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Jack Hudson. Nueva York

«Envejezco… Envejezco… Tengo que llevar

los pantalones enrollados»[1].

Como una canción pegadiza e irritante, no podía sacárselo de la cabeza: el verso de Eliot, del poema «La canción de amor de J. Alfred Prufrock», se le repetía una y otra vez y se entrometía en sus pensamientos mientras hacía un cálculo mental de la edad del productor ejecutivo de contenidos que tenía enfrente. Hudson supuso que había trabajado en televisión más tiempo de lo que Tony Elmes llevaba en este mundo. La industria televisiva se había convertido en una infantocracia y había caído en las manos despreocupadas e inexpertas de adolescentes de radiantes caras lozanas llenas de entusiasmo inexpresivo y cabezas llenas de pájaros. Pero si Hudson era sincero consigo mismo, siempre había sido así; como cuando él mismo era un joven con un resplandeciente rostro lozano lleno de entusiasmo barato y la cabeza llena de pájaros.

Tenía que admitir que su cara no era ya ni radiante ni lozana. El hombre de mediana edad que le devolvía la mirada todas las mañanas cuando se afeitaba se lo decía, y le hacía enfrentarse a una realidad que no quería aceptar. Su belleza oscura y su vigor aún más oscuro se habían vuelto saturninos y huraños. ¿Cómo podía estar rozando los sesenta años cuando hacía nada que tenía veinticinco?

«Envejezco… Envejezco…». El verso se le repitió de nuevo. Hudson dudó seriamente de que Tony Elmes supiese siquiera quién era Eliot. No era que fuese un descerebrado o un inculto, nada más lejos; lo que pasaba era que pertenecía a esa generación ultraconectada y de información instantánea que parecía haber surgido de la nada. No, Elmes no era un capullo, pero en ese preciso momento a Hudson le consolaba pensar que sí.

Ambos estaban en el «espacio de encuentro» sin puertas de la cuarta planta. Hudson recordó cuando las reuniones se hacían en despachos o salas a tal efecto, en habitaciones con puertas. La gente ya no tenía reuniones, ahora eran «meetings» en «espacios de encuentro» pensados para «informalizar la interacción entre creativos». Era todo una patraña. Cuando empezó en aquel oficio, si querías «informalizar la interacción creativa» te llevabas al director y al productor al bar de la esquina de la Quinta Avenida y te emborrachabas con ellos. Algunas de sus mejores ideas para documentales habían salido de un vaso de whisky. En esos momentos se encontraba, con la desesperación rezumando por el suave cuero del sillón bajo, con un productor ejecutivo al que cualquier barman le pediría el carné, en una estancia sin puertas de una cuarta planta que estaba llena de sillones mullidos, alguna que otra mesa, trabajos creativos de la empresa expuestos por las paredes y una máquina de expreso en la esquina.

—Lo único que quiero es hacer buena televisión, Tony —le repitió.

—Eso es lo que queremos todos, Jack. Y eso es justo lo que estamos haciendo —le respondió Elmes asomando un tono de reprimenda en la voz.

—Me refiero a la televisión buena que se hacía antes. De calidad, con documentales y series de calidad. No más mierda de realitys.

—Mira, Jack, nosotros no producimos mierda. Realitys sí, pero mierda no. El público pide reality shows y no podemos ignorarlo. Lo que intentamos es crear realitys que sean mejores que el resto.

—Estupendo… competir por ser el más alto de Lilliput. Los reality shows y los culebrones son televisión para el populacho… Y tú lo sabes, yo lo sé, todo el mundo lo sabe. Ni siquiera tiene nada que ver con la realidad: solo es gente real que finge ser gente real pero que interpreta su vida como si tuviese un papel en una película. Es estúpido, cutre y atonta las mentes.

—Eso no es más que un rollo elitista, Jack. No te tenía por un esnob intelectual…

—Decir que no deberíamos programar pornografía infantil solo porque podría tener un mercado no es ni elitismo ni esnobismo intelectual, es simplemente sentido común y decencia. Lo único que impide a alguna gente de este negocio cubrir esa demanda es que es ilegal. Si no fuera por eso, a saber qué pasaría —insistió el mayor.

—Eso no te lo crees ni tú, Jack.

