37

Jack Hudson. Nueva York

—¿John Astor, el fundador de la dinastía Astor, o el John Astor fantasma de Internet del que todo el mundo está hablando? —preguntó Hudson.

—El segundo —respondió Elmes—. Y es más que un fantasma de Internet, muchísimo más. El FBI tiene un extraño interés por él y se rumorea que está vinculado con alguna especie de secta.

—¿Uno de esos grupos de fanáticos religiosos?

—Ahí es donde la cosa se complica. Hay informaciones que lo vinculan a Fe Ciega, el grupo fundamentalista cristiano, mientras que otras lo sitúan en la esfera de un grupo que se hace llamar los simulistas, una especie de secta apocalíptica de base científica; son los que están detrás de la pintada de «estamos convirtiéndonos» que se ve por todas partes. ¿Te acuerdas de cuando encontraron al millonario Samuel Tennant, el que murió de hambre en su ático de Park Lane?

—Me acuerdo…

—Pues Tennant estaba vinculado con los simulistas. Se cuenta que, antes de su numerito en plan Howard Hughes, afirmó que había llegado a sus manos un ejemplar del libro de Astor, Los fantasmas que nos creamos.

—Esto empieza a sonarme a rollo Nuevo Orden Mundial y esas historias conspirativas de illuminati —comentó Hudson.

—Atiende un momento, Jack. Mandé que investigaran sobre el historial de Astor y resultó que tiene uno interesante. No tiene mucho sentido pero ahí está.

—¿Por qué dices que no tiene sentido?

—De entrada su cronología lleva a creer que o bien Astor está muerto o tiene una edad imposible. Fue importante en los círculos filosóficos del siglo XX, aunque más en la sombra que como figura prominente. Se cree que escribió varios tratados filosóficos de una influencia increíble, que ninguno se llegó a publicar y que en su mayoría tenían forma de correspondencia con otros filósofos, sobre todo de ciencia.

Hudson se echó hacia delante, aparentemente interesado.

—Prosigue…

—Bueno, a pesar de que la gente con la que se carteaba fue muy meticulosa y conservó esos escritos, el caso es que a su muerte no le sobrevivió ninguna de estas cartas o ensayos.

—Pero ¿no se supone que está vivo?

Elmes se encogió de hombros.

—Es que no se sabe siquiera cuándo, dónde o cómo murió, en el caso de que muriera. Ni tampoco dónde ni cuándo nació. Ya ves que la existencia de John Astor solo nos llega a través de esos escritos, como si existiera solo reflejado en otros. Te lo digo: esto es un misterio total. Y estoy convencido de que no hay nadie mejor que tú para resolverlo… y para hacer un documental de la hostia.

Jack se recostó en su asiento con cara de hastío.

—Y dime, ¿cómo es posible que algo sobre un misterioso filósofo del siglo XX, que puede que existiera pero puede que no, sea más atractivo que el reportaje sobre la integración europea que te he propuesto?

—Vale… Para empezar sabemos que filósofos de la talla de Henri Poincaré o Karl Popper y un montón más sabían de la existencia de Astor o tuvieron contactos con él, y muchos recibieron una gran influencia de este.

—¿Y bien?

—Si nos centramos solo en esos dos ejemplos, Poincaré murió cuando Popper tenía diez años. ¿Cómo pudo Astor tener una amistad de igual a igual con ambos? Y ya puestos, ¿cómo puede seguir con vida? Aparte, se lo menciona (y se ve claramente que hablan de la misma persona) en los escritos de media docena de filósofos científicos de todo el siglo XX hasta nuestros días. Y aquí viene lo que da más yuyu: hay una leyenda urbana según la cual todo el que logra dar con el paradero del manuscrito del libro de Astor enloquece cuando lo lee. Eso es lo que se supone que le pasó a Tennant.

—Vale… ya estamos. —Hudson suspiró—. Por un momento he creído que estábamos hablando de alguien creíble y que merecía la pena.

—¿No querías hacer algo de calidad, Jack? Te lo estoy poniendo en bandeja. ¿Has oído los rumores sobre el libro o no?

—Los he oído: pura basura.

—Puede, pero el tema es que se han encontrado fragmentos del manuscrito… en lo más remoto de Internet. Se supone que son del libro de Astor, el que Tennant consiguió antes de matarse de hambre. Pero lo más grande de todo es el rollo del manuscrito: todo, el terremoto que nunca fue en Boston, y el resto de cosas raras que están pasando en el mundo, desde las visiones de la gente a los fantasmas, aparecen en el libro, y en teoría Astor predijo que pasarían.

