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John Macbeth. Boston

Cuando Corbin llamó a Walt Ramirez desde su despacho, el agente de la Patrulla de Carreteras de California se disculpó por avisarlo con tan poco tiempo de antelación, pero le explicó que pensaba volar al día siguiente a Boston y le preguntó si podía interrogar a Deborah cuando llegase, y tal vez ver a Macbeth después.

—Está de suerte. Precisamente estoy en el McLean con el doctor. Se lo paso. —Le tendió el teléfono a Macbeth, que concertó un encuentro con el policía.

—¿De verdad que no te importa que me involucre en esto? —le preguntó a Corbin al colgar.

—Claro que no. Ya te lo he dicho, que valoro todo lo que puedas aportar y creo que todavía no hemos conseguido un diagnóstico. De todas formas la conexión con Melissa supone que tienes un interés personal, y he de admitir que no me gusta que los polis interroguen a los pacientes durante su tratamiento.

—Ramirez parece buena gente. ¿Te ha contactado el FBI?

—¿El FBI?

—Sí, vino a verme el agente especial Bundy…

—¿Uno del FBI que se llama Bundy? Estás de broma, ¿no?

—Tuvimos un entrañable tête à tête en su coche el otro día. No solo recordarías su nombre… tiene unos ojos impresionantes: el caso de heterocromía central más pronunciado que he visto nunca.

—Ya te digo yo que me acordaría si hubiese venido a verme el FBI, y más un agente con ojos bicolores y apellido de asesino en serie. ¿De qué te habló?

—Pues de sectas y grupos radicales. De John Astor.

—¿Y existe alguna relación?

—Bundy parecía creerlo así; pero le dije que iba muy desencaminado si pensaba que Melissa pertenecía a una secta.

—Eso la Melissa que tú conocías, John. La que conoció Debbie parece haber sido una persona muy distinta.

Macbeth asintió con pesar recordando la fotografía aparecida en prensa de una Melissa relajada y feliz con Samuel Tennant.

—¿Qué hay del equipo de expertos? —cambió de tema Corbin—. ¿Vas a colaborar con ellos?

—En la medida de lo posible. El proyecto de Copenhague requiere todo mi tiempo. Y mi jefe, Georg Poulsen, ya puso bastantes pegas cuando vine aquí a Boston, a pesar de que era por cosas del proyecto. Me ha dejado bien clarito que me quiere de vuelta cuanto antes. Es el hombre más motivado con el que he trabajado en la vida, como si tuviera un interés personal aparte de profesional en el proyecto.

—¿Qué clase de interés personal?

Macbeth se encogió de hombros.

—Es una de las personas que más fieramente guardan su intimidad de las que he conocido. Comprendí pronto que no debía preguntarle nada más allá del proyecto.

—¿Y no entiende lo importante que es llegar al fondo de todo lo que está pasando?

—Está convencido de que el proyecto está por encima de todo eso. He de admitir, no obstante, que me gustaría ayudar a averiguar qué leches está ocurriendo. —Macbeth hizo una pausa, como si no estuviera seguro de si poner en palabras su siguiente pensamiento—. Verás, Pete, yo tengo un interés personal en averiguar qué se esconde tras este fenómeno.

—¿Y eso?

—Al principio de todo me contaste lo de la paciente que había ido a verte tras sufrir una de esas alucinaciones. Me dijiste que conoció a una versión más joven de sí misma y que recordaba haber tenido esa experiencia de joven, desde la otra perspectiva. ¿Te acuerdas?

—Claro.

—¿Recuerdas el día en que decidiste hacerte psiquiatra, Pete? ¿Del momento exacto?

—Pues no, la verdad… Me fui encauzando poco a poco, siguiendo mis intereses una vez que me licencié. Supongo que siempre me llamó la neurociencia.