—¿Que no? Dale cancha a la gente y verás cómo traspasan todos los límites. La idea de comedia en el Coliseo de Roma eran competiciones a muerte entre gladiadores que eran ciegos, tullidos o simples chiquillos. Y en las arcadas del Coliseo, se podía comprar lo que se quisiera para lo que fuese, inclusive niños. La gente caería así de bajo… la única diferencia es que ahora tenemos tecnología para facilitarlo más rápida y eficientemente. Internet es nuestro Coliseo y la televisión está poniéndose a su altura. Tenemos que tomar algún tipo de postura moral.

—¿De postura moral? —preguntó incrédulo Elmes.

—Ya sabes a lo que me refiero… Lo único que quiero es que hagamos una televisión de la que nos sintamos orgullosos.

—Me hago cargo, no creas que no. Y no hay nadie que trabaje en este departamento que no sea consciente e incluso admire tu pedigrí y tu reputación. Pero la época de ese tipo de programas de los que hablas pasó. Lo siento, lo siento de veras, pero es un hecho.

—¿Estás diciéndome que estoy desfasado, es eso? ¿Que ya no hay sitio para mis documentales en este Mundo Feliz de famosos de pega y realidad falsificada?

—Por Dios, Jack, claro que no. Lo que estoy diciendo es que la época dorada de la televisión, tal y como la concebimos, quedó atrás, por mucho que me duela decirlo. Ya no podemos justificar un presupuesto para lo que son básicamente documentales políticos. Ya no emitimos televisión en abierto, sino en cerrado. Ya no sé siquiera si podemos seguir llamándola televisión: no mientras haya tanta gente que ve nuestros programas en el ordenador, la tablet, el portátil o el teléfono como la que los sigue por televisores convencionales.

—¿Y eso no significa simplemente que tenemos más audiencia que nunca? La gente es inteligente, Tony. Solo son tontos si los tratas como tales. Yo creo que hay un público para esto… —Hudson clavó un dedo sobre las dos propuestas que había en la mesa entre ambos.

—Lo siento, Jack, pero nosotros no hacemos estas cosas. La cuestión no es ganar un premio Big Sky o un Full Frame, sino ganar espectadores. El Nielsen puro y duro.

Elmes suspiró, se recostó en la silla y se pasó ambas manos por su pelo oscuro. Cuando se lo retiró de la frente, Hudson se fijó con un goce malicioso en que el joven empezaba a tener entradas. «Seré viejo —se dijo—, pero por lo menos todavía conservo todo el pelo».

—Sé que cuesta aceptarlo —prosiguió el joven—, pero las cosas han cambiado. Todo gira en torno a la realidad en vivo, no al efecto Ken Burns. Como he dicho, hubo un tiempo en que la audiencia estadounidense se interesó por lo que ocurría en el mundo que la rodeaba, que miraba al exterior y a las vidas de los demás. Eso ha cambiado. La televisión ha dejado de ser un telescopio: ahora es un microscopio. La cuestión ahora es mirar hacia dentro, hacia nosotros mismos, a vidas como la nuestra. No te digo que me parezca bien, pero así son las cosas.

—¿Y ya está?

—Sí, ya está. O al menos en lo que a tus ideas se refiere. Lo siento. —Elmes se echó hacia delante y apoyó los codos en la mesa, acortando la distancia entre ambos—. Quiero que sepas una cosa, Jack: yo veía todo lo que hacías cuando estaba en el instituto y luego en la facultad. Todos tus documentales. Siempre me parecieron, y siguen pareciéndomelo, parte esencial de mi educación. Fuiste una gran influencia para mí… una inspiración. Y en gran medida la razón por la que escogí la televisión como mi oficio.

Hudson abrió las manos de par en par en un gesto que quería decir: «¿Y entonces qué quieres?». Era un acto mezquino y poco afortunado, y lo sabía.

—Todavía necesitamos tu talento —prosiguió el joven sin dejarse amilanar—. Un talento que podemos utilizar para conseguir un gran efecto. Cuando tu nombre respalda un proyecto le confiere peso, importancia. Y creo que tenemos algo que sería perfecto para ti. Algo que puede beneficiarse de tener un productor con tu experiencia. Y además es un documental.

—Vale, cuéntame —suspiró Hudson.

—¿Te suena el nombre de John Astor?