—Venga ya, Tony… Ya sabes que hay todo tipo de chalados conspiranoides intentando sacar tajada de lo de Boston. De todo, desde los extraterrestres a la CIA, pasando por los illuminati o las armas mentales de los nazis escondidas bajo el hielo de la Antártida. Es más, hay una página donde afirman que es todo eso junto. —Hudson sacudió la cabeza—. A veces el potencial intelectual de este gran país que es el nuestro me hace sentir pequeño.

—Bueno, si bien todas esas teorías conspirativas son las típicas… —Elmes buscó la palabra adecuada sin encontrarla.

—Apofenias —lo ayudó Hudson—, la tendencia a ver patrones y conexiones donde no las hay. Es como unir unos puntos que no existen.

—¿Apofenias? —repitió Elmes—. ¿Esa palabra existe? En cualquier caso, el tema es que todos esos rollos macabeos nos desvían de lo importante, que es que no estamos pillando toda la historia. Las alucinaciones se suceden por todo el mundo y cada vez van a peor. El caso es que el manuscrito de Astor no solo predice exactamente lo que está ocurriendo sino que lo explica. Y esa misma explicación es lo que se supone que es tan trascendental y aterrador que te vuelve loco.

—Has dicho que los fragmentos que se han encontrado se han hallado en la red… ¿Cómo sabes que no ha sido un friqui al que le ha dado por ahí y se lo va inventando todo sobre la marcha? ¿Que no está racionalizando sucesos a posteriori?

—Esta no es la primera vez que Astor escribe una obra misteriosa con una circulación restringida. En los años sesenta hubo rumores sobre otro libro llamado Los últimos mortales. En teoría está relacionado con su último manuscrito y, para colmo, también se vinculó con una oleada de suicidios, justo como ahora.

—¿Y tú te crees todo ese rollo?

Elmes suspiró.

—Yo lo que creo es que hay bastante material para al menos garantizarnos una investigación. ¿Te interesa o no?

—En mi época revelé escándalos políticos, tragedias humanitarias y crímenes… ¿De veras crees que voy a aceptar una patraña de poca monta como esta?

—Entiendo que tu respuesta es un no.

—Lo es.

—Si te soy sincero, Jack, no creo que puedas permitirte decir que no a ningún proyecto. —Elmes le pasó la carpeta roja por encima de la mesa—. Hazme un favor… Moléstate al menos en leer primero toda la información y luego me das una respuesta.

Hudson se quedó mirando al otro por un momento. A pesar de lo que quería creer sobre él, el joven era sincero, un buen chaval, uno que no debería ser su jefe pero que lo era. Hudson se levantó y cogió la carpeta de la mesa.

—Ya te he dado mi respuesta pero le echaré un ojo.

Jodie Silverman estaba esperándolos en el pasillo con una tablet bajo el brazo; o más concretamente, esperaba a Elmes y se esforzó en ignorar la presencia de Jack Hudson. Era morena y atractiva, aunque sin ser nada del otro mundo, con buena figura y vestir elegante, una de esas chicas de producción que Hudson se había ligado por pares en su época. Pero las cosas habían cambiado: la actitud, las costumbres e incluso las regulaciones de la conducta en el lugar de trabajo. Y Hudson ya no era el hombre que había sido. Silverman era una de esas arpías trepas, provocativa y dura, que están a la que salta, pero eso no impidió que Hudson elucubrara sobre la posibilidad de que estuviese follándose a Elmes.

—Buenas, Jodie. Qué guapa estás hoy —le dijo Hudson, y se echó a reír con ganas cuando la chica lo ignoró.

—Tenemos reunión de programación a las once —le anunció a Elmes—. Te he traído tus apuntes. —Toqueteó con una uña pintada la pantalla de la tablet—. ¿Te encuentras bien?

Elmes se había detenido a mitad del pasillo con una extraña expresión en la cara y una postura casi inestable.

—Uauu… Acabo de tener una sensación de déjà vu superrara…

—Otra vez no. —Hudson se rio de su propia gracia. Al ver que Silverman no reía pensó que la chica realmente necesitaba que le echasen un polvo.

