entonces no puede ser. Lo siento, herr Hartz, sé que tiene buenas intenciones, y me hago cargo de lo que me dice, pero doy todo lo que puedo dar a una asignatura que siento totalmente ajena a mí.

—¿Cómo puedes decir eso? —El asombro de Hartz parecía auténtico—. La historia no le es ajena a nadie. Es lo que nos moldea, lo que le ha dado forma al mundo en el que existimos.

—El mundo es lo que es. Lo llevo lo mejor que puedo. No podemos vivir en el pasado. Solo se puede vivir en el presente.

Hartz se echó a reír.

—¿Y eso en qué posición me deja a mí, un historiador? No es solo mi profesión, es quien soy. Estoy conectado con el pasado.

—No, no lo creo. —Markus ajustó el tono y la expresión—. Lo siento, herr Hartz, pero con todo el respeto del mundo le digo que no lo está. El pasado es una cuestión de documentos, no un lugar que pueda visitar. Ya no existe. Todo lo que existe está aquí y ahora. Leí un libro, no hace mucho… El autor exploraba la reminiscencia, la naturaleza del recuerdo. El protagonista del libro estaba llegando a la vejez y había triunfado en la vida. Estaba feliz y satisfecho. Pero entonces se encuentra con un amigo de su juventud y empieza a pensar en el pasado. Antes de darse cuenta, compra una canción y se la baja, una que no ha oído desde que tenía mi edad. Se pone los auriculares, cierra los ojos y pone la canción; entonces, como un mordisco de la magdalena de Proust, vuelve directo a esa época de su vida. Por un momento cree que es posible viajar en el tiempo con sus pensamientos, recrear el pasado en la cabeza y revivirlo. De modo que escucha la canción una y otra vez, sin parar. Se da cuenta entonces de que la canción está ahora en el presente, no en el pasado. No es un vinilo rayado que esté poniendo en el tocadiscos sino una descarga digital en un reproductor de mp3. La escucha tantas veces que la canción deja de conjurar su cuarto de adolescente y solo le hace ver el piso de lujo en el que vive. —Markus sacude la cabeza—. Cuando vamos a excursiones como esta, vemos edificios antiguos y usted nos los describe como no sé qué del siglo XV o no sé cuántos del XVI… Pero no son nada de eso: son objetos del siglo XXI, existen aquí y ahora, y poco importa cuándo se construyeron. Al cabo de cien años serán objetos del siglo XXII. Lo pasado, pasado está, y los muertos en sus tumbas. El pasado no tiene nada que enseñarnos, solo el aquí y el ahora.

Hartz se quedó callado. No había ni enfado ni animosidad en su expresión, solo una tristeza mustia, como si lamentara un defecto o una discapacidad en su alumno.

—Lo único que puedo decirte —dijo por fin— es que creo sinceramente que te equivocas. Tenemos que recordar el pasado. Y aprender de él. De eso va lo de hoy. Lo que dices no solo me entristece… me aterra.

Les llevó menos de una hora y media llegar desde Ulm. A pesar de todo lo que le había dicho al profesor, y de todo lo que se había prometido, sintió una especie de escalofrío al verlo.

Lo que le molestó fue que no pasó lo que le había dicho a Hartz: algo que debería haberse quedado en el pasado existía en el presente. Cuando el autobús cogió por la Alte Römerstrasse, antes de doblar por la carretera que llegaba al centro de visitantes y a los aparcamientos, lo vio: algo que solo había visto representado en blanco y negro, en un registro imperfecto de una realidad pasada, pero ahí lo tenía a todo color, de cuerpo presente. El muro que se extendía al lado de la carretera moderna estaba coronado de alambre de espino y quebrado por robustas torretas cuadradas, cada una con ventanas con alambres en lo alto bajo un tejado piramidal con saledizo.

Se bajaron del autobús en el aparcamiento del centro de visitantes. Hartz entró en el edificio y volvió con una atractiva mujer de pelo negro que se presentó como Anna y les informó de que sería su guía. Cuando comprobó que estaban todos listos, los condujo por el arco de la verja de metal de la Jourhaus hasta el edificio principal.

Pese a su determinación de no dejarse conmocionar por la experiencia y a saber que las tres palabras en forja colocadas en el centro de las verjas eran réplicas de los años sesenta de las originales, Markus no pudo evitar un escalofrío al leer:

ARBEIT MACHT FREI

Todos mantuvieron el silencio respetuoso que cabía esperar mientras escuchaban a la hermosa joven recitar unos hechos pasados y desagradables.

Los guio por los dos únicos barracones que quedaban en pie. Salvo porque no eran los verdaderos sino las réplicas exactas que se habían construido en 1965. ¿Qué sentido tenía todo eso?, pensó Markus. Lo que pasó allí fue tan monstruoso que no debería recrearse.

Lo que a Markus más le fascinó fue contemplar a los demás. Todo el grupo despedía una seriedad que él sabía que era poco habitual en las visitas escolares. A algunos de sus compañeros se los veía realmente interesados, pero no como en una pinacoteca o un museo. Otros, sin embargo, parecían afectados de veras por lo que veían y oían. Se fijó en que Imke Pauling había estado todo el rato callada durante la visita y que se le había ido el color de la cara cuando les enseñaron los crematorios. Sabía que había gente que afirmaba que todavía olían a carne quemada y ceniza cuando estaban junto a los hornos. Él no olió nada y pensó en la facilidad con la que la gente se dejaba engañar por su propia imaginación.

Para Markus aquel era simplemente un sitio donde algo malo, imperdonablemente malvado, había ocurrido hacía mucho, mucho tiempo. Algo que no tenía nada que ver con él. Por mucha Erbschuld que hubiese que saldar, ya se había pagado o era responsabilidad de las generaciones anteriores a la suya, no de él. A pesar de su aparente desdén por los demás, era lo suficientemente sensible para que le afectara lo que estaba mal, la inhumanidad. Los crímenes que se habían cometido en ese sitio habían sido terribles y abominables, y se sentía mal por eso pero de la misma forma que con los que se cometieron en la Rusia estalinista, en Serbia, en Ruanda o en docenas de lugares y épocas distintas.

Después del circuito guiado les dijeron que podían pasear por su cuenta, tomarse un tiempo para reflexionar.

Como siempre Markus optó por quedarse solo, observando a los demás desde un banco bajo un sauce. Parte de él quería sentir la conmoción, notar que se le removía algo por dentro, pero no fue así.

Aquel sitio pertenecía al aquí y al ahora. Lo que había sucedido había sido una tragedia pero el lugar en sí no lo era. Para él solo eran unas instalaciones municipales que no le eran desagradables. Si acaso, le resultaba un entorno relajante y apacible.

Tal vez fuese el tiempo lo que le hacía sentirse así: era difícil cuadrar un cielo azul de principios de verano y el sol en la cara con un sitio donde había habido semejante sufrimiento y muerte. Pero comprendió que el sol también debía de brillar por entonces…

Pensó en encender el mp3 pero le preocupó que pudiera verse como una falta de respeto, de modo que se limitó a recostarse y a extender los brazos sobre el respaldo del banco, cerrar los ojos y poner la cara hacia el sol.

Markus Schwab estaba sentado al sol en el banco cuando de pronto experimentó una sensación rara.

El mejor término para describirla era déjà vu.