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John Macbeth. Boston

De regreso Macbeth y Corbin volvieron por el espacio abierto verde del Upham Bowl, frente a la explanada delantera del edificio de administración, y pasaron por una pequeña loma con un arce. En su época en el McLean, Macbeth pasó muchas tardes sentado en la hierba bajo ese árbol en concreto, mientras escribía apuntes para sus investigaciones. Siempre había entendido por qué para muchos el McLean proporcionaba un entorno que auspiciaba el esfuerzo creativo: había sido allí donde la campana de cristal de la depresión de Sylvia Plath se levantó, al menos temporalmente, y donde la poeta halló inspiración para escribir su única novela.

—Bueno, ¿qué piensas? —le preguntó Corbin cuando comían en el comedor Marneffe.

—¿Sobre la carbonara o sobre Deborah Canning? —Macbeth removió la pasta con el tenedor—. Empiezo a tener la desagradable sensación de que tú no habías olvidado al último paciente que tuve aquí, al que traté en esa misma habitación.

—Debbie presenta los mismos síntomas típicos del trastorno de identidad disociativa que tu paciente en su momento: despersonalización, desrealización, amnesia y pérdida de la personalidad.

—Sí, eso ya lo he visto, pero mi paciente presentaba el síntoma esencial: personalidad múltiple. Debbie no tiene eso; más bien hace lo que puede por aferrarse a la que tiene.

Corbin se echó hacia delante para sugerir:

—¿Y si tuviera álter egos… otras personalidades en las que se recluye, pero no nos las enseña? Tiene momentos de ausencia, y en esos largos periodos en los que cree que no existe porque no hay nadie para validar su existencia podría estar refugiándose en otras identidades. Lo que pasa es que sus álter se interpretan por dentro, en su cabeza, y nosotros no los vemos.

—Mira, Pete, todo diagnóstico de identidad disociativa es controvertido. Fuera de Estados Unidos no se ha diagnosticado ningún caso e incluso aquí hay mucha gente que piensa que es un invento. Yo me jugué el tipo con el diagnóstico de SID que le hice a mi último paciente y la cosa acabó con él muerto y yo ante un comité. Y por eso me dediqué a la investigación. ¿Quieres que te dé mi opinión sobre Debbie? Mal de Cotard. Se trataría del caso más elaborado y coherentemente estructurado que he visto, pero esa sería mi apuesta.

—Pero no cree estar muerta —replicó Corbin.

—Creer que no existe es lo mismo, y además es más coherente con su lógica interna… Por no hablar de que su trabajo le da una vuelta de tuerca muy concreta a la afección. Los pacientes con mal de Cotard que creen estar muertos suelen pensar que habitan el mundo como espíritus incorpóreos. Lo que pasa con Debbie es que creer en fantasmas no forma parte de su arquitectura intelectual premórbida.

Corbin terminó de tragar el bocado que tenía en la boca.

—Ya sé que el SID es polémico y que te quemaste la mano al ponerla en el fuego, pero he repasado tus notas del caso y creo que tenías razón. El suicidio de tu paciente fue impredecible, dado su progreso, y no tuvo nada que ver con tu diagnóstico. Yo creo que Debbie presenta muchos síntomas iguales.

—Por Dios, Pete, creo que eso es mucho especular. —Macbeth meditó un momento—. Bueno, déjame que hable otra vez con ella. Va a venir un poli de California, Ramirez, que quiere hablar con ella, si te parece bien. Me gustaría asistir también.

—De acuerdo —concedió con cautela Corbin—, pero quiero que recuerdes que te he pedido que hagas esto como colega y profesional, no por tu vínculo con Melissa. Quiero que Debbie siga siendo la prioridad.

Macbeth asintió.

—Por supuesto. —Le dio a Corbin los datos para contactar con Ramirez.

—Veré cómo puedo arreglarlo. Por cierto, quería enseñarte esto…

Habían llegado charlando al edificio principal de administración. Corbin rebuscó en la carpeta que llevaba hasta que por fin sacó un folio de papel rayado y se lo tendió a Macbeth. Estaba relleno de arriba abajo con una letra clara, muy pequeña y cuidada.

—Cuando la ingresaron, Debbie se pasó días enteros escribiendo esto mismo una y otra vez. Tengo treinta folios igualitos.

Macbeth leyó la frase:

«Estamos convirtiéndonos…».