—¿Te encuentras bien, Tony? —volvió a preguntarle ella.

—Sí, bien. Aunque ha sido raro. —Sacudió la cabeza por un momento y rio por lo bajo—. Tranquila, te avisaré si empiezo a tener visiones.

—¿Visiones? —quiso saber Hudson.

—El síndrome de Boston: así es como se supone que empieza, con un déjà vu. O eso dicen.

—Bueno, pues ya que te pones, a ver si alucinas un proyecto que me merezca la pena.

—Te lo acabo de dar, Jack —replicó Elmes en un tono por el que Hudson comprendió que estaba tentando demasiado su suerte. El joven volvió a detenerse—. ¿No oléis algo?

—Aparte de a espíritu corporativo adolescente, no…

—Hablo en serio… ¿no oléis a quemado?

—¿A quemado? —Silverman se alarmó en el acto y olisqueó el aire—. No… yo no huelo nada.

—Yo tampoco —admitió Hudson.

Elmes se quedó un momento callado y luego volvió a sacudir la cabeza.

—Me ha parecido oler a quemado. Ya se ha pasado. —Siguieron por el pasillo y llegaron al rellano de delante del ascensor, un espacio amplio e iluminado de unos dos metros cuadrados. Las paredes de dos caras eran de cristal de arriba abajo y daban al centro de Manhattan—. Tengo que ir a la reunión de programación, Jack. Prométeme que le dedicarás la consideración que merece —le pidió toqueteando la carpeta roja que llevaba—. De una forma u otra, vamos a sacar algo sobre el tema, y yo preferiría que estuvieras tú al mando.

—Te he dicho que lo miraré y lo haré aunque creo que…

—No me digáis que no lo oléis —lo interrumpió Elmes mirando angustiado a su alrededor.

—Yo no huelo nada.

—Ni yo tampoco… —Silverman miró preocupada a Hudson y luego a Elmes.

—Estáis de coña… —El joven olisqueó el aire alarmado y empezó a dar vueltas por el rellano, escrutando por los pasillos que daban allí y examinando las puertas del ascensor—. ¿Cómo es posible que no lo oláis? Es que es cada vez más fuerte. Mierda… se está quemando algo.

—Yo no huelo nada —le dijo Silverman, que había perdido ya su pose estudiada de profesional.

—¿Tú lo hueles? Dime que sí… —le preguntó Elmes a Hudson mientras movía la mano para señalar lo que les rodeaba.

—A ver, tranquilidad, Tony…

Jack dio un paso adelante y le puso una mano en el hombro al joven, que la apartó con una sacudida mirándolo como si estuviera loco.

—Dios… Dios… algo se quema…

—Tranquilízate… No hay nada… Calma…

De pronto Elmes retrocedió, se encogió y se apoyó contra la pared de enfrente de los ascensores.

—¡Mirad! ¡Me cago en Dios, mirad eso!

—¿Que miremos qué? —le preguntó Hudson, que le dijo entonces a Silverman—: ¡Busca ayuda! ¡Trae a un médico o algo!

—¡El humo! —Elmes empezó a toser y a arrastrarse a lo largo de la pared como para escapar de algo que los demás no veían—. ¿Qué cojones os pasa? Tenemos que salir de aquí… ¡Y cagando leches!

—Madre mía… ¡Mírale los ojos! —chilló Silverman.

Hudson tenía buena perspectiva de los ojos del productor: rojos, inflamados y llenos de lágrimas. La tos de Elmes se volvió entonces incontrolable, y pasó a escupir, con la saliva colgándole del labio en hilos viscosos y la cara toda colorada. Se tiró desesperado del cuello de la camisa desabrochada, como si estuviera ahogándolo.

—¡Te he dicho que vayas a buscar un puto médico! —le gritó Hudson a Silverman, que dio un par de pasos atrás con la mirada fija en un Elmes que boqueaba—. ¡Corre!

La chica dio media vuelta y echó a correr.

Hudson dio un paso adelante y cogió a Elmes por los hombros.

—Escúchame, Tony, estás teniendo una especie de ataque. Estás viendo cosas. Jodie ha ido a buscar ayuda… entre tanto, intenta mantener la calma.

—¡Estás loco! ¡Estás pirado! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Mira!

—¿Que mire qué?

—¡Las llamas, por el amor de Dios! ¡El fuego! ¡Dios mío, Dios mío!