—Pues yo quise ser psiquiatra desde que era niño. Me acuerdo del día exacto, cuando le pregunté a mi padre a qué se dedicaba. Tendría once o doce años. Hacía gran parte de su trabajo desde casa, allí en Cape Cod, y yo me paseaba por su estudio cada dos por tres… Cuando lo pienso ahora, creo que debía de distraerlo bastante, pero nunca se quejó. Me iba allí con mis libros, mis enciclopedias y decenas de preguntas sobre planetas, países, dinosaurios… Él siempre sonreía y me decía que me quedase y me respondía a todo.

»El caso es que ese día le pregunté en qué trabajaba, porque sabía que era psiquiatra pero no sabía muy bien qué significaba eso.

—¿Y qué te dijo?

Macbeth sonrió al recordarlo.

—Me dijo que todas las personas tenían una mente y que cada mente era como un universo lleno de millones de pensamientos, que eran otras tantas estrellas. Me contó que todas las personas están en el centro de ese universo propio, configurado con todas sus experiencias únicas y su saber, todo lo que habían visto, oído o sentido, e incluso leído y aprendido. Me dijo que a veces ese universo puede ser un sitio muy solo y aterrador. Que en ocasiones había quien se confundía y no sabía qué era real y qué no, qué eran recuerdos y qué fruto de la imaginación. Que ser psiquiatra era como ser astronauta: exploras todas las mentes y encuentras sitios y prodigios nuevos y le haces saber a todos tus pacientes que no están solos.

—Qué descripción tan buena. ¿Y eso te convenció para hacerte psiquiatra?

—No. Hubo otra cosa: mientras me contaba todo esto había alguien más en la habitación. Yo no lo había visto al entrar pero lo vi entonces: era un hombre que estaba en un rincón mirando y oyendo.

—¿Un paciente?

—Mi padre nunca trató a nadie en casa. Entonces me di cuenta de que él no veía al hombre del rincón. Solo yo podía verlo. Y el hombre a su vez me veía a mí. Mira, Pete…, esto no se lo he contado nunca a nadie, solo a Casey…

Corbin asintió:

—Prosigue…

—Yo creía que el hombre del rincón era un fantasma. Se lo conté a mi padre y este me preguntó dónde estaba el hombre y qué hacía. Le expliqué que estaba allí sin más, escuchándonos. Mi padre me dijo que los fantasmas no existían pero que a veces la mente se inventaba cosas. Mantuvo la calma en todo momento, aunque ahora sé que debió de estar valorando diagnósticos en su cabeza. Me dijo que era un niño muy vivo y que leía muchas cosas, muchos hechos, y que a veces el cerebro podía verse sobrecargado. Se me acercó y me puso las manos en los hombros y me dijo que lo mirara directamente a los ojos, que no mirara al hombre hasta que me lo dijera. Me explicó que estaba cansado y que me había dado mucho el sol y que cuando un cerebro se cansa puede confundirse y poner las cosas que ves en orden equivocado. Me dijo que no había ningún hombre en el rincón, que era solo un truco de magia de mi mente. Que cuando volviese a mirar el hombre no estaría. Miré y el hombre había desaparecido.

»Eso fue lo que me convenció para ser psiquiatra. Había experimentado en mis propias carnes cómo te puede engañar el cerebro, cómo puede hacer que lo irreal parezca real; y cómo un psiquiatra puede mostrar el camino de vuelta a la realidad.

—Uau… —Corbin sacudió lentamente la cabeza—. Ya se sabe lo mucho que pasan estas cosas en la infancia y la adolescencia, esas alucinaciones o delirios aislados. Porque doy por hecho que fue una cosa aislada… ¿O volviste a ver a ese hombre?

—Me has preguntado por qué me interesaba tanto tu paciente. Pues es por eso… porque lo he vuelto a ver. Justo al mismo hombre que vi aquel día en un rincón del estudio de mi padre. En los últimos cinco años lo he visto a diario: todas las mañanas cuando me afeito delante del espejo. Era yo, Pete… Yo tal y como soy ahora.