—Tony, no hay ningún fuego…

Elmes apartó a su colega de un empujón que lo mandó al suelo. Cuando Hudson se levantó vio que el otro extendía los brazos como un ciego, con unos ojos muy abiertos y llorosos que no veían. La tos se había vuelto constante y ahogada, y parecía costarle la misma vida respirar.

Silverman regresó corriendo por el pasillo con un hombre obeso con la cabeza rapada que vestía una camisa blanca de manga corta y unos pantalones negros.

—Viene una ambulancia de camino… —El de seguridad se quedó mirando con desconfianza a Elmes y preguntó—: ¿Qué le pasa?

—No lo sé pero no se acerque… Se ha puesto violento.

Elmes seguía tambaleándose y abriéndose camino a tientas por la pared en dirección a sus colegas, que lo miraban dispuestos a agarrarlo si se caía.

—Dios… —dijo Silverman—. Es como si estuviera ciego…

—¡Socorro! —gritó desesperado Elmes—. ¡Por el amor de Dios, ayudadme!

El joven empezó entonces a pisotear el suelo en una extraña danza, como si intentara sacudirse algo de las piernas. Tenía los ojos desorbitados, mirando algo aterrador, monstruoso, que solo él veía.

Pegó un grito como Hudson no había oído en su vida: un gemido estridente e inhumano que ya no era de miedo, sino de dolor. Se cayó al suelo y empezó a retorcerse, encogerse y convulsionarse: y todo el rato al compás de ese horrible chillido inhumano. Se revolcó y se empezó a desgarrar la ropa sin parar de patalear y rodar por el suelo pulido.

Fue entonces cuando Hudson y los otros dos lo vieron.

Se le había puesto morada la piel —por la cara, las manos y el pecho que había dejado al descubierto la camisa desgarrada—, con burbujas y ampollas, y al poco se le ennegreció.

—¡Dios! Se está quemando… Se quema de verdad.

Pero seguía sin haber llamas, ni fuego ni señales de combustión en el exterior del cuerpo torturado de Elmes. El chillido se volvió otra cosa: una gárgara espesa y pastosa. Todos pudieron oler entonces el abrumador y nauseabundo hedor dulzón de la carne asada.

Hudson le ordenó al de seguridad:

—Por el amor de Dios, traiga un cubo de agua.

—Pero si no hay fuego…

—Es para tirárselo a él, pedazo de zoquete.

Sin tener ni la menor idea de qué hacer para ayudarlo, Hudson tiró la carpeta roja al suelo y corrió a arrodillarse junto a Elmes. Este ya no se convulsionaba: sus movimientos eran mínimos y contraídos. Ya no tenía piel, la carne expuesta era una mezcla de carne viva roja y costra negra. Su espesa cabellera chisporroteó y solo quedaron unos parches desperdigados de alambre ennegrecido. Hudson vio cómo burbujeaba y hervía la grasa subcutánea grisácea. Sin pestañas ya, tenía los ojos encogidos, disecados. Se acabó todo movimiento. Intentó tomarle el pulso pero retiró la mano como si le hubiesen picado cuando la carne ennegrecida le quemó las yemas de los dedos.

Se incorporó y vio cómo Elmes, muerto ya, se enroscaba en una gárgola carbonizada y la contracción de sus tendones resecos tiraba de sus piernas, le curvaba los brazos y convertía en garras lo que le quedaba de dedos.

Hudson oyó que Silverman daba una arcada y luego la voz del de seguridad: sonidos que le parecieron a millones de kilómetros de distancia. También fue consciente de otras voces alarmadas y angustiadas conforme el resto del edificio se congregó a su alrededor.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó de nuevo el vigilante.

—No lo sé… —acertó a decir Hudson—, no tengo ni idea. Creía que estaba teniendo una de esas alucinaciones pero no era tal cosa. Combustión espontánea tal vez… aunque creía que eso era un mito. Nadie ha llegado a documentarla como…

—Pues esto no ha sido ningún puto mito… Ha sido muy real…

Hudson comprendió que el otro tenía razón. Era lo único que tenía sentido. Estaba confundido y conmocionado y no daba crédito. Y lo que hacía mayor su incredulidad y su disgusto era la manera en que un solo pensamiento impregnaba todas esas sensaciones. Una idea que no era propia de él ni de nadie:

«Nadie ha llegado a documentarlo. Ojalá hubiese tenido una cámara».